Esta historia participa en el I Fest del foro La Noble y Ancestral Casa de los Black y está basado en el prompt#95. Quiero agradecer a Nasuasda su ayuda en la corrección de este mess y que me haya aguantado durante todo abril dándole la tabarra con él.

Sobre el fic, nunca he sido muy dada a dar explicaciones o advertencias: creo que el lector es inteligente. Aun así y para variar, quiero decir algo: en este fic hay muchas tramas abiertas y muy pocas cerradas. Hay muchas cosas insinuadas y pocas dichas. Si creéis entender algo, probablemente tengáis razón. No hay un resumen final explicándolo todo, porque en la vida no hay un resumen final explicándolo todo.

Dicho queda, espero que lo disfrutéis:


EVERYTHING IN BETWEEN


Capítulo 1: El Comité de Excusas

—¡Por favor, dad la bienvenida a Michael Corner! —Es enero del año 2000 cuando Michael consigue su primer trabajo.

En realidad, por él, podría ser enero del 2020. Sabe que la mayoría de sus compañeros de curso ya están trabajando, mejor o peor colocados. O están en algún programa de formación —el de aurores o el de San Mungo— para hacer de sí mismos personas de provecho para su sociedad.

A Michael le da igual. Solo está allí porque su madre le ha mirado de esa manera. De hecho, le ha acompañado hasta el despacho de la señora Goddard y se ha quedado fuera durante los quince minutos que ha durado la entrevista. La señora Goddard es la directora del Comité de Excusas para los Muggles y la suegra de una prima de su madre a la que nunca ven.

Y, ahora, es la que apoya su mano huesuda y arrugada sobre su hombro, como si se tratara de una garra. Michael no es capaz de romper la concentración sobre el gesto, tan inocente. Es absurdo que se le cierre la garganta y quiera apartarla de un manotazo, que el corazón le golpee el pecho como si quisiera salírsele y que tenga que hacer respiraciones cortas porque, de no hacerlo, está seguro de que se ahogará.

Los tres magos que componen la plantilla del comité levantan sus cabezas para mirarlo. Son dispares, repartidos por la habitación, cada uno de ellos en su propio cubículo.

—Michael se va a quedar con nosotros como, como dirían nuestros amigos muggles, becario. —La mano se aprieta algo más y Michael entrecierra los ojos, conteniendo el aliento tanto tiempo como dura el gesto—. Si todo va estupendamente, podría ocupar el puesto de Ben.

»Estos son, Skylar Hardwick —un señor que tiene edad suficiente para ser su padre, que viste con una túnica azul marino y que tiene el pelo en punta, en una cresta, se levanta y agita la mano alegremente—, Hilaria Rodgers —la siguiente en saludar es una bruja embarazada que lleva ropa muggle—, y Penelope Clearwater. —Le es vagamente familiar, con una cascada de rizos rubios y una sonrisa brillante. Probablemente, la más normal de los tres—. Si tienes cualquier duda, no dudes en preguntarles.

»Ven, te mostraré tu espacio. Los martes —la mano desaparece de encima de su hombro y la señora Goddard se adelanta para mostrarle el camino. Michael toma una bocanada de aire y la deja escapar, aliviado. Por fin puede volver a respirar. Tarda un momento en seguirla— nos reunimos en la sala del comité. —Señala una puerta al fondo del pasillo—. También si hay alguna emergencia, lo que ocurre con más frecuencia de lo que debería. No te preocupes. Te acostumbrarás. Si hablo demasiado rápido, párame.

»Bien, este es tu sitio. —Dos paneles de madera le separan del resto de la habitación, dándole cierta intimidad. La mesa es pequeña y tiene forma de «L», con una silla mullida y de patas de metal—. Ponte cómodo. Si necesitas cualquier cosa, pídele a Hilaria el material que sea. Ella se encarga de gestionarlo. Tu principal tarea será leer, prepararte, para cuando llegue el caos. Me he tomado la molestia de elegir algunas revistas por las que puedas empezar, para que te vayas acostumbrando al mundo muggle.

La señora Goddard coloca uno de sus dedos, con sus uñas pintadas de color rojo carmín, sobre una pila de revistas y sonríe.

—Cuando las termines, allí tenemos un archivo documental. Puedes coger lo que quieras, solo sigue el sistema de catalogación o Hilaria te colgará. Literalmente, esa mujer tiene muy poca paciencia. ¿Qué más? —Aprieta los labios y mira hacia el techo—. No sé, ¿tienes alguna duda?

—No —responde Michael. Está seguro de que por encima de la palabrería de la señora Goddard, es capaz de oír los latidos apresurados de su corazón. Quiere que se vaya, hundirse en la silla y cerrar los ojos. Alejarse de allí, cuanto más rápido mejor. Se esfuerza en hacer una mueca que se parece mucho a una sornisa.

—Genial. Pues te dejo para que te vayas acostumbrando. ¡Ah, sí! Tenemos una pequeña pausa para el café a las once y comemos a la una y media. Vamos a una cantina muggle que hay a la vuelta, ya sabes, nos sirve como trabajo de campo. Pero no hay ningún problema si prefieres traerte algo de casa.

—Vale.

—¡Bienvenido al Comité de Excusas! —exclama dándole un abrazo sin permiso que provoca que todos los músculos de Michael se tensen. Sus mejillas se rozan y el choque de su aliento contra su oreja le pone la piel de gallina. Casi, casi puede volver a escuchar el tono bajo de Amycus Carrow. La risa queda, su sombra. Toma aire, intentando mantener su respiración bajo control.

Esta vez no funciona.

La señora Goddard no se da cuenta, claro. Agita su mano en el aire antes de desaparecer tras el panel que le da privacidad. Se inclina sobre sí mismo, intentando aliviar la presión de su abdomen. Tiene que cerrar los ojos y utilizar todo su autocontrol para no salir corriendo. No quiere estar allí, el Ministerio no es más que la prueba de todo lo que se fue a la mierda el año anterior. El órgano de corrupción que sigue funcionando exactamente igual como lo hizo bajo el poder de Quién-tú-ya-sabes. Como si nunca hubiera pasado nada.

Y probablemente, aquel comité de aspecto mediocre había sido uno de los pilares de su dominio.

Quiere irse a casa.

XX

Penelope entra en su cubículo cerca de una hora después de su llegada. Golpea suavemente el panel que le da privacidad y asoma la cabeza sin esperar respuesta. Michael tiene frente a él una de las revistas abiertas. Está polvorienta, como si hiciera siglos que nadie la ha abierto. Y no es para menos, aquella edición de «Radio Times» muestra a un hombre blanco con la cara pintada de color betún, como si fuera alguna especie de broma, y una sonrisa falsa. Data de los sesenta.

—Ey, veo que ya te has puesto a ello —le saluda dando el primer paso al frente.

Michael se encoge de hombros, sin saber muy bien qué decir. Su mesa sigue estando vacía y no tiene muy claro que quiera enfrentarse todavía a la, al parecer, agresiva encargada de materiales. Probablemente aquella mujer ya hubiese estado trabajando en el comité durante el año de Quién-tú-ya-sabes. No.

Penelope termina de entrar en la habitación y, sin pedir permiso, cierra la revista para poder mirar de cuál se trata. Todos los músculos de Michael le piden separarse de ella lo máximo posible, de apretar su espalda contra el respaldo de la silla. En su lugar, clava las uñas en el reposabrazos. Aprendió la lección tiempo atrás: uno nunca sabe el dolor que hay detrás de una sonrisa amable.

Penelope debe reconocer la revista, porque niega levemente con la cabeza.

—No hagas ni caso a Goddard. Lleva trabajando en este departamento por lo menos cuarenta años —eso incluye dos guerras mágicas, piensa con un escalofrío— y sigue sin entender a los muggles. Por suerte o por desgracia, ellos cambian mucho más rápido que nosotros.

»Estas están desfasadas —concluye volviendo a abrirla por donde iba y dando un paso atrás. Nadie que no tiene algo que ocultar sonríe así, piensa Michael devolviéndole el gesto. Los labios le tiran y está seguro de que el gesto es completamente forzado—. Mi recomendación es que no te vayas mucho más allá de un par de años o será inútil. Oh, y que te traigas un libro o algo para leer. Vas a echar muchas horas muertas aquí.

—Lo tendré en mente —se obliga a responder, con la esperanza de que Penelope se dé la vuelta. En su lugar se queda en el sitio, con su sonrisa amable.

—Tú fuiste a Ravenclaw, ¿verdad? —le pregunta. Michael se encoge sobre sí mismo, ¿cómo? ¿Cómo lo sabe? No… no le habrá estado espiando, ¿verdad?

—Sí —dice, aunque en realidad parece más una pregunta. Penelope frunce el ceño, pero, aun así, al hablar mantiene su tono amable.

—Ya me parecía. Me acuerdo de tu cara de asombro cuando entrasteis. Fue el año que me tocó dar la bienvenida a los nuevos chicos de Ravenclaw. Yo era Prefecta… y también fui Premio Anual. Robert Hilliard se puso tan pesado que le dejé a él dar el discurso…

Aquello lo explica. Más o menos. Aunque, a decir verdad, Michael no la recuerda. Incluso aquel discurso se le antoja difuso y lejano. Solo llega a él un recuerdo vago de la sensación de alegría que le embargó. Que subieron corriendo a sus cuartos y que Terry y él se pasaron toda la noche cuchicheando, incapaces de pegar ojo.

Creyeron que se comerían el mundo.

—No eres muy hablador, ¿eh?

—¿Qué? Eh, no, supongo que no.

Penelope ensancha su sonrisa, si es que es posible, y agita la cabeza.

—Espero que, al menos, seas bueno inventando historias. Es a lo que nos encargamos aquí…

—Oye, Penelope, no quiero sonar borde. Pero todo esto me ha pillado un poco por sorpresa y la verdad es que me vendría bien un rato a solas para hacerme a la idea. —Se muerde el labio. La sonrisa se escurre del rostro de Penelope y casi es gratificante.

—Claro… no, lo entiendo. No te preocupes, podemos hablar mañana. Y bienvenido.

Cierra los ojos, disfrutando del silencio. Quizá no sea el peor trabajo posible.


Le sorprende lo poco que le cuesta levantarse al día siguiente. Abre los ojos un instante antes de que empiece a sonar la alarma. Es miércoles. La luz de los primeros rayos de sol que entra en la habitación por la ventana ilumina el cuarto. Estira las piernas, disfrutando del contacto de las sábanas limpias y frías contra sus pies.

O, por lo menos, lo hace hasta que se da cuenta. Su pie. Cierra los ojos y hunde su cabeza contra la almohada, como si pudiera hundirse en ella para siempre.

Cuando la voz del locutor de la radio se alza por la habitación, el día ya se ha ido a la mierda. Echa las mantas a un lado antes de sacar la pierna buena. La prótesis está a un lado, apoyada contra la mesita de noche. Al cogerla, las manos casi no le tiemblan. El que, al menos, no sea como la de Ojoloco Moody es alguna clase de consuelo. Casi parece de verdad, casi.

Sigue siendo un mal sustituto.

La coloca contra su muñón y fija las correas a su alrededor. Aprieta, las aprieta tanto que se le escapa una mueca. Tarda unos instantes en acostumbrarse a su presión contra la carne. Hay días en los que se niega a levantarse de la cama solo para evitar aquel pequeño rito.

Hoy no puede hacerlo. O, mejor, no debe. Su madre es perfectamente capaz de sacarle de la cama a golpe de varita y llevarlo hasta el Ministerio tirando de su oreja. Esa es una humillación que prefiere evitar, muchas gracias.

Además, no es como si aquel puesto de… de becario fuera a ser algo permanente. La señora Goddard le dejó bien claro que si quería quedarse tenía que sacar su EXTASIS en Estudios Muggles. Y, si tiene que ser sincero consigo mismo, ya ha decidido que no va a presentarse. Total, ¿para qué? ¿De qué va a servirle hacerlos? ¿Van a cambiar algo?

No. Nada.

Levanta la pierna falsa y la guía para meterla en sus zapatillas. No es por la falta de control, a fin de cuentas son magos. La pierna está encantada y obedece a todos sus deseos. Es que no siente nada en ella. Es como llevar una chaqueta que se dobla a voluntad.

Se queda allí un rato, con las manos apoyadas sobre el borde de la cama. Buscando las fuerzas para levantarse.


Cuando cruza la Red Flu el Atrio está vacío. Lo prefiere así, con los encargados de mantenimiento del Ministerio terminando de dar la última puesta a punto antes de que comience el caos. Fuera, Londres se ha levantado con una niebla espesa y el cielo gris.

No tiene que compartir el ascensor con nadie y el Departamento de Accidentes Mágicos y Catástrofes está tan vacío que puede oír sus pasos resonando sobre las baldosas de mármol negro. Su ánimo va mejorando y ni siquiera el peso asimétrico de su pierna izquierda parece ser capaz de arrebatarle un buen segundo primer día.

Penelope Clearwater, con su estúpida sonrisa y una taza entre las manos, sí.

—¿Qué haces tan pronto aquí? —Michael se queda congelado a la entrada de la oficina del comité, con la puerta entreabierta.

—Esta semana estoy de guardia —responde apoyando la taza contra su mano y arqueando una ceja—. ¿Qué haces tú aquí?

—Yo… —De ninguna manera va a decirle la verdad. Que se ha levantado una hora antes de la estampida de entrada al Ministerio porque no quiere verse rodeado de una marabunta de gente desconocida. Que la simple idea de enfrentarse a eso hace que las palmas de las manos le suden y el estómago se le cierre—. ¿De guardia?

—Sí. Básicamente, soy el contacto para emergencias fuera de nuestro horario. Ya sabes, el mal no descansa y esas cosas. ¿Quieres una taza de té?

Michael parpadea y aprieta la bolsa de papel que contiene su almuerzo. Se moja los labios.

—¿Qué ha pasado? —pregunta sin moverse. Penelope debe tomar aquello como un sí, porque entra en el despacho de Goddard.

—Algún graciosillo. —Se oye su voz al otro lado—. Han encantado un tren, nada grave, pero los muggles que iban dentro se han pegado el susto de su vida. ¿Azúcar?

—No, gracias. ¿Y cómo lo habéis solucionado?

En el momento en el que Penelope sale del despacho de Goddard, Michael sabe que no le va a gustar la respuesta. La taza que le pasa es blanca y tiene un camafeo de la Torre de Londres impreso en ella. Es Earl Grey.

—De ninguna manera, de hecho, llegas justo a tiempo para tu primera salida. —Recupera su taza y se apoya contra su mesa—. Estoy esperando a que vengan por mí.

—Eh, perdona, ¿me dejas pasar? —dice una voz a su espalda justo en ese momento. Michael da un paso al frente, controlando el impulso de hacer una mueca. La piel se le ha puesto de gallina y probablemente la única razón por la que no ha pegado un salto en el sitio es el calor de la taza, que consigue mantenerle allí, en el presente—. Nos vamos ya, Clearwater.

Gira la cabeza y entreabre los labios al reconocerlo.

—Pucey.

—¿Nos conocemos? —pregunta mirándolo directamente. Es guapo, en el sentido clásico de la palabra. Tiene una nariz recta y corta, quizá un poco ancha, y unos ojos rasgados y oscuros. Probablemente, lo que más destaca de su rostro son sus pómulos. Altos, elegantes. Inconfundibles.

Es imposible olvidarse de Adrian Pucey. Slytherin, y el pensamiento hace que un escalofrío vuelva a recorrerle la columna vertebral. Cazador. Y, al parecer, la persona a la que Penelope espera.

—No. No —responde Michael—. Solo. Que me acuerdo de ti. Jugabas en Hogwarts.

Eso parece contentarle, porque vuelve a girar la cabeza hacia Penelope.

—¿Clearwater?

—Sí, venga. —Penelope termina su té de un trago y deja la taza sobre su mesa. Coge unos papeles, una chaqueta y se gira hacia ellos. Michael nota como sus ojos lo recorren de arriba a abajo—. No puedes ir así.

Baja la mirada. Lleva una túnica oscura y de trabajo. Es nueva y no le pasa absolutamente nada.

—Clearwater.

—Creo que Skylar tenía algo de recambio. Esperad. —Vuelve a dejar sus cosas sobre la mesa, de cualquier manera, y cruza la oficina hasta otra de las mesas—. Adrian, él es Michael. El nuevo becario. Michael, dime que debajo de esa túnica llevas unos pantalones, porque dudo que Skylar me perdone que le encoja su repuesto.

—Encantado —le saluda Pucey esbozando una pequeña sonrisa.

—Sí, llevo pantalones —gruñe Michael intentando ignorarlo.

Penelope cuelga un par de prendas sobre una de los paneles del espacio en el que está y sale de él.

—Cámbiate. Tienes cinco minutos, estamos en frente. En la oficina de desmemorizadores. Entra sin llamar.

—¿Ya tenemos la versión oficial? —Pucey gira la cabeza para mirar a Penelope. Tiene un tono grave, casi profesional.

Penelope le pasa los papeles y sale de la oficina. Pucey tarda un segundo en seguirla.


Cuando Michael sale de las oficinas del Comité de Excusas para los Muggles, tiene ganas de llorar. Es una tontería, sabe que es una tontería. Solo se ha puesto una camisa —Skylar es bastante más alto que él, con más espaldas y barriga. La camisa le cuelga de todas partes, como si fuera un saco. El abrigo no es mucho mejor, grande, con mucho relleno. Sospecha que cuando se lo ponga va a parecer una bola más que una persona.

Al menos no ha tenido que cambiarse de pantalones, es un pensamiento que le reconforta de alguna manera. No quiere pensar en tener que pasar por el proceso de vestirse en la oficina. Eso sería demasiado humillante.

La puerta de la oficina de los desmemorizadores no es diferente a la del comité. De madera, con una placa dorada cuidadosamente colocada sobre ella. Michael alarga la mano para abrirla y el corazón comienza a latirle más y más rápido. Cierra los ojos, con la mano alrededor del pomo. Tiene la sensación de que si tarda mucho más, alguien saldrá a buscarle.

O quizá, si tarda mucho más, Penelope decida que no merece la pena y que se pueden ir sin él.

Gira el pomo.

Lleva a un pasillo largo y coronado por una ventana enorme. Fuera, puede verse una mañana alegre. Pequeñas gotas de rocío se condensan alrededor de la ventana y las primeras. Todavía no ha amanecido, aunque en el ambiente quieto se deja adivinar que tampoco queda demasiado para que ocurra.

Es tan diferente a la mañana real.

Una de las múltiples puertas del pasillo está abierta y se oye el inconfundible sonido de una conversación. Deja escapar un suspiro antes de encaminarse hacia allí.

—Yo me he marchado de allí cuando Baxter ha recibido el vocifeador de su mujer —está diciendo Pucey con voz cansada—. Así que infinitas gracias, Clearwater. Si tenía que volver a empezar iba a volverme loco.

—¿Ha recibido un vocifeador de su mujer? —Penelope resopla para contener una carcajada—. Merlín.

—Lo sé. La muy loca piensa que le está engañando y se creyó que todo era una excusa.

Michael se aclara la garganta y ambos levantan la cabeza. La sala es claramente de descanso, con tres mullidos sofás colocados en forma de «U». Hay una mesa en el centro de la sala llena de revistas y con una pila de hojas amontonadas de manera escrupulosa.

Penelope le sonríe.

—Si te metes la camisa por el pantalón, mejor. ¿Tienes el traslador preparado, Adrian?

—Para dentro de cuatro minutos —confirma sacando una tarjeta de su bolsillo y colocándola sobre la mesita con cierta reverencia.

—Genial. Hay que llevar eso. —Señala a la pila de papeles—. He pensado que la mejor explicación que podemos darles, teniendo en cuenta que habéis empezado a borrarles la memoria sin preguntar, —le lanza una mirada rápida a Pucey—, consiste en que el metro ha tenido una avería. He preparado estos panfletos, por si quieres echarles un vistazo, Michael.

—¿Y qué habrías hecho tú, lista?

Michael coge una de las hojas, tan diferente a los pergaminos que usan los magos. Es muy fina y su superficie no tiene casi imperfecciones. Sobre una de sus esquinas, hay un sello que reza «Metro de Londres». Las palabras «incidencia» y «averías» son más gruesas que el resto y parecen brillar por sí mismas.

—¿Has oído hablar de la televisión? —Penelope levanta la barbilla y sonríe en un gesto de clara superioridad. Él levanta los hombros y deja escapar el aire.

—Pues claro que no. —Mira a Michael, como intentando conseguir alguna clase de apoyo por su parte. Michael vuelve a bajar los ojos al papel—. A ver, explícame para qué debería haberlo sabido.

—Es un invento muggle —interviene sin poder contenerse. Penelope asiente levemente—. Los muggles son capaces de guardar en imágenes y en sonido las cosas que hacen y de reproducirlas en las casas de la gente a través de estas cosas. Por entretenimiento.

—Y no habría hecho falta la intervención de vuestro departamento —añade Penelope encogiéndose de hombros.

—Lo dices como si yo tuviera algo que ver con las decisiones que se han tomado.

Penelope le da un empujón amistoso y Pucey se balancea de un lado a otro, con una sonrisa en los labios.

—Venga, o lo vamos a perder.


Las paredes de la estación de Green Park están llenas de pequeñas baldosas blancas que recuerdan a Michael a los baños del colegio. Los pasillos, vacíos a excepción de ellos tres, están vacíos. Tiene la sensación de que no es una estampa corriente.

Pucey va delante y se detiene justo a la entrada. El ferrocarril tiene los mismos colores que el expreso Hogwarts y los parecidos acaban allí. Como un gusano gigante y metálico.

Allí hay más gente y más caos. Las puertas de los distintos vagones están abiertas y hay gente esperando pacientemente dentro de ellas. Varios magos, Michael supone que lo son, están fuera controlando.

—Baxter, traigo a nuestra reina —saluda Pucey a uno de ellos. Baxter, que viste con unos vaqueros y un jersey con renos, le devuelve el saludo—. ¿Cómo va?

—Controlado, creo. —Baxter sonríe y enseña los dientes. En ese mismo momento, Michael sabe que no es de fiar. Es como Penelope o como Pucey. Falso y peligroso.

—Vale, ¿cuántos por vagón?

—Unos quince.

Penelope baja la cabeza hacia el montón de hojas y empieza a separarlas pacientemente.

—Adrian, ¿te llevas a Michael? —pregunta ofreciéndole un montón de papeles. Michael abre la boca para protestar. Si tiene que elegir entre la que sonríe mucho y el que fue a Slytherin, tiene claro con quién se queda.

—Claro, vamos, muchacho. —Le da un par de palmaditas en el hombro y Michael gira sobre sus tobillos para seguirle con una mala sensación al fondo de su estómago—. No pongas esa cara, no es para tanto.

»Solo tenemos que comprobar que les hayan borrado las partes importantes, ¿vale? Así que tú les resumes un poco el papel y yo me aseguro de que mis compañeros han hecho bien su trabajo. ¿Vale?

Michael se detiene.

—¿Cómo?

—¿Como qué?

—¿Cómo lo compruebas?

—Legeremancia. —Michael aprieta los labios y las manos. El nombre del hechizo reverbera contra su cabeza—. ¿Qué?

—No lo estás diciendo en serio.

Pucey frunce el ceño y mira un momento al vagón al que se están dirigiendo antes de girarse hacia él.

—Mira, es mi trabajo. Es en lo que trabaja todo el departamento. No es como si fuera a buscar todos sus secretos y a robarles su oro. —Habla en un tono bajo y lentamente, como si le estuviera explicando algo importante a un niño. Michael tiene que buscar fuerzas en todo su autocontrol para no retroceder. Todo en Pucey grita violencia—. Solo necesito saber si se lo creen. —Algo se relaja en su rostro—. Puedes estar tranquilo.

No lo está.

En realidad, no cree que pueda estarlo ni aunque se marchara de allí mismo en ese instante. Mira el interior del tren por una de las grandes ventanas. Una niña con una mochila rosa a la espalda tiene el rostro pegado al cristal y sonríe. Es casi mona.

—¿Vas a comportarte?

—Claro —farfulla haciendo una mueca y volviendo a mirar a Pucey, quién asiente y vuelve a girarse.

Al final, resulta que no es tan horrible. La gente de una en una y Michael solo tiene que encargarse de llenar el silencio durante unos cinco minutos. Normalmente, menos. Pucey suele interrumpirle con un escueto «ya puede marcharse». Ningún muggle quiere arriesgarse a quedarse el tiempo suficiente como para que cambien de opinión.

Pucey llama al siguiente.

Es un hombre mayor, con un bigote prominente y ojos pequeños. Michael se moja los labios, buscando las fuerzas para continuar. Solo quedan otros tres. Dos chicas que comen chicle al fondo del vagón y el hombre que tienen delante. Se siente cansado, mucho más de lo que ha estado en los últimos días.

Toma aire, preparado para empezar, cuando la luz del vagón se va. Las chicas del fondo chillan y el corazón de Michael da un vuelco. Unas diminutas luces del techo se encienden a lo largo del tren, iluminando lo justo. Oye al hombre frente a él hablar, pero no es capaz de procesar lo que está diciendo. Se gira en redondo, hacia las puertas dobles que siguen abiertas.

El suelo bajo sus pies vibra y el tren empieza a moverse.

—No, no, no —dice. Los pocos panfletos que llevaba en las manos, están desparramados por el suelo.

—Señor, siéntese —pide Pucey levantándose y agarrándose a una de las barras.

Michael vuelve la vista a la puerta. Puede ver el rostro de confusión de Penelope, su ceño fruncido, al otro lado. Toma aire, no… no puede quedarse allí dentro. No. Da un paso hacia atrás, dispuesto a coger carrerilla…

—¡Que va a saltar! —grita una de las chicas.

—¿Qué coño haces, Michael? —La mano de Pucey se cierra alrededor de su brazo y tira de él hacia atrás. Michael gira la cabeza hacia él y parpadea. El corazón le late con mucha fuerza y el agujero al final de su estómago ha vuelto. Se suelta de un codazo y da un par de zancadas hacia la puerta.

Pero es demasiado tarde.

El tren coge velocidad y entra de lleno en el túnel. Michael se queda allí, de pie, con expresión neutra y los brazos colgando a ambos lados del cuerpo. Cierra los ojos y respira hondo. A su alrededor, todo es oscuridad.

Pucey, sin embargo, no está dispuesto dejarlo pasar y le obliga a encararse a él agarrándolo de nuevo por el brazo.

—¿Ibas a saltar?

—No me toques.

—¿Qué demonios se te ha metido en la cabeza?

—He dicho que no me toques. —Michael no espera a que Pucey reaccione y saca su varita del pantalón. Una de las chicas jadea y, justo después, deja escapar una risa floja.

—¿Qué coño? ¿Quieres guardar eso? —Pucey se mueve para colocarse entre las chicas y su varita. Se inclina hacia él y susurra—: Te van a ver.

—¡Flipendo! —Una luz azulada lanza a Pucey hacia atrás. Con la suficiente fuerza como para mal sentarlo contra el suelo. Las chicas vuelven a chillar y el hombre se incorpora. Michael levanta un poco más su varita.

Nota que la garganta se le cierra y tiene ganas de vomitar. Las palmas le pican y no tiene muy claro que vaya a ser capaz de seguir respirando por la nariz. Está a punto de perder los papeles y no, no quiere. No puede. No allí. Se moja los labios y gira la cabeza hacia ambos lados. Necesita salir de allí. De alguna manera.

—Oye, muchacho, no hace falta perder los papeles —dice el hombre muggle—. El tren no va a ir a ninguna parte, ya lo pararán como lo hicieron la última vez.

—¡No...! —Michael no termina la frase. Los ventanales que están frente a él se agrietan. Pucey pasa la mirada de él a los cristales antes de ponerse en medio.

—Oiga, vuelva a sentarse —le ordena Pucey volviéndose a incorporar. Michael camina hacia el lado vacío del vagón y se apoya contra una de las paredes. Intentando concentrarse.

No se atreve a desaparecerse. No con el vagón en movimiento, con su pulso, no cuando está temblando así. Se rasca la nuca con la mano izquierda. Ni siquiera se da cuenta de que está respirando por la boca, a pequeños tragos. O de que las rodillas se le han doblado y ahora está en cuchillas. Cierra los ojos.

—Nos teníais que haber dejado bajar cuando lo pararon por primera vez —dice una de las chicas en un tono cortante.

—Vuelve a sentarte —insiste Pucey—. Vamos a quedarnos todos sentados y tranquilos un rato hasta que esto se solucione.

Durante unos instantes, lo único que les rodea es el sonido de los raíles sobre los que pasa el tren. Michael se mantiene sentado, apretando la varita todo lo que es capaz. Tiene los nudillos blancos y nota una presión en el pecho, a la altura del corazón.

Pasan dos estaciones antes de que levante la cabeza.

Pucey está sentado a unos metros de él, con la nuca apoyada contra el cristal y los ojos cerrados. Parece bastante relajado. Como el otro hombre, quién se ha parapetado bajo una de las luces con el periódico abierto. O las mujeres, que tienen las cabezas muy juntas y susurran entre ellas. De vez en cuando levantan la cabeza para mirarle. No parece que tengan miedo a nada. A que el tren no se detenga y, si no se detiene, en algún momento se tendrá que acabar la vía. Está seguro de que el golpe será terrible. De que si se quedan dentro, estarán condenados.

Tampoco parece preocuparle que, quien sea que encantó el tren, dejara alguna sorpresa escondida. Quizá no hace falta esperar al final del recorrido para ver el gran golpe.

No puede quedarse quieto, decide tomando pequeños sorbos de aire. Se impulsa con las piernas, aún apoyado en la pared, hasta estar de pie. Tiene la varita en la mano y el aire cálido que se cuela por las puertas entreabiertas del vagón auguran que están a punto de llegar a otra estación.

Da un par de pasos, con la varita en alto y la otra mano sobre el corazón. El murmullo incesante de las dos mujeres se detiene y Pucey abre los ojos y los clava en él, sin mudar su postura. Se queda quieto durante un instante, el instante en el que la estación tarda en aparecer frente a sus ojos. Los muggles que están esperando el tren se mueven un par de pasos al frente, esperando a que pare para poder montarse. Michael levanta la varita.

—Michael —dice Pucey en un tono que no admite réplica. Puede ver cómo se mueve a su espalda, levantándose rápidamente.

Conjura unas cuerdas elásticas antes de que se acerque lo suficiente como para poder detenerlo que se fijan al techo del vagón y fuera, a la estación. Oye el grito de sorpresa de los muggles. Tanto los de fuera como los de dentro. Oye a Pucey gritar de nuevo su nombre y nota como la varita salta de sus dedos.

Necesita salir de allí.

No deja que el tren se detenga del todo antes de dar el primer paso fuera. Los pocos muggles que se han quedado para mirar se alejan de él, casi por instinto. Da un segundo paso y, casi como si fuera un espejo, ellos se mueven con él. No sabe dónde está y tampoco le importa. Es como si algo se le estuviera clavando en el pecho. Necesita salir de allí y, cuanto antes, mejor.

—Eh, no, no. De eso nada. —La mano de Pucey vuelve a cerrarse alrededor de su brazo y a tirar de él hacia atrás—. Tú de aquí no te marchas. No después de la que has liad…

—¡Pucey! ¿Qué ha pasado? —De uno de los vagones contiguos salen dos brujas. Michael tira de su brazo, intentando escabullirse. Solo consigue que el agarre de Pucey se cierre un poco más, hasta el punto de hacerle daño.

—Suéltame…

—Necesito que vuelvas a la estación de Green Park, Carrol. —Pucey le ignora—. Trae a Clearwater. Y vamos a necesitar que vuelva la patrulla mágica y los del UIOM.

—Vale. —La explosión característica que sigue a la desaparición hace que Michael entrecierre los ojos.

—Yo voy a cerrar la estación —dice la otra bruja—. Antes de que esto se nos vaya de las manos.

Pucey no quita los ojos de encima de Michael.

—Te he dicho que me sueltes —susurra Michael, sintiendo que la respiración se le acelera de nuevo. Pucey es más grande que él, más fuerte y está enfadado. Puede intentar apartarlo de un empujón, pero sabe que eso solo lo hará peor.

Además, está armado. Tiene las varitas de ambos.

—Tú no te das cuenta de lo que has hecho.

—Suéltame —repite. En su lugar, Pucey lo empuja hasta que su espalda se encuentra contra una de las paredes de la estación. Está muy cerca, demasiado.

—Tan preocupado como te declarabas por su privacidad, —bufa, en un claro tono despectivo—. Y encima querías escaparte. Pedazo de imbécil, esto no es ningún juego.

Michael quiere llorar. Siente la presión en su garganta y el dolor del pecho no desaparece. Quiere dejarse caer, dejar que sus piernas temblorosas tomen el control. Siente ganas de vomitar y, cuando levanta la mirada, no está Pucey. Ni la estación. Solo está el rostro de Alecto Carrow.

—¿Qué estás haciendo? —pregunta Pucey tirando de su brazo hacia arriba—. No seas crío y levántate.

Está de cuclillas, otra vez. Pucey mantiene su brazo en alto y tira de nuevo de él, como para intentar levantarlo. Michael niega con la cabeza, incapaz de decir ni media palabra. La garganta le pica y está seguro de que va a romper a llorar en cualquier momento.

—Recomponte —le espeta inclinándose hacia él. Todos los poros de su cuerpo le gritan peligro—. No te creas que te vas a salir con la tuya con tan solo tirarte en el suelo como si fueras un niño teniendo una rabieta.

Y no lo puede evitar. Sus labios se mueven solos y susurra:

—No me hagas daño.

Aunque no le está mirando, no le hace falta para saber que Pucey se que ha quedado congelado en el sitio. El agarre se suelta.

—¿Qué? —pregunta sin acabar de entender.

—No me hagas daño —repite. Y esta vez sí, nota como las palabras salen de sus pulmones como si fueran un sollozo.

Pucey lo suelta del todo.

—Oye, chico, creo que deberías alejarte —recomienda la voz de una mujer algo mayor—. Ya te ha dicho que le dejes en paz.

—No... —replica Pucey en un tono perdido.

—Sí, déjale en paz —añade una segunda voz.

Michael sigue sin levantar la cabeza. Aprieta sus brazos a su alrededor y esconde la nariz entre sus piernas, avergonzado. Intentando alejar a aquellas personas de sí mismo. Intentando alejarse a sí mismo de aquel lugar. Son su escudo.

Michael nota como una mano se coloca sobre su hombro y oye a alguien que le pregunta si está bien. Un escalofrío le recorre la espalda.

—No me toques —le dice en voz baja. La mano desaparece y la presencia se aleja, dejándolo solo de nuevo.

Durante un rato, nadie le molesta.


continuará.