¡Feliz navidad a todos!

Espero todos hayan pasado una bonita noche en compañía de sus seres queridos.

Aquí un pequeño drabble.


Había un hábito que Mikasa odiaba de Eren, uno de esos defectos tan obvios que el chico de cabello castaño tenía, sin embargo, parecía no notar. Era tan sencillo y tan absurdo que le carcomía los nervios lo tonto que sonaría decírselo, pues aquello la haría parecer desesperada.

Eren solía ir a su casa cada día tras acabar su turno en aquella tienda de autoservicio en la que trabajaba. El clima del pequeño poblado en el que vivía cambió, así que los días eran cortos, fríos y lluviosos. Las calles se vaciaban pronto, pues la gente corría hacia la estación de tren para irse de ahí tan pronto fuera posible; Eren siempre tomaba el último tren, el de las 10 de la noche.

La rutina era la misma: cenar, ver alguna película de la amplia colección que Mikasa tenía en su habitación. Todo acababa con un «Buenas noches, adiós», seguido de un hombre que daba la espalda para irse. Y ella lo odiaba.

Sin embargo, aquella víspera de navidad, la nieve llegó, y para seguridad de los habitantes, el ayuntamiento prohibió el tránsito de vehículos… incluido el tren.

Aquel veinticuatro de diciembre el tren dejaría de pasar más temprano de lo habitual. Eren no podría quedarse tanto tiempo en casa de la chica de ojos oscuros. Él estaba sentado en el sofá, viendo el canal de noticias que anunciaba a la población el salir de casa a tiempo, mientras ella se recargaba en su hombro.

El reloj marcaba las 18:30, media hora antes de que el tren dejara de pasar.

—Eren, deberías de salir ya… no alcanzarás el tren si no sales ahora —sugirió la chica de la bufanda roja.

—Cierto —respondió Eren, con una sensación extraña en el estómago. Suspiró antes de levantarse, sintiendo el frío que dejó la ausencia de su novia en su costado. Caminó hacia la puerta principal del pequeño departamento y tomó su chaqueta—. Te veré mañana, lo prometo —pronunció mientras se colocaba su abrigo y metía las manos a los bolsillos. Con un beso en la mejilla se despidió de Mikasa, quien lo miró salir por la puerta.

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La estación de tren estaba fría y vacía. La gente escaseaba y el gélido aire se colaba por la entrada, y la taquilla estaba a punto de cerrar. La plataforma ya no olía a la comida de los vendedores ambulantes, sino a nieve. Las bocinas de la estación anunciaban que el último tren estaba por llegar, advirtiendo al único loco que esperaba sobre las noticias que ya había escuchado en casa de su novia.

Sus manos fueron al bolsillo de su abrigo, empuñando el billete de tren que lo llevaría de vuelta a casa, y su aliento salió en forma de vaho que desapareció en al aire. La extraña sensación en su estómago lo invadía de nuevo, y una enorme duda lo invadió mientras las puertas para entrar al vagón se abrían.

Tomó el billete en sus manos, mientras se cuestionaba si realmente debía —y quería— irse. Sus manos sudaron, mientras el altavoz anunciaba que las puertas se cerrarían, y él sabía que decisión debía de tomar.

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El pequeño departamento de Mikasa Ackerman se sentía inhóspito. Una sola muchacha reposaba en el sofá con una botella de vino en la mesita de café, y un plato vacío de la cena congelada que se tomó la molestia de preparar. Como pasaría noche buena sola, no tenía que preparar una cena elaborada.

La frazada negra la cubría descuidadamente, y en televisión pasaban una película genérica de navidad. Aburrido. Cuando creyó que caería dormida, el timbre de la puerta sonó, y ella se levantó perezosamente para abrir.

Tan pronto abrió la puerta, un par de labios ásperos se posaron sobre los suyos, y un aroma conocido la invadió por completo. El hombre de melena castaña cerró la puerta con una patada y la mujer de cabellos oscuros lo rodeó con sus brazos, dándole paso al interior de su morada.