—¿No ha escuchado? Le he dicho que el General está ocupado. Regrese otro día.
La voz del soldado se me antojó plana, lejana, acuosa. Un eco extraviado que rebotó sin rumbo en las paredes de mi indiferencia, porque todo cuanto me importaba eran otras palabras que resonaban con fuerza por sobre su insistencia, esa que me invitó a largarme por segunda vez consecutiva. Eran las palabras escuetas que Dot Pixis había dejado caer un mes antes, esas que yo fui incapaz de atrapar al vuelo gracias al ofuscamiento que entorpeció la eficacia de mi razonamiento por lo accidentada y poco convencional que había sido nuestra reunión de ese día.
—Si le informa que soy yo quien quiere hablarle, tal vez…
—¿Y quién es usted? —me atajó el soldado, ya irritado por la tozudez que le hacía contra a la suya—. Las órdenes fueron claras: no recibiría a nadie.
Yo estaba renuente a rendirme y eso le hastiaba. Siendo de los pocos que contaban con la gallardía para desafiarles, corrí el riesgo teniendo muy en cuenta los posibles desenlaces que podrían arraigarme mi insolencia. Lo tenía muy presente, pues los moretones que dejaron en el cuerpo de Levi cuando se enfrentó a la máxima autoridad fueron la prueba de su intolerancia a la altanería.
—Mikasa Ackerman.
El soldado, cuyo nombre carecía de relevancia, frunció el ceño al sentir sobre su hombro la mano del compañero que había estado silente, no queriendo entrometerse en la porfía que nos mantuvo estancados en un punto muerto sin avance ni retorno.
—¿Qué?
—El General también dijo claramente que ella es la excepción.
La advertencia de nuestro espectador motivó a mi contrincante a alzar las cejas en amago a la sorpresa que le azotó al hacer cuenta de que, efectivamente, yo no alardeaba al sugerir que la simple mención de mi nombre podría ser la palabra clave que abriría las puertas de roble labrado que protegían con ahínco de cualquiera que pretendiese franquearlas.
Dot Pixis, cuya presencia imponente se hallaba con frecuencia merodeando por los pasillos del cuartel como cual fantasma, se había ausentado cuatro largas semanas partiendo del día siguiente a nuestro primer y último encuentro a solas. Desde ese punto, Pixis se me había convertido en viento y sus palabras en un insufrible tormento por evocarles día y noche en mi afán de encontrarles lógica y descartar así aquello que me inquietaba y que rayaba en lo inequívoco. Quise ubicarle incontables veces sin resultados: estaba fuera de mi alcance en un lugar distante por asuntos de trabajo, según se desparramaba a voces entre los soldados. Fue así hasta ese viernes en cuestión, cuando el mismo Levi me comentó que el General había reaparecido y que su retorno era sinónimo de que pronto debían comenzar a organizar la seguridad del festival de verano que se festejaba cada año.
—Déjale entrar.
El soldado obedeció a regañadientes y Pixis me recibió con una sonrisa entusiasta, una invitación a tomar asiento y un olor a tabaco saturado en el aire de su oficina. Todo lucía tal como lo recordaba: los estantes repletos de libros que quizá nunca habían sido leídos, los cuadros revestidos por una fina capa de polvo, los reconocimientos y medallas alusivos a sus logros y representantes de su soberbia, el puro de sello extranjero que sostenía en sus dedos, a él posado detrás de su escritorio caoba…
—Pero qué grata sorpresa, señora de Ackerman —saboreó el sonido del nuevo pseudónimo que él arbitrariamente me otorgó sin atenerse a las formalidades referentes del término, con los ojos centellándole de expectación—. ¿Me ha traído alguna noticia provechosa? ¿Alguna que tenga que ver con bebés o algo así?
—Señor…
—Pixis —me interrumpió—. Solo Pixis.
—Pixis… —me era insólito el tratarle como a cualquiera, pero así él lo quería y a mí no me quedaba de otra que ajustarme a sus condiciones. Probablemente no me acostumbraría nunca—. Lamento decirle que no. El objeto de mi visita dista mucho de ser lo que espera de mí.
—Oh —su decepción fue evidente. Su interés, no obstante, aumentó en creces ante la duda—. ¿Qué le ha motivado a venir, entonces?
—Durante aquella reunión… —me detuve, indecisa de mi proceder. Mis ideas eran un revoltijo amorfo que apenas podía organizar—. Usted me habló de la madre de Levi. Lo ha dicho, usted le conocía…
Mi torpe planteamiento no le tomó desprevenido. Pixis me contempló largamente, mudo y gélido pese a que los fogosos rayos del sol que se colaban por la ventana resbalaban como cascada de oro por su postura solemne. En primavera la vida se mostraba radiante, bañando todo lo que se topase en su camino con una refulgencia casi enceguecedora.
—No esperaba menos de usted. Ya sospechaba yo que iba a volver —declaró con sus ojos todavía briosos resplandeciendo en la oscuridad consecuente del contraluz—. Sí, le conocía. Éramos buenos amigos.
Miles de dudas se arremolinaron en mi mente, abrumándome. Me asaltaban con una rapidez desmedida, incontrolables, amontonándose e impidiéndome pensar con sensatez. La relación entre Levi y su madre me eran puntos inconexos, sin sentido ni forma, e incluir a Pixis en la ecuación me resultó un completo disparate. O eso creí, hasta que estuve recompuesta como para aventurarme a esclarecer la penumbra que obnubilaba la luz en todo ese asunto.
—¿Cómo…? —aventé sin meditarlo. La interrogante divagó en el vacío al optar por domarme y reorganizarme, priorizando las que más me hacían ruido, temiendo que zanjase el tópico con la misma violencia que anteriormente—. ¿Cómo es posible?
El asombro no cabía en mí. Me sobrepasaba por mucho y no era para menos.
—A veces, las casualidades suelen sorprendernos.
Mi mente evocó mi teoría de dichas casualidades y su significado. Asentí al no hallar argumentos para contradecirle.
Hasta los disparates más descabellados cobran sentido cuando se les asienta en las bases de las inauditas coincidencias tramadas por el universo y sus misterios.
—¿Cómo era ella?
Desmesurado fue el desconcierto que recayó en mí en cuanto advertí el puñal de añoranza que le hería desde tiempos pasados, quiméricos pero en sus adentros tan vivos como en aquel entonces. Le vi alzar la mirada, rebuscando en sus memorias y adentrándose en la arena movediza de una realidad que no me pertenecía, pero que estaba dispuesto a compartir conmigo.
Yo no comprendía sus motivos, hasta que, de golpe, reparé en esa extraña pero amena empatía existente entre los mortales que lo hemos perdido todo. Quizás él también la sentía, ahí, palpable en el espacio que nos separaba, hablando en el silencio, vibrando en las ausencias. Tal vez, solo tal vez, por eso había decidido confiarme los entresijos de ese recuerdo que habría de atesorar con recelo del resto.
—En definitiva, la mujer más bella que he visto jamás.
Su afirmación llegó tras reaccionar al cabo de unos instantes que en su introspección debieron asemejársele a una eternidad. Su mirada, acogida tras un inescrutable velo de misterio, descendió hasta mí. No estuve segura de si me devolvía la sonrisa tenue que le dediqué por pura inercia, al bosquejar mi versión de ella en base a la belleza de su hijo. Le dibujé como una mujer madura, de rasgos finos y mirada intensa, taciturna y cariñosa a su manera. Qué bonita debía de ser.
—Kuchel. Ese era su nombre.
—¿Él lo sabe?
Pixis asintió despacio, asumiendo que me refería a Levi, y ante mi atento escrutinio pareció envejecer diez años en diez segundos. Se acomodó en el asiento tras su escritorio y se desprendió de esa prepotencia que lo enajenaba de mí, entregándole la victoria sin siquiera dar pelea a la curiosidad avasalladora de la que él mismo era responsable.
Hubiese sido muy fácil evitarme en plan de redimirse de su desliz no tan desliz. Una sola orden suya habría bastado para que los centinelas de la entrada a esa sala me sacasen para luego olvidarse del asunto para siempre, porque ni él ni nadie estaba obligado a rendir explicaciones. Empero, el cauce de los hechos fluía en dirección contraria a la solución más factible para Pixis; impulsado por su menester de desahogarse, de liberarse de esa cárcel invisible que le apresaba en sus recuerdos. Solo así sería más llevadero para su consciencia; el alivianar cierta carga, el librarse de lo que sea que le atormentaba.
—Nos conocimos de antaño. Siendo cercano a la familia, a Rivaille le vi nacer y crecer y a Kuchel adorarle más que a sí misma. Ese mal carácter suyo, por cierto, es innato y se manifestó desde antes de que aprendiese a caminar.
—Levi no me lo ha comentado nunca —pensé en voz alta con un deje de incredulidad, fallando estrepitosamente en mi lucha de recrear el escenario que me describía—. Es absurdo…
—No me sorprende. Conociéndole, habrá de parecerle un desperdicio de tiempo. No le agrado desde que tiene uso de razón, es un caso perdido.
Suspiré, de pronto cansina. Había acudido a él para constatar que estaba errada, que había tergiversado esas palabras que me obligaron a regresar allí. Sin embargo, mis incertidumbres resultaron certeras y cada respuesta, lejos de sosegarme, solo le echaba leña al fuego de mi confusión.
—¿Por qué me dice todo esto?
Pixis ladeó la cabeza y, provisto de súbito de más arrugas y desprovisto a su vez de esa soberbia que en él era habitual, midió brevemente sus pensamientos al contestar.
—Yo solo le he dado respuesta a sus preguntas —se encogió de hombros, restándole peso a lo revelado—. Como lo hacen los amigos… Eso le he pedido, ¿no? Confianza.
—Sí, pero usted así lo ha querido. Fueron adrede las insinuaciones que nos conllevaron a hablar de esto ahora.
—Fue inevitable, Mikasa, en su defecto y para mi pesar. Me hace usted rememorarla, sabe. A Kuchel. Consideré justo el hacérselo saber.
—¿Yo? —inquirí presa de una turbación que no pasó desapercibida para la sagacidad veterana del General, quien se tomó la libertad de encender un cigarrillo tras haber acabado su habano. El humo espeso se explayó entre ambos con lentitud tortuosa, creando una cortina opaca que no me impedía escrutar su expresión serena—. ¿Por qué? ¿En qué hemos de asemejamos?
Un extenso silencio precedió su confesión.
—Ni siquiera yo lo sé.
Apreté los labios queriendo sellarlos, al sentirme una intrusa hurgando en cosas que no me competían. Si bien Levi se convirtió en parte de mí, yo no tenía el derecho de ahondar en su vida, en su pasado ni mucho menos en la de los suyos por otro medio que no fuese su juicio. Debía esperar a que fuese Levi quien me diera las respuestas, a su modo y criterio, cuando lo creyera conveniente. El sentimiento de culpa que me embargó aunado a las dudas que no paraban de acrecentarse, fue la convicción que me hizo callar aun cuando en mi fuero interno delirase de curiosidad.
—No me diga nada más —murmuré y el asintió de buena gana.
—El resto debe saberlo de la mano de su esposo. Es el único que posee la potestad de contarle lo que yo no.
No pude descifrar de dónde provenían esas punzantes ganas de llorar que contuve con mucho esfuerzo. Así mismo, me hallé arrugando el entrecejo en descontento al ser golpeada, también, por otra oleada de dudas que amenazaban con volver a faltar al juramento recién autoimpuesto de permanecer al margen de todo lo que a ellos concierne, y eso me era inconcebible. Ya me había permitido mucho hasta ese punto. Dejé salir otro suspiro de resignación, arrepintiéndome de mis actos y rehuyendo de mis ansias de saberlo todo.
—¿Está usted al tanto de la razón que envió a Rivaille al hospital aquel día?
Y con eso la efímera iniciativa que tuve de marcharme de allí se volvió líquida, escurriéndoseme de las manos sin más. El rumbo de la conversación había mutado abruptamente y yo, por pura conjetura, se lo atribuí a su habilidad de casi leer la mente de terceros. Pixis era muy perceptivo y todo cuanto estudiase con una pizca de empeño se volvía predecible ante su perspicacia.
—Sí —no precisaba más detalles. Lo recordaba con la exactitud de esas cosas que se graban a la fuerza en la memoria y en la piel—, lo estoy.
—¿Cuál es, según su criterio?
—Su resistencia a casarse conmigo.
La obviedad del tema a tratar me aturdía. Temí que aquello tuviese un siniestro mensaje subliminal al verle sonreír como se sonríe cuando se está frente a la más auténtica manifestación de inocencia.
—Se equivoca. No se trató de su negación, sino del ferviente deseo de protegerle a usted, Mikasa, del destino que yo les impuse —aseveró y yo me sentí desfallecer—. Él creía ingenuamente, sin embargo, que su renuencia se fomentaba en su causa personal. Buscando demostrarle el buen tino de mis decisiones, me vi en la deplorable obligación de provocarle, eso sí, para ponerle a prueba. Bastó mencionarle a usted para hacerle enloquecer y yo entonces estuve seguro de que había logrado mi cometido.
Me dolía el recuerdo. Para entonces, mientras Levi vivía en negación sobre a lo que nuestra unión respecta, yo ya convivía a gusto con los sentimientos que le reservaba en lo más recóndito de mi ser sin él tener ni una mínima idea. Me enamoré de Levi irremediablemente, sin siquiera conocer más que su talante severo y la temible reputación que se granjeó entre mis compañeros. Así, sin medida ni remedio, porque en los asuntos del corazón no hay explicación ni lógica que le justifique.
Esos mismos sentimientos fueron la fuente inagotable que me proveyó de la paciencia y sabiduría necesarias para afrontar nuestro destino con un semblante no tan funesto como el que Levi tuvo ante la inexorable noticia. El orgullo y terquedad que creí inexpugnables le cegaban y nos impartían un pronóstico nada alentador de lo que sería nuestra relación en un futuro no muy lejano si no se dignaba a ceder y eso me aterraba. No obstante, yo le quería y echarme a morir por su constante rechazo no era una opción en nuestro caso: estaríamos casados pronto y más nos valía al menos tener la decencia de soportarnos el uno al otro. Era cuestión de cordura. Supongo que nos salvé a ambos de atravesar un infierno al conservar la mía y apostar por los dos, pues Levi desde el primer minuto lanzó la suya por la borda sin detenerse a pensar qué podría haber al final de la negrura del túnel en el que estábamos atrapados.
Mentiría si dijera que fue fácil.
He de admitir que, de no haber estado dotada de dicha paciencia inagotable y de la sabiduría que guio mi proceder –porque mis sentimientos por él eran fuertes y firmes y eso me ayudaba– no hubiese sido capaz de lograr la hazaña de acercarme lo suficiente como para amainar de una vez por todas ese trato arisco y escurridizo que lo mantenía aislado de mí y de la pesadilla que yo representaba.
En algún momento extravié la noción de los acontecimientos, incluyendo el punto exacto en el que dejé de ser un mal sueño para Levi Ackerman. Si bien yo me escabullí bajo su piel de a poco, con sigilo, lo que siguió de eso fue una inminente caída libre, vertiginosa y violenta, hacia lo que en un inicio creí improbable. En algún punto indeterminado, comenzó a ser él el que se inventaba excusas para sumarle cinco minutos más al tiempo a mi lado o hacía malabares para reencontrarnos con prontitud. En algún punto indeterminado, sus miradas furtivas superaban a las mías y los ratos de incómoda mudez disminuían paulatinamente al dar Levi pie y materia a pláticas cortas pero agradables. En algún punto indeterminado, le nació la urgencia de buscarme los labios y la piel y de no separarse de mí ni en sus sueños.
Mentiría si dijera que fue fácil. Así como mentiría al decir que no valió la pena el esfuerzo de llegar a él.
—¿Y cómo es que estuvo tan seguro?
—Porque nadie, además de su madre, logró lo que usted: despertar su sensiblería.
Su consuelo no menguó mi consternación.
—Fue un acto cruel, de todos modos.
—¿La golpiza? —se aparentó desentendido, con ligera diversión—. Ah, eso no estaba en mis planes. Cometió una falta grave y me forzó a castigarle. Solo a su cabeza dura se le ocurriría abalanzarse a pegarme delante de mis subordinados.
Pixis no se ofendió por el reproche. Se comportaba condescendiente y relajado habiéndose despojado del estricto rol que ejercía hasta en sus ratos libres. De contarlo, nadie se lo tragaría y yo no les juzgaría. Ese era un espectáculo utópico al razonamiento de los miembros del cuartel o de cualquier ciudadano que estuviese enterado del temple tradicional del General.
Por supuesto que me era inusual su ambigüedad, mas no me disgustaba ni contrariaba, al menos no como la primera vez. En ese punto, mi intuición había deducido ya que lo de la confianza lo decía en serio y que ese era el verdadero rostro del hombre que residía reprimido bajo la armadura de su cargo.
Le contemplé quedamente mientras él se aproximaba a una repisa con puertas de cristal en la que se exponían con orgullo licores de diferente índole y procedencia. Tomó una botella de whiskey que había visto en la preciada colección de Grisha y, una vez regresó a su escritorio, se sirvió un vaso de proporciones moderadas que bebió con calma, desligándose fugazmente de mí y de la conversación que me había robado el habla.
—Me alegran los resultados del matrimonio. Que sean felices ahora me absuelve de toda culpa —profirió absorto en la vista que le ofrecía su ventana. A esa altura se apreciaba una bonita panorámica del jardín y más allá, tras los muros de las instalaciones, se visualizaban ciertas calles principales que conducían a las entrañas de la ciudad—. Supongo que ya no interpreto al villano de esta historia.
—¿Le preocupaba serlo?
—No, porque desde un principio tuve la certeza de que este invento de casarles a ustedes dos funcionaría. Que Rivaille se enamorara de usted era inevitable —Pixis se giró y me dedicó una mirada de esas indescifrables—. Su esposo le espera a las afueras. Debería irse ya.
Ya caminaba hacia la puerta cuando me percaté de que aún me faltaba una pregunta por hacer. Justo antes de dejar su oficina, un tanto más lúcida pese a aún cargar a cuestas una conmoción atronadora, me volví hacia él una última vez, desatendiendo la austera expresión del soldado que aguardaba por mí.
—¿Le quería usted? —hice una pausa y especifiqué—. A Kuchel.
Pixis encubrió la sonrisa con el vaso de whisky que intencionalmente llevó a sus labios.
—Hasta luego, señora de Ackerman.
Las casualidades… Era impresionante, amén de sabias, cuán caprichosas ellas osan ser. Están en todas partes, confirmaba cada que las descubría escondidas en los detalles más pequeños, en existencias vanas y roces pasajeros que luego tendrían alcances y secuelas de magnitudes inconmensurables. Los puentes que estas construyen, esos que aparecen de la nada y sin previo aviso para juntar a unos con otros y deformar así a largo o corto plazo sus destinos, poseen el poder de alargarse al infinito y de desglosarse en ramas que en ciertos puntos convergen disfrazados de incidencias.
Por eso estuvimos ahí, concluí posteriormente en algún momento de reflexión, burlando a la naturaleza para ir a la inversa de las manecillas del reloj, circulando en reversa a través del tiempo y remontándonos a épocas remotas que escapaban de mi conocimiento.
Al estar nuestros puentes conectados, estuvimos allí, porque las coincidencias así lo dispusieron.
Descendí las escaleras sin prisa, afirmándome de la baranda para prevenir un accidente a consecuencia de la desorientación que afectaba hasta a mi capacidad de coordinar mis movimientos. Mi concentración, por su parte, aún se enfocaba mayormente en digerir los hechos que adquirieron un sabor agridulce al sopesar cuán tonto era haber obtenido respuestas a cambio de más preguntas. Preguntas que, impetuosas, daban vueltas sin cesar en mi cabeza como palometas alrededor de un foco de luz. ¿Qué opinaba Levi? ¿Cuál era el origen de la amistad entre Kuchel y Pixis? ¿Acaso ese tema, de alguna u otra manera, estaba relacionado a su brillante idea de casarnos?
Seguía tan o incluso más confundida que antes. Empero, tras discurrirlo superficialmente, reparé en que aquellas eran aguas profundas que yo, con toda honestidad, prefería no explorar a cabalidad pese a mi obstinación. No debía ser muy lista para entender que no estaba bien, que no era correcto. No era necesario, siquiera.
Algunas cosas, simplemente, es mejor no saberlas.
Negué decidida, batiendo el pelo y sacudiéndome esa intriga traicionera que me acechaba con sorna desde las sombras. Quería instalarse allí para quedarse, pero yo no se lo permitiría. Me prometí, entonces, no remover el pasado ni ir tras pistas que fundamentasen los porqués, alegando que aquello en realidad no me importaba y que, de ser preciso, debía confinarlo al olvido si continuaba importunándome. Con el tiempo, tal vez, después de tanto repetírmelo, acabaría convenciéndome de ello.
La suerte, de por sí esquiva, me abandonó al ponerme en las narices a Erwin Smith en el instante menos oportuno. Impávido, enfocó su vista en mí y después en las escaleras de las que provenía y por las que nadie transitaba voluntariamente porque estas conducían únicamente a la sala de reuniones y al despacho del General. Le tomó un segundo adivinar mis pasos y andanzas y atar los cabos sueltos de la incongruencia de hallarme ahí, al final de ese pasillo ciego, sin más salida que los peldaños que ascendían a las tinieblas del averno. Habiendo él tornado sus grandes orbes azulados en mi dirección, yo torcí mis labios en amago a una sonrisa nerviosa al saberme descubierta.
—Hola —aventuré, vacilante. Mentir no era una opción y las explicaciones estaban de más.
El rubio me correspondió la mueca torcida con un gesto afable que me devolvió la respiración.
—¿Está todo en orden?
Asentí sosteniéndole la mirada, dejándole leerme sin él quererlo. Me resultaba sencillamente fascinante esa perfecta equidad entre su perspicacia y su prudencia que hacía de él un experto en el arte de la discreción. Era esa equilibrada mezcla de sus cualidades más destacables –porque poseía otras tantas– la que delimitaba sus acciones y reacciones. Por ello, a Erwin no se le escapaban ni los nimios granos de arena ocultos bajo las piedras, pero si la situación lo ameritaba elegía simular lo contrario actuando con total naturalidad y decoro para evitar situaciones comprometedoras o incómodas como era el caso.
Aguardó un par de segundos más antes de hablar al comprobar que yo no pronunciaría palabra alguna.
—Levi se fue no hace mucho. Esperó por ti, pero como no llegabas pensó que te marchaste sin avisarle.
—Justo iba a su encuentro…
—Dudo que le alcances ya. He traído mi auto hoy, ¿gustas que te lleve a casa?
Al estar escasa de excusas, me fue imposible presentar alguna decente y sutil con la que declinar la invitación brindada junto a una sonrisa amable poco común en sus sobrias facciones. Yo sospechaba que debía notárseme las preocupaciones a leguas y Erwin, en secreto, se compadecía de ellas.
El trayecto fue más apacible de lo que calculé. El sonido de la radio rellenaba las lagunas de mudez y el tráfico avanzaba con presteza pese a ser hora punta.
—La ciudad no duerme durante estas temporadas —dijo aminorando la marcha para cederle el paso a unas personas que irrespetaron nuestro semáforo en verde—. Para toda esta gente la noche recién comienza y se prolonga por unos seis meses aproximadamente.
—Levi me comentó una vez que tenían por costumbre salir los fines de semana.
—Teníamos.
—¿Le echas de menos? —mi rostro ardió de bochorno. Erwin y yo no éramos tan cercanos para cuestionamientos de esa índole—. Digo, es que ya no conviven tan seguido…
—Te tiene a ti ahora. Yo seré feliz si él lo es también, aunque le eche de menos.
Me conmoví en mis adentros, sopesando que Erwin era en la vida de Levi el amigo incondicional que Armin en la mía.
—Puedes venir a visitarnos cuando quieras. A mí no me molesta y a Levi mucho menos.
Erwin asintió sin despegar la vista de la carretera y yo me centré en las calles que dejábamos atrás, en las fachadas y rostros que se desdibujaban como líneas de acuarela en ese lienzo que recorríamos perennemente.
No había rastro ya del invierno y de ese aspecto insípido que envenenaba los parajes con su blanco acendrado y que de vez en cuando conseguía moldear a su voluntad a los semblantes de los habitantes. Su frío mordaz, aunque no les arrebataba del todo el entusiasmo que llegaba a expensas de la nieve, de la navidad y sus celebraciones, tenía un efecto somnífero y les opacaba la vida confinándoles a la lumbre de una hoguera o a las lóbregas ropas gruesas que consumía hasta el cantar de los pájaros. En su ausencia, no obstante, los tonos desabridos desaparecían y se repintaban de luz los cielos, los árboles y las flores al deshacerse de su letargo. Siendo estos mismos quienes, a dichos semblantes, les reponían la energía robada y con ella la avidez de recuperar el tiempo perdido. Tal como lo apreciaba en ese momento, observándoles fugazmente a nuestro paso. El enardecimiento auspiciado por la primavera era producto del embrujo de esa ciudad y sus bruscas estaciones.
El resto del camino lo hicimos abstraídos en un ensimismamiento que no dio tregua sino hasta que arribamos al destino establecido. Erwin no se ingenió ningún argumento con el que cruzáramos palabras y yo me ahorré la intención de efectuar pesquisas sobre su familia. Según lo que Levi me había develado alusivo a ello, para el Smith su hija Cheska y su esposa Marie eran el motor que le hacía funcionar día tras día. Sin ellas, se daba a la ardua tarea de arreglárselas para funcionar a medias sin que nadie se percatase de las carencias que hacían mella en su sistema. Habría de ser esa la razón por la que no les mentaba nunca: la distancia era dolorosa y le quemaba hasta los huesos. Qué difícil debe ser vivir extrañando lo que se más se ama, pensé, afligida por la complejidad de las circunstancias.
Apenas hubimos llegado, Levi se asomó por la puerta vistiendo aún su uniforme, lanzándonos una mirada de extrañeza que Erwin captó de inmediato.
—Disculpa la tardanza. Nos quedamos conversando —aclaró en mi rescate mientras yo me apeaba del auto—. Te la he traído sana y salva.
—Te lo agradezco, cejotas. ¿Te apetece pasar a comer y tomar algo?
El rubio tomó del asiento trasero un fajo de papeles y se lo mostró.
—Hay trabajo pendiente —Levi arrugó la frente en disgusto—. Mañana temprano paso por ti, recuerda.
—Sí, sí —gruñó, haciendo ademanes con una de sus manos—, pero eso no te impide cenar acá.
—Otro día.
—Erwin —se disponía a marcharse cuando le detuve. Me observó inquisitivo—. Gracias.
Me contempló quedamente por un minuto, entre aires de complicidad que me indicaban que se reservaría con total confidencialidad los trasfondos de nuestro tropiezo. Le sonreí con una gratitud silenciosa que él también captó y, luego de despedirse, le vimos alejarse hasta doblar la esquina de la cuadra en la que vivíamos y volverse uno más de los que desfilaban por la calle principal. Quizás Erwin, al igual que yo, comprendía cuán esencial era mantener al Ackerman apartado de cuales fuesen mis tratos con Pixis. Y así, por medio de un pacto tácito, nos conjuramos protegerle de sus demonios y de los arranques que podrían meterle en problemas nuevamente.
Sobre la mesa había una caja que desprendía un delicioso aroma a pizza recién horneada. Levi cerró la puerta a mis espaldas y, tomándome de la mano, me condujo hacia ella. No se enteró de la expresión atiborrada de dulzura que adopté cuando la abrió para mostrarme su contenido.
—De venida aquí compré esto, mocosa. Traje, además, una gaseosa de limón con soda y un paquete de palomitas para acompañar el documental que planeamos ver esta noche.
Me mordí los labios, reprimiendo el impulso de apretujarle en un abrazo. Levi moriría de vergüenza si algún día le confesase cuán adorables eran él y los detalles que me obsequiaba cada que tenía la oportunidad. Y si no la tenía, la inventaba, con tal de aparecerse con algo entre manos para darme.
Solía acertar con sus elecciones desde que había desarrollado el hábito de recolectar las piezas del rompecabezas que componían mis inclinaciones y juicios, fingiéndose distraído mientras le hablaba de las banalidades que se las disponían en bandeja de plata. Escuchaba con atención siempre aunque aparentase lo opuesto y, en ocasiones, cuando la información requerida no afloraba por sí sola de entre los resquicios de nuestras charlas, investigaba más a fondo haciendo uso de interrogantes azarosas cuyas verdaderas intenciones yo no percibía al instante por haber sido arrojadas con una cautela envidiable. Era así por gusto y no por orgullo, había concluido al tiempo, al descubrir que de este apenas quedaban las sobras de lo que alguna vez fue.
Durante los últimos meses juntos había sido testigo de esas pequeñas transformaciones que ocurrían sobre la marcha en su personalidad y perspectiva. El orgullo y la hosquedad que eran inamovibles en él fueron disminuyendo paulatinamente en fuerza y control, lo que le facilitaba el ser más abierto respecto a sus pensamientos y receptivo en cuanto a sus sentimientos y emociones. Los aceptaba, y así, a ambos. Preservando su recatada manera de expresarse, se notaba más predispuesto a hablar y reír y sonreír no era más un tabú. Había aprendido a ser menos duro consigo mismo y eso estaba bien, porque así se permitía ser feliz a plenitud y estar en paz con los errores ya superados. Y para mí estaría bien su evolución mientras siguiese siendo Levi, mi Levi. El gruñón del que me enamoré y que se avergonzaba de lo romántico que podía llegar a ser.
—¿No tienes hambre, mocosa?
El azabache me sorprendió inmersa en mis cavilaciones por más tiempo del estipulado.
—Sí tengo —contesté sin aterrizar del todo, aún anclada a la pizza de albahaca y tomate cherry que compró por mí. Era mi favorita.
Dejó correr unos segundos más antes de continuar.
—¿En qué piensas?
—Hmn… En lo mucho que te amo.
Podría jurar haber visto cómo se le formaba una bonita sonrisa tímida previo a desplazarse a la cocina con el pretexto de plantarse frente a la sección de la alacena en la que guardábamos los vasos. Los auscultó brevemente, indeciso. Habiéndose recompuesto de la impresión causada por mis cursilerías, me observó de reojo por sobre su hombro.
—¿Vas a tomar gaseosa o prefieres un té?
—Prefiero tus besos —Levi se quedó estático, evaluando la veracidad de mis declaraciones—. ¿Qué? No me mires así, que eso es lo primordial al llegar a casa…
La cena se nos enfrió y los planes pautados se relegaron apenas Levi acopló sus labios con los míos y nuestros cuerpos hambrientos de cariño fueron a parar al sofá.
Sí. Por acuerdo mutuo esa era nuestra prioridad.
Levi no era el único que tendía a recurrir al calor de mi cuerpo cuando le urgía fugarse del mundo por un rato. A menudo, yo también me refugiaba en el suyo escapando de la furia de mis tormentas internas y él ni lo advertía.
Así como lo hice la noche anterior.
Esa madrugada, mis sentidos estaban más alertas y el insomnio se manifestó con intermitencia, haciéndome fluctuar entre la vigilia y los ínfimos descansos que me eran insuficientes. Para mi sorpresa, ampararme en los brazos de Levi no me sirvió de mucho: los pensamientos que rondaban mi inconsciencia eran feroces y no había caricia ni calor que les ahuyentase. No eran ajenos, sin embargo, pero sí tenían poco tiempo de haber despertado por completo del sopor al que les confiné durante años, garantizando que cuando llegase el momento indicado cumpliría esas querencias que me exigían y acompañaban desde niña.
El impacto de la primera conversación con Pixis fue el detonante que las avivó de súbito, trayéndoles del vacío escabroso en el que estuvieron recluidos hasta entonces y concediéndoles a su vez el poderío de generar inestabilidad en la solidez de mi determinación. En un santiamén, pasé de renegarles con vehemencia a fantasear con las posibilidades que barajeaba en mi magín.
¿En qué momento los «no» rotundos se convirtieron en un titubeante «y si…»?
Un haz de claridad perlada penetraba en la habitación, recayendo sobre nuestras siluetas inertes e iluminándonos débilmente. Gracias a ella, le contemplaba dormitar de frente a mí irradiando una calma que no se me contagiaba. En medio de esa tranquilidad quebradiza, mientras me deleitaba con la delicadeza de sus beldades, calibré lo hondo que me calaban dichos pensamientos, agobiándome en el proceso, alimentados por el fervor febril de mis propios deseos. ¿Debía decirle? Tal vez si se los exponía podría hacer de mis anhelos parte de los suyos…
¿Qué era lo peor que podría pasar? ¿Que se espantase y refutase tal tontería?
No. Por Dios, no.
Suspiré. No me arriesgaba a intentarlo ni estando bajo la embriaguez de mis impulsos. No por cobarde, sino porque Levi jamás querría incluir algo como eso en sus aspiraciones. Me era muy previsible y yo no tenía ánimos de lidiar con su rechazo una vez más.
Le vi removerse con pereza cuando el sonido del despertador irrumpió bruscamente en el mutismo que nos cobijaba. Tras apagarlo de un manotazo, espabiló apartando las sábanas con cuidado de no perturbarme y se dirigió al cuarto de baño, donde demoraría unos treinta minutos en ducharse con agua tibia y rasurarse la barba imperceptible a la vista pero un tanto rasposa al tacto. De allí saldría secándose el pelo, cubierto no más que con una toalla atada a su cintura en plan de ir al vestidor. Se colocaría sin apremio el uniforme que estaría aguardando por él, acomodado en un área específica de sus compartimientos y planchado a la perfección. Luego abandonaría el lugar al terminar de acicalarse, rosearse con el exquisito perfume que le obsequié hacía unas semanas y cerciorarse de haber quedado impecable.
—¿Hoy tampoco puedes dormir?
Abrí los párpados lánguidamente al sentirle sentarse junto a mí en mi lado de la cama. Estiró su mano para poner en orden el desastre que enmarañaba mi cabello con un indicio de alarma entreviéndose en sus ojos.
Preciosos, me regocijé. Y tan míos.
—Quería despedirme de ti.
Levi no se inmutó ni interrumpió el agradable vaivén del deslizar de sus dedos en mis mechones. Estaba meditabundo y yo intuía que era debido a su escepticismo.
Armin me dijo una vez, años atrás, que dudaba de que alguien más tuviese tanto talento para ocultar la verdad como lo tenía yo. Era una manía a la que me habitué tras la muerte de mis padres, a raíz de mi vulnerabilidad emocional y mi tedio a las miradas lastimeras y palabras baldías que me eran dadas como especie de bálsamo barato que, en lugar de ayudarme, me hacía sentir más miserable. Una manía que se me daba tan espontáneamente como respirar, de virtudes insondables y paredes inquebrantables por la que solo Kuchel y Armin podían ver a través. O así fue, hasta que Levi Ackerman llegó a mi vida y les derrocó en la exclusividad sin esmero. Ante Levi estaba indefensa, pues no había mentirilla blanca ni verdad latente que valiese: para él era transparente y eso me ponía en evidencia siempre. Desde el punto inicial había sido así y no había murallas impenetrables o escudos irrompibles que disuadiese ese don que en él era intrínseco.
—Eres una pésima mentirosa, mocosa —reiteró. No era la primera vez que me acusaba de ello—. Sé que no dormiste anoche, ni las anteriores.
El esquivar la verdad no podría considerarse mentir… ¿O sí?
—Es que…
—En el entrenamiento del lunes y todos los consiguientes tu desempeño fue patético —se adelantó, enmudeciéndome. Hacía dos meses habíamos incluido en nuestra rutina el asistir al gimnasio del cuartel al finalizar los turnos, cuando a Levi no le citasen a alguna junta de protocolo—. Y ni hablemos de las veces que se te ha quemado lo que horneas o cocinas…
Ahí viene, pensé.
Que escudriñase el entorno y tomase aire por lo bajo era el presagio de que estaba por llevar a cabo averiguaciones significativas.
—Te siento distante. Vives en las nubes últimamente —el azul de sus ojos brillaba aún de espaldas al leve resplandor que se filtraba dentro. Tenían una lindísima luz propia—. ¿Sucede algo? ¿Algo que yo deba saber, quizás?
—¿Qué podría suceder? —sonreí y Levi arrugó el entrecejo, receloso.
—No lo sé. Dime tú.
—Serán ideas tuyas.
Se le aceró la mirada y yo maldije a mi desgraciada suerte, que seguía abandonándome. Estaba acorralada. Sus certezas me impedirían convencerle o huir, sea cual sea la coartada que usase.
—Mikasa…
—Creo que necesito unas vacaciones —improvisé.
Levi arqueó las cejas, como si aquello fuese obvio.
—¿Vacaciones? —farfulló para sí, analizando velozmente lo planteado, buscándole soluciones rápidas al problema—. Podríamos otorgártelas. Solo hay que…
—Levi —le detuve acunándole la quijada con mis manos. Él se acercó un poco, cediendo a mis caricias—. Estaba bromeando.
Al él no reaccionar ni para quejarse del mal chiste que no le causó gracia, yo reconocí mi derrota. Pero, aun así, la honestidad no era una alternativa viable.
—Hace un tiempo me preguntaste, cuando aún ni nos casábamos, si había algún sitio que visitase frecuentemente y yo te dije que sí, que te llevaría un día… —asintió, expectante—. Me gustaría ir. Y llevarte conmigo.
—Iré contigo a donde quieras. Hoy mismo, si te place…
Enternecida, le atraje más hacia mí para plantarle un beso en los labios. Casto, cortito, porque Levi se apartó atento, ansiando oír mi veredicto final. Éramos inmunes ahora a eso de sucumbir en nuestro viejo truco de despistarnos con el contacto del contrario en los instantes más cruciales. Ya no dejábamos discusiones a medias, aunque tras cada resolución solíamos terminar en la cama, dispuestos a resolver conflictos netamente carnales.
—Hoy no alcanzamos. Hay que tomar un tren…
—¿Mañana?
Observándole con detenimiento, me cuestioné internamente como todos los santos días si era posible amar más a esa peculiar criatura de lo que ya le amaba.
Y como todos santos los días me dije a mí misma que sí, que ese lo amaba mucho más que el día anterior. Que lo que sentía por él crecía sin parar, y que no pararía nunca.
—Sí, mañana —le di un efímero vistazo al reloj de su buró. Marcaba pasadas las siete—. Se le va a hacer tarde, Capitán.
—La reunión es a las nueve, tengo tiempo de sobra. Además, Erwin vendrá en unos quince minutos —se levantó a colocarse la chaqueta—. Duerme un poco más, mocosa. Es muy temprano aún para que salgas de aquí a hacer cualquier cosa.
Un asentimiento, un beso en mi frente y él se marcharía escaleras abajo, encaminado a la cocina a preparar tostadas con margarina y hervir el agua para su té negro y el café bien cargado de su amigo, que aún no llegaba. Mientras tanto, ocuparía una silla del comedor, desde donde atestiguaría el parsimonioso despertar de la ciudad tras el cristal de la ventana.
Sonreí tontamente. Conocía tanto a Levi que rehacía sus pasos a ojos cerrados.
No volví a conciliar el sueño por más que le rebusqué en la calidez de las sábanas, en el cansancio que se me ceñía al cuerpo con rudeza, ni en el olor de Levi que se preservaba en su almohada. Fue inútil, de igual forma, regatear un convenio de paz con los invisibles desasosiegos que se aglomeraban en mi cabeza. No mitigarían su ímpetu. No se doblegarían por nada y eso me atemorizaba.
Dejé la comodidad de la cama una vez Levi se retiró a su reunión. Tal como lo predijo, a partir de ese día las juntas se efectuarían asiduamente, fijando los sábados y variando el resto de la semana según la disponibilidad de los altos mandos. El festival de verano era un evento conmemorativo al aniversario de la fundación de la ciudad, que contaba con una gran afluencia de personas que gustaban de inmiscuirse en la cultura local y la participación de políticos y personajes populares que asistían a la emblemática reinauguración de los edificios arcaicos sometidos a reconstrucción. Shinganshina era un territorio antiguo y el transcurrir del tiempo había dejado huellas en el emblemático casco histórico que se derrumbaba de a poco. Por ello, se había adoptado como tradición el renovar sus estructuras y entregarlas en esta fecha especial para el disfrute de los turistas y los habitantes, quienes eran sentimentalmente apegados a esas raíces que fueron incapaces de modernizar. Las imperfecciones eran inadmisibles y el trabajo arduo para los delegados de la organización y para nosotros, los encargados de velar por la integridad de todos los que se apersonen en la celebración.
Desayunaba un par de panqueques cubiertos de mermelada de bayas acompañados con un jugo de naranja entretanto divagaba la vista en lo que me rodeaba. La decoración de la casa en general era un reflejo de los refinados gustos de Levi. Elegantes, innovadoras, etéreos, así eran. Preferencias dignas de admirar de no ser por las tonalidades estancadas en un repetitivo blanco y negro que salpicaba todos los ambientes.
Sin ser enteramente dueña de mi actuar, me levanté de la mesa dejando el desayuno a medio comer para otear cada elemento que se unificaba en la ornamentación de la sala con plena pretensión de esbozar cambios menores que embellecerían aún más lo ya establecido por él. Habiéndome otorgado el beneficio de realizar las reformas que quisiera, suponía que no se enojaría si modificase el color de las paredes, cojines y alfombras. El blanco y el negro se degradarían a un gris claro que adornaría con colores más llamativos. Fluctuaba entre un rojo escarlata que resaltaría en demasía o un turquesa suave que encajaría con las amenidades del azabache. Los cuadros y demás complementos podrían reemplazarse también…
Lo anoté mentalmente. Se lo proyectaría apenas tuviese un boceto claro de lo que buscaba plasmar.
Los quehaceres del hogar eran una actividad inamovible de ese día. Los sábados, ambos nos dedicábamos a realizar un aseo exhaustivo con la que ya estaba lo suficientemente familiarizada como para hacerlo sin la rigurosa supervisión del otro Ackerman obseso por la limpieza y el orden. Imitaba con destreza su mañoso modo de purificar cada rincón, superficie, sinuosidad y ángulo con cloro y desinfectantes hasta dejarle reluciente y con un agradable aroma impregnado en el objeto o lugar. En esa laboriosidad meditada se me iría el resto de la mañana. Tenía mucho tiempo disponible y pocas ganas de brindárselo a las atosigantes cavilaciones que aprovecharían la más mínima coyuntura para apoderarse de mi raciocinio.
En pijamas, con el pelo torpemente atado en una coleta alta y con la música resonando desde el piso superior luchaba contra las motas de polvo que pudiesen apiñarse en la biblioteca. Sacudía con un plumero los bordes de las páginas y con un paño repasaba las carátulas, uno a uno, con minuciosidad. No consideraba aquello un molesto compromiso por habitar bajo el mismo techo que Levi, sino una pasión adquirida recientemente gracias al inspirador ejemplo que él me inculcó.
Pausé mis tareas al toparme en una de las repisas con una fotografía que nos inmortalizó a mi madre y a mí aferradas una a la otra con un abrazo efusivo, ambas ataviadas en sonrisas joviales que no regresarían jamás, para hojear por inercia mis alrededores con un objetivo en concreto. El resultado fue el supuesto. Acababa de reparar con pasmo en que no había ni un solo retrato que enmarcase a Levi en su juventud o a los miembros de su familia. Ni en las habitaciones, en la sala o la cocina, ni tampoco en los cajones de los muebles que acostumbrábamos a vaciar para asearlos y desechar documentos, recibos o facturas ya inservibles que allí almacenábamos.
No había vestigio alguno de su pasado, que me era un enigma. Uno fortuito en el que me veté de indagar por mi voluntad propia.
Suspiré, negando para mí. Debía desistir, porque para mí las promesas poseían un matiz sagrado que me tenía terminantemente prohibido quebrantar.
Contemplaba difuminarse en la lejanía los rieles del tren que nos transportaría a la villa rural en la que nací, cuando mi esposo y compañero en esa aventura regresó con los boletos y un beso que depositó en mis labios con suavidad.
—¿Abordamos ya? —convidó. Yo entrelacé nuestros dedos y le seguí al interior del caparazón metálico que aguardaba por sus viajantes.
El domingo a primeras horas nos dirigimos al terminal de ferrocarriles para emprender una travesía que demoraba una hora cuarenta minutos y que estaba plagada de traqueteos constantes y vistas encantadoras apreciadas desde el ventanal del reducido vagón que compartíamos con un campesino que cada tanto nos examinaba de soslayo con disimulo.
—Perdone. No son comunes las caras nuevas por estas tierras —se explicó, nervioso y sincero, al chocar por quinta vez con la expresión inquisitiva de Levi.
Le sonreí al lugareño que se bajó en la tercera estación sin animarse a decirnos adiós. El Ackerman le había intimidado aun luciendo tranquilo, sin mostrarle sus típicas galas enfurruñadas que amedrentaban hasta a mis colegas más envalentonados.
—Le asustaste al pobre —comenté entre risas, recostándome de su hombro.
—Tch, y yo que solo pretendía saber si podíamos ayudarle en algo…
Parecían ilusorios los paisajes que surgían mientras avanzábamos bordeando montañas empinadas tan altas que se fundían con las esponjosas nubes, y pendiendo al vacío al atravesar puentes de acero que levitaban sobre ríos torrentosos. Irreales, ficticios. Así los describió Levi al ser víctima de un embeleso que yo disfrutaba como si fuese mío.
Nuestra estación era la séptima, apenas un soplo futurista a un costado de una vía desértica en medio de la nada. La estación, que no contaba ni con empleados que atendiesen las taquillas de boletería, era un domo de modestas dimensiones y con techo de vitrales que desprendía dagas de luminiscencia que se incrustaban en el piso, en las murallas y en nosotros, que caminábamos a la salida.
—¿Cómo es que no hay nadie aquí? —cuestionó, inspeccionando someramente las condiciones en las que se hallaba el recinto. Debía de sorprenderle que fuesen más óptimas que las de las zonas urbanas—. No parece estar abandonado.
—Vienen diariamente a cerciorarse de su buen funcionamiento. Los boletos se compran en la villa o la ciudad, y las paradas son automatizadas y dependen netamente de si hay pasajeros que suban o se queden acá. Ya sabes, la tecnología…
Levi asintió, dubitativo.
—Los subterráneos de la ciudad son una pocilga en comparación. Ojalá estuviesen la mitad de limpios que este…
Aún reía entre dientes por la hostilidad que enfundaba su comentario cuando el eco originado por nuestros pasos dejó de rebotar en el interior del domo. Una vez en el exterior, la incandescente luminosidad nos encandiló y una brisa fresca nos dio la bienvenida rozándonos la piel y desacomodándonos las briznas negruzcas. Le concedí unos instantes para que se ubicase en el espacio mediante otra inspección sucinta con la que absorbía más detalles de los que yo estimaba.
—Aquí no parece haber civilización en kilómetros, mocosa.
—Todavía nos falta por recorrer.
Levi escaneó una vez más el camino, incrédulo. Él estaba en lo cierto después de todo: ahí no había nada más que árboles a la orilla de una inhóspita carretera.
—¿A dónde se supone que debemos ir ahora?
—Al fin del mundo. O eso dijiste, ¿no? —ironicé, con la maliciosa intención de incomodarle.
Pero con él nunca se sabía.
Para mi sorpresa, asintió mirándome sin pestañear.
—Al fin del mundo y más allá —agregó sin tapujos, haciéndome sonrojar.
Anduvimos bajo los árboles, en paralelo a la línea que trazaban sus fornidos troncos. En sus frondosas cimas y a lo largo de sus pobladas ramas les rendían tributo a la primavera con un desfile de flores que bailaban al compás de las ráfagas de viento que les acariciaban con fuerza medida, dejándose llevar por el ameno sonido que generaban las tupidas hojas agitarse.
Habiendo ya caminado un cuantioso tramo, me detuve a cerrar los ojos y centrarme en su mano adherida a la mía y en la felicidad emergente de la satisfacción de finalmente compartirle ese pedacito de mi infancia que esos meses había permanecido en la clandestinidad por no sentirme lista de abrirme y hablarle del tema que eludía a toda costa. Él, por su parte, respetaba mi silencio. No nos forzábamos, aunque la intriga fuese arrolladora. Tal vez, al yo atreverme, él lo haría también. Tenía la esperanza de que confiase en mí como yo en él.
—¿Solías frecuentar esto sola?
—Mayormente. Aunque una vez vine con Armin. Es por aquí.
No vaciló en escoltarme por un amasijo de arbustos insorteables. La vegetación había crecido bastante desde mi última visita, siendo ahora más espesa y abundante pero no irreconocible para mi prolija capacidad retentiva. De niña exploré tanto aquellos parajes que sabía en cuál brecha entre los árboles debía doblar para adentrarnos sin perdernos, qué partes del terreno rodear para no tropezar, cuántos minutos distaban de nuestra posición al sitio al que íbamos…
—Ten cuidado con…
—Mierda —le escuché mascullar, cortando mi advertencia.
—… con las zarzas.
Quise revisar si se lastimó la pantorrilla con los espinos que se clavaron en su pantalón, en vano. No me lo consintió.
—No es nada, mocosa —afirmó, sereno—. Pero, he de admitir que estas cosas son más dolorosas que las agujas.
—Lamento no avisarte de ellas.
Gesticulé un puchero que le arrancó un amago de sonrisa ladina.
—Ya. ¿Seguimos?
El murmullo producido por el agua circulando nos recibió al surcar la maleza que nos separaba del claro por el que corría un arroyo cristalino y poco profundo. Levi liberó nuestro agarre y yo me anticipé presurosa, emocionada, a mirarle más de cerca. Lo siguiente que hice, después de tantear su temperatura –porque a veces era tan helada que ingresar en él se devenía tortuoso–, fue quitarme los zapatos y sumergir mis pies de a poco.
—Oye —me volví a su llamado. Levi veía desaprobatoriamente cómo había dejado mis nalgas expuestas al levantar mi ligero vestido floripondio hasta mi cintura para que no se mojase al ponerme de cuclillas. No las cubría más que un diminuto triángulo de encaje que se perdía en mi piel y eso le encrespaba—. Tápate. Podría venir alguien.
—No vendrá nadie.
—No me fío. No le dejas nada a la imaginación, así que tápate, mocosa.
—Pero si solo estaremos tú y yo…
—Tch.
Mi objeción no le contentó en lo más mínimo. Yo no le mentía, sin embargo. Las personas no solían desviarse del camino principal porque, si no se acostumbraba a transitar por allí, podría ser peligroso.
Retorné mi atención a los inofensivos cangrejos que desaparecían bajo las rocas ovaladas, rehuyendo de mí. Agachada aún, apoyé el mentón en mis rodillas y me mantuve quieta, esperando que abandonasen sus escondites al no hallarse amenazados por mi repentina intromisión. Resultó transcurrido un minuto y simultáneamente afloraron unos seis, ignorándome esta vez. Unos peces de diminuto tamaño se les unieron, nadando por doquier con una hiperactividad que se me asemejó a la de Hans.
—Hay que cruzarlo —le invité, levantándome. Frunció el ceño y les lanzó una mirada suspicaz a las algas verdosas que bajo el agua ondeaban con soltura en sentido a la corriente. Rodé los ojos. Pero qué maniático—. Son solo plantas, Levi.
—Se ve repugnante —protestó, no convencido.
—Lamento decirte que algunas cepas de esta repugnancia son comestibles —el horror que surcó sus facciones me motivó a soltar una carcajada. No solía ser expresivo salvo para gesticular graciosas muecas de genuino asco. Le tendí la mano, compadeciéndome de su notorio pánico—. Ven, te ayudo. No te haría pasar por esto si tuviésemos otra opción…
Tras refunfuñar y sacarse el calzado, se remangó los pantalones lo preciso como para que no se les empaparan al vadear las pacíficas aguas. De más está decir que rezongó repetidas veces por la textura resbaladiza de las rocas, adjudicándosela al musgo y las dichosas algas nuevos objetos de su desprecio. Empero, luchó contra ello y sus angustias y prontamente hubimos arribado al otro extremo.
Un muro más de arbustos y allí estábamos, en mi lugar favorito aparte del precioso azul de sus ojos.
Levi denotó fascinación absoluta ante el panorama de ensueño que se dibujaba a la distancia desde la cima de esa colina. De nuestra locación al pueblo de pintorescas viviendas mediaba una ladera cubierta por un pomposo pastizal que, tal como las flores y las hojas de los árboles, se meneaba al ritmo del viento que reptaba parsimonioso hasta nosotros. Le vi aproximarse al borde con lentitud, ensimismado.
—Este es mi escondite de retiro y despeje —exterioricé, enfocándome en el estado hipnótico en el que quedó aprisionado y no en los horizontes. Me sonreí al prever que no contestaría, y también me sumergí en ese pequeño universo desconocedor del efecto hechizante que causaba en los ajenos—. Papá y yo veníamos todos los meses, exceptuando los de invierno. En primavera, equipados con una canasta como la que hemos traído hoy, hacíamos picnics con los frutos que recolectábamos de camino. En el verano nos refrescábamos en el riachuelo porque suele ser muy caluroso, y en otoño adorábamos apreciar las tonalidades cobrizas que lo cubrían todo. En otras ocasiones, papá venía a cazar y yo le acompañaba con la ilusión de aprender apenas accediese a que manejase su rifle. No le alcanzó la vida para enseñarme, no obstante —Levi me devolvió la mirada, aprehensivo—. Mamá y él murieron en un accidente de tránsito cuando tenía diez años. Yo iba con ellos. Salí ilesa y ni sé cómo…
Una ambivalente mezcolanza de adrenalina y paz me invadió de golpe. Sentía que había participado en una maratón kilométrica que me dificultaba la respiración y el habla. Levi sabía que aún no había culminado y, por ende, optó por callar y todo cuanto hizo para reconfortarme fue tomarme de la mano con delicadeza. Esa, según mi interpretación, fue su manera de decirme que contaba con su apoyo, que me comprendía y que no estaba sola en ello.
—¿Distingues aquella casa blanca de allá? —se ubicó en lo que le señalaba, asintiendo al instante—. Esa era la nuestra. Como ves, no hay cercos ni tapias delimitantes, solo un amplio espacio de por medio entre las propiedades porque así se vive aquí: libremente.
—¿No gustas de ir hasta ella? Podemos…
—Es un centro médico ahora. Con mi autorización, hará unos cuatro años, Grisha el buen samaritano la convirtió en eso porque no había uno en kilómetros. Prefiero conservar en mi memoria el recuerdo de cómo fue alguna vez.
Levi me observó por una eternidad, digiriendo la información con una seriedad que contrarrestaba mi pericia de leerle.
—Ese es el jardín del que te hablé. Es bonito, ¿cierto? —continué, haciendo caso omiso de su inopinado hermetismo—. Los árboles del patio son un manzano y un durazno. Ah, y un peral también. Papá y yo amábamos hacer jugos y mermeladas que untábamos en pan hecho por mamá en un horno a leña.
—Yo… Yo no puedo darte eso —pensó en voz alta, parcialmente presente. Su mente estaba en un lugar inaccesible para mí.
—¿Qué?
—Ese jardín atestado de flores, ni un patio del que puedas cosechar manzanas o duraznos o peras. Donde vivimos no tenemos lugar ni para aparcar un auto. Si algún día quisieras tener uno, sería complicado…
—Levi —parpadeó, tenuemente aturdido por mi tono alarmado. Me inquietaba que sus pensamientos avanzasen en dirección errónea—. El amor y la felicidad que tú me haces sentir supera todo esto, o cualquier cosa material. Son mi mayor tesoro; uno que ni es tangible, pero es precisamente eso lo que lo hace el más especial de todos los tesoros habidos. Son privilegios que, tras quedarme sola en el mundo, creí imposible volver a poseer.
Mi voz meliflua no apaciguó su desazón. Se mantuvo estático, pensativo y con esos ojos que tanto amaba imantados a mí.
—Yo no recuerdo a mi madre, mocosa. Falleció de leucemia teniendo yo cinco años, y de ahí en adelante todo fue una porquería. Mi custodia la obtuvo su hermano, el único pariente que tenía y que no conocía, un tipo desagradable con quien no llegué a congeniar pese a los años —soltó circunspecto, borrándome a cuentagotas la nimia sonrisa que le ofrecía—. Escapé de casa a los catorce queriendo enlistarme en el ejército y jurando que jamás regresaría, pero solo conseguí que me arrastraran de vuelta a él al pretender engañar a las autoridades alegando que era huérfano y que no tenía un hogar. A los pocos días, no obstante, Kenny, mi tío, tramitó un permiso en el que autorizaba que me reclutase afirmando que, si lo que quería era ser un esbirro e ir a lamerle las botas a las élites de la Armada, él lo consentiría porque ya no le apetecía lidiar con el despojo bastardo y malcriado que su hermana le dejó a cargo. Soy el soldado más joven en la historia de Stohess.
—¿Stohess?
Su aserción se fracturó en un movimiento desganado.
—Sí, Stohess. De ahí soy, y fue ahí donde coincidí con Erwin… —me acarició la cara despacio. Un toque sedoso que no sentí sino hasta que sus dedos se inmovilizaron en mis labios—. Lamento no poder siquiera hablarte de mis vivencias como tú lo haces; de mi madre o de mi padre, porque no les recuerdo o conozco porque sería mejor omitir ciertos pormenores.
Y entonces, al atisbar esa empatía que oscilaba entre los infaustos mortales como Pixis o como yo, lo comprendí.
Era esa mágica empatía la que nos hizo calzar tan bien. De pronto y sin precedentes, estuvo ostensible entre ambos, tocándome con sus palabras, presente en esas ausencias que arrastrábamos con gruesas cadenas desde pasados remotos. La que, a pesar de nuestras diferencias, nos hacía vibrar al crear una conexión que ni nosotros mismos éramos capaces de explicar. Pero estaba allí, siempre lo estuvo, enlazándonos con una fuerza inmarcesible y condenándonos a amarnos con sana locura hasta el fin de los tiempos.
—Estoy segura de que tu madre te adoró más que a sí misma, y de que habrá sido la mujer más bella que has visto jamás…
Levi me contempló un par de segundos más antes de regresar la vista al frente.
—Quizás.
Y ahí estaban las tan codiciadas respuestas. Me embistieron así, sin más, por sus medios y arrojo; caminando con patitas cortas, más pronto y sencillo de lo que calculé apenas dos días antes.
Y entonces, lo decidí. Mientras comíamos los emparedados de nuestro picnic sumidos de a ratos en la fantástica visión de aquel pueblo bendito; mientras nuestras cavilaciones nos arrullaban en el silencio, decidí que no permitiría que se sintiese solo nunca más. Que su existencia me pertenecería por siempre y que le daría todo, porque eso significaba él para mí. Porque su alma solitaria clamaba a gritos la mía, que era su igual. Porque en su interior, en sus penumbras abisales, aún habitaba el niño que fue y que yo protegería de la soledad ponzoñosa que alguna vez fue dueña de su vida.
Mis miedos se disolvieron como azúcar en la densidad de mis certezas. No sabía de dónde se afianzaba la tenacidad de mi confianza, pero sí sabía que aquello era lo que más anhelaba además de hacerle el hombre más dichoso sobre la faz de la Tierra.
—¿En qué piensas?
Ahora formaban parte de lo usual sus constantes –muy constantes– cuestionamientos. Pero a mí no me fastidiaba en lo absoluto. En cambio, me divertían. Era tan, tan dulce esa recién adquirida faceta suya.
Acomodada entre sus piernas con mi espalda recostada de su pecho, Levi me abrazaba por el cuello con su barbilla situada en mi hombro izquierdo, irradiando sosiego. Él, a su vez, descansaba en un árbol que nos proveía de sombra y música orquestada por sus hojas danzantes.
—En que, algún día, podríamos vivir aquí, a las afueras de la ciudad —contesté reflexiva, divisándonos en una casa de amplias salas, altos ventanales y vastos jardines en los que corretearían jugueteando los hijos que tendríamos y a los que amaríamos también con sana locura. Podríamos incluir un par de mascotas –probablemente, más por deseo de los niños que de Levi, quien suponía detestaría la idea de solo conjeturarlo–, y cuantiosos arbolitos dadores de frutas que más tarde se convertirían en deliciosas mermeladas que devoraríamos con distintas recetas culinarias creadas por mí.
—¿Eso quieres? —su voz me figuró un susurró apagado en mi oído. Estaba sumido en sus propias reflexiones, aún—. ¿No te gusta donde vivimos actualmente?
Le miré de soslayo. Me era curioso que siguiese albergando vestigios de esa tonta inseguridad que le carcomía eventualmente, por no sentirse merecedor de mí, a pesar de mis empeños de demostrarle que lo merecía todo y mucho más. Me sonreí, risueña, plantándole un beso sonoro en la mejilla. Levi no tenía ni una mínima sospecha de esas fantasiosas imágenes que reproducía en mi cabeza, en secreto.
—Me gusta, sí —me acurruqué en sus fornidos brazos al ser sacudidos por una oleada de frívolo viento—. Yo soy feliz donde tú estés conmigo, Levi. No dudes de eso nunca, ¿de acuerdo?
—Gracias, mocosa, por traerme aquí. ¿Podría sumarme cada que huyas a tu escondite de retiro y despeje?
—Claro que sí. Aunque hay un río repugnante que cruzar…
—Yo me arriesgo. Solo espero no morir en el intento.
Llegamos a casa luego del anochecer. Fue un día cálido, física y espiritualmente, y ambos nos percibíamos más relajados de lo habitual tras comprobar en carne propia ese mito que asevera que romper con la rutina de vez en cuando, rejuvenece y desintoxica el ánimo de los pesares que emergen de las costillas de las responsabilidades y las manías viciadas.
¿Qué demonios estoy haciendo?
No lo sé. Pero, ¿qué más da? La decisión está tomada ya.
Para cuando las píldoras anticonceptivas resbalaron de la palma de mi mano, empujadas por el correr del agua del grifo, no experimenté remordimiento alguno. Ni lo hubo al tropezarme con mi reflejo en el espejo medianamente empañado por la nube de vapor encerrada en el cuarto de baño; reflejo que me observaba con aura obscura, culposo. El reflejo de mi mancillada consciencia.
Levi yacía en la cama, aun con el pelo húmedo por la larga ducha que tomó y con su atención aferrada a la pantalla del computador portátil que reposaba en sus piernas. Lo usaba exclusivamente para revisar las noticias de los acontecimientos de la jornada –mayormente los domingos, su casi único día libre– o para recibir o enviar información vía email. Leía un documento al acercarme con un andar felino, no advirtiéndole de mi presencia.
Las palabras que procuró soltar no lograron ser pronunciadas al avistarme vistiendo el liviano babydoll rosa pálido que me regaló pocas semanas antes, justo antes de acabar el invierno, el cual reservé para las noches templadas que se avecinaban. Bajo sus copiosas pestañas, como por efecto de la gravedad, sus ojos se precipitaron sin apuro de mi rostro al resto de mi cuerpo; tanteándome, delineándome, memorizándome empedernidamente, aunque ya se supiera con precisión la cantidad y ubicación de cada lunar de mi cuerpo, de cada cicatriz o pincelada recalcable…
—¿Estás ocupado?
—Hmn… Depende.
—Ah, ¿si? —se encogió de hombros en confirmación—. ¿Depende de qué?
—De para qué me necesites.
—¿Y qué te hace pensar que te necesito? —le desafié con suficiencia y él, sin fluctuar, se retiró el computador de encima y lo emplazó a su lado con aparente desinterés para sentarse en el borde de la cama y situar su mano en mi rodilla izquierda, desde donde inició un lento ascenso hacia su paraíso personal. Se coló debajo del vestido y no fue sino hasta abordar mis caderas que detuvo su andar, apretándome sutilmente al no hallar ninguna otra indumentaria que se interpusiese en medio de nuestras pieles. Paciente, me palpó el vientre a mano abierta, disfrutando de los escalofríos que me causaba por el contacto de su frialdad con mi tibieza.
—¿No lo haces? —ronroneó con voz ronca, apoyando su frente de mi abdomen y mordiéndome por sobre la delgada tela.
Podía retractarme. Retroceder. Arrepentirme. Ponerme algo de ropa y salir en búsqueda de las pastillas de las que me deshice sin miramientos, retomar el tratamiento y continuar como si nada hubiese sucedido. Empero, estaba entregada a mis deseos y, por ello, no me retracté, retrocedí ni arrepentí al deslizar por mis brazos con gracilidad los tirantes de mi única prenda, exhibiéndome completa sin pudores que no tenían cabida entre ambos. Mi desnudez era su eterno deleite, y el mío era el embobamiento que le promovía y que no le era posible ocultar a las espaldas de su seriedad. Me había desnudado en sus narices mil veces, pero para él siempre sería como la primera vez.
—Hermosa —masculló atontado, más para sí que para mí—. Eres tan hermosa, mocosa.
—Y tuya —musité, presionando mis labios, ansiosa—. Hazme lo que quieras.
—¿Lo que sea?
—Sí. Lo que sea.
Y él me obedeció, besándome la boca hasta saciarse y toqueteándome hasta el cansancio, ignorante de las atropelladas decisiones que le darían un giro radical e inverosímil a lo venidero.
¿Cuán egoístas podemos llegar a ser?
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Dicen por ahí que uno siempre regresa donde amó, a hacer lo que se ama.
Wow. Hasta a mí me impresiona la prolongada ausencia y lo veloz que, a mi parecer, se discurrió el tiempo. No hay mucho que decir, salvo recordarles que mi promesa de terminar esta historia sigue –y seguirá– en pie. Así que, luego de casi dos casi eternos años, he regresado a cumplirles y a traerles más de este par que tanto adoro.
Estoy feliz porque he de admitir que ansiaba la hora de actualizar, y a su vez emocionada porque ya quiero que vivan conmigo la avalancha que nos espera en los próximos capítulos. Creo haberles comentado que este capítulo sería el inicio del cuarto y último arco de la historia. Será toda una montaña rusa, de nuevos retos, mucho drama y más giros inesperados como lo fue el presente.
Fue un episodio pleno de revelaciones y de oportunidades para conocer más a los personajes. En el capítulo anterior les dejé una pista de los deseos de Mikasa y de otra que no sé si atinaron o no, de la conexión de Pixis y Kuchel cuando este le hace mención. ¿Lo veían venir? Y, ¿pueden imaginar siquiera cómo se pondrá Levi al enterarse de las conspiraciones de Mikasita? Pobre de mi bebé Levi. : y pobre de Mikasa, que también tiene sus razones de actuar. De a poco iremos develando más de todo.
Gracias a esas personitas que han estado apoyándome desde un principio, a los que se han unido a esta aventura recientemente y a los que han aguardado por la continuación con una paciencia admirable. De verdad, gracias infinitas. Espero no decepcionarles nunca.
Sin más, me despido. Nos leemos prontito.
Les quiere por siempre, Russ.