Tras no sé cuánto tiempo sin subir nada, he decidido lanzarme a la aventura y escribir algo que me estaba comiendo la cabeza desde hace bastante, la verdad. No sé si estará a la altura, cuántos capítulos tendrá... en fin, inseguridades de escritora de fanfics, lo típico xddd. Sólo puedo decir que espero que os guste, que aunque sea un truño estoy poniendo bastante amor en él (cuando se trata del caskett es algo inevitable) y... bueno, no os entretengo más. espero que os guste!
Disclaimer: ni Castle ni sus personajes me pertenecen, son de Andrew Marlowe, blablabla, la ABC es una mierda.
1
—Tchaikovski, ¿eh?
Cerró los ojos mientras pasaba su mano izquierda por los incipientes mechones de su nuca, frotándose la piel; la derecha sujetaba su móvil con insistencia, apoyado sobre su muslo. Insistió, parpadeó y giró el cuello para mirar a su madre, que lo escrutaba desde la encimera de la cocina americana.
—Siempre me ha gustado esta canción.
—¿Tanto como para escucharla en modo bucle? —cuestionó, mientras se servía una copa de vino. Él se encogió de hombros.
—Ahora mismo es lo único que me brinda un poco de paz, madre.
—Sólo ha pasado una semana, Richard.
Suspiró, volviendo a cerrar los ojos. Esta vez se mantuvo durante unos segundos más, revolviéndose el flequillo, despeinándose, dejándose el pelo hecho un desastre —o bueno, más desastroso de lo que ya estaba—. Sonrió sin abrirlos, pasándose el dorso de la mano por la mandíbula, y volvió a establecer contacto visual.
—¿Crees que debería afeitarme?
—Oh, por el amor de dios —resopló, abriendo sus brazos al dar una vuelta sobre sus talones.
—Sí, ha pasado una semana. Lo sé —se levantó del sofá, dirigiéndose hacia ella, sin soltar el móvil—. Debería importarme poco, o directamente debería importarme una mierda, lo sé. Quizá a ella sí lo hace, quién sabe. Pero, por desgracia, tu hijo no parece estar en pos de llevar lo que se considera una vida normal —su madre abrió la boca, pero el alzó la mano abierta delante de ella—. Déjame terminar. Sí, probablemente esté bien. Sé que está bien, pero el hecho de no saberlo o que no quiera decírmelo es…
Apoyó ambos codos sobre la superficie de la encimera, descargando su peso sobre éstos, dándose unos segundos más para suavizar el caos emocional que estaba cosechando dentro de él. Martha acaricio la mejilla de su hijo, lo que le sirvió para reunir un poco más de aplomo y se relamió los labios antes de proseguir:
—Descorazonador.
Dicho así una semana parecía poco, pero se había convertido en lo más cercano a un laberinto temporal. Los días se disolvían uno sobre otro como si Rick Castle juguetease con arena cada vez que miraba su reloj, discerniendo amaneceres de atardeceres con sangre y sudor; viviendo en cuentas regresivas, paradojas crónicas, durmiendo de día, trabajando de noche. Einstein tenía razón, el tiempo era tan relativo como el color del mar.
Y él estaba ahí, sin saber cómo leer un calendario, móvil en mano y el contacto de la detective Beckett abierto automáticamente sólo para que pudiera ver su cara. Eso era lo más cerca que estaba de ella.
Sí, era descorazonador cuanto menos, especialmente cuando se trataba de Richard Castle. Podría estar llevándolo con coherencia y naturalidad y aceptar que la responsabilidad recaía, después de todo, en el tío que le puso la bala en el pecho. Él no apretó el gatillo. No era cómplice ni colaboró para que acabase desangrándose en plena elegía. A pesar de todo, optó por llevar el camino de la penitencia y cargar con cada acto y consecuencia como si él fuera el origen de todas las desgracias que le pasaban a su compañera. Después de todo, había pasado una semana desde que ella le dijo que le llamaría. Aún no lo había hecho. La premisa no era obvia, pero Castle atravesaba una fase de martirio personal y la salida más fácil —o al menos la más rápida— era acusarse a sí mismo.
Kate Beckett no lo había llamado todavía porque sabía tanto como él que era culpa suya, y lo sabio era cortar por lo sano.
Aún así, sólo soltaba el móvil cuando iba a ducharse, esperando a que el milagro se produjera.
—No es culpa tuya, hijo. Lo sabes, ¿verdad?
—Y entonces ¿por qué no me llama, madre?
—Por el amor de dios, pareces un crío de catorce años —Martha suspiró, haciendo aspavientos con sus manos—. Ha estado sometida a mucho estrés emocional en muy poco tiempo, es normal que se haya distanciado. Necesitará espacio para recuperarse —agitó suavemente el hombro de su hijo, que miraba a ningún punto en concreto, con los labios entreabiertos y la mirada perdida—. Y tú también.
—No necesito espacio. Necesito…
Tragó saliva, abriendo y cerrando la boca buscando algo coherente que soltar bajo la mirada de su madre. Buscando normalidad. Buscando un hábito. Buscando sinceridad. Por desgracia lo estable y familiar eran bienes escasos en ese momento e intentar sacar algo razonable era como buscar oro en la orilla del río. Necesitaba algo sólido, algo a lo que aferrarse cuando en tardes como esa su mundo estuviera derruyéndose ladrillo a ladrillo, necesitaba algo tan relativo como la seguridad.
Así que se resignó, hundiendo su rostro entre sus manos. Por primera vez en lo que llevaba de día, soltó el móvil; cerca de su codo, tanto que lo sentía contra su piel, pero sin agarrarlo.
Quizá estaba progresando. Después de todo, buscar tierra firme estaba sobrevalorado.
La segunda semana transcurrió peor que la primera.
Rick Castle no se tiraba las horas procrastinando con el móvil en la mano, pero lo mantenía a una distancia prudencial, a una distancia que alcanzara su rango de visión con tanta claridad que fuera capaz de distinguir si vibraba aunque no estuviera sonando. Había escrito un capítulo más de Aumenta el Calor, lo cual su madre celebró como si les hubiera tocado la lotería, pero no era gran cosa. No cuando tuvo que reescribirlo tres veces. No cuando tenía que ser la voz de Gina pegada en su oreja lo que le recordara que, aparte de ser el fiel escudero hecho mártir, también era un novelista de cierto prestigio.
No cuando necesitaba tener la foto de su compañera a su derecha para reunir coraje y seguir escribiendo, sacada del informe de incidencias del tiroteo —en algún momento decidió que si no iba a ser útil dentro de su casa, al menos lo sería fuera, en la comisaría, investigando posibles relaciones entre casos e intentando aportar un poco de luz, y pidió permiso para guardarse una copia en casa, sólo por si acaso—. Es lo que Beckett querría. No, probablemente le obligaría a no levantarse de la silla hasta que acabara de escribirlo. Era algo congénito en ella. Evitaba depender de los demás tanto como que los demás dependiesen de ella; él adoraba cuando se exasperaba y arrugaba los morros de aquella manera tan graciosa ante esas situaciones.
Y Castle se reía en silencio cuando lo pensaba, era el único momento del día en que su sonrisa era pura y sincera. Hasta que se contestaba a sí mismo. Hasta que murmuraba que le daba igual memorizarse ochenta informes si eso conseguía salvarle la vida.
Eso era lo más duro. No poder llamarla y decirle que no se preocupara tanto de la gente que pasaba el día con la nariz pegada en su caso —gente como él—. Decirle que lo hacía alegremente. Decirle que le importaba demasiado como para no dejarse la piel ahí. Decirle que esperaba que se recuperase pronto para poder volver a ser la mosca cojonera al pie de su escritorio mientras ella intentaba resolver casos. Decirle que la echaba de menos.
Decirle que ojalá la hubiera apartado a tiempo y lo que pasó en mitad del funeral sólo hubiera sido un hecho anecdótico. Que ojalá hubiera interceptado él la bala en vez de ella.
Tras eso, volvía a mirar su foto, se frotaba los ojos con el antebrazo para limpiarse las incipientes lágrimas y volvía al trabajo. Y así sucesivamente.
No se tiraba las horas procrastinando con el móvil en la mano, pero sí dándose latigazos emocionales, como una procesión psicológica. Puede que estuviera empezando a llevar una vida más productiva pero era a costa de hundirse, un día tras otro, acercándose al fondo, tocándolo prácticamente con las puntas de los dedos.
Y Martha simplemente observaba desde lejos, mostrándose como un apoyo incondicional. Después de todo, ¿qué iba a hacer? Se trataba de Kate Beckett.
—Recuerda que tienes un mes para acabar el libro.
—Lo sé.
—Y sigo esperando el manuscrito del penúltimo capítulo.
—Lo sé.
—Y los de la editorial te requieren para concretar las fechas de la gira de firmas.
—Lo sé.
—Necesitan una respuesta —el novelista abrió la boca para volver a repetir que era algo que se lo tenía estudiado a conciencia, pero le interrumpió antes de que pudiera—, y no me digas que ya lo sabes, ¿vale?
—¿Y qué quieres que te diga, Gina?
Aquello consiguió que la editora cerrase la boca, otorgándole unos segundos más de cuartelillo que, francamente, no servían para nada. La respiración de su ex mujer era débil pero lo bastante audible como para imaginársela ahí, sentada en el sofá de su casa, cruzando y descruzando las piernas una y otra vez sin saber qué hacer ni qué decir. Podía visualizarla fácilmente agitándose sobre el acolchado, mordisqueándose el labio, suspirando, vacilando porque, después de todo, aquello no sólo era una llamada profesional.
Ni siquiera le había preguntado qué tal estaba cuando descolgó el teléfono, y era un gesto mínimo de cortesía que Gina solía tener con él cuando había temas burocráticos de por medio. Esa variación en su ya establecido patrón laboral era la manera de desviar el objetivo, y a partir de ahí fue sencillo obviar el resto.
—Yo sólo… puedo conseguirte un mes más, pero tienes que ceñirte a lo que se te pide, ¿vale?
—Gina, ve al grano, por favor.
Ella volvió a enmudecer. En otras circunstancias sería más flexible y menos asertivo, otras en las que no llevara días sin comer ni dormir decentemente. No era buen momento para jugar al gato y el ratón ni dar vueltas sobre sí mismo.
—Estaba preocupada por ti, Rick. Estoy preocupada por ti —el escritor tragó saliva—. He visto las noticias. Y bueno, ya sabes cómo se difunden estas cosas, y más en la editorial. Después de todo, Nikki Heat… —Castle cerró los ojos, se reclinó sobre la silla de su despacho y se deshizo el primer botón de su camisa— ¿Cómo está Beckett?
—Bien, bien. Está… —resopló— bien, saldrá adelante. Siempre lo hace.
—Le enviamos una cesta desde la editorial, no sé si te lo habrá comentado —hubo un leve silencio, él se removió sobre la silla—. Bueno, no es que sea de mucha ayuda pero…
—Estoy seguro de que lo habrá agradecido, Gina.
—Eso espero. Cuando vuelvas a hablar con ella mándale un saludo de mi parte; o mejor, invítala a la próxima gala de lanzamiento. Me gustaría hablar con ella personalmente —por alguna razón, el escritor sonrió.
—Eso haré, no te preocupes —se inclinó sobre su escritorio, estirando su brazo para alcanzar la foto que tenía al lado de su ordenador, observándola—. Bueno, Gina, ya te llamaré cuando tenga todo en orden, ¿vale?
—Estaré esperando. Y Richard —él contestó, escrutando el rostro de su compañera. Sonreía suavemente, natural, no parecía forzada a diferencia de las anteriores. Recordó que se la hizo a los pocos días de que él volviera, el año anterior, después de todo un verano sin verse—, si necesitas ayuda de cualquier tipo o simplemente hablar…
Recordó el día en que se la hizo; apoyada sobre la encimera de la sala de descanso, brazos cruzados, ceño fruncido y soltando la perorata de cómo odiaba hacerse ese tipo de fotos porque parecía la reglamentaria foto policial a los detenidos. Además, sacaba lo peor de ella. "Como tú", remarcó la detective.
"¿Yo saco lo peor de ti?"
"Ni te lo imaginas, Castle"
"Pues no es por hacer apología a la antipatía, pero te sienta… muy bien."
La detective no volvió a sacar el tema, y no cabe decir que en la foto salió preciosa. Era una de sus favoritas.
—Lo sé —respondió, medio en broma. Si había llegado a tocar fondo, en aquel momento estaba empezando a reflotar. Poco, pero lo hacía.
La tercera semana transcurrió cuesta abajo y sin frenos.
La sustituta de Montgomery había hecho acto de presencia, finalmente. Victoria Gates, apodada "Iron Gates", proveniente de Asuntos Internos, y arrastrando consigo una fama tan sonora como su carácter, no tardó ni un día en darle la patada y echarle de la Decimosegunda. Resolver aquel malentendido habría sido tan fácil como apretar el marcador rápido y haber observado el espectáculo desde lejos, pero el sentido común le decía que eso sólo ayudaría a construirse un campo de minas bajo sus pies y que, después de todo, tampoco le movía ningún fin.
Si hubiera estado ella, otro gallo habría cantado. Pero no estaba. Si ella no estaba, aquello no tenía ningún sentido. Así que simplemente agachó la cabeza y se fue por la puerta sin rechistar.
A pesar de todo, era una distracción. Era una especie de obligación auto impuesta que le ayudaba a salir a la calle, respirar aire fresco y dejarse tocar por la luz del sol. Era una manera de llevar un estilo de vida más o menos estable y saludable. Tener menos tiempo para sí mismo significaba no tenerlo para pensar, y pensar era desatarse la venda de los ojos y observar la ineludible realidad tal y como se le presentaba.
Como un navajazo en el centro del pecho.
Desde entonces, tiene el doble de papeles sobre su escritorio; los originales y las copias de estos, que tiraría si pudiera distinguir cuáles son los válidos y cuáles no, y hacer una criba con tanto papeleo era algo que se quedaba fuera de su alcance. No en sus condiciones. No estaba lúcido. Estaba hecho una porquería.
Estaba peor que nunca, había oído cuchichear a su madre y a su hija. O no dormía nada o se pasaba todo el día durmiendo. Llevaba tantos días sin afeitarse que se quejaban cuando se acercaban a besarle la mejilla. Se había desestructurado desde el hábito más ínfimo hasta el más generalizado.
No era él. Eran escollos de lo que había sido en un pasado, era el duro trabajo de levantarse todos los días y pegar los pocos trozos que quedaban de él nada más poner los pies en el suelo. Era un puzle encajado con cinta americana. Se levantaba y se acostaba oliendo al whisky medio acabado que tenía en la botella de cristal y que antes bebía ocasionalmente, para darse un homenaje después de resolver un caso intricado o terminar de escribir un capítulo.
Era una sombra, con los ojos llorosos pegados en la foto de Kate Beckett, repitiendo mentalmente una y otra vez la retahíla de cosas que tenía pensado decirle cuando le llamase. Como un salmo. Como si estuviera pidiendo a dios que perdonara sus pecados a base de oraciones.
Era un ritual que había puesto en práctica antes de esperar la tradicional llamada de Esposito o Ryan para ponerle al día. Unificaba toda la basura que se guardaba y la volcaba sobre el caso como si fuera su cafeína. Le permitía no centrarse en otra cosa que no fuera poner nombre y apellidos al tío que, de manera colateral, había edificado el infierno dentro de él.
Ese era el momento; foto en mano, móvil vibrando a su lado y él cerrando los ojos, tomando aire y aclarándose la garganta antes de descolgar. Y cuando ya estuvo preparado, se acercó el móvil al oído y respondió:
—Castle.
No se oía nada al otro lado. Él arqueó una ceja, y rezó para que Gates no les hubiera pillado con las manos en la masa. Lo último que necesitaban era enfrentarse a cargos por desacato y obstrucción a la justicia.
—Castle —repitió, sin éxito—. ¿Hay alguien ahí? —insistió una vez más. Nada— ¿Hola?
—Castle.
La saliva se evaporó dejando su boca seca, su lengua áspera. Todo el peso del miedo y de la culpa que llevaba cargando sobre sus hombros se volatilizó tan rápido que alcanzó un estado de ingravidez anímica, como si pudiera levitar permaneciendo estático. El pulso sanguíneo golpeaba su rostro y pecho como si estuviera bajo metrónomo, constante, diseminándose en una calidez que hacía días que su cuerpo no recibía.
Dicen que los milagros no existen, pero aquella cascada térmica era digna de epopeya, como mínimo.
—¿Castle? —pestañeó varias veces, contando hasta tres mientras intentaba buscar aire como si se ahogara y luchara por no hundirse.
—Be… —carraspeó— ¿Beckett? —consiguió articular. Oyó un suspiro, seguido por una suave carcajada enlatada.
—Hey, Castle.
Su voz era dulce y melódica, algo débil, pero lejos de parecer enfada o, como él estaba esperando, resentida. El mismo tono de voz que vocalizó cuando lo vio entrar por la puerta, en el hospital. El mismo tono de voz que ponía cuando él la llamaba después de uno de esos días en los que se batía en duelo consigo misma, días en los que la memoria de Johanna Beckett estaba tan presente que la melancolía resultaba tangible en el ambiente.
Días en los que sonaba como si se alegrara de que su voz rompiera la lucha intenta, dejando de lado las idiosincrasias de su relación y siendo sincera con él y consigo misma; brevemente, pero lo era. Días como ese.
—Escucha, siento no haberte llamado antes. Yo… no quería causar una preocupación innecesaria, sólo–
—Eh, está bien —interrumpió—. No pasa nada. Necesitabas tiempo, lo entiendo. Lo que importa es que ahora estés bien, porque lo estás, ¿no? —ella suspiró.
—¿Sinceramente? He estado mejor, pero voy avanzando. Me queda una semana más con los puntos, con suerte.
—Prometedor.
—No lo celebres todavía, aún me queda la rehabilitación.
El escritor entrecerró los ojos y frunció los labios. A decir verdad, la detective no sonaba pesimista, pero tampoco optimista. Sonaba cansada, no como en sus peores días, pero tampoco dentro de lo considerablemente llevadero. Castle se frotó la nuca, dubitativo; podría decirle cualquier cosa, pero esto no se limitaba a una llaga emocional, sino a algo que provenía más del dolor físico.
Podía ser el hombro en el que se apoyase, pero no la panacea. Hasta donde él sabe, las palabras no tenían un efecto analgésico literal.
—Vas a poder con ello. Lo sabes, ¿verdad? —intentó. Beckett se rio silenciosa.
—¿Y tú? ¿Cómo estás?
—¿Yo? Bien —mintió—, como siempre.
Se proliferó un leve silencio, tan espontáneo como alarmante. El novelista tragó saliva, zarandeando sus piernas, esperando una respuesta por parte de ella.
—Dime la verdad, por favor.
—¿Beckett? No… —divagó, sacudiendo su cabeza.
—Castle, por favor. Te conozco lo bastante como para saber cuándo me estás mintiendo y cuándo no.
Él resopló, deslizando sus dedos por su pelo, sintiéndose tan acorralado que había empezado a sudar.
—Da igual, ¿vale? Está bien. Ahora está todo bien. No te preocupes.
La detective enmudeció ligeramente, algo que él agradeció, ya que les proporcionaba algo de alivio para la poca tensión que habían conseguido levantar en poco tiempo. Los malos hábitos nunca mueren, después de todo.
—Me tengo que ir. Me… alegro de haber hablado contigo —le dijo. Y sucesivamente remarcó—: De verdad.
—Yo también.
—¿Puedo llamarte mañana? Por favor —imploró la detective en un hilillo de voz.
Una reconfortante calidez se extendió por su pecho, haciéndole sonreír. No sólo era un pronóstico, sino una necesidad.
—Pues claro.
—Vale, gracias —estaba dispuesto a despedirse, pero Beckett lo frenó—. Y lo siento.
—¿Otra vez? Beckett, ¿por qué tienes…?
—Porque he hecho que todo parezca relevante menos tú, cuando realmente es justo lo contrario.
No es que no confiara en el altruismo de Beckett, pero aquello era poner un pie sobre el límite establecido. Ir más allá. Era algo tabú entre ambos, porque una cosa era dar el brazo a torcer y otra verbalizar los secretos guardados bajo llave. ¿Lo que estaba haciendo Beckett? Eso era borrar toda una enmienda, de principio a fin.
—Kate, yo…
—Sólo quería que lo supieras. No puedo salir de esta si tú no sales conmigo, Castle.
El novelista se enderezó sobre la silla y trasladó su mirada desde la foto hacia el frente, ningún punto en concreto, hacia el horizonte imaginario. Hacia la luz al final de túnel que, por primera vez en días, había comenzado a visualizar. Se imaginó a una Beckett agazapada sobre su cama, deshecha, abrazando sus rodillas mientras hablaba con él, en el mismo tipo de agujero en el que él se había metido.
Iban a hacerlo. Aquel día quizá no, quizá al siguiente tampoco, pero sí en un futuro afortunadamente cercano. Iban a emerger. Iban a dejar de vivir tocando fondo.
—Saldrás de esta, lo harás. Lo haremos —rectificó—, juntos.
—Juntos —repitió ella, más firme que en el resto de la conversación—. Hasta mañana.
—Hasta mañana —respondió él, dejando que su voz hiciera eco en el aparato hasta que la detective colgó.
Sí, la tercera semana transcurrió cuesta abajo y sin frenos, pero en aquel momento, en aquel punto inflexivo, Rick Castle acababa de sostener el timón emocional y se dirigía tan firme y seguro hacia delante que cualquiera que estuviera delante viéndole sonreír con el teléfono en una mano y la foto de su compañera en la otra, pensaría que tiene madera para convertirse en una fábula.
Los milagros podrían no existir, pero aquello era toda una epifanía; fuera verídico o un cuento de hadas, sabía que tenía dos opciones. Y él tomo una decisión.
Sólo le quedaba por delante crecer.