Hola chicos, Fairy Tail le pertenece a Hiro y la historia a Lena.

Disfrutenlo

CAPÍTULO 1

WASHINGTON DC

Parque Potomac

Ocho años atrás

Natsu conoció a Lucy en el inicio de una primavera, cuando ambos eran

todavía muy jóvenes y sus corazones eran aún muy inexpertos.

Sucedió en el Potomac Park, un lugar precioso, lleno de árboles

ornamentales que florecían con pétalos de sakura, de color rosa palo, también

llamados cerezos de Washington. Cubrían todo el parque y, según decían los

expertos, eran de la clase Kwanzan. A Lucy le encantaba contemplarlos en las

orillas del río Potomac, en Ohio Drive, apoyada en uno de sus troncos y sentada

sobre su pareo. De vez en cuando, levantaba la cabeza de su portátil, entre repaso

y repaso de sus apuntes, y se quedaba prendada de aquella sutil dulzura con la

que esas corolas pálidas levitaban, evocando en su imaginación todo tipo de

leyendas japonesas.

Estaba estudiando Ciencias Económicas y Comerciales. Quería convertirse

en una empresaria, no depender de la fortuna familiar. Por eso se mudó de

Luisiana y decidió irse de Nueva Orleans y alejarse los tres años que duraba su

carrera. Su idea era la de cortar vínculos y dependencias. Y, sobre todo, quería

que su madre dejara de buscarle un novio adinerado, con la única pretensión de

unir apellidos poderosos de Nueva Orleans.

Esa voluntad de querer separarse de los Heartfilia, no significaba que odiase

su apellido, ni mucho menos. Lucy adoraba a su familia, la quería de todo

corazón, pero la sobreprotección a la que la habían sometido se había vuelto

insoportable. Ella, un caballo salvaje al que habían domado y educado para

convertirse en el transporte de paseo de una dama de Orleans, necesitaba romper

con sus raíces para hacerse a sí misma.

Y eso intentó. Intentó encontrarse. No obstante, en Washington se dio de

bruces con algo más, además de con su verdadera esencia.

Dio con el amor de su vida.

Aquella tarde, estaba dándole vueltas a las características del negocio que

deseaba abrir. Pensaba que tardaría varios años en ahorrar una buena entrada para

empezar a montar el primero de los locales de una cadena de auténticas pizzerías

italianas. Su familia era originaria de la Toscana; un lugar en el que la pizza era

sagrada y los quesos eran el elemento patrio, señal de vida y amor.

Mientras destacaba en el ordenador algunas frases sobre marketing operativo,

se llevó a la boca uno de los trozos de fruta fresca que guardaba en su fiambrera.

Justo cuando iba a engullirlo y saborearlo, un frisbee amarillo golpeó su tenedor

de plástico. Y, al instante, por sorpresa, un cachorro de labrador se tiró encima

de ella y la placó, tumbándola sobre el pareo fucsia.

La zona del parque Potomac que más le gustaba a Natsu Dragneel era, sin

lugar a dudas, la de El Despertar. Un gigante oculto en Hains Point, que parecía

resucitar de su propio entierro, emergiendo entre la tierra como si gritara por su

propia libertad.

Sin embargo, aquel día, al contrario que otras veces, había decidido pasear a

su perro golden, Happy, por Ohio Drive.

Estaba preparando una nueva carrera. A sus veintitrés años, ya se había

licenciado en Criminología en la Universidad de George Washington, pero

deseaba también hacer la carrera de Lenguas Extranjeras.

Quería ser agente del FBI, y cuando tomaba una decisión, nadie se la podía

quitar de la cabeza.

Agente doble, agente especial, agente de investigación… Le daba lo mismo.

Él quería una placa con su número de identificación y ayudar a resolver casos.

Tenía alma de héroe, y le gustaba impartir justicia. No es que pensara que

siempre tuviera razón, pero de lo que no tenía duda alguna era de que no le

gustaba que los malos ganaran, fuera en lo que fuera. Y él quería aportar su

granito de arena.

Mientras caminaba por el paseo de Ohio y sonreía con cada trastada que

hacía su perro, Happy, miraba receloso a las parejas que, con las manos

entrelazadas, paseaban amorosamente por la senda de hierba verde y jaspeada de flores de sakura. Él no deseaba aquello, al menos no en aquel momento.

No quería enamorarse.

Lanzó el frisbee y esperó a que su cachorro fuera a por él y se lo trajera de

vuelta.

Una vida como la que estaba decidido a llevar no sería buena para una

mujer. Ni tampoco para él, que estaría eternamente preocupado por ella.

Perdido en sus propios pensamientos, no se dio cuenta de lo que hizo

Happy hasta que oyó el alarido lleno de humor de una chica, tumbada sobre un

pareo fucsia. El cachorro, alegremente, le lamía la cara con alegría. La fruta que

hacía un momento descansaba en una fiambrera roja, ahora estaba desperdigada a su alrededor, y su portátil descansaba de mala manera sobre el enorme paño.

—Joder —masculló Natsu corriendo a detenerle—. ¡Lo siento! ¡Lo siento

mucho!

La joven, en cambio, se reía y no hacía nada por quitarse al animal de

encima. Se quedó quieta, acariciando la cabeza del perro, y dejó que Happy le

diera los lametazos que quisiera.

Natsu se detuvo al escuchar el suave tintineo de su risa y al ver cómo sus

increíbles labios se estiraban en la sonrisa más radiante que hubiera visto jamás.

Llevaba un jersey negro de manga larga que le cubría las manos por

completo, unos tejanos cortos que dejaban ver sus largas piernas, así como unas

botas militares oscuras, con calcetines largos que asomaban hasta casi cubrirle el

nacimiento de las rodillas.

—Ya está, pequeño. ¿Quieres jugar? —le decía la chica rascándole por

detrás de las orejas—.

Ah, sí, qué besucón eres…

Ella se incorporó, con las piernas abiertas para que Happy se acomodara

entre ellas, riéndose.

Natsu jamás se había quedado sin palabras, pero, cuando ella se retiró el pelo

largo y liso del rostro, y se peinó el flequillo con los dedos para despejar sus

ojos, no pudo hacer otra cosa que quedarse ensimismado, acuclillado, incapaz de

reñir a Happy: el rostro de aquella chica lo había cautivado. Tenía unos ojos

chocolates espectaculares, llenos de ternura y, al mismo tiempo, de una picardía

oculta y osada que lo puso en tensión.

Ella levantó la mirada y se dio cuenta de que el dueño del perro también

estaba a su lado.

Lucy se puso roja como un tomate cuando miró directamente a aquellos

ojos verdes oscuros. Tenía ante sí a uno de los hombres más atractivos que había visto nunca. Tenía el pelo rosado, cuyas puntas despeinadas señalaban a todas partes.

Sus ojos verdes sonreían y brillaban claros y firmes por la luz del sol. Tenía

una peca en la comisura de uno de sus ojos, y su fisonomía era ancha y

musculosa.

Los hombres así no se le acercaban nunca, y si lo hacían, ella no se daba

cuenta, pues no era muy experta que digamos en tales cosas. Su familia siempre

había elegido por ella a los chicos en los que se debía fijar, pero siempre

pretendientes en los que ella jamás se hubiera fijado, por ser demasiado

afeminados, o demasiado correctos y educados… No sabía decir qué era lo que

veía o no veía en ellos. Tal vez los rechazaba porque todos ellos carecían de

encanto y estaban cortados por el mismo patrón.

Sin embargo, aquel pelo rosado que le recordaba a los colosos romanos era

exactamente el tipo de hombre que podía hacerle perder el mundo de vista.

Vestía con una enorme sudadera roja de los Redskins, el equipo de fútbol

americano de Washington. Llevaba unos tejanos oscuros y unas deportivas

blancas y rojas; y portaba, colgada a su espalda, una mochila negra.

También era estudiante, aunque parecía algo mayor que ella.

Lucy no supo disimular nada la impresión que le provocó el verle por

primera vez.

Natsu sonrió sin más preámbulo y dijo:

—No sé qué es lo que tendría que hacer para que me rasques detrás de las

orejas como haces con este traidor de perro.

Lucy parpadeó un tanto desorientada, pero, al contrario de lo que pensaba

él, no esquivó responderle.

—Tu perro no es un traidor —contestó ella aceptando gustosa los mimos de

Happy —. Es un cachorro y hace trastadas.

—Lo lamento mucho, de verdad —se disculpó él, recogiendo su portátil

para ponerlo sobre el enorme pañuelo y cogiendo la fruta desparramada a su

alrededor—. ¿Era tu… merienda?

—Ah, bueno sí… —contestó colocándose un mechón de pelo tras la oreja

—. Sí. Era…

—Pues tienes que dejar que arregle esto.

—Ya lo has recogido. Ya está todo limpio. No te preocupes.

Él negó con la cabeza y le ofreció la mano, atribulado.

-Natsu Dragneel.

Lucy miró su enorme mano y la aceptó gustosa. Natsu. Nada que ver con

aquellos nombres pomposos y semiaristócratas con los que sus padres querían

que se relacionara.

Un nombre corto y bonito.

-Lucy. Lucy Heartfilia.

A Natsu le encantó el siseo de su apellido italiano.

—¿Sabes?, muchas personas no habrían reaccionado tan bien ante el acoso

perro de la ONU.

—Bueno —contestó ella—, hay mucha gente a la que no les gustan los

animales. Pero yo crecí con ellos. Además, este granuja —jugó con Happy

no tiene la culpa de que su dueño tenga mala puntería.

Natsu levantó las cejas y asintió conforme.

—Cierto. Pero no todos los días uno ve a una sirena fuera del agua. Me

tomaste por sorpresa.

Lucy se echó a reír.

—Ni siquiera me habías visto, mentiroso.

Le encantó su sinceridad. Aquella chica era como una bebida refrigerante.

Sin embargo, Natsu también era muy observador. Según lo que ponía en su

portátil, estudiaba en la Universidad de Ciencias Económicas y Comerciales.

Así pues, vivía en Washington, como él.

—Sé que eres del campus —afirmó como si lo supiese hacía tiempo.

—Sí. Lo soy.

—Yo también.

Ella intentó adivinar qué era lo que ese gigante estudiaba.

—¿Qué estudias?

—Lenguas Extranjeras.

—Ajá —dijo. Natsu tenía la apariencia de un militar o de alguien que

quisiera entrar a formar parte de los SWAT. En cambio, estaba interesado en

aprender otros idiomas. Debía de ser alguien interesado en ver mundo y

culturizarse. Eso le gustaba—. ¿Y el perro es tuyo?

—Sí. Vivo con él —lo acarició cariñosamente.

—¿En el campus? No permiten animales —argumentó extrañada.

—No, no —la corrigió Natsu—. En una casa particular en Gary Road.

—Ah, conozco la calle —aseguró ella—. Está cerca de la escuela hebrea,

¿verdad?

—Sí.

Se quedaron mirando, sin saber qué más decir, con una sonrisa tonta de

admiración en los labios.

En secreto, albergaban la esperanza de que aquella conversación no se

acabase ahí.

Lucy no era rubia teñida, como la mayoría de las estadounidenses. A su

edad, no se había operado los pechos, como se podía adivinar tras el jersey

holgado que la cubría. Ni siquiera se había puesto silicona en los labios, algo

muy común en ciertas chicas desde que son apenas una crías…

Odiaba la superficialidad de todas esas chicas; casi podía decir que las daba a

todas por perdidas.

Perdidas en su necesidad de agradar, cuando, para agradar de verdad, lo

primero que debían hacer era quererse a sí mismas. Si tenían que retocarse la

cara y el cuerpo para ello, era porque no les gustaba ni aceptaban el reflejo que

les devolvía el espejo.

Pero Lucy no respondía a aquel patrón.

Era natural. Y fue precisamente su sencillez la que lo dejó embelesado por

completo y con ganas de más.

Hacía un momento, antes del inoportuno comportamiento de Happy, estaba

decidido a no dejarse llevar por las garras de las relaciones sentimentales. No

necesitaba nada de eso en aquel momento.

No lo quería. De hecho, no sabía si lo querría alguna vez.

Sin embargo, la vida o el destino le acababan de soltar un bofetón con la

mano abierta que lo había despertado, exactamente igual que la escultura que

tanto admiraba de J. Seward Johnson.

—Lucy Heartfilia, ¿dejarías que te cambiara esa fruta que he echado a

perder por una cena?

Natsu sabía que con mujeres así uno no tenía muchas oportunidades, y,

además, el no ya lo tenía.

Pero si Lucy decía que sí, su vida podría estar a punto de dar un giro de

ciento ochenta grados.

—Pues…, no sé —replicó ella, dudando—. No suelo hacer estas cosas.

¿Eres un violador o algo así? —bromeó.

—Bueno… —la miró de arriba abajo—. Solo hasta donde me dejes.

—Eres muy atrevido, ¿no?

—No…, lo que pasa es que, tal vez, me pongas nervioso, y por eso digo

alguna que otra sandez.

—Ya veo… ¿Eres un… psicópata?

—Solo con ladrones y asesinos. ¿Y tú? ¿Eres psicoanalista?

Lucy se echó a reír.

—Solo con los desconocidos que atacan con frisbees.

—Haces bien. Nunca se sabe dónde puede estar el peligro.

Ella negó con la cabeza y después le echó un último vistazo.

—¿No serás de los que se creen Superman?

—No creo. Más bien soy una especie de Clark Kent. Y créeme que ahora

desearía tener rayos X.

—Le guiñó un ojo.

Y cuando ella se mordió el labio inferior y volvió a sonreír tan a gusto con

él como si se conocieran de toda la vida, Natsu ya no sentía ningún recelo al

respecto: si aquella chica aceptaba su invitación, estaba convencido de que sería

para él. Y no importaba si eso cambiaba sus, hasta entonces, inquebrantables

planes de futuro. Podría incluir en ellos a su compañera ideal.

Y, entonces, la educada y elegante Lucy dijo:

—Sí. Podemos ir a cenar.

Aquella, en el restaurante Bristo Cacao, fue la noche de las primeras veces.

La primera vez que ambos se iban a cenar con un completo desconocido.

La primera vez que Lucy aceptaba la invitación de alguien a quien sus

padres no habían elegido.

Y la primera vez que Natsu rompía uno de los puntos del esquema que se

había marcado hasta licenciarse.

Quebrantaron las normas y mandaron sus reglas a paseo. Y lo hicieron

porque desde que se vieron sintieron que iban a ser especiales el uno para el

otro. La vida tenía golpes inesperados y maravillosos.

No dejaron de hablar en toda la cena. El local al que fueron estaba en la

avenida Massachussets.

La mantelería era blanca, y las cortinas rojas insinuaban todo tipo de

reservados tenuemente iluminados e íntimos.

—¿Por qué has sugerido este restaurante, Lucy? —preguntó él jugando

con el tenedor.

Ella, que se sentía libre y descarada, lejos de sus padres, y que ya no

necesitaba la aprobación de nadie para hacer lo que le diera la gana, alzó la copa

de vino blanco y contestó: —Mi familia es de Luisiana, y allí estamos

acostumbrados a la comida francesa criolla. Conozco bien este tipo de cocina.

—¿Te interesa la gastronomía?

—Sí. En un futuro quiero fundar una cadena de restaurantes en los que

nuestros platos sean únicos y especiales, y se conozcan en todo el mundo.

—¿Comida internacional?

—Más bien italiana. Mi familia viene de la Toscana y…

Cada vez que Lucy abría la boca, Natsu se perdía en la punta de su lengua y

en la blancura de sus dientes. Ella se había recogido el pelo y llevaba un

sencillo vestido negro con una rebeca y unos zapatos de tacón; él estaba tan

caliente que tenía que moverse de vez en cuando para reacomodar la

incomodidad que sentía entre las piernas.

Jamás se había excitado tanto con la naturalidad y la valiente timidez de una

mujer, pero con Lucy ardía por dentro.

Había algo en ella que la hacía diferente. Algo que rozaba lo estiloso y

denotaba finura y una exquisita educación. Sabía perfectamente qué cubiertos

debía utilizar para cada ocasión, como si la hubieran instruido sobre ciertas

normas de protocolo. Y Natsu ansiaba zarandearla y despeinarla, aunque ni

siquiera sabía de dónde venía aquel instinto salvaje. Se la imaginaba colorada,

sudorosa y desnuda debajo de su cuerpo.

Como él no conocía las sutilezas de la buena mesa, la copiaba y esperaba

disimuladamente a que ella escogiera antes el cuchillo, la cuchara o el tenedor

que se debía utilizar, porque no quería parecer un cateto a su lado.

—¿De dónde es tu familia, Natsu?

-De Chicago.

—La Ciudad del Viento.

—Sí.

—No he ido nunca —dijo antes de llevarse algo de ensalada a la boca,

utilizando el tenedor adecuado—. Me han dicho que es preciosa.

Natsu se inclinó hacia delante, y con su descaro típico, y que Lucy

empezaba a comprender que era algo inherente a aquel joven hercúleo, le dijo

alzando la comisura de su labio: —Tal vez, si quieres, un día te lleve.

—Sé ir sola a los sitios, pero gracias.

—¿Sola? Eso no puede ser. Necesitas un guardaespaldas, Lucy.

—¿Yo? ¿Por qué? —preguntó sin comprender.

—Alguien que te proteja de los violadores, de los ladrones y de toda esa

calaña que hay suelta. Y

resulta que yo soy tu hombre. —Alzó su copa de vino y brindó con la de

ella. El tintineo del cristal sonó a música de promesas celestiales.

Lucy se prendó de su apariencia y de las sombras que las luces cortaban en

su masculino rostro.

Carraspeó al darse cuenta de que se perdía en pensamientos demasiado

obscenos para su educación de señorita.

—¿Y quien me protegerá de ti, Natsu Dragneel? —preguntó cortando el

pollo con salsa de curry con la tranquilidad de una dama inglesa.

—Tú jamás deberás preocuparte por mí —murmuró con la mirada velada

por el deseo—. Nunca te haría daño.

Ella sonrió agradecida por debajo de la nariz, y pensó que Natsu era el primer

hombre cuya apariencia realmente era la de un hombre y no la de un príncipe. Si

se daba el caso, él la protegería con sus puños, sin lugar a dudas.

Los músculos de sus bíceps tensaban su camisa en los brazos, y, del mismo

Por lo tanto, el estiramiento de la frente de su pecho. Fue paquete y era musculoso, pero

no como un luchador de pressing catch inflado a anabolizantes. No. Natsu era

como un gladiador, forjado en tiempos en los que uno quemaba lo que comía.

Sus espaldas eran tan anchas que estaba seguro de que podía cargar todo el

peso que quisiera sobre sus espaldas.

Siguieron cenando como si aquellas palabras jamás se hubieran pronunciado,

y, al mismo tiempo, hablaron de todo lo que no implicaba miradas ardientes ni

palabras obligadas a pronunciarse en voz baja.

No encontraron el modo de detenerse, no hubo un momento para el silencio

o para la introspección.

Como si fueran dos almas gemelas que se hubieran reencontrado, necesitaban

explicarse todo lo que el uno se había perdido del otro en esos años sin verse.

Natsu le habló de la fría relación con su padre y del amor que sentía hacia su

madre.

Lucy había tenido un hermano mayor, un tanto rebelde. Hablaba de él con

mucho cariño, pero, al hacerlo, ojos se le empañaban los ojos de una tristeza

irreparable.

Natsu entendió enseguida que su hermano ya no estaba vivo. Y quiso saber

por qué.

—¿Qué sucedió con Rogue? —preguntó interesado, mientras esperaban a que

trajeran los postres.

—Bueno… —Lucy se limpió la comisura de los labios con la punta de la

servilleta blanca—.

Como te he contado, mi familia se dedica a la exportación de azúcar desde

hace tres generaciones.

Se suponía que Rogue y yo debíamos dedicarnos a lo mismo para prolongar

el legado familiar. Pero él decidió ser policía. Eso provocó una pequeña fisura en

la familia, pues mis padres no podían comprender por qué mi hermano prefería

arriesgar su vida a mantenerse seguro y a tener un vida próspera entre los cálidos

brazos y los billetes de mi familia. Lo que ni mi madre ni mi padre

comprendieron era que Rogue se sentía un espíritu libre. —Suspiró, recordándolo

con alegría—.

Ahora tendría casi treinta años. Murió cuando yo tenía trece.

—¿Cómo murió, si no es mucho preguntar?

—Intentó salvar a una mujer de un hombre que quería abusar de ella —

explicó con la dureza de quien ya había asumido la desgracia—. Rogue lo detuvo,

pero lo que no sabía era que el violador tenía una pistola en el bolsillo de su

pantalón. Le disparó, con tan mala suerte que le dio de lleno en el corazón.

Lucy no había superado del todo perder a Rogue. Era su mejor amigo, un

hombre a quien ella admiraba y que quería con todo su corazón.

—Lucy. —Natsu alargó la mano y la posó sobre la de ella—. Lo lamento

mucho.

—Sí. Yo también. Lo quería muchísimo. Todos lo queríamos mucho. —Se

secó las lágrimas que se le habían escapado con rapidez—. Uf, me pongo un

poco sentimental con esto…

—Te entiendo.

—Por ese motivo, ni mi madre ni mi padre ni yo —puntualizó con

vehemencia— queremos tener nada que ver con hombres con placa. De hecho, la

desgracia de Rogue es la razón por la que se aseguran de rodearme de

pretendientes completamente opuestos a su perfil… Ya sabes, con baja

testosterona y pocas ideas emprendedoras en la cabeza. —Bebió lo que le

quedaba de vino.

—¿Insinúas que los policías no tienen ideas emprendedoras?

—Supongo que sí. Pero salvar el mundo es imposible, ¿no crees? —Lo

miró a los ojos.

Natsu se quedó en silencio y después añadió:

—¿Así que te dan miedo los policías? —preguntó, impactado por la

revelación.

—Sí. Admiro lo que hacen, pero los quiero bien lejos. —Lo estudió sin

titubear—. No podría vivir tranquila pensando que alguien al que quiero corre

peligro ahí afuera.

Lucy quiso cambiar de tema. Aquello no era algo de lo que hablar en ese

momento.

Sin embargo, Natsu escuchó sus palabras de un modo diferente.

Si su relación con Lucy prosperaba, como esperaba, habría un secreto

insalvable entre ellos. Por tanto, mejor que hiciera bien las cosas para que nunca

se enterase de la verdad.

Porque no iba a cambiar su decisión de ser agente del FBI por mucho que

pudiera llegar a enamorarse de ella, aunque el flechazo hubiera surgido con la

rapidez y la dureza del impacto de una bala en el corazón, como el que acabó

con la vida de su hermano. No iba a renunciar a aquella belleza rubia, lista,

divertida e inteligente.

Lo lamentaba por ella. Lo lamentaba mucho. Pero era un egoísta y,

desgraciadamente, se sentía intrigado, estimulado y fulminado por aquella

empresaria en ciernes que tenía enfrente. Y cuando Natsu quería algo, lo quería

para él, aunque fuera a su modo.

Estaba claro que a ninguna mujer le gustaba que su pareja fuera un policía,

pero muchos de los dinosaurios del FBI estaban casados y tenían hijos, así que

tan difícil no podía ser.

Ingresar en el FBI era su vocación.

Y una vocación auténtica no se enterraba por el miedo y la inseguridad de

una chica.