Los personajes de INUYASHA no me pertenecen sino a RUMIKO TAKAHASHI
Dedicado especialmente a Yoi Mino que me dio la idea para el nombre del padre de Kagome
CAPÍTULO 1
Kagome POV
Sloane» Square no era el mejor barrio de Londres, pero era una zona respetable y cómoda para vivir, cerca de los lugares más de moda de la ciudad. Por regla general, allí vivían miembros de la alta sociedad que se salían de lo convencional o que preferían evitar el bullicio de Mayfair.
Y luego estaba el señor Mitzuo Higurashi Wells.
Con la mansión más grande del barrio, el señor Higurashi era lo que se denominaba delicadamente como un arribista. Otros menos delicados decían que era un mal educado que olía a clase trabajadora por mucho dinero que tuviera.
Quizá le habrían perdonado su inadecuada intromisión en la clase alta si hubiese estado dispuesto a pasar inadvertido y a aceptar que siempre sería inferior a los que pertenecían a la aristocracia de nacimiento.
Pero Mitzuo no era de los que pasaban inadvertidos en ninguna parte.
Grande como un toro, corpulento y con el rostro colorado por el sol, era además gritón y grosero como cualquiera de los cientos de trabajadores de los almacenes y talleres que había en la ciudad. Pero lo peor de todo era que no pedía disculpas por haber salido de los bajos fondos para hacer fortuna en el comercio. Era el menor de doce hermanos y había empezado trabajando como estibador en los muelles antes de invertir en el transporte de mercancías peligrosas, lo que le había permitido ir comprando propiedades que alquilaba a precios desorbitados a distintas compañías navieras.
Era un hombre zafio y sin modales que se las había arreglado para insultar por lo menos tres veces a prácticamente todos los habitantes de Sloane Square a lo largo de los últimos diez años.
Aunque no era tan tonto de creer que podría algún día parecer un caballero, sí estaba dispuesto a valerse de su escandalosa fortuna para conseguir meter en la alta sociedad a su única hija.
Una imprudencia que no le ayudaba precisamente a congraciarse con los ciudadanos de primera.
Lo único que los tranquilizaba un poco era saber que el dinero y las fanfarronadas de Higurashi Wells no podrían nunca hacer que su hija tuviese éxito.
A la joven no le faltaba belleza. Tenía grandes ojos zafiros, nariz delicada y labios carnosos. Pero había algo demasiado sencillo y poco sofisticado en sus curvas de gitana y en su cabello negro azulado como el fin de la tarde e inicio de la noche.
Pero lo que realmente hacía pensar que nunca nadie la sacaría a bailar era su falta de encanto.
Después de todo, siempre había caballeros de buena familia que sin embargo carecían de fondos. Era muy caro formar parte de la nobleza, especialmente si uno era el menor de varios hermanos y no contaba con propiedades que contrarrestaran el alto coste de estar a la moda.
Con una dote que superaba con creces las cien mil libras, Kagome Higurashi Sellers debería haber encontrado marido en su primera temporada en el «mercado», incluso con el lastre de tener un padre que siempre haría pasar vergüenza a su futuro yerno.
Pero, además de la desventaja que suponía su padre, resultaba que la muchacha en cuestión era una intelectual incapaz de decir una palabra en público y mucho menos cautivar a un caballero con sus coqueteos. El resultado de semejante combinación era que todo el mundo le tenía lástima y huía de ella como de la peste.
Los miembros de la alta sociedad parecían disfrutar de los fracasos de Kagome. Estaban convencidos de que serviría de lección al odioso señor Higurashi y de ejemplo para otros advenedizos que creyeran que podrían instalarse entre la aristocracia gracias a su dinero.
Pero no habrían estado tan convencidos si conocieran a Mitzuo Higurashi Wells tan bien como lo conocía su hija.
Un hijo de un simple carnicero no se hacía con un pequeño imperio a menos que tuviese la absoluta determinación de superar cualquier obstáculo, a costa de cualquier sacrificio.
Consciente de la despiadada fuerza de voluntad de su padre, Kagome se estremeció al oírlo gritar por la casa.
—Respóndeme, maldita sea, Kagome. ¿Dónde está esa niña?
Oyó las voces de los sirvientes que trataban de responder a su señor y, con un suspiro de resignación, Kagome dejó sobre la mesa el libro sobre China que estaba leyendo y miró a su alrededor, a aquel refugio donde siempre encontraba un poco de paz.
Las ventanas daban a la rosaleda y a la fuente de mármol que brillaba bajo el sol del mayo. Las estanterías abarrotadas de libros encuadernados en cuero cubrían las paredes de lado a lado y el techo abovedado estaba decorado con un fresco en el que se veía a Apolo en su carro. Cerca de la chimenea de mármol tallado había un escritorio de madera de nogal y frente a ella, dos butacas de piel. El suelo estaba cubierto con una alfombra persa de tonos rojizos.
Era una biblioteca preciosa.
Kagome se levantó de la silla, se alisó el vestido con la mano y lamentó no haberse cambiado aquel sencillo atuendo por uno de los vestidos de seda que su padre prefería que utilizase.
Claro que eso tampoco habría servido para que estuviese satisfecho con su aspecto, pensó con tristeza.
A la decepción que había supuesto para Mitzuo no tener un hijo varón que pudiese ser su heredero, había que añadir el que además su hija pareciese una gitana y no una de esas delicadas debutantes rubias que se paseaban por los salones de baile de la ciudad.
Preparada para la llegada de su padre, Kagome consiguió no encogerse al verlo entrar por la puerta, mirándola ya con el ceño fruncido.
—Debería haber imaginado que te encontraría perdiendo el tiempo, escondida entre estos malditos libros —se fijó en el vestido verde azulado y en la falta de joyas—. ¿Para qué crees que me he gastado una fortuna en ropa si no es para que la luzcas como todas esas estúpidas muchachas?
—Yo nunca le pedí que se gastara nada —le recordó con voz suave.
Mitzuo resopló con furia.
—Claro, supongo que preferirías ir por ahí vestida como una limpiadora y que todo el mundo creyera que soy tan tacaño que ni siquiera soy capaz de atender a las necesidades de mi única hija.
—No es eso lo que pretendía decir.
Mitzuo se acercó al escritorio con paso pesado y el rostro más enrojecido de lo habitual, como si el pañuelo blanco que llevaba al cuello lo estuviese ahogando.
Kagome se inquietó. Su padre solo permitía que su ayuda de cámara le pusiese aquel traje cuando tenía intención de codearse con la alta sociedad en lugar de trabajar. Algo que normalmente hacía que Mitzuo acabara de muy mal humor después de que varios aristócratas hubieran amenazado con librar al mundo de la existencia de Mitzuo Higurashi Wells.
—¿No te basta con avergonzarme con tus torpes modales y tus balbuceos atolondrados? —siguió rugiendo mientras se servía una generosa copa de brandy.
Kagome bajó la cabeza, con esa sensación de fracaso que conocía tan bien.
—Hago lo que puedo.
—¿Por eso estás aquí sola con el día tan bonito que hace mientras tus amigas están almorzando al aire libre en Wimbledon?
—No son mis amigas —aclaró, decepcionada—. Y no podría haber asistido a una comida sin haber recibido invitación alguna.
—¿No te han invitado? Como hay Dios, que lord Jaaku (malvado) se va a enterar.
—No, padre —Kagome lo miró, horrorizada. Ya era bastante malo que nadie le hiciera el menor caso cuando se veía obligada a asistir a los acontecimientos a los que la invitaban, no querría además que las jóvenes de su edad le guardaran rencor—. Se lo advertí y no quiso escucharme. No puede comprarme un lugar en sociedad, por mucho dinero que gaste.
De pronto desapareció la furia del rostro de su padre y dejó paso a una sonrisa de arrogancia.
—Ahí es donde te equivocas.
Kagome se quedó inmóvil.
—¿Qué quiere decir?
—Vengo de tener una provechosa reunión con el señor Inuyasha Taisho Steel, hermano menor del lord de Inugami.
Kagome ya sabía quién era, por supuesto.
Se trataba de un apuesto caballero de ojos dorados claros, con un peligroso encanto y un talento innegable para escandalizar a la alta sociedad con sus bromas y su afición al juego. También era famoso por estar metido en un sinfín de deudas.
Tras mucho observarlo de lejos, Kagome había llegado a la conclusión de que el atroz comportamiento de aquel caballero era el resultado de su parentesco con lord Inugami.
A diferencia de su hermano menor, Inugami era algo más que apuesto. En realidad era... impresionante.
Tenía el cabello platinado y brillante como la nieve misma, unos rasgos tan perfectos que parecía un dios más que un simple hombre; los pómulos marcados, la nariz fina y algo arrogante y unos labios irresistibles. Sus ojos...
Kagome sintió un pequeño escalofrío.
En sus ojos había a veces un brillo de fría inteligencia y otras el ardor de la furia. Su cuerpo era firme y fuerte como el de un atleta.
Era una increíble combinación de elegancia, poder y astucia. Apenas se prodigaba en actos sociales y sin embargo la alta sociedad lo adoraba.
¿Cómo no iba a sentirse Inuyasha ensombrecido por un hombre así? Era perfectamente comprensible que se revelase como pudiera.
Kagome se aclaró la garganta, consciente de que su padre esperaba una respuesta por su parte.
—Ah, ¿sí?
—No te quedes ahí con la boca abierta —espetó su padre—. Llama al mayordomo y pide que nos traigan una botella de ese líquido francés que me costó una fortuna.
Kagome hizo sonar la campanilla con un estremecimiento nada halagüeño y sin apartar los ojos de su padre.
—¿Qué ha hecho, padre?
—Te he comprado un lugar en esa sociedad tan estirada, tal y como dije que haría —anunció, ufano—. Nadie podrá pasarlo por alto.
Kagome se sentó en la silla más cercana mientras el miedo se apoderaba de ella.
—Dios mío —susurró.
—Es a mí a quien debes dar las gracias, no al Todopoderoso. Él no habría podido hacer el milagro que he conseguido hacer yo durante una simple comida.
Se humedeció los labios, tratando de controlar el pánico. Quizá no fuera tan horrible como presentía.
«Por Dios, que no sea tan malo como me temo».
—Deduzco que ha estado en el club.
—Así es —Mitzuo apretó los labios—. Los muy bastardos. Es un robo que me hagan pagar solo por codearme con todos esos aburridos idiotas que creen estar por encima de los honrados ciudadanos.
—Si le resultan tan repulsivos, no comprendo por qué se molesta en hacerse socio del club.
—Por ti, ingrata. Tu madre, que en paz descanse, quería que tuvieras un futuro respetable y eso es lo que tengo intención de hacer. Pero no me lo estás poniendo nada fácil —su padre señaló los mechones de pelo que se le escapaban del moño y el polvo que tenía en el vestido de haberse acercado a las librerías—. Contraté a la institutriz más cara y a una docena de profesores que prometieron prepararte para la sociedad, ¿y qué he obtenido a cambio? Una desagradecida que no aprecia todos los sacrificios que he tenido que hacer.
Kagome se encogió, incapaz de negar semejantes acusaciones. Su padre había dedicado mucho dinero a intentar convertirla en una dama y no era culpa suya que ella no tuviera las cualidades que se esperaban de una debutante.
No sabía tocar el pianoforte, no sabía pintar, ni hacer punto de cruz. Se había aprendido los pasos de algunos bailes, pero no conseguía llevarlos a cabo sin tropezar con sus propios pies. Y nunca había sido capaz de comprender el arte del coqueteo.
Todos esos defectos habrían sido excusables si al menos hubiera tenido el sentido común de haber nacido hermosa.
—Soy consciente de los esfuerzos que ha hecho, padre, pero creo que lo que madre habría querido es que fuera feliz.
—No tienes la menor idea —replicó su padre—. Pasas tanto tiempo con la cabeza metida en esos libros, que te has quedado tonta. Ya le dije a la institutriz que no te permitiera leer esas poesías absurdas que te han corrompido el cerebro —hizo una pausa para lanzarle una mirada de advertencia—. Menos mal que yo sé lo que te conviene.
—¿Y qué se supone que es lo que me conviene?
—Casarte con el señor Inuyasha Taisho Steel.
Por un momento, todo se volvió negro a su alrededor, pero Kagome luchó para no desmayarse. Perder el conocimiento no le serviría para hacer cambiar de opinión a su padre. Quizá no pudiera hacerlo de ninguna manera, pero tenía que intentarlo.
—No —susurró suavemente—. No, por favor.
Mitzuo la miró con el ceño fruncido al ver que se le habían llenado los ojos de lágrimas.
—¿Qué demonios te pasa?
Kagome se puso en pie.
—No puedo casarme con un completo desconocido.
—¿Cómo que un desconocido? Habéis sido presentados, ¿verdad?
—Sí, nos han presentado —reconoció Kagome, segura de que Inuyasha Taisho no sería capaz de reconocerla entre una multitud. Desde luego desde que los habían presentado en su primera temporada en sociedad, él no se había molestado en prestarle la menor atención—. Pero apenas habremos intercambiado una docena de palabras.
—¡Bah! La gente no se casa por las conversaciones que puedan tener en un baile. Los hombres lo que buscan es una mujer que les dé un par de mocosos.
—Padre.
Mitzuo soltó una carcajada y luego volvió a clavar la mirada en ella.
—No me vengas con remilgos. Sé mucho de la vida y hay que llamar a las cosas por su nombre. Un hombre necesita una mujer y una mujer necesita un hombre que le dé un hogar y un poco de dinero que la haga feliz.
El pánico volvió a apoderarse de ella. Respiró hondo y se llevó la mano a la boca del estómago.
—Entonces me temo que ha elegido usted mal —consiguió decir—. Por lo que he oído, el señor Taisho es un jugador empedernido y un... —le faltó valor para proseguir.
—¿Un qué?
Kagome comenzó a caminar por la habitación. No podía admitir que a menudo aprovechaba que nadie reparaba en su presencia para escuchar los chismorreos y, sin admitirlo, resultaba muy difícil explicar por qué sabía que Inuyasha Taisho Steel era un lujurioso con un sinfín de amantes.
—Y un caballero incapaz de darle a una esposa ni un hogar, ni dinero —optó por decir.
Mitzuo se encogió de hombros. Sin duda se inclinaba a pasar por alto los numerosos defectos de su posible yerno siempre y cuando pudiera darle el pedigrí que necesitarían sus futuros nietos.
—Por eso le he dicho que dedicaré parte de tu dote a compraros una casa adecuada en Mayfair y a asegurar que tengas una buena asignación anual —hizo una nueva pausa—. Ahora no podrás decir que no hago lo mejor para ti.
¿Lo mejor?
Kagome se volvió bruscamente hacia su padre y lo miró a los ojos con furia. No solo estaba dispuesto a sacrificar a su hija para complacer sus ansias por que la sociedad lo aceptara, sino que además pretendía hacerle creer que lo hacía por ella.
—¿Por qué has elegido a un hermano menor? Pensé que buscabas un título.
—Después de tres temporadas esperando que conquistaras a alguien, aunque fuera un simple caballero, me he dado cuenta de que me había creado falsas esperanzas —se tomó el último sorbo de brandy—. Me pasó lo mismo cuando intenté vender ese caballo la primavera pasada. A veces hay que aceptar el fracaso.
Kagome apretó los labios con dolor. Su padre no dudaba en humillarla si eso le servía para conseguir que hiciera lo que él quería, pero no solía ser tan cruel.
—Yo no soy un caballo al que pueda vender.
—No, eres una jovencita demasiado sensible para estar a punto de convertirte en una solterona.
—¿Tan terrible sería eso? —le preguntó.
—No seas estúpida, Kagome —más que hablarle, le ladró y luego la miró con impaciencia—. No he hecho fortuna para que acabe quedándosela algún sobrino estúpido cuando yo estire la pata —se acercó a ella y la señaló con el dedo—. Harás lo que tengas que hacer y me darás un nieto que sea sangre de mi sangre, irá a Oxford y, con el tiempo, puede que hasta llegue a ser primer ministro —en sus labios se dibujó una sonrisa de arrogancia—. No está mal para el hijo de un pobre carnicero.
—Me sorprende que no quieras el trono —murmuró sin pararse a pensar.
—Podría haberlo hecho si no hubieras resultado ser semejante fracaso —dicho eso, se volvió hacia la puerta, dando por terminada la conversación—. La boda se celebrará a finales de junio.
—Padre...
—Y tendrás que asegurarte de que sea el acontecimiento más importante de la temporada —añadió sin hacer el menor caso de sus súplicas—. Si no es así, harás las maletas y te enviaré a Yorkshire con tu tía Tsubaki.
Se le encogió el estómago al oír aquella amenaza.
Tsubaki Higurashi Wells era la hermana mayor de su padre, una solterona amargada que había dedicado su vida a rezar y a hacer sufrir a los demás.
Tras la muerte de su madre, Kagome había pasado casi un año en casa de su tía, que la había tratado como a una sirvienta sin sueldo y, además, no le había permitido salir apenas de sus habitaciones. Pero no habría sido tan horrible si aquella mujer no hubiese tenido la costumbre de azotarla con una fusta por la infracción más insignificante.
Su padre sabía perfectamente que se tiraría al río Támesis antes de tener que ir a Yorkshire.
Que el cielo la ayudara.
P.D: Agradecería su apoyo y si no fuera molestia algunos review. Gracias de antemano por darse un tiempo en leer esta historia.