No está de más recordar que ha sido beteado por Nasuasda :P Y que solo le queda un capítulo por terminar. ¡Gracias por leer!
Capítulo 3: Las Tres Escobas
El primer partido del Departamento de Accidentes Mágicos y Catástrofes llega a finales de febrero. Para aquel entonces, Michael ya está acostumbrado a pasar los jueves en la Huella del Trol y algunos de sus sábados en el patio trasero de la casa de Baxter. No es por el Quidditch, aunque siempre se aseguran de hacer el paripé. No tarda demasiado en darse cuenta de ello, de que al final es una excusa para verse y para beber.
Es contra el Departamento de Regulación y Control de Criaturas Mágicas. Es un grupo variopinto, con uniformes color amarillo canario. Como ellos mismos —embutidos en un uniforme rojo que a Michael le recuerda bastante al de Gryffindor en Hogwarts. No es el mejor partido que ha visto y, en realidad, parece que el único que sabe realmente lo que están haciendo es Pucey. Cuando MacAbuelo atrapa la snitch —ya es media tarde y el cielo empieza a oscurecerse— dando la victoria al DAMC, se ríen y se palmean la espalda como si fueran viejos amigos y no hubiera pasado nada. Resulta diferente al Quidditch profesional; resulta diferente a Hogwarts.
Casi no se sobresalta cuando Bella le rodea la espalda con uno de sus brazos y le deja un sonoro beso en la mejilla antes de alejarse corriendo y gritando.
—¡Los que pierden pagan! —grita Baxter y Michael sigue al grupo hasta el interior de las Tres Escobas. Los partidos tienen lugar en Hogsmeade, en una pequeña plaza preparada para la ocasión.
Michael se da cuenta de que es mala idea nada más poner un pie dentro del local. Catorce jugadores, el árbitro y la docena de espectadores, sumado a los parroquianos, llenan el local rápidamente. No llega a estar abarrotado, pero sí lo suficientemente lleno como para que las voces tengan que alzarse para ser escuchadas. Como para tener que cruzarse con gente para salir.
Casi sin darse cuenta, acaba en una esquina sujetando una cerveza de mantequilla. Está congelado en el sitio, incapaz de moverse. Parece un lugar seguro, desde el que puede vigilar que todo está bien. Ha decidido que puede esperar hasta que el local se vacíe antes para salir.
Así que se queda allí, de pie, observando el resto del local. Es casi como tener el control de la situación. Puede verlo todo. Ve a Bella en el fondo del local, intimando con el árbitro del partido. O succionando su boca, más bien. A Baxter sentado en una mesa con Carmen y la buscadora del DRCCM. A Penelope y a Pucey hablando en la barra y riéndose juntos. A Penelope colocando su mano sobre su brazo y señalando hacia…
Hacia él.
Y a Pucey mirándolo fijamente y asintiendo. Cogiendo una bebida de la barra y caminando directamente hacia él.
(De alguna forma, Penelope siempre acaba liándosela).
—Ey —le saluda levantando un botellín con cerveza de mantequilla.
—Hola. —Michael aprieta un poco los labios. No puede marcharse, sería demasiado raro. Se notaría demasiado. Así que, en su lugar, se queda muy quieto en espera de lo que fuera que quisiera Pucey.
Fuera lo que fuera, ni siquiera él parece tan seguro sobre el tema. Porque se queda frente a él, con las manos metidas en el pantalón del uniforme de Quidditch y una expresión blanca.
—¿Qué...?
—Oye, mira...
Los dos se detienen y Michael se encoge de hombros un poco.
—Dí.
—Sí, gracias. —Pucey se moja los labios y niega levemente la cabeza—. ¿Podemos sentarnos?
Señala con la botella hacia atrás, a una de las pocas mesas libres.
—Estoy bien aquí —responde sin pensarlo. Todavía puede ver los movimientos del resto del bar desde allí.
—Eh... ¿vale? —Pucey gira la cabeza hacia atrás, hacia Penelope. Penelope que ya no les está mirando y está hablando con la camarera—. Clearwater es de la opinión... Oye, mira, sobre el otro día...
Michael arquea las cejas, expectante.
—Sí, podrías hacerlo más fácil, ¿vale?
—¿Más fácil? —repite Michael sin entender.
—¡Estoy intentando disculparme! —Pucey levanta las manos en un gesto nervioso—. Merlín, Michael, no eres nada fácil.
Michael parpadea. En realidad, Pucey es la persona con la que peor se lleva de todo el grupo. O, mejor dicho, con la que no se lleva para nada. Le resulta desagradable y el hecho de que baila sobre su cabeza que fue de Slytherin no ayuda. Sabe que es una chorrada, un estereotipo. Sabe que puede ser mortalmente peligroso. Así que no ha intentado arreglarlo. ¿Para qué?
—Vale. Mira, —vuelve a intentarlo—, me pasé en lo del metro. Me pasé un huevo y yo no quería hacer... —Aprieta los labios.
Oh. Ya sabe por qué está ahí. De pronto, ya no quiere estar allí de pie. Ni esperar a que el local se vacíe un poco. No quiere tener esta conversación. De verdad que no. En realidad, no ha pensado en todo aquello hasta aquel preciso momento. No recuerda qué dijo o qué hizo. O qué pasó con Pucey. No tiene claro querer saberlo.
—Mira, olvídalo —dice, dando un paso a un lado.
—No, es serio. —Pucey alarga la mano y le agarra el brazo para detenerlo. Michael baja la mirada hasta ella y Pucey lo suelta como si fuera fuego—. Perdona, sí. No, se me olvida. No paro de meter la pata, ¿eh?
Se rasca la cabeza.
»Solo quería decirte que no sabía que... Que yo nunca. Qué aluciné, si eso te vale como excusa. Que no me dí cuenta de que te había afectado tanto y que...
—No. De verdad, está bien.
—No, no lo está.
Pucey levanta la mirada. Tiene una expresión arrepentida, como si hubiera hecho algo imperdonable. Michael sonríe incómodo. No es un gesto que haga mucho en los últimos tiempos y tiene la impresión de que es más una mueca que otra cosa.
—De verdad, está bien. Lo entiendo. Yo no... —No recuerda mucho de lo que pasó. Recuerda, sobre todo, la expresión de Penelope y el cosquilleo agradable de las llamas de la Red Flu.
—Cuando dijiste que no te hiciera daño, de verdad, yo...
—Para —le pide sintiendo como un escalofrío le recorre la columna vertebral. Las palabras resuenen en su cabeza como un eco extraño. Sabe que las ha pronunciado. No quiere revivir en qué situaciones lo hizo.
—No, necesito decirlo.
Michael cierra los ojos un momento. No quiere recordar. Vuelve a notar la sensación familiar de la garganta cerrándose y su corazón saltando dentro de su pecho.
—No quiero que te lleves una falsa impresión. Yo jamás haría daño a una persona, no a propósito. ¿Vale?
—Vale —responde inmediatamente, asintiendo y sin abrir los ojos.
Pucey no se mueve. Puede sentirlo, pero tampoco dice nada por un largo tiempo. Y, cuando lo hace, vuelve a ser acompañado de su mano sobre su brazo.
—Oye, ¿te encuentras bien? —pregunta. Odia que haga eso. Le aparta la mano de un manotazao y pone distancia entre medias usando sus manos como escudo.
—Sí, perfectamente. Solo… necesito un poco de aire, ¿vale? —Tiene el ceño fruncido y los labios entreabiertos, así que añade para que se olvide del tema—: no hay nada que perdonar.
Se da la vuelta, deja su jarra de cerveza en la primera mesa que encuentra y sale. Cuando, fuera, el frío de febrero le golpea la cara se da cuenta de que se ha dejado el abrigo dentro. El corazón todavía le late y la simple idea de volver a entrar le provoca vértigo.
En su lugar, se desaparece.
El lunes siguiente le cuesta levantarse. Salta la radio y se queda en la cama, con la mirada clavada en el techo. Ha pasado mala noche, una de las peores. Tiene la sensación de que no ha dormido nada. Las manos le pican y tiene que darse dos duchas antes de soportar la idea de bajar a desayunar.
Llega tarde.
Si fuera martes se preocuparía, pero es lunes y Goddard no está rondando la oficina. Así que cuelga su abrigo —el marrón, que casi nunca se pone— al entrar y saluda a Penelope con un gesto de mano. Tanto Hilaria como Skylar están desaparecidos y, en realidad, no le da mayor importancia.
—Llegas tarde —dice Penelope. Se ha levantado y le ha seguido hasta allí. Tiene una novela abierta en la mano. «Los pasadizos bajo el castillo», la copia de Michael se encuentra aún sobre la mesa.
—Me he quedado dormido —miente sin mirarla. En realidad, cuando terminó de desayunar era demasiado tarde como para no encontrarse a todo el mundo y decidió que lo más sensato era esperar.
—Ya.
—Ya. —Sobre su mesa hay, como diariamente, un paquete con revistas y periódicos que se espera que conozca. En su lugar, golpea con los nudillos la mesa y mira a Penelope.
Ella apenas se mueve del sitio. Tiene apoyado el hombro contra el canto de la pared falsa y está haciendo como que está leyendo.
—¿Qué quieres?
Probablemente suena mucho menos amistoso de lo que pretendía. Penelope aprieta los labios lentamente, antes de dejar que vuelvan a su posición original. El gesto podría haber pasado por sexy, de haber sido bajo otras circunstancias. Su ceño está fruncido y parece que está a punto de decir algo que no le apetece en absoluto.
—Mira —empieza cerrando el libro y dejándolo sobre la mesa—. Yo...
Se detiene y mete la mano en uno de los bolsillos de la chaqueta que lleva. Es una cosa cuadrada y pequeña, un espejo de bolsillo. Lo mira un momento, como si hubiera algo oculto allí.
Y aunque es bonito, de plata y con relieves flores, no parece que sea nada del otro mundo.
—Quiero que tengas esto —dice tendiéndolo.
—¿Qué?
—Cógelo.
Michael obedece. Aunque lo hace más para librarse de la presión de hacerlo que porque le apetezca.
—¿Por qué me estás dando un espejo?
—Adrian me dijo que te marchaste el sábado. Que estabas... —Se encoge de hombros—. No lo sé.
—No quiero hablar de Pucey.
—Ya lo sé.
—Bueno, pues gracias —murmura abriendo uno de los cajones de su escritorio y guardándolo.
—Hubo un tiempo en el que creí que iba a volverme loca —borbota, sentándose en el escritorio.
—¿Qué?
—Yo...
Apoya la mano sobre la superficie de la mesa y vuelve a mojarse los labios.
—¿Te acuerdas de que en el noventa y dos, en el colegio, el monstruo de Slytherin fue liberado? —No le está mirando y es raro.
Penelope es de ese tipo de personas que siempre te están tocando, sonriendo y mirando a los ojos de manera tan intensa que daña.
—Sí, me acuerdo —murmura. Y tiene la boca seca cuando lo dice.
—Yo... no creo que lo olvide nunca, ¿sabes? No me lo pude quitar de la cabeza durante años.
Coloca sus manos en su regazo, tiene los ojos clavados en algún punto perdido.
—Hay días en los que todavía no puedo. Sueño con la mirada. Hay días que siento que no puedo moverme y es, te lo juro, es lo más aterrador que he vivido en mi vida.
Michael vuelve a abrir el cajón. El diminuto espejo sigue allí, esperando. No sabe si debe decir algo, si Penelope espera que diga algo. Así que, simplemente, lo coge.
—¿Sabes que entré en el programa de sanadores en San Mungo?
—No, no lo sabía.
—Lo hice. Iba bastante bien, me gustaba. Pero entonces... Entró un hombre con una mordedura de una serpiente y yo... Yo no. —Cierra los ojos y toma aire—. Salí corriendo. Llevo cuatro años sin pisar San Mungo.
—¿Por qué me cuentas eso? —le pregunta. Necesita decir algo, apartarla de por dónde está yendo. Penelope suspira.
—No sé. Saber que tenía el espejo siempre me ayudó, ¿sabes? Como si tuviera el control de la situación.
»Con él no me podía dañar.
—Lo siento. —Intenta devolvérselo, pero ella no lo acepta.
—No es culpa tuya. Quédatelo —añade levantándose—. Y si alguna vez quieres hablar de por qué te marchaste el otro día o lo del metro, estoy por allí.
Le palmea el hombro y esboza una sonrisa fácil. Coge el libro y le mira una última vez antes de darse la vuelta.
Michael levanta el espejo. Aunque es algo antiguo, se nota que Penelope lo ha cuidado. Está bruñido y las bisagras funcionan perfectamente. La superficie está un poco arañada por el paso del tiempo.
Michael no suele mirarse demasiado. Antes sí, antes de séptimo año. Antes de la guerra. Le gustaba su aspecto, siempre se había considerado un chico guapo. Hace tiempo que no lo ve en su reflejo, que no se ve. Sigue siendo la misma nariz recta, el mismo cabello largo y oscuro —recogido en una coleta baja, formal. Pero los ojos, los ojos que tanto se parecen a los suyos, son tan distintos. Y las ojeras que no se van. Y el cansancio de la vida, de seguir hacia delante.
Lo vuelve a meter en el cajón y lo cierra.
Es un día de mierda.
Es un día de mierda.
Y lo sigue siendo cuando Hilaria y Skylar vuelven y les cuentan a Penelope y a él sus respectivas misiones. Y lo sigue siendo mientras Penelope ríe y le mira, como esperando una respuesta. Y él, simplemente, no puede salir de allí. Solo puede quedarse allí, escuchando. Escuchándolos.
Cierra los ojos, alejándose de los problemas.
—¿A dónde vas? —le pregunta Penelope.
—Necesito... eh... —Señala la puerta y se marcha sin hacer caso a las miradas de sus compañeros. Cree oír a Skylar decir que «es un chico raro». Cierra la puerta de la oficina tras de sí y se apoya en ella. El pasillo está en silencio y la salida está a dos pasos.
Son las doce y la gente todavía no está marchándose a comer. Puede llegar al Atrio sin tener que cruzarse con prácticamente nadie.
La puerta de los desmemorizadores está en el camino. En realidad la culpa es de Pucey, lo sabe. No solo por haberle molestado, sino que también por haber ido con el cuento a Penelope. Con Penelope, con la que tan bien se lleva. A la que pasa el brazo por los hombros. No entiende por qué se está metiendo en su vida, no tiene ningún derecho. No, no y no.
La placa del departamento brilla frente a sus ojos y Michael alarga la mano. A nadie le va a extrañar que entre, a fin de cuentas trabaja en el mismo departamento. Y está furioso. Está seguro de que gritar a Pucey le va ayudar a desfogarse. Necesita hacerlo.
No es capaz de abrir la puerta. Cierra los ojos y traga saliva. Está harto, muy harto. Y tan cansado. Cuando está en casa, las cosas son más fáciles. Casi todos los días son malos, es cierto. Pero, al menos, no tiene que enfrentarse a estas cosas. Ni tiene el espejo de Penelope en el cajón de su mesa.
Y es estúpido que piense que un simple espejo es capaz de protegerla. Y es estúpido notar la picazón, cuando sigue estando guardado en la oficina y él está en el pasillo.
—¿Michael? —pregunta Pucey a su espalda. Por supuesto.
—Ey, Michael —le saluda Bella.
—Te marchaste muy pronto el sábado, ¿no? —Y Baxter. Claro, la cuadrilla. Gira la cabeza y les sonríe. Es un gesto difícil, que le quema las comisuras de la boca. Quiere gritar. Quiere tirarle la varita a Pucey a la cabeza y sacarle un ojo.
No quiere montar un escándalo, así que aprieta los puños y da un paso atrás para dejarles pasar.
—Sí, ya.
Baxter arruga un poco el ceño y suelta un bufido bajo.
—Vale. Muy bien.
—¿Querías algo, Michael? —le pregunta Bella.
—Yo…
—Se dejó el abrigo en el bar y ha venido a por él —le interrumpe Pucey—. Ahora te lo traigo, descuida.
Baxter se encoge de hombros y, con la mano en la cintura de Bella, la empuja ligeramente para que entre primero. Pucey le mira una última vez antes de seguirlos.
Cuando vuelve a salir, lo hace con su capa bajo el brazo. Michael se ha planteado darse la vuelta y largarse de allí como alma que lleva el diablo. Es tan estúpido que no se haya visto capaz de moverse.
—Ven —dice y, sin esperar a que le siga, comienza a caminar hacia el Atrio. Michael se queda un instante clavado en el sitio, mirando como se aleja. Pero cuando Pucey gira la cabeza para comprobar si le está siguiendo, funciona como un resorte.
El ascensor les deja en la cafetería del Ministerio y Pucey lo guía hasta una mesa un tanto apartada, desde donde se puede observar al joven camarero moverse entre las mesas. Y la entrada, espaldas a la cual Pucey se sienta.
Michael lo sigue, porque ya que ha llegado hasta allí no tiene ningún sentido darse la vuelta.
—¿Qué quieres? —le pregunta. No quiere andarse por las ramas.
—Uhm, pues me acabo de tomar un té. Pero supongo que otro no estaría de más... —responde él despreocupadamente, dejando la capa de Michael sobre el respaldo de su silla—. ¿Y tú?
—¿Qué?
—¿Qué quieres tomar?
—¡No! —Michael niega con la cabeza, como si no le entrara—. Tú me has traído hasta aquí. ¿Qué quieres? De mí.
Pucey le mira un momento.
—No lo sé.
—Bien. Genial.
Pucey apoya uno de sus codos sobre la mesa, en un gesto claramente grosero, y apoya la barbilla sobre su mano.
—Me preocupo por ti, como todos. Y lo del sábado fue un poco raro.
—Y corriste a contárselo a Penelope.
—Le gritaste a un señor porque se puso en medio. No me hizo falta contárselo, solo necesitó girarse para ver qué pasaba.
Michael parpadea. No recuerda haberlo hecho. Mira a la salida un instante, antes de volver a posar la mirada en Pucey.
—Y haces eso.
—¿El qué?
Pucey levanta las cejas.
—La cosa con las salidas.
Es el espejo. Otra vez. Con otras formas. No, no, no.
—¿La cosa de las salidas?
—Sí. La cosa de las salidas.
Michael coloca las manos sobre la mesa, intentando tranquilizarse. No quiere ponerse a gritar. Es consciente de la pareja que está sentada dos mesas más allá.
—Mira, la cosa de las salidas no es asunto tuyo —dice lentamente, prácticamente escupiendo cada palabra.
—Ya lo sé. Pero... —Se tapa la cara con la mano y para de hablar, como si estuviera ordenando sus ideas. A Michael no le sirve igual, encuentra el silencio irritante—. Pero me preocupo.
—Te preocupas —repite—. No tienes que preocuparte, de verdad, Pucey.
—¡Claro que me preocupo! Eres un colega.
—¿Qué? —Es la afirmación más absurda que ha escuchado en todo el día. De verdad que ha tenido suficiente—. Lamento tener que bajarte de tu mundo de fantasía, Pucey, pero no somos colegas. Hasta el sábado, me tratabas como si no existiera.
»¿Y sabes qué? ¡Por mí perfecto! —Se detiene un momento para tomar aire. Las manos le tiemblan y las ha apretado y le está costando horrores mantener su voz bajo control. No quiere perder los papeles, no allí donde cualquiera puede verle—. Porque, Pucey, eres la persona más... más... No me gustas, nada. Eres exasperante. Eres egocéntrico. Te crees muy importante solo porque puedes volar sobre tu escoba y meter un par de goles.
»Solo… dame la capa y déjalo, Pucey —añade en un hilillo de voz.
Pucey tarda un instante en empezar a moverse. Levanta la capa y Michael se la arrebata de las manos.
No se detiene hasta que vuelve a la oficina del comité. Penelope vuelve a estar en su sitio, con el libro abierto sobre el regazo y las piernas extendidas sobre la mesa. Michael está a punto de pasar de largo. En su lugar, entra.
—No tienes ningún derecho a hablar sobre mí. —Penelope parpadea y levanta la cabeza—. No tienes ni puta idea de nada. De lo que he pasado. Así que haz el favor de meterte en tus jodidos asuntos y dejarme en paz.
—Michael.
—Déjame en paz.
No, necesita salir de allí. Se da la vuelta. Penelope se levanta y sale detrás de él.
—Michael, espera.
—Que me dejes en paz.
Llama al ascensor. Nota la presencia de Penelope a su espalda. Vuelve a presionar el botón, nervioso.
—Michael, no seas así.
—¿Que no sea cómo?
Penelope suspira y alarga la mano, pero no llega a tocarle. En su lugar, vuelve a cruzarse de brazos.
—Es evidente que no estás bien y que necesitas ayuda.
Es como un bofetón. Toma aire y levanta la barbilla.
—No es verdad.
—Adrian y yo...
El sonido que avisa de que el ascensor ha llegado hace que Michael se vuelva a girar. Pucey vuelve a estar allí, claro. Parpadea al verlos y frunce el ceño.
—Adrian y tú os podéis ir a la mierda —dice. Pucey sale del ascensor y parece que está a punto de decir algo, pero Penelope le agarra el brazo—. Es más, también podéis iros a buscar una vida y dejar de meteros en la de los demás. No sé, si tan aburridos estáis, incluso podéis iros a follar o algo.
Deja que las puertas vuelvan a cerrarse antes de pulsar el botón del Atrio.
El martes manda una lechuza a Goddard diciéndole que se encuentra enfermo y que no va a poder ir a trabajar. Goddard no responde y Michael decide tomárselo como que está de acuerdo. No vuelve el miércoles. Ni el jueves.
El problema de que sea jueves, sin embargo, es que los jueves van al bar. Y estar en casa es algo aburrido. El miércoles se termina el último libro de Mathilda Fay. El jueves por la mañana su habitación está ordenada por primera vez en tres años. Se ha deshecho de todas las cosas que no necesita. De las cartas viejas, de los pequeños recuerdos del colegio abandonados en el fondo de su baúl.
Del propio baúl.
Pero sabe que ellos están en la Huella del Trol. Sabe que Carmen estará protestando de lo soso que le ha parecido el chico y que Penelope se reirá de ella, pero no se atreverá a contradecirla. Y si ha ido Kemp, Pucey se empeñará en mover el billar para jugar. Y si no ha ido, estarán reunidos alrededor de la máquina de dardos y la mitad de las veces, estos acabarán en el suelo. Y beberán cerveza que sabe a pis y comerán lo que sea que el viejo Bullock ha decidido sacarles.
No para de mirar el reloj cada pocos minutos. El paso de las seis a las siete es una de las horas más largas que recuerda. A las siete y cuarto está vestido y frente a la puerta, con la varita en la mano.
Se aparece en uno de los callejones colindantes, en el que Bullock tiene los cubos de basura. Los muggles pasan en la calle, justo frente a él, como si nada hubiera pasado. Michael sale de allí con paso rápido.
Por fuera, es tan deprimente como por dentro. Tiene un cartel colgante con forma de silueta de trol que está agrietado y envejecido. Las ventanas tienen una capa de mugre que te obligan a acercarte si quieres mirar el interior.
Kemp no está, pero Baxter sí. Está sentado en el billar —tapado con el hule protector— con Bella a su lado y hablan con las cabezas muy juntas. Carmen, MacAbuelo y Pucey están jugando a los dardos.
No hay ni rastro de Penelope.
No puede entrar. No así como así. En su lugar se queda allí, viendo a Carmen colocarse en una de las marcas del suelo y separar las piernas. Levantar el brazo y apuntar. Deja escapar el dardo, que rebota contra una de las paredes.
Pucey se ríe, con la jarra de cerveza prácticamente entre los labios. La deja a un lado, antes de volverse hacia ella y guiarla con sus manos en una posición para que vuelva a tirar.
Carmen gira un poco la cabeza y a Michael no le cuesta imaginársela con los ojos entrecerrados, como cada vez que se concentra, y mordiéndose el labio.
Al menos, la segunda vez da dentro de la diana. Y Pucey debe de pensar igual porque le palmea la espalda. Ella se ríe y le da un codazo en las costillas.
Él se gira dramáticamente, sobándose el pecho como si estuviera herido. El momento se detiene cuando levanta la mirada. El rictus divertido se desliza de sus labios y se incorpora rápidamente, pasándose una mano por el pelo. Mira a ambos lados.
Le ha visto.
Michael se da la vuelta. Aún puede largarse. No sabe qué ha ido a hacer allí. No sabe por qué se ha quedado fuera, con el frío propio de inicios de marzo, en lugar de entrar.
No quiere hablar con Pucey.
En la peor de sus fantasías, es Penelope la que lo gestiona.
—Ey. —La puerta se abre antes de que tome una decisión y Michael deja escapar un suspiro lleno de cansancio antes de girarse hacia él.
—Hola, Pucey.
—Ey —repite—. ¿Qué...? ¿Qué hac...? ¿Cuánto llevas fuera?
Michael se encoge de hombros.
—El turno de Carmen, no mucho más —responde—. Escucha, ¿dónde está Penelope?
—Trabajando. Hubo un pequeño alboroto en un centro comercial y, bueno, ya sabes.
Patea el suelo. No tiene muy claro qué debería decirle. Pucey tampoco parece saberlo, porque se abraza a sí mismo. Lleva un jersey fino color beige, demasiado poco para el tiempo que hace.
—Mira, siento haber... —dice Pucey—. Siento si volví a sobrepasar una raya. Yo, sé que no te conozco. Pero en los últimos dos meses, no sé, te he cogido cariño. Todos te lo hemos cogido —añade señalando con la cabeza hacia atrás.
—Yo siento —dice, porque parece que es lo que toca— todo aquello de que te odiaba.
—No dijiste nada de odiarme.
Michael resopla intentando contener una risa floja. Pucey está intentando mantenerse serio, con sus labios apretados y sus brazos cruzados. Pero acaba riendo también. Quedo, moviendo los hombros y bajando un poco la cabeza.
—Bueno, si eso era una disculpa, es la disculpa más mierda que he visto en mi vida.
—Bueno, disculpa si no soy el experto en meter la pata.
Pucey niega con la cabeza, sin eliminar la sonrisa de sus labios.
—¿Lo dices en serio? Lo de… —hace un gesto vago con la mano— odiar.
—Yo... No. No lo sé. Es que eres insufrible.
—¿Qué?
La sonrisa, esta vez, sí se desliza por su rostro mudando en un gesto más serio. Michael hace una mueca, intentando ordenar sus pensamientos.
—Insufrible. Es como si todo lo que hicieras te saliera bien. Todo te sale bien.
—Vaya.
—Es como si no tuvieras que esforzarte en nada —insiste, intentando hacer que se dé cuenta de su perspectiva.
—Merlín, lo dices en serio. Lo estás diciendo en serio. —Bufa y se lleva una mano a la cara—. No tienes ni idea.
—Tienes un buen trabajo.
—Sí, que me cambia los ritmos de vida cada vez que me toca el turno de noche.
—Aun así.
—Intenté entrar en varios equipos de Quidditch profesionales y me rechazaron.
—¡Y aun así tienes un equipo de Quidditch! —Dos chicas que caminan a su lado pegan un salto cuando Michael alza la voz. Pucey les sonríe un poco y les hace un gesto con la mano que pretende ser tranquilizador. Tardan un instante en seguir con su camino y, cuando lo hacen, Pucey da un par de pasos hacia Michael.
—¿Quieres no gritar? —le pide bajando la voz—. Nos vas a meter en un lío.
—¿Ves?
No sabe por qué le molesta tanto. Pero ahora que ha abierto la puerta, no piensa cerrarla.
—¿Qué veo?
—¡De lo que vas! —sisea—. Con tu trabajo, con tu moralidad. Diciéndome lo que tengo que hacer. Hablando de mí a mis espaldas.
»Como si tú fueras mucho mejor.
—Yo no…
—Porque para ti todo es más fácil. Todo te sale bien. Como si no tuvieras ningún problema.
—¿No me digas? —Vuelve a cruzar los brazos. No hace falta ser un experto para saber que Pucey está perdiendo los nervios. La gente que camina por la calle se les queda mirando con curiosidad, pero no se detienen. No ha ido hasta allí para eso, para discutir.
Todavía puede controlarlo.
—Sí. ¡Sí! Sí te digo. Déjame en paz. Deja de meterte en mi vida...
—Mira, yo paso. —Pucey se gira, dispuesto a volver a entrar en el bar. Pero Michael no pasa. Así que termina la frase, que cae como un peso muerto entre los dos.
—… y si tan desesperado estás por bajarle las bragas a Penelope, es mucho más fácil cuando no estás hablando de otra persona.
Quizá hubiera sido cómico en otro momento. Si Michael no hubiera estado tan cerca de perder absolutamente todos los papeles. O si Pucey no hubiera girado la cara, con aquella expresión blanca. Le mira a los ojos, solo un instante, pero es suficiente como para enfriar sus ánimos. Se moja los labios con la intención de disculparse, Pucey no espera. Empuja la puerta y vuelve a entrar en la Huella del Trol.
—Mierda, no… —murmura siguiéndolo dentro del local.
Tanto el señor Bullock como el resto del grupo se giran para mirarlos. Pucey da un par de pasos para coger su abrigo del respaldo de una silla.
—¿Qué…? —pregunta Carmen.
—Nos vemos mañana —se despide sin detenerse, pasando de largo y volviendo a salir. La puerta rebota tras de él y Michael se queda de pie allí, incómodo.
El señor Bullock cierra el periódico y se levanta empujando el taburete.
—Qué idiota es. —Carmen vuelve a girarse hacia la diana y MacAbuelo levanta el brazo y apunta—. ¿Ya estás mejor?
—¿Perdón? —pregunta. El único ruido del local es el sonido de Bullock tirando una caña.
—Nos dijo Penelope que estabas enfermo.
—Eh... sí, me encuentro mejor. Gracias. Gracias, Bullock.
—¿Qué bicho le habrá picado? Bullock, ponme otra, anda —pide Bella levantándose del billar y dejando su jarra.
—Ya sabes cómo es —aporta Baxter.
—Nada de malmeter de mis clientes —gruñe el camarero dejando una segunda jarra—. Toma, bonita.
—Muchas gracias. —Bella se sienta en el taburete y lo gira para encararse hacia Michael—. ¿Qué ha pasado?
Michael no sabe qué responder. No entiende por qué Pucey ha reaccionado como lo ha hecho. Quizá esté enamorado de ella. Quizá le rechazó. Quizá es un secreto y lo ha adivinado. No le cuesta imaginárselo llamando a la puerta de Penelope y besándola. Pucey tiene las manos grandes, lo suficiente que para ocupar gran parte de su rostro con las manos al atraerla hacia él. Suspira, incómodo.
—Nada —responde, pero no debe de sonar muy convincente porque Baxter bufa.
—Ya, claro.
—¿Te sientas y te contamos qué tal nuestra semana? —Bella palmea un taburete que está junto a ella. Michael duda durante un instante antes de encogerse de hombros y romper la distancia entre ellos.
—¿Qué tal vuestra semana? —pregunta apoyando los codos sobre la barra.
—Así me gusta, buen chico. —Baxter se sienta al otro lado de Bella y ella le echa una mirada rápida antes de volver el rostro hacia Michael—. La más aburrida del año con diferencia. ¡Para algo de acción ocurre en el turno de tarde! ¿Tú te crees?
Toma un trago de cerveza. Tras de él, oye que MacAbuelo y Carmen retoman su partida de dardos.
—En fin. Oye, ¿cuándo es tu cumpleaños?
—¿Qué? —Frunce el ceño, incómodo por la mirada penetrante de Bella. Baxter, al otro lado, apoya energéticamente su jarra contra la barra.
—Es que Penelope y Pucey han estado tan secretivos estos días que he pensado, oye, quizá es el cumpleaños de Michael y nosotros no nos hemos enterado.
—Yo no lo celebro.
—Sigue siendo raro —opina Carmen detrás de ellos. No se ha dado cuenta de que está tras de ellos hasta que el olor dulzón de su perfume les embarga. Entrecierra los ojos, incómodo—. Pucey no es así. Quizá debería ir a ver si está bien.
—Nada de malmeter —advierte Bullock, que ha vuelto a abrir el periódico y tiene su nariz bulbosa metido en él.
—¡No he dicho nada! —protesta Baxter.
—Toma, juega tú por él —le pide MacAbuelo pasándole los dardos y quitándole el sitio cuando se levanta.
—¿Ha pasado algo? —insiste Bella.
Michael pasa el dedo por la superficie cristalina y fría de la jarra, haciendo un dibujo con las gotitas de agua condensadas.
—Creo que me he metido en su relación con Penelope —decide decir al fin, girando la cabeza hacia ella.
La reacción no es la que se espera. Bella frunce el ceño y le mira fijamente. Baxter suelta una risita floja. Bullock no levanta la cabeza de su periódico.
—¿Su relación con Penelope? —repite Carmen—. No entiendo.
Michael se encoge de hombros, incómodo. Ojalá se hubiese quedado fuera. Se hubiese dado la vuelta y marchado de allí. Ojalá.
Lo que le gusta de ellos es que él no importa. No es el epicentro del grupo. No importa si está callado toda la tarde o si le apetece jugar a los dardos. Nadie le va a molestar o a mirar fijamente, como si esperaran tanto de él.
—Cariño, ¿cómo? —pregunta Bella, colocando su mano sobre el brazo de Michael. Michael aprieta el puño y ahoga las ganas de apartársela de un manotazo.
—¿Penelope y él están enfadados? —Carmen coge los dardos que le ofrece Baxter, pero no se levanta a tirarlos—. ¿Qué ha pasado?
—No sé si están enfadados.
—¿Se ha ido a hablar con ella?
—No lo sé —insiste. Le están rodeando. Lo están vigilando. Nota como la respiración se le acelera. No tiene ni idea de lo que ha pasado. No tiene ganas de explicarlo. No quiere la mano de Bella sobre su brazo y no quiere…
—¿Pero te dijo algo? —interviene MacAbuelo por primera vez.
—Mira, no lo sé. De verdad, no lo sé. —Aparta el brazo para librarse del agarre de Bella y se baja del taburete. Ella parpadea, sorprendida—. Yo… yo también me voy a marchar.
—Michael, no seas así. Solo estamos preocupados —insiste Carmen poniéndose en medio.
—¡Solo le insinué que está obsesionado conmigo! ¡Y alucinó! —prácticamente lo chilla. Carmen parpadea tontamente y baja los brazos. Nadie dice nada y Michael se obliga a tranquilizarse—. ¿Vale? —pregunta bajando un poco más la voz—. No sé por qué. Simplemente reaccionó como…
—Es porque es marica.
—¡Bullock! —protesta Bella alzando el tono.
—¿Qué? Es marica —insiste el hombre dando una pequeña sacudida al aire con el periódico—. ¿Es mentira?
Michael traga saliva y busca en los rostros de sus amigos algo. Lo que sea, además de aquella expresión incómoda que se repite en todos y cada uno de ellos.
Entonces estalla la bomba.
—¿Entonces Pucey tiene un cuelgue con Michael? —pregunta Baxter.
—¿Y eso qué tiene que ver Penelope?
—¿Tienes algo con Penelope, Michael?
—Estás pálido… ¿te encuentras bien?
—Pero, tú lo sabías. ¿No? Oh, mierda, dime que lo sabías. ¡Bullock!
Michael boquea.
—Tengo que macharme —dice. Y saca la varita y se desaparece allí mismo.
continuará.