Capítulo 8: La Reina Incandescente
«Mi sangre, ante mí, me ruega abrir mi corazón de nuevo.
Y lo siento venir, otra vez, como una tormenta.
Estoy demasiado conectado a ti como para escabullirme o desaparecer.
Días después, aún te siento, tocándome, cambiándome y, considerablemente, matándome».
Del 29 de julio al 03 de agosto
―Dos tabletas, solo dos… ―la «o» de dos pareció alargarse tanto.
―Mamá, dos tabletas es mucho.
―Es lo justo.
Mikasa Ackerman se removió en la cama, como si buscase hundirse más contra esta en la necesidad de escapar de la realidad. Estaba teniendo un sueño agradable, veía a su madre, sin embargo, no eran recuerdos que quisiera tener de momento. Mucho menos en aquel entonces. Sabía que el mundo del aquí y ahora era mucho más distinto del onírico, y todo eso era voluble. En ocasiones, sus sueños solían ser más crueles que la misma realidad, principalmente, cuando la atosigaban con cosas que ella daba por superadas. Su madre era un tema que trataba paso a paso, dándose el espacio y los tiempos necesarios; soñar con ella era dulce y despiadado a la vez, sobre todo porque, cada vez que soñaba con ella, luego venía la parte infaltable, aquella que le destruía la estabilidad, que la arrastraba al pasado con garras firmes. Veía fuego, tan solo fuego, fuego con un aroma tóxico y picante, uno que le provocaba agudas náuseas. Y veía una niña, una niña de doce años con una cerrilla en la mano y, en la otra, con un bidón de gasolina…
Todas aquellas vivencias cubiertas tras el polvo, la habían erigido como una persona fría y calculadora. Nunca, nada, en toda su vida le había ocasionado tanto malestar como todo eso, puesto que todo lo demás era solucionable, conseguía revertir las complicaciones con sus propios medios. Incluso, los conflictos con su actual tutor del que no sabía hacía bastante tiempo ya; o cada riña que se ganaba en las visitas al mundo oscuro que frecuentaba; ni siquiera las drogas habían sido un inconveniente, algo en su cerebro andaba mal, porque podía dejarlas o tomarlas, según surgiese la necesidad, y llevaba tiempo ―desde la investigación de Helen― que no había probado nada y no se veía afectada por ello.
Únicamente, el pasado le rasgaba las entrañas. Y, asimismo, con un cariz casi familiar, Levi Ackerman.
Mikasa se removió en su lugar. No sabía qué sentía exactamente, por lo tanto, tampoco sabía cómo sobrellevarlo. Algo en lo más recóndito de su magín le recriminaba no haber escuchado a Levi, porque, cuando rememoraba entresueños la tarde anterior, le quedaba la sensación de que él, en ningún momento, había sido descortés. Incluso… ¿la apoyaba?
Intentaba recordar sus palabras y no podía. Como si se las hubiesen borrado de la memoria.
De un momento a otro, la luz se volvió hostigosa, y sus intentos por ocultarse entre las sábanas dejaron de dar resultados. Abrió los ojos con bastante dificultad, un peso los llevaba de vuelta a cerrarse. Así que lo intentó lentamente, despegando del agotador mundo de los sueños para aterrizar en el aún más agotador mundo real.
Cuando se encontró lúcida, con los ojos abiertos de par en par, notó que la habitación en la que se encontraba no era la suya, pero era familiar. Estaba en casa de Sasha Braus. Dio un suspiro de alivio por ello; Sasha la hacía sentir bien. No precisamente cómoda, sobre todo cuando soltaba sendas estupideces al aire, pero sí en calma. Solía pensar que Sasha tenía un aura sedosa, liviana. Incluso, a veces, le provocaba sueño, tanto, que Sasha protestaba tras creer que Mikasa se aburría con ella.
Encontró a Sasha allí, recostada a su lado, quien luego la abrazó, aplastándola. Mikasa no tenía ánimos para luchar, para retorcerse como gusano en sal y alejarla. Nunca había terminado de acostumbrarse a las muestras de afecto, excepto cuando lo ameritaba. Actuar melosamente sin ningún motivo no se encontraba en su manual de interacción.
―Ya basta ―rezongó―. Quítate.
―¿Qué quieres desayunar?
La noche anterior había sido fatídica. Justo tras separarse de Levi, tomó rumbo por la carretera sin destino, condujo por diversas zonas, dándole rienda a la velocidad y la locura. Cuando se dio cuenta de que nada de eso tenía sentido, bajó el ritmo y comenzó a respirar. Tenía que calmarse, recuperar la estabilidad que perdía cuando alguien se escabullía más de lo permitido en su pasado. Nada la ofendía más que sus propios errores ―por acertados que hubiesen sido en su momento―, ni siquiera la irritaban los insultos, ni los malos comentarios. Pero el pasado era un caso particular, porque el pasado dolía, y Mikasa podía controlar todos los dolores del mundo, menos los emocionales.
Por eso había ido en busca de sus amigos, había sido una medida desesperada, ya que nunca los buscaba por necesidad. Usualmente, precisaba de su compañía cuando el aburrimiento era frecuente o cuando quería perderse un momento en los antros que más le gustaban. Si no se antojaba de ir sola, se acompañaba de ellos. Sin embargo, aquella noche los había necesitado como nunca, que Sasha dijese algo estúpido, que Jean intentase ligar con ella, que Connie se riese durante horas de chistes sin sentido, que Armin le contase algo curioso, incluso, que Eren, su tan preciado amigo Raven, le contase sobre alguna novedad en cuanto a los favores que le tenía encargados. Todo era mejor que tener impresa en la mente la mirada abatida de Levi.
Habían salido a recorrer las calles nocturnas, luego a un bar a beber vodka como si fuese agua, a oír música estridente, algunos aprovecharon la ocasión para intoxicarse con algún estupefaciente, a reventarse como hacían siempre que estaban todos juntos. Y, en ocasiones, decían cosas coherentes respecto a la banda y los próximos ensayos.
No obstante, Mikasa no estaba ahí. En realidad, no estaba ahí ni en ninguna otra parte. Parecía que la joven se había evaporado en el aire al igual que sus energías, y no tenía intenciones de reunir sus átomos para hacerse presente. La vida trascurría vertiginosa a su alrededor, y ella no conseguía afirmarse de nada. ¿Cómo había sucedido? Esa iba a ser la mejor noche de su vida, iba a tener al maldito Levi Ackerman de mierda en una bandeja de plata (no quería aderezos, él ya lo tenía todo). Y luego se hallaba sentada, en un antro, rodeada de sus amigos que buscaban subirle al ánimo sin saber por qué realmente.
Su mente se sumergía infatigablemente en lo que recordaba de la tarde anterior. ¿Qué le había dicho Levi? La adrenalina la había cegado, la ira la cerró ante todas las posibilidades de recibir información, por lo tanto, no hallaba la respuesta. Y sentía que era tan importante, puesto que de eso dependía su próximo paso. Mas estaba segura de que no había sido algo que lamentar… Él dijo: «No me importa». Eso sí lo recordaba, pero, ¿por qué había respondido eso? ¿Qué era aquello que no le importaba…?
Volvió al presente cuando Sasha la sacó a rastras de la cama para llevarla al comedor. En el trayecto, Mikasa reparó en un reloj de pared que marcaba el mediodía. Se zafó de Sasha para andar por sí misma.
―No es un poco tarde para desayunar― tomó asiento en una silla frente a la mesa del comedor.
―Nunca es tarde para comer ―expresó Sasha.
Mikasa la observó detenidamente. Llevaba puestos unos shorts que exhibían bastante y una sudadera enorme que, seguramente, debía ser de Connie. Ambos eran como hermanos.
―Un brunch, en ese caso ―bostezó, intentando vislumbrar algo por el ventanal de la cocina. Afuera estaba nublado y, al parecer, corría una brisa extraña, de esas que anunciaban lluvia.
―¿Salgamos? Quizás te haga bien ―ofreció Sasha.
―¿Bien? ―la vio con extrañeza.
―Anoche eras un alma en pena. No es como nunca lo seas, a decir verdad, siempre eres un espectro silencioso. Pero podría jurar que ayer estabas… ¿deprimida?
Mikasa vio a Sasha con ojos grandes y redondos. Se quedó pensando, luego volvió el rostro al frente y lo inclinó con timidez.
―No lo estaba.
―Diré que te creo, solo para darte en el gusto. Luego, si quieres, me cuentas qué pasó.
Mikasa no comprendía la manía de Sasha por ser empática. Ella no era precisamente la amiga idónea, mucho menos agradable, y parecía que, para la joven, ella era lo mejor que había conocido en su vida. Sasha merecía una amiga que la oyese, que la visitase seguido, alguien con quien compartir sus travesuras, alguien que pudiese equiparar su exceso de energía. No ella, no ella quien era el personaje omnipresente de todas las historias; estaba en todos lados, pero solo estaba.
Aun así, se dejó consentir. Y aunque se hubiese negado, no era lo que quería. Necesitaba suplir aquel vacío de alguna manera, aunque la estrategia constase de una salida de un par de horas, junto al parlante ultra sónico que podía ser Braus. Quizás, un poquito de buena energía ayudaba.
Fueron a Nordstan Gallerian. Nunca iban a otro lugar, ya que aquel, en particular, tenía mucho más de interesante que el resto de centros comerciales. No se reducía a la ropa, ropa y más ropa. Las tiendas de electrónica eran la debilidad de Mikasa y se sumía en ellas durante horas si era necesario (solo en ese caso, tenía suerte de no ser el comprador que solo mira, siempre salía con algo en las manos, aunque fuese un cablecito ridículo). Además, la comida era variada, pasaban de lo más típico en Suecia a lo más novedoso de algunos locales extranjeros, y a lo más obeso de los locales de comida rápida. Mikasa mentiría si dijese que no habían probado comer hasta en tres locales distintos por día.
Ese día, habían optado por comida italiana; Sasha tenía un severo problema con los platillos extra queso, y Mikasa adoraba el sabor y aroma de la albahaca.
―Anoche ocurrió algo curioso ―masculló Sasha, con la boca llena. Estaban almorzando―. Fui yo la más ebria, la más borrada y, sin embargo, fui yo la que te rescató y te arrastró hasta mi casa. Por cierto, tu motocicleta está en mi garaje. Jean la trajo, la encontró en el estacionamiento del pub.
―Quizás, bebí demasiado ―dijo Mikasa por descarte, sin levantar la vista de su plato.
―Sí, pero no ―volvió a comer, pero esta vez esperó tragar―. Bebiste cerveza, todos bebimos vodka. ¿Cuántos botellines bebiste? ¿Tres? ¿Cuándo te has embriagado con tres botellines?
―¿Y el punto es?
―¿Qué está pasando? ―Sasha movió los brazos hacia sus costados como si señalara algo obvio. La vio con grandes ojos y rostro de pregunta―. Tal vez, no consideres necesaria mi preocupación, pero te he visto extraña. Deberías comunicarte de vez en cuando.
―Está bien. Te preocupas demasiado.
―O tú te preocupas muy poco ―Sasha negó con la cabeza, concentrándose en su comida. Nunca había conseguido nada removiendo los sentimientos de Mikasa, no sería esa la ocasión tampoco.
Aceptó aquel silencio que las embargó mientras almorzaban, no sin darle breves miradas a Mikasa, analizando su comportamiento; ahí estaba, decaída.
No obstante, no pasó mucho más tiempo reservándose las palabras. Mikasa finalmente habló, más bien preguntó sobre algo que Sasha no se esperaba en lo absoluto, pero siendo consciente del panorama, no hizo ningún comentario que pudiese provocar inestabilidad en el espectro que tenía por amiga.
―Desde hace un tiempo, hasta ahora, me he estado preguntando ―Mikasa parecía renuente de soltar la pregunta, pero la hizo de todos modos―, ¿cómo haces para que tus relaciones sean duraderas? Quiero decir, cuando estabas por salir de secundaria tenías una relación con Armin. Aun cuando no eran más que estudiantes, duraron dos años. Ahora estás con Nikolo, y ya llevas tres años junto a él. ¿Cómo?
―¿Qué es lo sorprendente? Si quieres a alguien y te llevas bien con esa persona, ¿no es lógico que la relación funcione?
―Pero terminaste con Armin y siguen siendo amigos.
―Porque éramos buenos amigos. Entendimos que nuestros sueños eran diferentes, Armin tiene otros objetivos, y simplemente nos separamos. ¿Debo odiarlo por eso?
«Si quieres a alguien y te llevas bien con esa persona, ¿no es lógico que la relación funcione?», esas palabras le pesaron a Mikasa, porque ella se encontraba presa de sus decisiones, de sus temores, de su pasado, y no, no le parecía tan sencillo como Sasha proponía.
―Confías en la gente ―dijo Mikasa―. Confías y te entregas.
―Claro, ¿cuál es la base fundamental de una relación? Si no quieres una, no confíes. Si quieres una, funciona así, Mikasa. No tiene sentido alguno estar con alguien si esa persona no te entrega confianza.
Mikasa contemplaba a Sasha con extrañeza y dificultad, como si a un niño pequeño se le intentase explicar cálculo trigonométrico. Y ella estaba segura de que este último era infinitamente más fácil de comprender.
―¿No te provoca cierta incomodidad saber que esa persona puede hacerte daño? Es un poco irresponsable abrirse a alguien de esa manera ―Mikasa traía un aspecto terrible, como si hubiese venido de una batalla en campo abierto. Se encogió en su posición como si tuviese frío.
―¿No has pensado que las relaciones son de dos? ¿Por qué siempre la otra persona es la que debe herirte a ti? ¿Acaso tú no podrías hacerle daño también? ―luego de hablar, Sasha soltó una larga y placentera eme. Había comido un trozo de queso gratinado.
No logró reparar en el rostro sorprendido, y casi ofendido, de Mikasa.
Tras pasar una buena cantidad de tiempo juntas, la joven Ackerman acompañó a Braus hasta su casa. La dejó allí con una despedida triste, puesto que no le contó nada sobre lo que le ocurría. Simplemente, sacó su moto del garaje y dio las gracias de forma sencilla. Prometió salir con ella pronto si es que se lo recordaba enviándole un mensaje (debido a todo el trabajo que tenía, Mikasa difícilmente recordaba cosas anexas). Sasha soltó un largo suspiro mientras la veía marchar a toda velocidad, volviéndose una estela difusa.
Esa tarde, Mikasa no tenía más planes que encerrarse en su departamento. Una noche bastaba para salir de su prisión mental y, de todas maneras, había funcionado medianamente. No era la solución perfecta, a intervalos, sufría flashbacks del día anterior que la desconcertaban y hacían volver aquella sensación de vacío en su estómago. Sin embargo, no tenía intenciones de esconderse entre las sábanas.
Podía dedicarse a seguir rellenando el informe que estaba preparando para Helen. Había tenido las intenciones de enseñárselo a Levi Ackerman.
Vacío estomacal.
O, tal vez, podría dedicarse a descansar. Tenía un lote de libros que no acababa de leer y buen par de series que tampoco había terminado. O, como era su arraigada costumbre, podía pasarse un buen par de horas frente al computador haciendo cosas a su antojo.
Ya se le ocurría algo.
Al llegar al departamento, sintió el fresco y agradable aroma a limpio; el aseo que ella había realizado con tanto afán. Tragó con dificultad, encendió las luces y entró, ignorando lo acogedor que lucía todo. Demasiado vacío para alegrarla de alguna manera. Tras dar un repaso a cada rincón, se abrió camino a la cocina. Allí se tomó el tiempo de vaciar su mochila de la suerte.
Como consecuencia de su arrebato la noche anterior, no recordó que llevaba carnes crudas. Había comprado cerdo para prepararle a Levi el katsudon que a él tanto le gustaba. Ahora todo estaba descompuesto y lo comprendía. A pesar del frío en Trost, fueron demasiadas horas fuera del refrigerador y no pensó en pedirle a Sasha el suyo; su mente había sido caos. Hizo un mohín al descubrir aquel detalle y tiró la carne a la basura.
Guardó lo no perecible y sacó todo lo que traía en su mochila. Una vez vacía, la echó a lavar.
Cansada, se dirigió a su habitación, encendió la computadora, y luego se dejó caer sobre su cama. Mirando hacia el techo, en postura homo cuadratus, comenzó a cavilar: ella no podía pensar como hacía Sasha Braus. Mikasa no era injusta con las personas que conocía, pero sí era muy analítica, reparaba en cada detalle que pudiese entregarle valiosa información sobre la personalidad ajena. No podía desconfiar de todo el mundo, era cierto, pero tampoco podía subestimar a las personas y darles el espacio para destruir lo poco que quedaba de ella. Junto con ese pensamiento, vino la evocación de aquella impresión que siempre había tenido de sí misma: sin autoestima.
Pero, si lo pensaba con claridad, Levi Ackerman nunca había dado indicios de querer traicionar su confianza. Incluso, a pesar de ganarse infinitos desprecios, de su forma de ignorarlo, de enclaustrarse en sí misma, él siempre esperaba, aguantaba, comprendía. No la sofocaba, no la irritaba con preguntas, no le parecía que fuese una muchacha sin rumbo ni mucho menos una pérdida de tiempo. La halagaba siempre que podía y actuaba de la forma más reservada posible con el fin de no importunarla, sobre todo a raíz de los infortunios provocados por su bruta forma de ser; él siempre pedía perdón, con los ojos, con las palabras, con las acciones, con todo lo que podía con tal de dejárselo claro.
Mikasa cerró los ojos y frunció el ceño. Era increíble cómo había olvidado cuán sabroso estaba su almuerzo de ese día, pero cómo aún podía recordar el sabor de él. Lo sentía en todas partes: en la boca, en las manos, en el pecho, en los oídos, en su nariz, en el vientre… como si aún estuviese sobre ella, buscando más de lo que el tiempo les permitía. Y no se arrepentía. El análisis de consecuencias hablaba a su favor, porque él le había correspondido positivamente, sin ninguna duda o queja. Y siempre lo hacía. Sin medida alguna, se entregaba a ella por completo, confiando ciegamente el poder perder el juicio en los brazos de la persona menos juiciosa del mundo. Y, a pesar de eso, continuaba. No la criticaba en lo absoluto.
Pero ahí estaba ella, sentenciándolo a un aislamiento preventivo que, hasta entonces, parecía ser demasiado riguroso para el caso, y comenzaba a extenderse innecesariamente.
―¡Mierda ―gruñó.
Tenía que haberle oído, tenía que haberle dado espacio y tiempo. ¿Cómo debía sentirse él tras enterarse de algo así? Y ella no había hecho otra cosa más que atacarlo e, indirectamente, amenazarlo, escudándose en su fuerza, en lo que era capaz de hacer, intentando intimidarlo con su historial conflictivo.
Y, ¿eso se hacía con alguien a quien se estima?
«¿Por qué siempre la otra persona es la que debe herirte a ti? ¿Acaso tú no podrías hacerle daño también?», Sasha no se equivocaba.
Se había resguardado tanto de Levi, se había protegido tanto a sí misma, que con esta misma acción había terminado dañándolo a él. Aunque no sabía dilucidar si daño era el concepto correcto. De lo que sí estaba segura era que él debía sentirse tan mal como ella en ese momento.
En otras ocasiones, él había intentado comunicarse con ella. Pero, dada la gravedad del asunto, en aquella ocasión él no había hecho amago alguno de interacción. Y ella no estaba segura de resistir su silencio durante mucho tiempo.
Quizás, si lo que había oído era cierto y a él no le importaba, podía tomarse su tiempo y confiar en el algún día. Le contaría si era necesario, pero si él respetaba su decisión, abogaría a su derecho a tener privacidad, sobre todo con ese tema. Quizás, si de verdad a él no le importaba, podían seguir el rumbo que le habían dado a su simple relación de investigador-asistente.
Quizás, no era fatal confiar en Levi Ackerman, después de todo.
Levi miró la fecha con hastío. Se aproximaba el depósito del mes.
Cuando era joven, tenía mayor disposición para enfrentar los berrinches de Petra Ral. Ahora había perdido la práctica, por lo que decidió llevarle el dinero personalmente. Otra retención más del banco y estaba seguro de que pasaría a la historia. O bien, en vez de Petra, tendría a un abogado en la puerta de la cabaña.
Esa mujer, en todos esos años, se había armado de un empoderamiento que, en ocasiones, lo abrumaba. Daba gracias, cada día, por no haber perdido el derecho a ver a su hija por esta misma razón. Él había sido vil, pero Samantha quedaba fuera de ello. O no se perdonaría jamás en la existencia perder a su más preciado tesoro por culpa de sus caprichos banales.
Levi tomó una ducha y se preparó para visitar a Petra. Esperaba encontrarse con Sam allí.
No había vuelto a Orvud de inmediato. No quería darse de frente con el trabajo aún, sobre todo porque le traía recuerdos que, de momento, mantenía en stand-by. Se había ido a casa, a su solitario departamento, y había encargado comida delivery para la cena. Al día siguiente, tenía sensación y aspecto de una injusta resaca que carecía de razón. La ducha no lo había arreglado.
Fue demasiado tarde cuando se dio cuenta de que no tenía ánimos para ir a ver a Petra. Ya estaba en el auto. Y se motivó tras recordar que de ese dinero dependía la colegiatura de su hija. Pisó el acelerador, aprovechando que las calles citadinas no estaban anegadas de vehículos. Podía deberse al día sombrío, probablemente lloviese, todos debían estar preparándose para ello. Para él no tenía sentido alguno. Se encerraría en su departamento y miraría alguna película ridícula de la que no entendería ni la mitad. Y eso era todo.
Al llegar a casa de Petra (casa que le pertenecía en un cincuenta por ciento), tomó aire y contó hasta diez.
Avanzó con pasos livianos, mas su mundo volvió a tener color cuando la oyó llamarlo y reír. Venía corriendo hacia él, iba a atacarlo y él lo anhelaba profundamente. Lo necesitaba.
―¡Papá, atrápame! ―le dijo, y se lanzó sobre él.
Sam le besuqueó las mejillas sin pausa, mientras lo estrangulaba.
―Estás gorda ―Levi Ackerman era el mejor padre del mundo―. Pesas.
―Tú estás anciano y no me puedes ―rio Sam.
Lo llevó al interior de la casa, halándolo enérgicamente, riendo de alegría. Hacía tiempo que no lo veía.
En el interior, todo era cálido. La chimenea estaba encendida, y Petra estaba allí, con ropa para andar en casa (buzo y sudadera), el cabello peinado hacia atrás gracias a una diadema. Veía televisión y espabiló cuando sintió a Sam acercarse a ella. La saludó con un beso, un abrazo y una sonrisa, y, de soslayó, escrutó a Levi Ackerman.
―Papá, tengo que subir a mi habitación, porque necesito la computadora. Debo terminar un informe para mi clase de historia y enviarlo por correo. ¡No me tardo! ¿Salimos luego de eso? ―Sam era ansia pura.
―Claro ―Levi asintió y sonrió casi imperceptiblemente―. No te apresures tanto. Hazlo bien.
―¡Vale!
Sam subió las escaleras en una carrera frenética. Su paso por la sala de estar había sido como un suspiro. Levi se había quedado viendo las escaleras, pensativo, tardó bastante en recordar que no estaba solo, que debía decir algo, sobre todo, a qué se debía su visita.
―Buenos días, Petra ―dijo al aire, puesto que pensó que ella no contestaría o que le respondería con algún comentario sarcástico.
―Es bueno verte, Levi ―bostezó, y luego se puso de pie para recibirlo con un beso en la mejilla.
―¿Lo es?
―Después de todo, sí. Sam te ha extrañado. Me alegra que hayas venido. No es necesario que vengas siempre. Te ve un momento y recarga sus baterías por mucho tiempo más.
―Ah, hablas de Sam. Pensaba que lo decías por ti ―y luego se preguntaba por qué ella lo odiaba.
―No, a mí ni te me acerques ―rezongó.
Y Levi se permitió reír con sinceridad. Una risa ronca, breve, pero sincera.
Petra se desplazó por el pasillo, atravesando el medio punto, para llegar hasta la cocina. Allí, abrió el refrigerador y sacó una bandeja con un cheesecake de fresa. Buscó un cuchillo y platillos, todo eso bajo la atenta mirada de Levi.
―Toma asiento, mientras esperas a Sam ―le sirvió una porción.
―Gracias.
―La preparamos Sam y yo.
Levi contempló a su ex mujer. Desde aquella última vez en la cabaña, cuando ella decidió que era buena idea abofetearlo, no se habían visto, hablaban por mensajería lo justo y lo necesario, siempre sobre el dinero, pero él no estaba molesto por ello. Sabía que merecía todo el rechazo que ella le entregaba, y jamás buscaría que fuese diferente.
Él ya no sentía nada más por Petra, excepto cariño, porque era la madre de su hija.
Hange se lo había repetido en diversas ocasiones, le recriminaba el por qué nunca había hecho nada por recuperar a Petra, aun cuando la misma Hange era la segunda responsable de aquel engaño, mas ella había insistido en que, si él deseaba detener sus encuentros, debía decírselo. Pero todo se debía a que Levi se había dado cuenta de que no estaba preparado para amar a Petra como se debía. Habían sido novios cuando eran jóvenes, y por el mismo motivo, Levi no había proyectado bodas ni nada por el estilo. Iba lento, tranquilo, descubriendo el mundo junto con ella, y era lógico que, en dicho trayecto, advirtiera diferencias tajantes sobre las visiones a futuro. Ella quería casarse y tener una familia feliz y estancarse; él anhelaba que ella fuese más errante para salir ahí afuera con él y aprenderlo todo, arriesgarlo todo, estudiarlo todo.
Por eso, cuando Petra llegó con la gran noticia, Levi sintió que su mundo se venía abajo. Se había cuidado tanto, y juraba que ella también lo había hecho, pero tal parecía que no había sido el caso. Una noche en que él no traía preservativos, una noche que ella prometió estar tomando píldoras que luego olvidó… veintidós años y un bebé en camino. Veintidós años y una carrera a medio terminar, una carrera con una promesa de práctica excelente, y una promesa de un futuro trabajo mucho mejor. El padre de Petra era exigente, demasiado, los hizo casarse y él accedió, convencido de que, por ser su novia, terminaría siendo feliz a su lado de todos modos. Habían sido tan estúpidos… ambos.
Desde ese mismo día, Levi perdió sus energías y comenzó a vivir en automático. Tras el nacimiento de Samantha, juró que un gran trozo de su vida se completó y, posteriormente, llenó otro vacío gracias a su impecable trabajo con la redacción de su revista y todos sus proyectos exitosos, sin contar también las múltiples premiaciones. No obstante, seguía considerándose un zombie (muerto en vida). Extrañaba visceralmente todas las sensaciones que había experimentado alguna vez y que había perdido con el tiempo.
Mas entendía que ese era el flujo de la vida. La madurez mutaba los puntos de vista y creaba adaptaciones de percepciones anteriores. Era algo nuevo a raíz de lo mismo. Pero, tan solo, le parecía que lo nuevo nunca llegaba a equiparar la calidad de lo viejo.
―Levi, estoy saliendo con alguien ―dijo Petra de pronto, sacándolo de sus cavilaciones.
―Qué bien ―asintió él.
―He tenido miedo de decírtelo, porque… ―la vio titubear y complicarse demasiado, pero, tras años conociéndola, entendió a la perfección.
―¿Es por el dinero? ―ella asintió―. ¿Crees que por tener una nueva pareja voy a denegarte el dinero de mi hija? ―Levi arqueó las cejas―. Vaya que me tienes en tan baja estima. Una infidelidad añeja ha sido suficiente para condenarme como un enfermo por el resto de mi vida.
Petra tragó con dificultad. Sí, eso estaba haciendo y, en realidad, si bien él no había sido un buen esposo, era un buen padre. Un tanto ausente de presencia (por el trabajo), pero siempre atento, siempre dispuesto a todo por su hija.
―Lo siento ―musitó, tímida―. No es un secreto que llevo enamorada de ti mucho tiempo ―declaró―, pero he decidido que es momento de avanzar.
―Lo sé.
―Tú también lo has hecho, ¿no es así? ―alzó su mirada parda y brillosa para encuestarlo con la misma.
―¿Yo? Yo volví a casarme con mi trabajo hace tiempo ―encogió los hombros.
Clavó el tenedor en el pastel frente a él.
El aroma le traía recuerdos: era acaramelado, frutal… ese aroma…
―«Trabajo» tiene unos bonitos ojos grises y sedoso cabello negro.
Levi comenzaba a llevarse el trozo de pastel a la boca, cuando lo detuvo a medio camino. Cerró los labios y bajó el tenedor, llevándolo de vuelta al plato. Su respiración se volvió tensa, su mirada más sombría. Observó a Petra esperando que ella dijese algo más, pero no lo hizo.
―¿De qué estás hablando? ―la instó a seguir.
―De tu «asistente» ―ella hizo la mímica de comillas en el aire de forma exagerada.
―¿Y si así fuese? ―la desafió.
―Así es. Eso puedo firmarlo donde quieras ―aseguró, mirándolo, esta vez, más seria―. ¿Crees que no es notorio? Por favor, Levi. Llevarla a pasear en motocicleta, ¡vives con ella!
―La motocicleta es de ella, por eso me acompañó ese día. Yo se la pedí ―mintió―. Y si vive conmigo, es porque me acompaña en el trabajo que estoy haciendo. Es complejo y no voy a explicártelo, porque me costaría la cabeza ―eso último era cierto.
Petra frunció el ceño, confusa. No le creía una sola palabra.
―Es jovencita, ¿cuántos años tiene?
―¿Eso qué importa?
―¿Te gusta? ―estaba siendo invasiva. Pero, tal vez, solo buscaba una manera de seguir avanzando. Ese era su mecanismo de defensa. Mientras más rechazo le provocase Levi, más segura estaba de abandonar sus sentimientos por él.
―Sí.
«Uff».
Había sido un golpe bajo, un puñetazo en el abdomen.
―Ah ―Petra enderezó la espalda tras hacer un mohín de disgusto. Guardó silencio mientras intentaba tragarse eso―. Ella tiene unos… ¿veinticinco años?…
―Tiene veinte ―admitió Levi.
Bajó la mirada al pastel. Llevaba la mitad, estaba exquisito, pero sentía que no podía comer más. El estómago se le había encogido.
―¿Cómo puedes ser tan…? ―no supo cómo seguir, pero Levi sí.
«Dilo», pensó. Ella siempre lo decía de él: asqueroso. Era su calificativo favorito para él.
―¿Asqueroso?
―Irresponsable ―dijo ella, justo tras él.
―¿Por qué? ―eso no lo entendía.
―Porque tiene quince años menos que tú ―lo observó, incrédula, casi esperanzada de que él le estuviese tomando el pelo―. Esperaba verte algún día con una pareja, era lógico. Pero me esperaba una mujer realizada, de tu edad, alguien con quien establecer una vida. Pero no una mocosa.
―Hey, baja la voz ―le recordó indirectamente que Samantha se hallaba escaleras arriba.
Petra tomó aire y se tranquilizó.
―No tengo derecho a decirte qué hacer con tu vida. Pero… sinceramente, esto me parece demasiado.
―Estás especulando más de lo normal, Petra. Tengo menos oportunidades con ella de las que piensas.
Petra le sonrió con ternura cínica y se reclinó sobre la mesa para que la oyese bien.
―La vi el día que te abofeteé. Vi su rostro sorprendido y cuán preocupada estaba, cómo te miraba… es solo que tú (como siempre) eres el que no ha visto esas oportunidades. Es cosa de tiempo, Levi.
―No ―susurró él, esta vez, molesto―, no entiendes. Y eso tampoco voy a explicártelo. Ten la tranquilidad de saber que para ti hay alguien y que pronto podrás ser feliz nuevamente. Yo estoy lejos de eso. El hecho de que Mikasa me guste no garantiza nada. Es una excelente asistente y la valoro por eso. Es todo.
―No, eso no es todo ―negó ella, riendo.
―Mikasa es adulta y sabe lo que quiere para su vida. Lo que ella decida está bien.
―Bien, como digas.
Todo cesó cuando Sam volvió, bajando las escaleras con rapidez. Sonrió al ver a sus progenitores compartir un trozo de tarta sin intentar de pelearse el cuchillo que había en la mesa. En su inocencia, era todo lo que anhelaba. No que estuviesen juntos, pero que se soportasen por más de cinco minutos.
―¿Qué tal estaba? ―preguntó por el pastel.
―Excelente ―contestó Levi, mirando su platillo y haciendo el esfuerzo por acabárselo. Ojalá hubiese podido disfrutarlo en otro contexto, sin la amargura de Ral―. ¿Terminaste tus deberes? ¿Tan pronto?
―Me quedaba poco. Ya envié el informe. ¿Salimos? Vamos a comer algo.
Levi rezongó internamente.
―Lo que tú quieras.
―No comas cosas altas en grasas ―intervino Petra.
―¿Qué cosas no son altas en grasa en Suecia, mamá? ―rio la niña.
Despidió a la mujer con un beso y siguió a su padre hasta la salida.
En cambio, Levi no hizo ningún esfuerzo por despedirse de Petra. Ni ella tampoco.
Levi pasó toda la tarde junto a Samantha. Si había alguien que también podía darle energías era ella. La llevó a una galería que había abierto sus puertas hacía poco; allí, le compró ropa nueva y ella se lo agradeció infinitamente. Era una niña consentida, a pesar de todo. Levi siempre buscaba la manera de darle lo mejor, que nunca le faltara nada, y si le sobraba era lo de menos. Quizás se debía a un asunto de consciencia: no siempre estaba con ella, por ende, buscaba la manera de agasajarla por otros medios.
Aun así, ella siempre daba las gracias, y no exigía nada.
La tarde pareció hacerse corta, o quizás Levi necesitaba mucho más para reponerse. Se sentía derrotado, cansado, aturdido. Pero se armó de una fortaleza que no sabía que tenía para seguirle el ritmo a su hija. Y lo intentó, sabiendo que su mente volaba lejos, sabiendo que las energías le estaban siendo consumidas por una sola y clara razón.
La razón la olvidó por un momento. La retomaría luego, para desmenuzarla cuando sus pies tocasen tierra de nuevo.
En el último tramo del día, llevó a Sam a una cafetería. Allí pidió un expresso y para su hija un jugo natural y un par de tostadas.
―Papá ―los ojos azules de Samantha, los mismos suyos, lo contemplaron con admiración―, gracias por todos tus esfuerzos. Yo… quiero decirte algo que no te he dicho.
―¿Tienes novio? ―espetó Levi―. El día que lo tengas considérate viuda prematura.
Samantha rio sonoramente.
―No, no es nada de eso ―negó ella―. Es solo que… siempre intentas fingir que te agrada mamá, solo para visitarme. Yo valoro mucho eso ―Levi tragó con dureza. Sentía que Sam crecía y maduraba a pasos agigantados por culpa de Petra y él, de la vida que habían forjado para ella. No era sencillo, puesto que la niña no tenía la culpa de nada, mas era imposible que no se involucrase, de vez en cuando, en sus riñas, aun cuando Levi intentaba todo lo contrario―. Sé que no es fácil, sé que debes sentirte mal porque no eres el padre genérico que deberías ser. Pero no me duele, papá. Intento entender que esta es mi vida y ya. Te preocupas por mí y estás conmigo cuando debes estarlo, creo que eso es suficiente.
Levi sonrió vagamente. Miró su café y se dio cuenta de que no expedía su columna de vapor. Seguramente, se había enfriado, y por alguna razón ―la razón― no le importaba.
―¿Desde cuándo con esas ideas? ―le causaba curiosidad. Sam era hiperactiva, rica en energías, en vida, en alegría, en dopamina, serotonina y todo eso. De alguna forma, ese bagaje fundamentaba sus reacciones tan positivas, empero, aquel criterio que tenía era demasiado para sus trece años.
―Desde que entendí que no podía entristecerme por cosas que no puedo cambiar. La orientadora de la escuela fue útil en su momento ―asintió con una sonrisa, Levi intentó responderle, pero estaba seguro de que solo le devolvió un mohín estúpido. Ella lo aturdía―. Quiero ser la mejor en lo que hago, es todo.
―Me contaste, el otro día, en un audio de diez lustros ―su hija le dio un repaso poco amigable que se le hizo gracioso―, que estabas participando en un proyecto de ciencias. ¿Qué tal con eso?
―Muy bien. Esa es una de las cosas que me mantiene activa últimamente ―asintió―. Pronto participaré en un concurso de matemáticas que organizará una universidad muy importante. Son oportunidades que no puedo desaprovechar, después de todo, la secundaria está cerca. Y no quiero tener dudas cuando llegue el momento de decidir qué hacer con mi vida. Me preparo con antelación, ahorro malas decisiones.
Levi suspiró tras saber todo eso de Sam. Fue un expiro exhausto que reflejaba su asombro; tanto tiempo él ausente, y ella tenía resultas todas las medidas para sobrevivir a su estilo de vida con padres separados y en constante guerra.
―Definitivamente, estás creciendo rápido ―pensó en voz alta, mientras llevaba la vista a su café. Iba a tomárselo frío de igual manera.
―Algo así ―Sam encogió de hombros―. ¿Ya te dijo mamá sobre Auruo?
―¿Él qué?
―Auruo, su nuevo novio ―Sam abrió grandes ojos con obviedad.
―Ah, sí. Lo comentó.
―Estaba preocupada por el dinero ―Sam rodó los ojos con hastío.
―Es tu mamá, tenle respeto ―Levi reprimió una sonrisa.
―Lo hago ―rio la niña―. Pero, a veces, se vuelve hostigosa. Cree que tienes una relación con tu asistente.
Fue mala idea decidir llevarse el café a la boca justo en ese momento. Terminó ahogándose. Dio gracias por no haber escupido café a todos lados, aunque el gaje fuese atragantarse y toser hasta volver a respirar.
Miró a Sam unas tres veces seguidas tras intercalar entre el servilletero y ella. Tomó una servilleta y se limpió la boca. Tenía el ceño fruncido por el malestar en la garganta y por el comentario de su hija. Petra podía ser tan irreverente.
―¿Ella te dijo eso? ―habló con voz áspera y débil.
―Vaya, papá ―Sam lo contempló con preocupación―. No era necesario morir en el intento de decirme la verdad.
―¿Qué verdad?
―No me importaría, en lo absoluto. Es más, lo apruebo.
―¿De qué hablas? ―Levi creyó poder sufrir una crisis de pánico en ese momento.
―La niña bonita y tú ―dijo, encogiendo los hombros con una sonrisa gigante y de pómulos rosados.
Levi no podía dar crédito a lo que oía. ¿Era real? ¿Qué había pasado con la niña consentida que él solía cargar en sus brazos? Ahora estaba ahí, decidida a decirle lo que pensaba, cuando él ni siquiera había tenido las intenciones de revelarle algo así.
―Sam, no deberíamos hablar de…
―¿Estas cosas? Papá, no seas retrógrado. Ella es bonita y me cae bien. Es silenciosa, no pretende nada, no aparenta. No la conozco, pero es seguro que es alguien genial. Además, ¿has visto su estilo? ¡Es brillante! Su ropa es insuperable ―se ensoñó la muchacha, recordando las únicas dos veces que la había viso.
―Aún así… no.
―Entonces, cuando tenga novio, no te contaré.
Levi se sintió ofendido.
―Soy tu padre, Sam ―le advirtió.
―Soy tu hija, Levi ―le rebatió―. Y tu hija quiere que seas feliz ―demandó, clavándole una mirada intensa. Luego de eso, volvió la atención a su merienda.
Levi Ackerman sintió una sensación similar al vértigo. Los primeros segundos, contempló a su hija con admiración y todo el afecto que le tenía. No comprendía como un ogro como él y una bruja como Petra podían haber creado una ser tan maravilloso y diferente de ambos.
Habría amado las palabras de Sam en otro contexto. Luego de lo ocurrido con Mikasa ―la razón―, no sentía la misma emoción. Dios que sí anhelaba ardientemente estar con Ackerman en ese momento, pero saber que ella lo había despachado de la forma en que había hecho, lo hacía destruir todas sus ilusiones. No servía de nada que Sam lo aceptase, que Petra lo insinuase, que lo juzgase por sus actos si, en el fondo, él aún no hacía nada, y dudaba de que fuese posible a esas alturas.
Sí. Quería ser feliz, volver a sentir como aquel día en la casa de Irina Peterson. El motor de su vida necesitaba de un combustible de veinte años, ojos grises y cabello negro; Petra no se equivocaba. Pero el combustible era escaso, no llegaba hasta él o se acababa pronto.
Quizás, en aquel entonces, había acabado para siempre.
Probablemente, a eso se debía su renuencia de volver a Orvud. No quería ver la cabaña sin las cosas de ella, a Lancel informándole que ella había renunciado al proyecto, o que le hubiese dejado una carta sumada a una carpeta con los avances que ella había hecho. Quería estar con ella, quería volver y encontrarla ahí, aun si era en silencio.
Pero no enfrentar la realidad era algo que no podía permitirse. No luego de lo de Nile Dawk y Millennium. Ya no podía escapar. No debía escapar.
Al anochecer, Levi Ackerman subió a su vehículo y condujo serenamente en dirección a Orvud. Empezaría a sumar al informe de la investigación lo que había recopilado de Denis Semiònov, comenzaría a dar forma a algunas partes que podían conectarse… trabajaría. Eso haría, trabajaría. Ocuparía su tiempo en algo productivo con tal de no pensar en todo lo que estaba pasando.
Sin embargo, fue inevitable hacerlo durante el camino.
No podía olvidar la mirada enfermiza de Mikasa, una que lo situaba como un potencial enemigo, solo por haberse enterado de algo que no tenía intenciones de enterarse. Si tan solo hubiese dejado que Mikasa fuese a buscar las condenadas cámaras, nada de eso hubiese ocurrido y estaría tranquilo; ignorante, pero tranquilo.
En realidad, ¿qué pensaba él de todo? No sabía si la ignorancia era una opción en la situación que enfrentaba, puesto que no saberlo era desconocer a la persona con la que pretendía compartir más que emociones. El asunto era si saberlo, lo alejaba de ella o no, si él sentía rechazo por su pasado.
La respuesta era no.
Claro y sencillo como un no. Levi sabía que lo que Mikasa había hecho estaba mal, terriblemente mal, y no compartía sus decisiones. Sin embargo, lo aceptaba y no la juzgaba, porque estaba seguro de que ella no hacía las cosas por capricho o gusto. No era el tipo de persona ridícula que gustaba de amedrentar a los demás, jactándose de ser fuerte o capaz de cosas increíbles. Ella se defendía si lo consideraba necesario. Y para haberse defendido de la manera en que hizo, quemando vivo a su padre, debió tener tamaña razón. Eso nadie podría negárselo, y si así hiciesen, él no lo creería, porque confiaba en ella. Ese hombre debió hacerle algo muy malo para que ella reaccionase de la forma en que hizo. Y no dejaría sus argumentos a menos que la misma Mikasa se plantase frente a él a demostrarle lo contrario.
Levi soltó un largo suspiro.
La carretera estaba vacía y sombría. El frío era inaguantable, calaba los huesos, y el destino al que se aproximaba no lo emocionaba en lo absoluto. Aun con la chimenea encendida y la gata en el regazo, el hielo se sentía en cada poro.
Por otro lado, las ganas de ver a Mikasa eran atosigantes. No le importaba ya si podía permitirse el lujo de estar con ella de forma más íntima. Aún si lo catapultaba y lo dejaba de nuevo en la partida, se conformaría y volvería a empezar. Todo era mucho más soportable que su ausencia, su renuencia a expresar lo que sentía. Era cierto, la joven nunca lo hacía, pero en aquel momento resultaba imperativo.
Levi quería una respuesta. Aun si fuese un: «no te incumbe». Claro que no lo hacía. Era totalmente capaz de aceptarlo y seguir como estaban hasta antes de toda esa tragedia. El no veía a Mikasa como una psicópata ni como una criminal. Sí como una persona reservada que, en momentos culmines, era capaz de explotar al límite, sobre todo si el tema en cuestión involucraba su vida privada.
Pero no lo asustaba, no lo incomodaba. Lo hacía su rechazo, porque no la quería lejos.
Se sentía decaído, y ella era la razón.
Sentía cosas nuevas y algunas que creía olvidadas, y ella era la razón.
No quería volver a la cabaña, y ella era la razón.
Desde un par de meses atrás, había comenzado. Ella era toda la razón.
Pasaron tres días.
Tres días en que Mikasa reflexionó profundamente sobre lo acontecido, apoyándose en todo momento en las palabras de Arnold, su viejo tutor. ¿Qué había pasado con el análisis de consecuencias? Aquella tarde en la plaza, parecía que no había procesado nada de lo que, con esfuerzo, el viejo Arnold durante años le había enseñado. En efecto, no había pensado, ni un poco. Cuando oyó a Levi Ackerman decir aquello, saltó la alarma y se activó el modo de supervivencia. En ningún momento se cuestionó si su proceder sería el correcto o cuánto estaba arriesgando al mostrarse tan belicosa.
Había sido una reacción casi involuntaria, como el respingo que ocurre cuando un doctor golpea el tendón rotuliano de la rodilla, utilizando un martillito simpático. No lo había anticipado, no estaba preparada, su mente se había acondicionado para otro contexto, tenía otras intenciones en mente, otra aura, otra disposición. Se sentía despejada, alegre, con un ánimo que creía olvidado; de pronto, el Levi Ackerman de mierda llegaba y la bañaba con un balde de agua fría.
Se comprendió a sí misma y al porqué de su reacción. Una vez hecho eso, se sintió mejor. Eso lo desmenuzaba todo y se hacía más legible a sus ojos. Ya no se sentía mal por ello, por haber despachado a Levi, ya que sus razones eran válidas, y estaba segura de que, si él las oía, estaría de acuerdo también. Él era un hombre razonable.
Sin embargo, aunque ya no se culpaba, seguía sintiendo un peso cargar contra su estómago. Se encontraba bien consigo misma, mas no con él. Y dado que le gustaba y comenzaba a tomarle a cariño, estar distantes no era algo que quisiera tolerar.
Quería estar con Levi Ackerman, aunque la sentencia fuese indignante a su parecer. Durante años, nadie la había traído así, y a él se le había hecho tan sencillo.
Soltó un largo suspiro. Estaba sola en su departamento y no tenía nada a la mano con lo que distraerse. Por primera vez en mucho tiempo sintió que precisaba de algún tipo de apoyo moral. Y, esta vez, no era a sus amigos a quien necesitaba. Requería a alguien realmente especial, a quien ella considerase como un pilar en su vida, alguien a quien ella quisiera de verdad. Su madre había fallecido… pero aún tenía a alguien consigo. Y aunque ese alguien ya no pudiese hablar, aunque su mayor esbozo expresivo fuese una inclinación de su ceja, Mikasa sabía que podía contar con él.
Así que decidió visitarle. El viejo Arnold siempre estaba y estaría ahí para ella.
Tomó su moto y recorrió las calles de Trost con un poco de dificultad. El tráfico había conspirado en su contra, coartando sus intenciones de llegar a casa del hombre lo antes posible. Quedaba bastante lejos de su departamento, mas en aquel momento no le importaba.
Soltó un gruñido hosco cuando notó como un vehículo se le atravesó en el camino. Furiosa, viró en la calle próxima, sabiendo que iba contra el tránsito, pero, provechosamente, la vía, a diferencia de las otras, lucía despejada.
Cuando llegó a la casa de Arnold, su hermana Britta le abrió la puerta. A Mikasa no le gustaba Britta. La consideraba una mujer frívola y rezongona. Tal parecía que cuidaba al pobre Arnold por mera obligación más que por interés. Además, aparentemente el rechazo era mutuo, puesto que la mujer siempre había visto a Mikasa como una atorrante que su ingenuo hermano había cedido a tutelar.
Cuando la mujer abrió la puerta, enarcó una ceja con hastío, miró a Mikasa de pies a cabeza y, luego, le hizo una seña con la cabeza, invitándola a entrar. La joven no se detuvo a prestarle atención a un caso perdido.
Se aventuró hasta la sala de estar y encontró a Arnold allí, sentado frente a una mesita, con la mirada perdida. De su boca pendía un fino hilo de saliva. Mikasa estaba segura de que la escrupulosa Britta había fingido que no lo había visto para no limpiarlo. La joven soltó un bufido furibundo y avanzó hasta Arnold, quien respiró un poco más pesado cuando reparó en que ella estaba ahí. Estaba emocionado.
Mikasa empuñó la manga de su sudadera y con esta limpió la saliva de la comisura del anciano.
―Hola ―saludó con un intento de sonrisa. Arnold movió la cabeza casi imperceptiblemente. Había ejecutado un hola de vuelta―. Quería verte ―le confesó. Como señal de que le había oído, ahí estaba su tan característico alzamiento de ceja―. Sí, así es. Sé que te parece curioso… ―le habló con dulzura y con el respeto que exclusivamente guardaba para él, porque Mikasa consideraba que él era el único ser en el mundo que lo merecía.
―Oye ―Britta estaba ahí―, ¿puedo encargártelo? Debo salir a comprar un par de cosas. No me tardo.
El tono de voz era punzante, demasiado para alguien que pide un favor. Mikasa no la miró en ningún momento. Asintió notoriamente y la siguió ignorando, llevando su mano al rostro de Arnold para acariciarlo.
La mujer soltó un bufido y se retiró de la escena.
Mikasa sabía que a Arnold le gustaba leer las noticias, estar siempre informado. Y la muy infame de Britta había dejado el periódico en la mesa de centro, lo que significaba que ella no lo había leído para él. La crueldad de la mujer indignaba a Mikasa, y si no había hecho nada para amedrentarla era porque eso habría sido un problema mayor para Arnold y ella misma. Incluso, posiblemente, la alejarían del hombre para siempre.
Mikasa tomó el periódico y se sentó frente a Arnold. Comenzó a leer en voz alta y oyó como la respiración del anciano se volvió más vigorosa. Era su silenciosa manera de decirle que estaba contento y conforme con lo que hacía.
Le leyó sobre el área de economía, negocios y política con más énfasis que con lo demás. Una vez que terminó, apartó el periódico hacia un costado y sonrió con melancolía.
―Extraño nuestras conversaciones ―dijo, tímida―. Pero creo que te has librado de mí, de cierta forma. Siempre fui un dolor de cabeza.
Arnold suspiró.
―Imagina cómo sería tenerme a mí aquí, con todos estos problemas que tienes. Pienso que está bien, fuiste demasiado bueno conmigo, quizás no lo merecía. Lo único que te daba en retribución eran malas noticias ―recordó cada problema en que se metió cuando Arnold era su tutor.
El hombre reclinó la cabeza con suavidad, como instándola a seguir hablando. En su tiempo, era él quien hablaba más. Irónicamente, ahora la había forzado a ella a ser la emisora de todas las palabras.
―Creo que traigo una buena noticia ―Arnold entrecerró los ojos. Si su rostro hubiese podido efectuar expresiones como correspondía, eso habría sido una sonrisa―. Tengo un nuevo amigo ―musitó, y en su poca consciencia Arnold logró percibir ternura. Quién lo diría, Mikasa avergonzada―. Este sí es uno que aprobarías. Solo que…
La mano de Arnold hizo todo el esfuerzo posible por alcanzar la de ella, pero falló, por poco resbalando de la mesa. Mikasa reaccionó en el acto, atrapándola, y entrelazando sus dedos con los de él. Con una fuerza que asemejaba a la caricia de una pluma, él intentó darle un apretón afectuoso. Mas Mikasa lo comprendió en el acto. No necesitó más.
Sonrió suavemente mientras contemplaba la unión de sus manos.
―Alguien le dijo algo sobre mí a él ―le contó―. Algo que, no importa si es mentira o verdad, él no debía saber. Supongo que se espantó ―Arnold enarcó su ceja más de lo común―. Quién no lo haría… Pero me temo que… él no me rechazó. Pienso que quizás… él quiere entender. Ha sido difícil este tiempo sin ti. Sé que, si pudiésemos conversar, hablaríamos del análisis de consecuencias. Últimamente, no he analizado casi nada de lo que he hecho y, probablemente, eso me tenga en una situación bastante enredosa.
El viejo respiró agitadamente.
―Tranquilo, no es algo legal. Es emocional. Aunque considero que esto último es más difícil de resolver que lo otro. Además, siento que no puedo molestarme con él ―de pronto, pareció como si Mikasa hablase más consigo misma―. No hubo culpables en todo esto excepto terceros…
«Excepto terceros», se repitió en la mente.
De pronto, tuvo una epifanía. En efecto, no había sido Levi, no había sido ella; había sido Jonas Allmond. Si había alguien a quien encarar era a él. Y ella no había hecho nada peor que desquitarse con Levi, quien no debía entender ni una mierda y debía estar debatiéndose sobre sus pensamientos y las actitudes de ella.
Lo había arruinado. Lo sabía. Y no temía admitirlo.
Sabía perfectamente cómo seguir.
―¿Debiese encarar a ese sujeto? Tomando en cuenta el análisis de consecuencias ―aclaró, mirando a Arnold con seguridad. No quería que él pensara mal de ella. No tenía intenciones de seguir comportándose como en su más temprana adolescencia.
Sin embargo, sorpresivamente, ocurrió el milagro: Arnold asintió débilmente. Mikasa sonrió con plenitud; recordó aquella vez cuando él le dio uno de los mejores consejos: «No dejes que nadie se meta contigo, pero, Dios Santo, no necesitas la violencia para eso. Muchas veces, puedes reducir a una persona usando solo la palabra». Se lo había dicho un abogado, ¿cómo podría no creerle?
Sí. Sabía exactamente cómo continuar.
Cuando Britta regresó, Mikasa supo que era hora de partir. Despidió a Arnold con un abrazo ligero, para no incomodarlo. Y antes de partir, no se reservó las ganas de hacerle saber a Britta que tenía una enorme responsabilidad con el anciano: «No me importa si necesitas dinero, puedo suministrártelo. Pero léele el jodido periódico cada vez que sea necesario». Se lo dijo con tirria, no amenazante, sino determinada. Britta asintió con el ceño fruncido, casi ofendida, mas la joven estaba segura de que la mujer no cometería el error de desobedecer a la orden. No si valoraba su integridad.
Mikasa Ackerman tomó su motocicleta y se abrió paso hacia el centro de la ciudad nuevamente. Su nuevo destino eran las oficinas de Allmond Security.
Cuando llegó al séptimo piso, caminó por los pasillos con potestad, como si aún fuese una trabajadora de la entidad. De todos modos, lo sería al acabar la investigación de Helen Lindberg. Vio como los demás, todos quienes trabajaban ahí, volteaban a verla con grandes ojos curiosos. La conocían, pero hacía tiempo no le veían. Siempre se había ganado las miradas de todos ellos, puesto que nunca iba vestida acorde al mundo laboral, nunca saludaba, iba y venía de cada oficina como si el edificio le perteneciera. Y, por sobre todo, cuestionaban la alta estima en que la tenía Jonas Allmond.
Era exótica, sí. Pero nunca les dio el derecho de apuntarla con el dedo por ese motivo. El desempeño fenomenal de la joven era todo lo que Allmond necesitaba. Y, por ende, permitía y perdonaba todos sus exabruptos.
Había sido un buen compañero en su tiempo. Mikasa siempre había estado enterada del pseudo enamoramiento que el hombre había experimentado hacia ella, pero lo había ignorado. No era para nada su tipo y la diferencia etaria se volvía incómoda. Era demasiado mayor, incluso, mucho más que Levi. No le encantaba la idea en lo absoluto.
No obstante, aunque había sido consciente del cariño que él le profería y de los cuidados extremos que tenía para ella, haberla traicionado superaba su tolerancia. Entendía la connotación, se hacía la idea de las razones que pudo haber tenido el hombre, pero, aunque las comprendiese, no las aceptaba. Y no lo perdonaría.
Entró a la oficina de Allmond, empujando la puerta escandalosamente. El hombre pegó un brinco y la vio frente a él. Ella colgó su mochila amiga en el respaldo de la silla y tomó asiento con pesadez, desafiando a Allmond con la mirada.
No eran necesarios los saludos ni las conversaciones genéricas de apertura. Él debía tener perfectamente claro porqué ella estaba ahí.
―Mikasa ―tartamudeó, refregándose el ceño con nerviosismo, camuflando el gesto con cansancio―, ¿en qué puedo serte útil?
―En reservarte tus palabras cuando nadie te las pide ―habló con dureza.
―Ah, el señor Levi Ackerman no sabe guardar silencio…
―¿Y tú sí? ―gruñó. Tenía claro que debía controlarse, mas no dudaría en ser verbalmente agresiva―. ¿Quién te dio la confianza, Allmond?
―Mikasa, sabes bien que no estoy en tu contra ―él la miró como si la recriminara―. Intentaba descubrir si este hombre está siendo transparente o si solo busca de ti...
―Y aunque así fuese, ¿a ti qué mierda te importa? ―Mikasa se puso de pie, plantó ambas palmas sobre el escritorio de Allmond y se inclinó hacia él―. Que sea la última vez que abres tu boca. Eres un obsesivo y me causa repulsión… No quiero oír de ti de nuevo.
―Sabes que necesito de ti en la empresa…
―Contrátame como free lance, si quieres. Pero no quiero volver a encontrarme con tu cara de frente.
―No quería hacerte daño.
―No me hiciste daño. Te lo hiciste a ti ―le entregó un mohín picante y burlón que lo ridiculizó.
―Intentaba protegerte…
―No sabes nada sobre mí, excepto lo que dicen aquellos papeles añosos que escondes por ahí. ¿Crees que por eso me conoces mejor que nadie? No sabes nada de mí, y eso seguirá así lo que te reste de vida.
Allmond la vio con la mirada dolida. Se sintió estúpido e infantil, se vio ridiculizado frente a ella, sabiendo que sus inútiles intentos no servían de nada. ¿Qué pretendía? ¿Que Mikasa corriese a sus brazos para decirle lo útil que había sido su absurda y caprichosa jugada? Era un viejo que no tenía esperanzas, un hombre que mejor comenzaba a preocuparse de su propia vida, porque Mikasa jamás le daría cabida en la de ella.
―Lo siento ―berreó, incómodo. De pronto, la quería fuera de ahí.
―No me importa. Harás tu trabajo como siempre has hecho, las cámaras no tendrán costo alguno y las devolveré cuando me plazca. Nos contactaremos vía telefónica y por email. Cualquier trabajo que requieras, tienes ambos medios de contacto; puedes redactar un correo con todos los requerimientos que necesites. No te quiero cerca de mí, ni cerca de Levi Ackerman, ¿ha quedado claro?
Allmond asintió. Tenía la espalda pegada al respaldar de su asiento, ya que, como Mikasa se había inclinado hacia él, temió que la joven le arrancase el rostro de un solo arañazo.
―Solo quería ayudar…
―He dicho que no me interesa ―se enderezó, mirándolo con desdén―. Puedes hacer uso de la información que posees para protegerte. No querrás probar una tajada de todo lo que apuntan los informes que me han seguido toda mi vida. Y, alguna vez, fuiste útil para mí. Tampoco tengo interés de llegar a ese extremo; no si no me das razones.
―Mikasa…
―No me las des...
Le dio una última mirada gélida, una que duró varios segundos en medio del silencio incómodo que ambientaba la escena. Luego de eso, Mikasa tomó su bolso y se retiró de la oficina a pasos agigantados. No volteó ni una sola vez.
Mikasa encendió un cigarrillo. Tomó asiento en la misma banca de aquella noche, en la misma plaza donde había ocurrido todo. Miró a su alrededor, intentando buscar la respuesta a la última incógnita que aturdía su magín. ¿Cómo continuar con el paso final? Se había aclarado las cosas a sí misma, se había tomado un par de días de reflexión, había encarado a Allmond y tenía todo en orden.
El problema radicaba en que ella no podía pensar por Levi Ackerman. Él debía tener su propia noción de las cosas, y saber de ellas era un requisito necesario para acabar con todo el rollo. No obstante, ella jamás había sido comunicativa, nunca buscaba a las personas para entablar una charla (excepto con Arnold, puesto que él la conocía básicamente desde lo más profundo).
Tenía que volver a Orvud. La primera razón era el dinero. La investigación le permitía darse ciertos lujos que antes no podía, libertades a las que comenzaba a acostumbrarse. No dejaría de lado el caso de Helen hasta que estuviese resuelto. La segunda razón para volver a Orvud era bonita y de ojos azules, y le gustaba. La llamaba de vuelta a aquel pueblo frío, aburrido y níveo. Pero sabía que no era tan sencillo.
Volvió a analizar las consecuencias. ¿Qué ganaba postergando algo que debía solucionar en breve? Que Levi creyese que a ella no le importaba. Y no era así en lo absoluto; le importaba, demasiado.
Pero aún temía un rechazo producto de su reacción predadora. Pero había tenido sus razones…
Razones…
«Tuviste tus razones»
«He hecho cosas que han conseguido alejar a muchas personas de mi lado».
«No me importa».
¡Lo recordó!
Luego de haber dado espacio a la reflexión y de haberse entendido a sí misma, ahora estaba plenamente consciente. Recordó las cosas que él le había dicho.
No le importaba. A Levi Ackerman no le importaba, la entendía. Y ella, en vez de oírlo, de darle su espacio, había huido de él. No le dio oportunidad.
Confiaba en él. Y sabía que él confiaba en ella aún más. Pero lo había estropeado, sin embargo, era consciente de que la respuesta de él no sería negativa.
Extrajo de su bolsillo su celular, desbloqueó la pantalla y buscó el contacto del hombre con desesperación, sabiendo que no podía tardarse más. Por un momento dudó, no sabía exactamente qué escribirle, ni cómo empezar. A veces, consideraba negativo que hubiese rectificado tantos errores cometidos en el pasado, puesto que, en aquel momento, necesitaba urgentemente el ímpetu que había tenido en su adolescencia.
Se armó de entereza, de todos modos. Ella no flaqueaba.
Levi, en la cabaña, iba de un lado a otro, ambientando la sala de estar para disponerse a ver un documental. En eso se encontraba cuando sintió la vibración de su teléfono, y por poco sintió que su cuerpo era de cristal cuando leyó el nombre del contacto en la pantalla. Era un mensaje de Mikasa.
En su intento por abrirlo rápido, su teléfono se convirtió en un jabón resbaladizo entre sus manos. Lo peor que podía pasarle en ese momento era que el objeto cayese y se quebrase la pantalla. No podía leer el mensaje ni responderlo.
Atrapó el maldito aparato con fuerza y lo sostuvo frente a sus ojos.
«Mikasa: ¿Estás en la cabaña?».
Las manos de Levi temblaban.
«Levi: Sí. ¿Tú?».
«Mikasa: En Trost. Pensando si viajo hoy».
«Levi: Viaja… viaja, por favor».
«Mikasa: ¿Sucede o sucedió algo?», ella hizo un mohín de preocupación al leer eso último.
«Levi: Sucede que quiero estar contigo. Es todo».
Mikasa se mordió el labio inferior, reprimiendo una sonrisa. Respiró con calma y no se dejó llevar por la emoción. Aún había cosas que debía aclararle, y la primera de ellas era que no quería preguntas ni indagaciones sobre el tema de su pasado, al menos, hasta que estuviese dispuesta a decirle algo. Antes de eso, no tenía necesidad de envenenar su relación naciente con hechos que ella mantenía restringidos en tiempos pretéritos.
Levi comprendería, como siempre había hecho. Y esperaría.
«Mikasa: Viajo ahora. Veré si alcanzo el tren, aunque aún es temprano. Espérame despierto».
«Levi: Despierto y dispuesto».
Mikasa soltó una risilla.
―Idiota ―guardó el teléfono en su abrigo y tomó rumbo a la estación de trenes.
Mikasa escogía siempre la misma línea de trenes. A esas alturas, el gerente la conocía y, por esa razón, le permitía cargar la motocicleta en los vagones de equipaje. El costo era pagable. Se lo permitía, esencialmente, porque el camino y el clima a Orvud no eran los idóneos para viajar en moto. Sí se trasportaba desde la estación hasta la cabaña, eso era, sin dudas, más sencillo.
El viaje fue breve o eso le pareció a Mikasa. Había partido durante la tarde y había llegado al anochecer. No lo suficientemente tarde como para decepcionarse por ello. Levi Ackerman debía seguir despierto, además, se lo había dicho, que la esperaría.
Luego de bajar del tren y de que le revisaran su ticket, se dirigió hasta el vagón donde sabía que encontraría su moto. Una vez con esta en su poder, tomó aire profundamente. Sabía que seguir hacia adelante era todo lo que le restaba por hacer y, aun así, se sentía inquieta. La expectación no bajaba los niveles, no lo haría hasta que toda esa odisea acabase.
Mientras conducía por la carretera húmeda y fría, se preguntó qué sería de ella al día siguiente, cuando todo estuviese resuelto. ¿Cómo sería tras ver a Levi de nuevo? No habían sido tantos días, pero, indudablemente, se le habían hecho eternos. Era probable que se debiese al conflicto que había entre medio, eso hacía que la distancia y los espacios fuesen más notorios.
Vio la curva que daba aviso a que su destino estaba cerca. Volvió a inspirar abundante aire y, posteriormente, lo soltó, relajándose en el proceso. Bajó la velocidad en la curva y retomó tras enfilar por el camino recto. A lo lejos, comenzaba a atisbar la casona de Lancel. A su lado, pequeña y sencilla, la cabaña expedía tenue luz.
El corazón de Mikasa se agitó.
Estacionó a las afueras de la cabaña, sin embargo, se quedó sentada sobre la moto un buen par de minutos más. Se quitó el casco, su respiración hizo vaho, y su mirada se adhirió a las mejoras realizadas en la cabaña con tal de incrementar la seguridad. Por poco deja escapar una risilla enternecida. También reparó en que las cámaras no habían sido instaladas aún. Levi debía desconocer cómo hacerlo. Ese era el trabajo de ella.
Finalmente, descendió del vehículo y lo aseguró. Hechó las llaves a su bolsillo y caminó hacia el interior de la morada, sintiendo el ruido de la gravilla congelada bajo sus pies. Su respiración también era audible, no la enorgullecía en lo absoluto; odiaba sentirse tan nerviosa por culpa del Levi Ackerman de mierda.
Anduvo cabizbaja hasta que atravesó el umbral. Cruzó el descansillo y se abrió paso hasta la sala de estar, y todo eso, sin querer alzar la vista al frente. Pese a todo, sabía que debía enfrentarlo, sabía que el tiempo límite había acabado.
Se vio en la obligación de detenerse en medio de la sala de estar y de alzar la vista. Vio a Levi sentado en el sillón, justo en el medio, vestido con pantalón de buzo negro y una camiseta gris. Tenía las manos sobre el abdomen, estaba mirándola con temor y curiosidad al mismo tiempo, aunque claramente el temor era uno bastante particular. Levi no tenía miedo de ella, sino de la resolución final.
Mikasa delineó toda la anatomía de Levi.
«Maldito Levi Ackerman de mierda».
Lucía terriblemente atractivo. Cómo anheló que la hubiese esperado con sus peores prendas y sin bañar. Hubiese sido más sencillo entablar la conversación de ese modo.
Por el contrario, en aquel momento, se quedó de pie donde estaba, sin saber cómo continuar.
―Mikasa, lo siento tan…
―Shht… ―siseó, sin dejar de estudiarlo con la mirada.
Algo que tenía claro Mikasa era que no se permitiría arruinar la noche con palabras innecesarias. Levi no tenía que pedirle perdón; Levi solo tenía que decir que respetaba su silencio, y eso era todo lo que ella necesitaba.
El tiempo comenzó a transcurrir. Ninguno de los dos decía nada, y aunque Levi lo había intentado, Mikasa lo había coartado. Sin embargo, no podía negar que era bueno verla ahí, le alegraba tanto que había perdido el control de sus acciones, no sabía qué otra cosa podía decir en cambio, ni cómo actuar. Pensó que debía ponerse de pie, caminar hasta ella, tocarla, tomarla de la mano y arrastrarla hacia él, consentirla. Pero temía que todo eso fuese demasiado invasivo para ella.
En el fondo, estaba a la espera de cualquier veredicto que ella sentenciase.
Empero, Mikasa tenía las cosas tan poco o menos claras que él. El tema estaba resuelto en su mente. El paso final era el más complejo.
¿Qué debía hacer? ¿Irse a la habitación a descansar y esperar al día siguiente para conversar? ¿O quedarse?...
Podía ser cualquiera de las dos, y ambas tenían resultados tan diferentes. Mikasa no sabía cuál escoger, y la mirada de Levi, su completa figura no ayudaban en nada. Lo empeoraban todo, atacaban su cordura violentamente.
Con el ceño fruncido y con un intento de gruñido en los labios, Mikasa se removió para irse a la habitación y encerrarse ahí hasta la mañana siguiente. En ese mismo momento, se detuvo, sin llegar a avanzar realmente. Levi inclinó la cabeza como si no comprendiese, seguía con aquel rostro confuso, aquel que dejaba en claro que temía mover un solo dedo, creyendo que cualquier gesto de su parte podría estropear la situación. Ella volvió a repasarlo de pies a cabeza, su respiración se volvió más pesada, su garganta más estrecha, su piel más cálida, sobre todo sus mejillas.
No iba a irse a ningún jodido lado.
Relajó la postura, como si anteriormente hubiese estado en posición de ataque. Adquirió posición de descanso, reposó todo el peso de su cuerpo en una pierna e, incluso, relajó la expresión. Reunió todo el valor que sabía que tenía y, sin más, comenzó a desvestirse.
Ante la mirada atenta de Levi, se quitó el abrigo que traía encima y lo lanzó por allí, ignorando completamente el punto de aterrizaje. Los detalles eran lo último que le importaban de momento. Luego, descartó su sudadera, su cinturón, un chaleco delgado que usaba para días fríos y, finalmente, la camiseta. Dejó puestos su sujetador negro de encaje traslúcido y sus pantalones negros ajustados. Incluso, removió sus botines.
Los labios de Levi se encontraban entreabiertos, respiraba por la boca. Toda la tensión que alguna vez había existido en su rostro terminó de desvanecerse por completo, dejándolo con nada más que una combinación descabellada entre deseo y sorpresa.
—No hay nada que podamos hacer, ¿no es así? —dijo Mikasa—. Ya no hay manera de dar vuelta atrás.
Levi la contempló desde su posición, con el rostro compungido y los ojos cansados. Suspiró mientras negaba con la cabeza.
―No hay otra manera.
Ella avanzó hasta él, a pasos lentos y felinos. Levi sentía como la ansiedad hacía nudos en su estómago. No sabía qué pretendía Mikasa, si este era otro de sus juegos o si, en verdad, quería atravesar los límites tanto como él quería.
―Entonces, quédate justo ahí, Levi.
La respuesta era evidente. La atmósfera no era la misma, todo había cambiado, sobre todo en las miradas que se entregaban mutuamente. No existía espacio para otra cosa excepto para la agitación, para la entrega, para la verdad, para la emoción cálida y vertiginosa que experimentaban al estar juntos. Era un juego previo, un juego peligroso observarse de la manera que hacían, devorándose por medio de la vista, extrayéndose, atrapándose el uno al otro, reptando silenciosa y dulcemente por la figura del contrario, como si pudiesen sentirse por medio de un sentido que no fuese el tacto.
Fue un momento intenso, desquiciante, todo el tiempo previo a la locura. El cómo pudieron decirse todo con la mirada, y ambos sabían que ese tipo de conexión reclamaba algo más. No era tan sencillo como pretendían que fuese. Conectaban mejor de lo que creían.
Mikasa se mantuvo de pie frente a Levi un par de segundos, contemplando su existencia. Él no sospechaba ni remotamente sobre las ideas de Mikasa. No sobre lo que iban a hacer, sino el cómo lo iban a hacer. Tenía un pobre bagaje a raíz de comentarios al azar que ella dejaba escapar sin intenciones. Pero nada era suficiente para hacerse la idea de lo que ocurriría a continuación.
Por ende, la sorpresa fue apabullante.
Mikasa se sentó a ahorcajadas sobre sus piernas, en el borde de sus muslos en dirección hacia la rodilla, casi reclinándose hacia atrás, dejando la mayor cantidad de espacio posible entre ambos. Levi no entendía, pero Mikasa sí.
Él estaba a punto de conocer una nueva faceta de ella.
―Tócate ―demandó ella, con la voz más ligera y apasionada que tenía.
Levi sintió como su respiración se cortó. Pestañeó repetidas veces con aturdimiento, no podía cerrar la boca, y sintió que ese gesto atentaba contra su dignidad. Mas no importaba mucho cuando tenía a Mikasa sobre las piernas, mirándolo con sus ojos desafiantes.
La petición había sido clara. Ella no había tenido dejes de hesitación, estaba segura de lo que quería y cómo lo quería. Lo había descubierto tras una exhaustiva investigación.
Todo había comenzado en su adolescencia. La primera vez que intimó con alguien había sido un desastre, una pérdida de tiempo, un desperdicio, puesto que no consiguió disfrutarlo para nada. Y no solo la primera, también, la segunda, la tercera, la cuarta, y así. Sin embargo, algo en su historial sexual no encajaba con la visión que el mundo le proyectaba, que sus amigos relataban, que toda persona a la que conocía expresaba: el sexo era algo que se disfrutaba. Por lo tanto, un día se dijo: «Algo estoy haciendo mal. Si todo el mundo lo disfruta, entonces, esto no es así, no es así como debe ser. Es mucho mejor». Y como era un gato curioso, decidió desmantelar la información, averiguándolo ella misma, leyendo, consultando, indagando por aquí y por allá, hasta que entendió el problema principal: ella no era desinhibida.
Y el problema con no serlo, era que coartaba su mente, retenía las pasiones, y, finalmente, boicoteaba el placer que, realmente, debía sentir. Comenzó a analizarse a sí misma y descubrió que no era una mujer delicada. A ella, no solo le gustaba ser consentida, le gustaba ver, oír, oler, percibir con todos los sentidos que le fuese posible, y eso despertaba el más ardiente calor de sus instintos.
No quería que sus encuentros fuesen suaves, tampoco violentos, pero sí apasionados. En el fondo de las capas de hielo de la reina de las nieves, existía una flama fulminante imposible de apagar.
Y, en aquel entonces, justo a Levi, anhelaba desplegar sus más secretos deseos, puesto que nunca antes había proyectado tanta confianza ante un amante. No solía hacerlo. Se mostraba desinhibida, pero no manifestaba sus caprichos, qué quería o qué esperaba del momento. Con Levi era mucho más fácil.
Verlo tocarse era una bomba que ella no podía esperar a detonar. Ni siquiera el tacto físico podía equiparar lo que a ella le provocaba mirar y oír. Amaba eso: las expresiones, los gemidos, gestos corporales, el aroma de él, todo lo que pudiese extraerle. Sí, verlo tocarse era suficiente para hacerla acabar ahí mismo, incluso.
Mikasa respiró, relajándose. Sabía que era crucial para el momento en que necesitase distenderse para él. Las intrusiones invasivas no eran sus aliadas, más le gustaba degustar paso a paso la conexión entre los cuerpos. Y con él se hacía imperantemente importante. Con él, no quería perderse de nada.
—Quítate esto —ordenó, pellizcándole el muslo en un intento de agarrar la tela del pantalón.
Levi sentía un carnaval en el pecho. Ella no podía ser más delirante. Porque su mente de australopiteco le había hecho creer, toda su vida, que el gusto por mirar se reservaba solo para el género masculino. Mikasa siempre era un balde de agua fría lanzado a su rostro sin previo aviso.
Y le encantaba, lo embelesaba, lo drogaba profundamente, alelándolo más si cabía. Era exquisita la sensación que le abrigaba el abdomen cuando pensaba que ella podía encenderse mirándolo mientras se tocaba.
Se removió el pantalón, al menos, hasta la mitad del muslo, porque el cuerpo de Mikasa le impedía seguir avanzando. De todas maneras, para la tarea que debía ejecutar, era suficiente. No olvidó deslizar su ropa interior en el proceso. En ese momento, dio gracias a todos los cielos por haber tenido la ocurrencia de bañarse un par de horas antes.
Ahora estaba ahí, frente a ella, expuesto y vulnerable, con la hombría despierta gracias al peso de Mikasa en sus muslos.
—¿Estás temblando? —musitó ella. Levi amaba cómo lo miraba—. ¿Miedo?
El negó suavemente, mientras sus manos iban a parar a la cadera de Mikasa.
—Ansiedad —rectificó con voz ronca. Estaba nervioso.
Mikasa tenía una expresión indescifrable, no obstante, Levi pudo ver la sonrisa escondida en sus comisuras. A ella le gustaba tenerlo a su merced y a él le gustaba estarlo. Aun cuando se cimbrase bajo la potestad de ella.
Para arreglar ese pequeño fallo en toda la perfección del momento, Mikasa se inclinó hasta él, apoyando sus manos contra el respaldo del sillón, y dejó su rostro pender sobre el de él. Qué suerte la suya de encontrarlo, no dejaba de pensar que era un bien parecido de mierda, que hacerlo suyo era casi un mandamiento.
Todas las luces de la cabaña estaban apagadas, excepto por la de la lámpara en la mesita de café que se hallaba a un costado del sillón —que era tan ligera como una vela— y, también, la de la chimenea. Por ello, la piel de Levi era crema, luces tenues y algunas sombras. Mikasa rozó su nariz contra la de él, y se dedicó a apreciar cada facción que reposaba a escasos centímetros de su rostro. Sus manos pasaron a acariciar el cabello negro, sus yemas masajearon las raíces y Levi dejó escapar un suspiro; le gustaba que ella lo acariciara. Mikasa admiró su frente, sus cejas tan bien posicionadas y delineadas (no como acostumbraba a ver en otros hombres), eran naturales, bonitas. Justo en ese momento, él abrió los ojos que había mantenido cerrados durante las caricias de la joven; el azul en contacto con la tenue luz era fascinante, y las pestañas largas le daban un toque encantador.
Mikasa sentía la respiración de Levi chocar contra sus propias fosas nasales, y quedarse así un momento, era un capricho que le abrigaba el alma. Sabía que había dejado de retener sus sentimientos, que se había prometido no negarse nada. Si iba a estar con Levi Ackerman, quería extraerle todo, incluso momentos como aquel, en que las sensaciones traspasaban lo físico y trascendían a lo emocional.
Solo con él se lo había permitido. Porque él, a pesar de saber lo más terrible de ella, no había huido.
Y por eso merecía que ella le quitase la ansiedad.
La joven se retrajo un poco para admirar los labios que estaban húmedos frente a ella, llamándola a continuar. Levi la imantaba con tanta facilidad, ¿cómo era posible que él le gustase tanto si antaño las personas no eran más que el medio para un fin? Ahora lo veía a él como una de las pocas cosas buenas que habían ocurrido en su vida. Y se sentía bien, sentía que la mala suerte se había ido finalmente.
Fue un estallido placentero el cómo sus bocas se acoplaron perfectamente. Mikasa sintió el detonador activarse en su cerebro, sobre todo cuando sentía que Levi sacaba partido a su talento de saber moverse bien. Lo recordaba de aquel beso que le había dado en la tina: él tenía un don para esas prácticas.
Mikasa pudo sentir la ansiedad de Levi en la boca, cuando él decidió incluir su lengua en todo el juego. Para ese entonces, no había más cordura a la que aferrarse. Ella siguió el camino que él comenzaba a construir, dejándose guiar, permitiéndose probar las cuotas de ardor de su boca. Se lo había dicho antes, y volvía a pensarlo ahora: él sabía bien. Degustarlo era complejo, como comer chocolate, la delicia es aturdidora y permite dos opciones: apreciarlo como se debe o dejarse llevar por el frenesí que insta a comer más y más.
Empero, la joven Ackerman tenía una mente bastante operativa (aunque se creyese lo contrario), por lo que no olvidó su objetivo inicial. Aunque la lengua de Levi contra la suya provocase intensas corrientes en su médula que le hacían perder la consciencia, se mantuvo firme para sostener su objetivo en pie.
Sin dejar de besarlo, sus manos bajaron buscando las de él. Se las tomó y las guio hasta la misión que les había encomendado en un principio. Fue inevitable percibir la duda en las manos de Levi, que se enredaron con las de Mikasa y con la erección que se erguía entre ambos. Entonces, ella la sostuvo primero, para consentirlo y arrebatarle cualquier replanteamiento. Inmediatamente, sintió el cambio en la respiración que percibía contra su propia nariz, su boca hambrienta sofocaba los gemidos que expelían los labios contrarios. No tardó en volver a sostener una mano de Levi para guiarlo a su cometido; lo hizo sostenerse a sí mismo y, con su propia mano, rodeó la de él para instarlo a repetir la tarea. Levi sintió que podría volverse loco por sentir la mano de ella sobre la de él, armonizando la acción de excitarlo.
—Vamos, quiero verte, quiero ver cómo lo haces —le susurró entre besos.
Una vez conseguido su propósito, se separó de él para sentarse derecha y contemplar su obra maestra. Ahí lo tenía, frente y bajo ella, tocándose a sí mismo, jadeando, con el rostro enrojecido, las pupilas dilatas que la miraban con deseo. La escena consiguió lo que anhelaba: abarrotar todos sus sentidos. Olía su perfume, veía su rostro encendido en lujuria, lo sentía estremecerse bajo sus piernas, lo sentía aún en la lengua. Era delirante.
Y descubrió que eso también le gustaba de él, el cómo se tocaba. No era el típico desesperado frotándose con exagerada rapidez. Él, en cambio, tomaba sus pausas, lo disfrutaba (y si ella miraba, lo hacía aún más), seguía un ritmo sensual, casi juguetón. Mikasa descendió su mirada para analizar otros ángulos. Podía vislumbrar su mano húmeda haciendo el trabajo, mientras ella disfrutaba del espectáculo.
Mas decidió que su estilo no era el de espectadora, precisamente. Quería, desde lo más profundo de su ser, hacerlo sentir bien. Por lo que decidió dedicarse a besar su cuello, acariciar sus pectorales, repletarlo de besos que ardían, porque la piel de Levi era un incendio en ese entonces. Los gemidos se hicieron un poco más audibles, y es que él no sabía cómo tolerar las sensaciones de lo que él mismo se estaba haciendo y de lo que Mikasa hacía con sus besos.
Mikasa se sentía flotar. No había nada mejor que todo eso; nada ni nadie podrían equipararlo jamás. Sentirlo masturbarse bajo ella era un deleite que había disfrutado a concho, pero que no extendería más. Se resbaló de sus muslos para arrodillarse entre sus piernas. Y Levi dio un pequeño saltito casi imperceptible ante la expectación de la escena.
—No quiero que me veas. Solo siénteme —le dijo ella. Y, rápidamente, se levantó un poco para quitarle la camiseta a Levi y dejársela puesta sobre la cabeza para privarlo de toda visión.
Estar de ese modo era un poco asfixiante, pero no molesto, pensó Levi. Mucho menos cuando se distrajo de la presencia de la tela contra su rostro, para darle atención a la boca que creaba un recorrido de besos desde sus costillas hacia abajo, más abajo, más abajo y más abajo.
Mikasa tuvo que soltarlo un momento cuando lo sintió arquearse y liberar un impúdico gruñido.
—¿Hice algo mal? —le preguntó, y Levi soltó un ronquido por la nariz, una risa atorada por la sorpresiva e inocente pregunta.
Mikasa también rio, una risa sensual y divertida, pero tan natural y dulce para sus oídos.
Dios. ¡Cómo hubiese querido verla reír! Jamás creyó poder odiar una camiseta.
Dio las gracias —y estaba seguro de que iba a darlas por el resto de su vida— cuando Mikasa continuó con su labor. Hacía tiempo que no tenía a alguien en la región sur de su cuerpo, pero más importante aún, hacía tiempo que no percibía un acto tan íntimo de aquella manera tan diferente. Tal vez, no recordaba con exactitud. Mas juraría que Mikasa tenía su propia forma y talento para hacer las cosas. No era invasiva con su saliva, no lo mordía; si pudiese definirlo, diría que Mikasa tenía una táctica bastante pulcra e infinitamente satisfactoria. Levi sentía que se desvanecía poco a poco, una sensación similar a la que se experimenta antes de quedarse dormido, relajante y cosquillosa al mismo tiempo.
Mikasa, por su parte, estaba concentrada en observar a Levi desde ese ángulo. Se encontraba fascinada con la contracción de sus abdominales cada vez que respiraba profundamente. Le agradaba que él no tuviese las manos sobre su cabeza, instándola a avanzar más de lo que podía; no le gustaba de ese modo. En cambio, adoró con ardor verlo mover las manos intentando sujetarse de cualquier parte del sillón, incluso de los cojines, como si fuese a caerse hacia algún lugar. Él encontró apoyo a sus costados, plantando las palmas sobre los cojines, estrujándolos cuando el placer era demasiado para soportarlo.
Tras un buen par de minutos proveyéndole de incontrolable alegría, Mikasa decidió volverse más entusiasta. Quería avanzar, probar otras cosas, no sin antes arrastrar a Levi a la completa locura. Cuando aceleró el ritmo, Levi comenzó a jadear de una forma tan delirante que solo conseguía motivarla para seguir hasta el final. Recordó, aun en medio de la acción, la conversación que habían tenido sobre la gente silenciosa en los actos íntimos. Ella al fin podía decir que Levi la comprendía. Mejor aún, encajaba con ella. Podía jurar que aquellos sonidos no eran forzados.
Y no lo eran. Levi no estaba en su mente en ese momento. Sus pensamientos no eran más que un paraje deshabitado; su cordura había sido raptada. Y Mikasa daba gracias de conservar la propia para ser testigo de cómo él perdía la suya.
Más pronto que tarde, llegó el momento en que Mikasa supo que ya era suficiente. No le provocaba ningún tipo de repugnancia recibirlo en su boca, pero conociendo algunas obsesiones masculinas, no estaba dispuesta a que él le negase sus besos por aquella razón. Optó por liberarlo antes de que eso ocurriese.
Verlo acabar no fue más que otro deleite. Su abdomen tonificado, bañado de manchas blancas, provocó una sonrisa traviesa en Mikasa. Fue todo un espectáculo, no obstante, recordó que ella partidaria de actuar, no solo de admirar. Lo acarició completo, sabiendo que un orgasmo provocaba cierta debilidad a las caricias; la sola cualidad de electrificar los sentidos permitía que el tacto se percibiese aún más intenso, por lo tanto, decidió tocarlo, amasarle los muslos, recorrer su cintura y masajear sus pectorales. Cada gruñido de parte de Levi reafirmaba su parecer y respaldaba sus decisiones.
Durante los últimos espasmos, Mikasa recorrió los cuadraditos de los abdominales de Levi, con su dedo índice, mientras su estómago aún se contraía. Podía parecer curioso, pero ella era muy detallista y observadora. Toda la magia entraba por la vista. Incluso, podía quedarse tiempo mirando el fuego o el agua en movimiento. Levi le interesaba tanto como esas cosas.
Tras darle un tiempo de reposo, volvió a tomar asiento sobre sus muslos, esta vez, cerrando aún más la distancia entre ambos. Sintió al periodista removerse casi con urgencia, pero ella tenía fuerza suficiente para retenerlo en su lugar. Allí mismo, le quitó la camiseta de la cabeza, y pudo ver su rostro enrojecido, los ojos húmedos y cristalinos, la boca abierta y los labios sonrosados. Lucía deslumbrante. El sudor le adhería el negro cabello a la piel, y su mirada casi perdida estimulaba los más bajos instintos de Mikasa.
—Estoy sucio —musitó. Parecía débil—. Límpiame con la camiseta. Es vieja, da lo mismo.
Y ella hizo lo que le pidió. Una vez limpio, ella se dedicó a quitarse el sujetador y se mostró ante él, sencilla, ofreciendo todo lo que tenía para dar.
Levi trató de volver en sí para no perderse un solo segundo de aquella escena maravillosa a su criterio. Los tatuajes de sus brazos, el de su cuello, relucían perfectos en su piel. Ni que decir cuando la vio removerse para quitarse el pantalón y quedar solo con sus bragas color vino. En ese momento, conoció el tatuaje del rostro de un lobo que ella tenía en su muslo derecho.
Para él, ella era una obra de arte. Y no solo por eso, sino por todo. Desde su rostro redondeado, finalizado con un mentón fino, sus ojos oscuros y de pestañas gruesas, su expresión de mocosa grumpy… todo, todo de ella la hacía ser admirable.
La mano de Levi fue a sostener el rostro de la joven. El pasado de ella la condenaba, y él no quería hacer otra cosa más que hacerla olvidar, que borrarse todo eso de su mente por un momento. Él se encontraba en el presente, en el aquí y el ahora. Él estaba ahí para ella sin flaquear. Aunque las más cruentas verdades hubiesen ensombrecido su pasado, él no la juzgaba por ello. En el fondo, cada vivencia dolorosa conformaba parte de los detalles más curtidos de aquella obra de arte —ahora su favorita—.
No pudo cavilar otra vez porque ella volvió a besarlo. Lo besó con pausa, haciendo el roce de los labios más duraderos, los movimientos más lentos, logrando que el roce de sus lenguas fuese casi esporádico. Había algo especial en sus gestos; Levi la sentía ligera, como nunca antes la había percibido. Y le gustaba.
Pero había algo que le preocupaba y que lo alarmó sobremanera cuando ella lo abrazó con fuerza y él pudo sentirla contra su pecho, sus senos contra él, su piel cálida…
—Mikasa… yo no —la contempló con mirada apremiante, temeroso de arruinar la atmósfera con sus intervenciones—… no estoy seguro de poder acabar dos veces. No lo he hecho antes.
—¿No quieres intentar? —musitó ella, con aquella nueva faceta que Levi comenzaba a conocer. Seguía siendo rígidamente seria, pero su voz era dulce, caliente, coqueta. Y sus ojos brillantes en su cara de mocosa lo trastornaban—. Estoy segura de que puedo hacerte lograrlo. Wanna try?
Levi dudó unos segundos. Conocía sus límites y no quería decepcionarla. Mas corrió el riesgo, porque ella lo valía todo.
—Ok —susurró sobre los labios de la joven.
—Mientras te repones, puedes ocupar tu tiempo en mí —lo provocó. Y terminó de quitarle los pantalones para dejarlo desnudo completamente. Y, asimismo, ella removió sus bragas.
—… Pero no tengo protección —recordó de pronto, y un pánico despiadado lo atacó. No por temor a no cuidarse, sino por temor a arruinar la velada.
—Tomo píldoras —dijo ella, casi tímida.
—La última vez que me dijeron eso, terminé teniendo una hija —le aclaró para que ella entendiese sus razones. Corrió el riesgo de espantarla con eso.
Mas no lo hizo.
—Confía en mí. No soy estúpida.
Lo besó otra vez.
Aprendía rápido. Había aprendido a cómo dejarlo sin palabras.
Finalmente, lo envolvió en sus brazos, y él la tomó de las caderas para apegarla más hacia él. De ese modo, la tomó y la recostó sobre el sillón, cuidando que la cabeza de Mikasa se apoyase en el mango. Terminó escabulléndose entre las piernas de la joven para luego apoyar toda su anatomía sobre la de ella, cuidando no asfixiarla demasiado. Mikasa se dedicó a jugar con el cabello de Levi mientras él la besaba una y otra vez, porque ya no había forma de renunciar a la adicción que ella le provocaba. Desde aquel día en la tina que lo anticipaba, exasperado lo soñaba, y al fin sucedía, siendo más de lo que hubiese imaginado.
Frotarse contra ella era inevitable. Era la consecuencia de sentirla húmeda contra su virilidad, de sentir el calor apresado entre sus piernas, de distinguir su respiración agitada debido al vaivén del abdomen de ella contra el suyo, de sentir su boca atraparlo, succionarlo, tragarse su respiración.
—¿Decías? —susurró ella.
—¿Qué cosa? —preguntó él, sin entender. Hasta que la sintió alzar su cadera para frotarse aún más contra él.
Sí, estaba despierto de nuevo. Ella lo había logrado.
Levi la sostuvo del rostro con fuerza, para que le prestase atención.
—Bueno, eres la primera y la única —la besó brevemente—. No sabes cuánto me regocija saber que puedo seguir aprendiendo a mi edad… no sabes cuánto más me encanta que seas tú la que me hace descubrir cosas sobre mí mismo…
Supo que la conmovió cuando la vio cerrar la boca e intentar contener la respiración. Ella la miró con grandes ojos curiosos. Buscaba entender qué era todo eso que les estaba sucediendo. Mas sabía que la respuesta requería de mucho más tiempo.
De momento, se contentó con tenerlo para sí.
Pero como, segundos antes, Levi la había notado pensativa, decidió traerla al presente por medio de ardientes besos en su cuello, besos con la boca abierta y con mordidas suaves, y todo eso sin dejar de frotar su erección contra su humedad. La hizo acabar de esa forma, la hizo retorcerse, arquear la espalda y agarrar el sillón sin piedad, como si fuese a arrancarle pedazos. No alcanzó a gemir, porque no pudo respirar. La sensación la zarandeó repentinamente, sin darle espacio a prepararse.
Sin embargo, ella quería más. Y Levi también, porque aún no conectaban del todo. Y él necesitaba estar dentro de ella tanto como necesitaba respirar.
La tomó de las caderas para posicionarla mejor, a su gusto. Mikasa tenía la espalda recta, y Levi había ladeado su cadera, asegurándose de juntarle las piernas y que las recogiese para darle espacio a él. Entonces, la miró, la miró pidiéndole permiso.
Y ella lo miró, cediéndoselo.
Él se ubicó en su entrada, sin avanzar. Antes de hacer algo, dijo:
—No hay vuelta atrás.
—Que no la haya —suspiró Mikasa.
Entonces, él se hundió en ella, y se entregó al vacío como nunca había hecho antes. Así se sentía, como si hubiese estado al borde de un precipicio y hubiese saltado hacia la nada. Ahora, intentaba aletear, sujetarse de algo, pero no había nada excepto aire, aire y más aire. Mikasa era esa corriente que lo mantenía a flote, sin caer nunca, solo libre, disperso en la nada.
Ella le encantaba, Dios que le fascinaba. Sus manos fuertes la sostenían con fuerza de las caderas, halándola más hacia él, como si quisiera llegar cada vez más lejos, aun cuando sabía que era imposible. La tocó completa, desde el rostro a sus senos, su torso, su cintura, sus piernas, sus nalgas. Mikasa era provechosamente estrecha e irresistiblemente cálida; sentirla era vivificante, ella era energética como un electrolito.
Mikasa oía a Levi jadear suavemente y sus gemidos casi tímidos. Cada vez que soltaba uno más audible, las cosquillas viajaban como mensajeras por su cuerpo para agitarla aún más. No recordaba haberse sentido tan intensa, tan plena, tan increíblemente bien. Quizás, porque era la primera vez que tenía sexo con alguien a quien le tenía afecto. Era un descubrimiento reciente el saber cómo era estar con alguien a quién apreciaba. La mezcla de contacto físico y sentimientos era inefable.
Levi se detuvo, únicamente, para girarle las caderas y abrirse paso entre sus piernas. Quería reposar sobre ella, sentirla contra sí nuevamente, quería hundirse en lo más profundo de su ser tal y como había anhelado aquel día en casa de la jodida Irina Peterson.
Y así lo hizo.
Solo que los movimientos se volvieron más erráticos, más descontrolado, más necesitados. Levi se encargó de consumir cada gemido de Mikasa que nacía y moría en su boca. Ella no dejaba de tocarlo, desparramaba sus manos por el cuerpo apolíneo que la mantenía al borde de la perdición, al borde de un nuevo momento para el tocar el cielo.
Levi no podía creer que ella tuviese tales síntomas adversos. Era increíble pensar que estaba próximo a correrse nuevamente; le parecía una locura, y por ella lo permitía. La excitación era tal, que no notó el momento en que ella comenzó a resbalársele del sillón.
Apenas pudo sostenerla, la agarró con ambas manos, sin salir de ella y se dejó ir, al mismo tiempo que la sentía palpitar y contraerse alrededor de él.
Lamentablemente, se le soltó por un segundo, y terminó ensuciándola y también al sillón. Mas no importaba. Volvió a entrar en ella para no perderse un segundo de su clímax y se apegó a ella en un abrazo intenso que los conectaba de todas las maneras posibles. Ni siquiera se preocupó de estar sofocándola contra el sillón, quería sentirla (como si no fuese suficiente). La había extrañado, había temido arruinarlo por culpa de Allmond… quería sentirla…
Mikasa intentó sostenerlo de las costillas para levantarlo un poco, pero él le gruñó y escondió su rostro en su cuello. Como castigo, Mikasa forzó sus músculos internos, apretándolo, haciéndolo liberar un inesperado y fuerte gemido.
Sonrió victoriosa y depositó un beso en su sien.
—Skål! —le dijo jadeante.
—Skål—le respondió él.
A la mañana siguiente, Mikasa recordó una frase de película, cuando vio a Levi Ackerman adherido a su cuerpo. Tenía ganas de levantarse temprano, preparar el desayuno y comenzar la rutina. Pero moverse sin despertarlo era una misión imposible: «Do you want to play a game?», recitó en su mente cuando analizó el escenario.
La noche anterior había tenido que arrastrarlo hasta la cama, puesto que el hombre había perdido todas las energías. Aunque eso último sonase más como una excusa. A las cuatro de la madrugada estaba despierto nuevamente para invitarla a otra ronda. La diferencia radicó en que ella estaba dormida, no obstante, se entregó a la imaginación de Levi y sus intenciones. Algo que le gustaba de hacerlo al apenas despertar era la sensación de aletargamiento. Usualmente, relajarse y desinhibirse costaba tiempo y mente. En cambio, cuando la despertaban para proveerle una buena cuota de amor, estaba suficientemente relajada y acababa rápido. Así había ocurrido, él había hecho todo el trabajo y ella solo se había desperezado mientras lo sentía desempeñarse con movimientos perfectos. Finalmente, habían dormido abrazados. Por primera vez, fueron inmunes al frío de Orvud.
Cuando transcurrieron varios minutos, Mikasa decidió que era hora de levantarse y no importaba cómo. Con un solo brazo aventó a Levi hacia un costado y salió de la cama. Sin embargo, él estaba tan cansado, que cayó de espaldas sin siquiera despertarse, como un muñeco de trapo.
Mikasa lo contempló por sobre su hombro y sonrió. No tardó más y se levantó. Tomó desde el closet un chaleco de Levi, uno que le quedaba grande, porque, aunque ella fuese un tanto más alta, tenía una figura delgada. Se acomodó un par de hot pants y caminó rumbo a la cocina.
Levi Ackerman despertó una media hora después. Se preocupó al no sentir a Mikasa a su lado, no obstante, abandonó sus temores tras sentir el aroma de las tostadas en el aire. Respiró profundamente y tras ese gesto sintió un ligero dolor agradable por todo el cuerpo. No pudo evitar sonreír ampliamente tras recordar la noche anterior.
Se levantó de inmediato y se vistió con ropa ligera, para andar en casa. Caminó hasta la cocina, rascándose un ojo, buscando despertar puesto que aún traía la sensación de aturdimiento. Cuando se detuvo en el marco del medio punto, miró a Mikasa.
Ella estaba sentada en el mesón de la cocina, con una pierna dentro del fregadero y la otra fuera, colgando. Sostenía una tostada con mermelada frente a ella, mientras miraba hacia el horizonte a través de la ventana. Llevaba puesto un chaleco suyo.
Levi la contempló en silencio, curioso. Hubiese pagado con su vida por saber qué pensamientos surcaban su mente en aquel momento. Sin embargo, no ahondó en ello; se distrajo con la imagen de la joven y su cabello disparatado. Se había hecho un moño tomate que, por su corta cabellera, tenía un aspecto irrisorio y tierno. Le hizo recordar a Pebbles de Los Picapiedras. Se preguntó si valía la pena morir por un zarpazo de ella luego de decirle: «Buenos días, Pebbles».
Lo ignoró cuando la vio de frente. Lo había descubierto mirándola embelesado.
Lucía preciosa, desordenada, ojerosa, pero plena, relajada. Y gracias a él.
—Te ves linda —soltó sin prejuicios ya.
Ella bajó la mirada y volvió la atención a su tostada.
—Hay desayuno para ti —le contestó.
Solo entonces, Levi reparó en la mesa. Había un recipiente con yogur y avena, tostadas y una taza dispuesta para él.
Suspiró sin poder controlar su alegría. Caminó hasta ella para tomarla del rostro y darle múltiples besos breves y chasqueantes como una forma de darle las gracias. No solo por el desayuno, sino por permitirse confiar en él, aun cuando sabía que para ella era una tarea compleja. Aun así, lo había hecho. Había abierto su corazón, había vuelto para buscarle y se había entregado entre sus brazos.
Tenía tanto para decir, pero respetaba su silencio más que cualquier otra cosa.
Levi contempló a Mikasa, aun con su rostro entre las manos, y pensó que, aún si el mundo fuese a acabarse en ese momento, la felicidad que lo embriagaba restaba para que todo le dejase de importar.
Lo sabía; nada podría cambiarlo de ahora en adelante. Aunque fuese un error que no había visto de momento, aunque fuese un irresponsable como lo calificaba Petra. En el fondo, nada de eso le importaba.
No. A Levi no le importaba.
«Y mientras los muros caen, y te miro a los ojos, el miedo comienza a desaparecer.
Recuerdo las veces que he muerto. Y moriré, pero está bien.
No me importa, no me importa, ¡no me importa!»
—H, Tool
* Skål significa ¡Salud! en sueco.