Como el anterior capítulo, este ha sido beteado por Nasuasda, ¡muchas gracias! Todos los fallos ya sabéis, entono el mea culpa C:


Capítulo 2: La Huella del Trol

—Yo no le he hecho nada —repite Pucey y suena lejano y perdido. Es una llamada que le devuelve a la realidad.

—Seguro —responde Penelope y Michael, por un instante, tiene la sensación de que se va a echar a llorar de puro alivio de oírla.

—De verdad. Y si se piensa que se va a librar de responder por esto ante el director de los desmemorizadores...

—¿Y Baxter qué? —Penelope está preparada para cargar en su contra—. Déjale en paz, Adrian.

—Ha hecho... —Los zapatos de Pucey vuelven a entrar en el área de visión de Michael—. Ha hecho magia delante de una multitud de muggles. Sabes lo que es eso, ¿no? ¿Sabes quién lleva trabajando todo el turno de noche y no se va a ir a casa porque hay que arreglar este...? ¿Este caos?

Hay silencio durante unos instantes. Michael levanta un poco más la cabeza, lo justo para ver como ambos se miran fijamente. Penelope tiene los brazos en jarra y la barbilla alta. Pucey, cruzados y las cejas tan fruncidas que parecen unirse en su frente.

—Nos vamos —declara Penelope y alarga la mano—. Devuélveme su varita. Utilizad la misma excusa, no hace falta elaborar otra.

Pucey pone los ojos en blanco antes de dejar caer la varita de Michael. Penelope se gira y se agacha frente a él.

—Ey, ¿estás bien? —Sonríe, con aquel gesto suyo tan irritante. Michael está a punto de mandarla a la mierda y de volver a hundir su cabeza entre sus piernas. Pero una vocecilla inteligente, al fondo de su cabeza, le dice que no es buena idea. Que, más que le pese, Penelope es la que le va a sacar de allí. Así que cuando nota su mano sobre su rodilla, casi dubitativa, asiente levemente.


Penelope le manda a casa el resto del día con una mirada reprobatoria. No pregunta y Michael es algo que agradece.

Su madre le mira de esa manera cuando llega del trabajo y lo encuentra en su cuarto. No sale de él en lo que queda de día y, por la noche, decide que no va a volver al comité. Con la cabeza debajo de la almohada y la pierna falsa aún allí. A pesar de que la presión alrededor de su muslo es un recordatorio constante de lo que falta, de lo que no está bien y de lo que nunca volverá a estarlo, es mejor que la falta absoluta de ella.

No tiene sentido. No es que piense que no es un trabajo para él, que lo piensa. Merlín, sacó una «E» en su TIMO de Pociones. Es que volver a pasar por allí, enfrentarse a la mirada de lo sé de Penelope. No, no está preparado para ello.

Y, de todas formas, no es como si tuviera cosas mejores que hacer.

Así que al día siguiente, cuando por fin baja a desayunar, su madre vuelve a mirarlo de esa manera. Pero esta vez la ignora, por su propio bien. Incluso ignora el comentario de su padre, quien apenas ha sabido cómo tratarlo en los últimos meses. Que apenas le mira, como si se avergonzara en lo que ha acabado todo.

De él.

Siempre que están en la misma habitación, el estómago se le cierra y la sensación de futilidad le embarga y hace que quiera chillar y romper cosas. Al principio lo hacía. Si el día se levanta gris, aún lo hace.

Hoy no ha sido uno de los malos. La poción para dormir sin soñar siempre le ayuda, cuando ha abierto los ojos no ha recordado durante un instante. Y ha sido un instante maravilloso. Después, la incomodidad de dormir con la pierna falsa lo ha devuelto a la realidad bruscamente. Pero la sensación de paz, de calma y de control le ha ayudado a enfrentarse a sus padres con una seguridad desconocida.

Así que cuando la casa se queda vacía, baja las escaleras hasta el salón. Listo para pasarse tranquilamente toda la mañana sentado en el sofá, con un libro entre sus manos y enrollado en una manta, cuando la chimenea frente a él regurgita.

Michael da un salto en el sitio y lanza el libro por los aires, por la sorpresa. Nota los ojos de Penelope —cuyo rostro se balancea entre las llamas— seguir el trayecto y él agita los brazos para atraparlo en el aire. Ninguno de los dos dice nada hasta que el libro está a salvo, bien sujeto entre los almohadones del sofá.

—Dije el resto del día —le dice en un tono que no admite contradicción—. No el resto de la semana.

—¿Qué quieres? —pregunta Michael bruscamente, bajando las piernas del sofá.

—Hoy no has aparecido. —La expresión normalmente amable de Penelope ha mudado a algo parecido a impaciencia—. Goddard llegó hace una hora y ha preguntado por ti tres veces. ¿Qué se supone que debo decirle?

Michael se encoge de hombros.

—Puedes decirle lo que quieras.

—Michael.

—No. No pienso volver a ir allí. No me gusta el Ministerio de Magia. Lo de ayer fue una puta locura, ¿de acuerdo?

Penelope aprieta los labios. Las brasas que se encuentran cerca de su barbilla crepitan casi como si estuvieran expresando lo que ella piensa.

—Oye, mira, estoy de acuerdo con que lo de ayer no fue buena idea.

»Está claro que era demasiado pronto para sacarte a un trabajo de campo. Pero pensé que podría ser divertido y que con Adrian estarías bien. Es bastante competente.

—Es de Slytheirn.

—Fue a Slytherin —le corrige Penelope—. Es un buen tío.

—Me da igual.

No es como pensar que tiene que volver a entrar en el colegio para hacer sus EXTASIS. No, no hay nada como esa presión en el pecho. Pero eso no implicaba que fuera a sentirse seguro. Que fuera a ser seguro. Era un sitio abarrotado, con muchos, muchos magos. Demasiados. Era muy fácil perderse, desaparecer y que nadie se diera cuenta. Traga saliva y niega con la cabeza.

—No puedes obligarme —determina.

Penelope no responde de inmediato. En su lugar, clava la mirada en un punto indeterminado del suelo y frunce el ceño, como si lo estuviera meditando.

—No quiero ser la responsable de por qué has abandonado en tu primer día —confiesa al fin—. Mira, Michael, me siento responsable de todo esto. Hubo muchas cagadas ayer y, puedo jurarlo, no es lo habitual. Lo normal habría sido entregarles las circulares y dejar a los desmemorizadores hacer su trabajo. Pensé que sería divertido.

»Y si todo esto es por Adrian, bueno, puedo hacer que venga a disculparse. Ya lo hemos hablado y sabe que reaccionó mal.

Michael se muerde el interior de la boca. Tiene ganas de gritarle que se marche de su casa y que, por favor, le deje en paz. Que deje de meterse en su vida, que no le pertenece. Que hasta hace dos días no le importaba más que ninguna otra.

—Ya te he dicho que no —protesta.

—Michael... —Penelope debe de tener madera de madre, porque la mirada que le lanza se parece mucho a la de la suya propia. Con los ojos ligeramente entornados. Como si esperara tantas cosas de él.

Como si sintiera lástima por él.

Definitivamente, como si no pensara dejarle salirse con la suya.

—No.

—Venga. No seas obstinado.

—No. —Michael aparta la manta y baja las piernas, metiendo los pies en las zapatillas que están en el suelo, perfectamente alineadas con el sofá.

—¿Vas a dejar una oportunidad así por culpa de los idiotas de los Tennisons?

Eso es diferente.

—¿Perdona? —pregunta y Penelope sonríe con algo parecido a victoria en sus labios.

—Los han pillado, a Brenden y Harve Tennison. Unas cámaras de seguridad los pillaron infragantis y ya han sido detenidos.

No se ha dado cuenta de que ha estado manteniendo los hombros tensos hasta ese mismo momento, en el que se permite el lujo de relajarse.

—¿De verdad?

—Sí. Si todo sale como está previsto, en un par de días será el juicio. Con buena suerte, una multa y horas de servicio comunitario.

»Con mala, pueden pasarse un par de meses en Azkaban. —Penelope es lista, sin duda lo es. Porque sigue dándole datos a sabiendas de que está funcionando—. Al final resultará y todo que los de la patrulla mágica saben hacer su trabajo.

Sonríe. Michael entrecierra los ojos.

—¿Qué ha dicho Goddard?

—Nada. Le he dicho que íbamos a comprarte ropa y que estabas en el callejón Diagon cambiando dinero.

—¿Ropa?

—Sí. Si decides quedarte en el comité, te vendría bien tener alguna muda muggle.

—No voy a quedarme.

Penelope se encoge de hombros.

—Eso ya no me concierne a mí. —Su cabeza se aparta del fuego ligeramente, como si estuviera comprobando algo—. Le he dicho que volveríamos como después de comer. ¿Puedo pasar?

Michael sabe que sus padres no van a volver hasta por la tarde. Su madre trabaja en El Profeta y, desde hace años, se queda a comer allí con sus compañeros. Y su padre, a pesar de que está retirado, sigue cumpliendo jornada protocolaria supervisando que todo vaya como debiera en la que fue su empresa.

Así que, aunque no está muy seguro, se encoge de hombros y la deja pasar.


El resto de la semana no resulta tan estresante. De hecho, fácilmente se encuentra entre las mejores tres semanas que ha tenido desde junio de 1998.

Como bien predijo Penelope, hay pocas cosas que hacer en el comité hasta que se desata la catástrofe —de momento, la media es una vez cada dos días. Así que los días de Michael pasan entre leer la documentación del departamento y entretenerse como buenamente puede. Más de un día ha acabado en el espacio de trabajo de Penelope jugando una partida de cartas o de damas chinas.

Probablemente, lo más excitante que ha pasado en toda la semana no sea otra cosa que encontrarse aquel lunes con que alguien —presumiblemente, Hilaria— había provisto su escritorio de material de oficina. Junto al material mágico, había amontonadas hojas de papel y, lo que Penelope llamó después, una pluma estilográfica. Pero, sin lugar a dudas, lo que más gracia le hizo y lo que le tuvo hasta el siguiente miércoles entretenido fue una especie de caja metálica con letras que servía para escribir con una tipografía prefijada. Su primer pensamiento al probarla es que podría conseguir una para Anthony —siempre ha tenido la peor de las letras—, pero entonces recuerda que llevan sin hablar cerca de un año y desecha la idea.

No todo es tan perfecto, claro. Nunca lo es. Michael sigue llevándose el almuerzo de casa, para esquivar las comidas con Penelope y los demás. Sigue saliendo muy pronto de casa para evitar encontrarse con las aglomeraciones del Atrio. Y sale algo más tarde de lo normal, por la misma razón.

En realidad, no ha intercambiado más de dos frases con Skylar o Hilaria. Y a la señora Goddard solo la ha visto en la reunión del martes, a pesar de que han tenido dos alarmas más. Una de ellas, en horario laboral. La otra, Michael se había enterado al día siguiente.

—Y con esto —Penelope mueve la ficha negra sobre tres de las fichas rojas de Michael y, cuando llega a la última posición, la deja caer en un gesto claramente chulesco— has perdido.

Sonríe y se recuesta hacia atrás. Es jueves y es tarde, Skylar se ha marchado hace veinte minutos. Michael, como siempre se ha quedado un poco más para no tenerse que enfrentar a la multitud del Atrio. No sabe por qué se ha quedado Penelope y, de verdad, espera que no sea para alguna clase de intento de conversación. Duda que sea por las damas chinas.

—Es un juego aburrido —replica Michael recuperando las fichas rojas y amontonándolas en los cuadrados de su color.

—Puede. Pero aún así has perdido. —Penelope levanta la mano y mira el reloj de muñeca para ver la hora—. ¿No te marchas a casa?

Michael sabe que ella sabe que se ha estado quedando hasta tarde. Pero lo ha ido enmascarando con trabajo. Ahora, aquello es imposible.

—Nah.

—Tú mismo, Goddard no firma partes de horas extra a no ser que sean salidas.

—Empiezo yo, ¿no?

Penelope asiente y empieza a recolocar sus fichas. Michael mueve la primera en diagonal, sintiéndose un poco perdido. Es como el ajedrez, aunque en apariencia más sencillo. Penelope estira la mano para coger una de las fichas cuando se oye el crujido habitual de la puerta de entrada. En lugar de alcanzar la ficha, usa la mano para apoyarse y levantarse lo suficiente como para estirar el cuello por encima de los paneles que les dan privacidad. Sonríe, es un gesto amistoso.

—¡Adrian! —le saluda y agita el brazo para que se acerque.

Michael clava la mirada en el tablero, incómodo. No le apetece tener que volver a enfrentarse a él. El recuerdo de la última vez es como un escozón que no acaba de desaparecer.

—Acabamos de terminar el turno —dice él como saludo—. ¿Estás lista?

Penelope asiente.

—Yep. —Baja de la silla y se echa el pelo hacia atrás—. Cojo el abrigo y estoy.

»Bueno, Michael, nos vemo...

Se detiene y frunce el ceño, como si se le acabase de ocurrir algo. Michael tiene el mal presentimiento de que, sea lo que sea lo que va a decir, no le va a gustar.

—Michael, ¿por qué no te vienes? Vamos a tomarnos algo a un bar.

—No...

—¿Qué tienes que hacer? —replica ella—. Venga, así conoces a los desmemorizadores y al resto de gente del departamento.

—No, de verdad.

—No seas bobo.

Apenas se mueve, con sus ojos clavados en él y aquella sonrisa estúpida en su rostro. Como si estuviera esperando tanto de él.

Él gira la cabeza hacia la entrada, intentando explicarle por qué no puede ir. No va a contárselo todo, pero puede decir que Pucey no le gusta. Que no le cae bien. Y, quizá, pueda explicar esa sensación de peligro que le rodea cada vez que él está cerca. Ella parece entenderlo, a pesar de que no dice nada, porque se agacha ligeramente hacia él y coloca su mano sobre su rodilla.

Michael no sabe por qué acaba levantándose. Quiere decirle que no, que está más cómodo allí. O que ya se va a ir a casa. Pero no es capaz. Así que en su lugar, se levanta también.

Prácticamente puede oír cuando Pucey le ve. Hace una especie de aspaviento, como si no se esperase que él estuviera allí. No le mira. Es parte de las razones por las cuáles no quiere ir. Penelope se le adelanta y coge sus abrigos.

—¿Qué tal el día, Adrian? —le pregunta mientras le tiende a Michael el suyo.

—Afortunadamente tranquilo —responde. Y Michael sabe que apenas quita la mirada de encima suyo, nota ahí su presencia—. ¿Tú también vienes?

—Sí —replica Penelope en tono firme—. Venga, vamos.

Fuera les están esperando dos mujeres que a Michael le suenan del incidente en el metro y un hombre que tiene bastante más edad que ellos. A Michael no le suena su cara.

Es Penelope la encargada de hacer las presentaciones:

—Chicos, este es Michael. Michael, ellas son Bella y Carmen. Él es Grier MacDuffy, aunque todos le llamamos MacAbuelo.

—¿Por qué a él le presentas con nombres y apellidos, Penny? —protesta Carmen. Bella la ignora y da el primer paso al frente, con la mano extendida.

—Ey —le saluda. Aunque no es mucho más mayor que él, Michael no es capaz de situar su rostro redondeado. Lleva el pelo tan corto que da la impresión de alargar su cuello—. Tú eres el del metro, ¿verdad?

Michael entreabre los labios para decir que no. Detrás de él, Pucey bufa. Bella gira la cabeza hacia él y entrecierra los ojos.

—Eres todo un héroe en la oficina, ¿verdad, Carmen?

La otra mujer asiente. Lleva el cabello oscuro recogido en un moño alto y tantos anillos que no puede ser cómodo. Michael supone que, por la forma excéntrica que tiene de combinar la ropa muggle, no tiene mucha idea de su mundo.

—Los de la UIOM son unos chapuzas —dice—. Siempre les estamos diciendo que necesitamos que hagan una segunda comprobación para asegurarnos de que todo está bien.

—¿Quiénes? —pregunta Michael sin acabar de entender a Penelope.

—Nada, los de la Oficina del Uso Indebido de Objetos Muggles.

—No han sido los mismos desde que Weasley y Perkins se marcharon —opina MacAbuelo. No es que sea tan mayor, debe de tener como mucho cuarenta años y, de alguna manera, resulta un hombre atractivo. Lleva unas gafas de pasta grandes y tiene el cabello ligeramente encanecido, pero sus ojos son vivaces y tiene una sonrisa agradable.

Bella carraspea y Michael descubre que su mano sigue estando tendida en el aire. Da un paso hacia ella y se la acepta, más por que la baje que porque quiera dársela.

—Un placer.

Carmen, a su lado, también alarga la mano y cuando Michael se gira hacia ella para dársela —qué remedio—, Pucey bufa.

—Ya, ¿no? Todos os queréis mucho, todos os conocéis mucho, ¿podemos continuar e ir de una vez al bar?

MacAbuelo se ríe.

—¿Sabes? Va a seguir en el sitio te guste o no.

Pucey hace una mueca y pasa de largo, dirigiéndose directamente hacia el Atrio. MacAbuelo hace una breve inclinación con la cabeza hacia Michael antes de girarse y seguirle.

Bella apoya un brazo sobre su hombro y Michael gira la cabeza rápidamente hacia ella, sorprendido por su proximidad.

—No se lo tengas en cuenta, está picado por lo del otro día. —Le da una palmadita y les sigue.

El bar al que van es muggle —el dueño es un squib, bastante mayor y con gafas de culo de botella que está sentado en la barra leyendo un periódico— y está bastante desierto. «Por eso venimos los jueves», le explica Penelope guiñándole un ojo y siguiendo al grupo hasta una mesa redonda y algo apartada.

La verdad es que el local resulta agradable. Le recuerda, de alguna manera, al Cabeza de Puerco, construído en madera y algo abandonado. Como si no hubiera sido ventilado en las últimas semanas. Además, el ambiente está caldeado, aunque no hay ninguna chimenea a la vista.

Sorprendentemente, le resulta reconfortante y familiar. En el buen sentido.

Michael se quita el abrigo y les sigue, la silla chirría bajo su peso y, durante unos instantes, es como si estuviera solo. Carmen, Pucey y MacAbuelo están hablando entre sí. Bella y Penelope, al otro lado, cuchichean.

Apoya los brazos en la mesa y ve por el rabillo del ojo al dueño acercarse con una bandeja cargada con seis jarras de un líquido amarillento que parece pis. Las deja sobre la mesa sin cuidado y sin repartirlas, dejando un reguero de líquido sobre ella. Y, en el centro, deja un bol con galletitas saladas.

—Gracias, Bullock —dice Carmen cogiendo una y volviendo a girarse hacia sus dos compañeros de trabajo—. Bueno, básicamente Baxter ha tenido que pedir unos días por asuntos propios. Ya sabéis que, con la mujer que tiene...

Carmen pone los ojos en blanco.

»Como sea. Así que he tenido que hablar con los del comité para ver si podían retrasarlo, pero vamos, se ponen muy estúpidos cuando quieren. No es como si estuviera hablando de lo de Hilaria.

—Michael —le llama Penelope del otro lado—. ¿Qué te parece el sitio?

—Son unos imbéciles. El año pasado nos tocó jugar después de un turno nocturno y encima los del departamento de Misterios estuvieron con la coñita, ¿sabes? —está respondiendo Pucey. Michael intenta aislarse del ruido y atender a Penelope y a Bella, que le miran fijamente.

—Un poco asqueroso —dice con sinceridad. Hay carteles pegados en las paredes y placas metálicas cuyas esquinas están oxidadas. La silla en la que está sentada está coja y se balancea en cuanto mueve el culo.

Tanto Penelope como Bella ríen.

—Una reacción normal.

—Sí —coincide Bella sonriendo y pasándole una de las jarras.

—¿Entonces por qué…?

—Tradición —responde Bella sin parpadear—. Llevamos viniendo aquí desde el sesenta y cinco.

Michael parpadea. Probablemente Bella sea más joven que Penelope, como mucho duda que llegue a los treinta años. No existe manera humana para que los números salgan.

—No nosotros como nosotros —corrige Penelope—. El equipo del departamento.

—Eh… ¿el equipo del departamento? —repite tomando un sorbo de la jarra. En seguida arruga la nariz y la aparta sin intención de darle una segunda oportunidad. El sabor es vil, amargo y pesado.

—Sí, de la liguilla interdepartamental.

—De Quidditch.

—Del Ministerio.

—Ah —responde encogiéndose de hombros.

—MacAbuelo lleva quince años en el equipo, siete de ellos como nuestro capitán. —MacAbuelo se da por aludido, porque a pesar de que está asintiendo a lo que le está diciendo Carmen levanta su jarra ante la mención—. Es el buscador. Adrian, Bella y yo somos cazadores. Wayland, que lo conociste en el metro el otro día, e Hilaria juegan como golpeadores. Y Carmen es nuestra guardián.

—Bueno, Hilaria ya ha dicho que no se apunta a esta liga. ¿Tenemos sustituto a la vista, MacAbuelo?

—Estaba pensando en Kemp del CI.

—Uh.

—No.

—¿CI? —repite Michael.

—Comando de Invisibilidad —responde Penelope—. Nos va a acabar dejando tirados.

—¿Y qué otra opción tenemos? —MacAbuelo frunce el ceño, con expresión cansada—. ¿Se lo pedimos a vuestra jefa? —Señala a Penelope y a Michael—. O quizá a Skylar, seguro que si se lo pedimos amablemente pasa de irse de borrachera por un poco de aire libre un sábado por la mañana.

»O a las chicas de mi departamento. O, mejor todavía, vamos a buscarlos en el Departamento de Desmemorizadores. A ver luego cómo cuadramos vuestros turnos para poder jugar y entrenar.

MacAbuelo suelta aire, cruzándose de brazos molesto.

—Vale, vale, lo pillamos. —Carmen levanta las manos, en un símbolo de rendición.

Penelope arrastra el bol con galletitas y coge un puñado y, como si no fuera nada del otro mundo, pone su granito de arena a la conversación.

—Podría jugar Michael.

—¿Qué? ¡No!

Pucey bufa.

—Yo me voy a jugar a los dardos —dice y arrastra la silla hacia atrás para levantarse. Pero los demás se quedan mirándolo fijamente, como si hubiera algo especial en que hiciera eso. En que cogiera el puesto de Hilaria.

—No voy a jugar —repite Michael, esta vez con un tono de voz más firme—. Lo siento, pero no.

—Oh, venga. Nos salvarías la vida.

No es que no le guste el Quidditch. Su padre siempre le llevaba a ver los partidos antes de Hogwarts, no se perdían ni uno solo. Y luego, en el colegio, intentó entrar en el equipo una vez. No fue tan terrible, pero con una vez tuvo suficiente. El Quidditch no es su cosa, ¿y qué? No es el fin del mundo. Vuelve a beber de su jarra y el sabor sigue siendo amargo y repulsivo. No se ve capaz de ponerse delante de un montón de gente para hacer el ridículo de su vida. Clava la mirada en el líquido de su jarra, dispuesto a alejarse de las miradas. Golpetea el cristal con sus uñas.

Hace un año y medio que no se monta en una escoba. Ni siquiera sabe si sería capaz de mantenerse sobre ella.

—Puedes jugar de cazador. No me importa cambiarte la posición —se ofrece Carmen.

—No.

—O de buscador o cazador. De verdad.

—He dicho que no.

Intenta no ser tan consciente de lo que les rodea. La mesa está en un silencio sepulcral, únicamente roto por el ruido repetitivo de los dardos al golpear la diana y el pasar de hojas del periódico.

—Entonces, ¿Kemp del CI? —La voz de Penelope es casi un bálsamo. Michael cierra los ojos y deja escapar un pequeño suspiro de alivio.

—Kemp del CI —confirma MacAbuelo.

Así, sin más, la atención se aleja de Michael. Bella y MacAbuelo se levantan para jugar con Pucey, mientras que Carmen y Penelope se quedan hablando en la mesa, junto a él, sobre el último libro que han leído.

Y él se queda allí, quieto, bebiendo aquel brebaje del demonio y sintiéndose extrañamente como en casa.


No se espera que al día siguiente aparezca Carmen con un libro bajo su brazo y una sonrisa en los labios.

—«La guerra de los brujos» —dice dejándoselo sobre la mesa—. Para que lo discutamos la semana que viene.

No se lo espera. No se espera que no importe que no quiere jugar a Quidditch para volver a salir con ellos o que Carmen haya pensado —Carmen y no Penelope— que querría sentirse integrado. Sonríe y asiente.

Casi sin darse cuenta, se encuentra esperando con ansias a que llegue el jueves siguiente. Conoce a Kemp allí y, la verdad, no le extraña que MacAbuelo pensara en él para el puesto. Es un hombre alto y de brazos fuertes, rondará la treintena. Se mueve con la seguridad de quién sabe lo que vale. Por un instante, un segundo, Michael lamenta no haber aceptado la oferta.

En su lugar, se queda en la mesa hablando con Penelope y Carmen mientras el resto aparta un mantel plástico y mueve un viejo billar olvidado en una esquina. Por un momento siente envidia. De Bella dejando apoyar su brazo ligeramente contra el de Pucey en un gesto de clara complicidad mientras se apoya en uno de los tacos. De Kemp que ríe en voz alta mientras bebe cerveza. De MacAbuelo, que coloca las bolas con cuidado en el centro de la mesa.

En realidad es fácil, muy fácil. Solo tiene que levantarse y cruzar la estancia. En su lugar, alarga la mano y coge un puñado de pipas y se une a la conversación.

—Pues no sé qué quieres que te diga —está diciendo Carmen con gesto indignado—. Deucoeus me parece demasiado plano y aburrido. No puedo, de verdad, imaginármelos juntos.

—Vale, vale —acepta Penelope—. ¿Entonces con quién?

—Gresylda, evidentemente.

Penelope mira a Michael y sonríe en un gesto divertido.

—Evidentemente.

—Oh, no, no te atrevas a reírte. —Carmen le tira un puñado de cáscaras a Penelope y a ella apenas le da tiempo a poner la mano en medio, intentando evitar que le lleguen a la cara.

Michael está completamente de acuerdo.


continuará.