Capítulo 2: Candorosa


Se suponía que debías temerle al lobo y huir.

No enamorarte de él.


VII

Los trajes. Los tonos oscuros. Los viajes. El reloj de pulsera. El perfume. Las palabras. La forma de comunicarse. El olor del vehículo. Las horas. Sus manos. Los minutos. Sus roces. Los segundos. La mirada intensa. La presión en sus labios. La mandíbula tersa. Los dedos blancos atravesando la odisea negra, peinando las preocupaciones. ¿Quién más que él podía volver atractivos los gestos inquietos?

Y ella era la única capaz de reparar en cada absurda y bonita cosa que proviniese de él.

El candor de sus dieciséis años era el responsable. Pero más aún Levi y sus anuencias, sus deseos desatados, su tonta actitud caprichosa y presa de la inocencia de Mikasa Ackerman. Allí yacía la diferencia: él se dejaba consentir por una mentira tan ilusa como el consentimiento de Mikasa y ella, en cambio, lo idealizaba y lo alzaba sobre un pedestal infinito, donde ningún «pero» podría atacarle jamás.

Porque, en el fondo, la joven moza lo sabía, cuán imposible era ser suya en un mundo que no lo comprendería jamás.

«Apaga el cerebro», era un consejo que había recibido del padre de Sasha Braus.

Los ojos de Mikasa se movían sobre el espejo frente a sí.

«A veces, no es malo ser tonto por un momento. Los estúpidos viven más felices».

Cuando suspiró, el vaho empañó el vidrio.

Sus amigos y sus familias estaban al tanto de lo que había ocurrido con su padre y luego con ella. Por ende, cada vez que visitaba la casa de alguno de ellos, se empeñaban en consentirla y darle consejos para facilitar su dolor. Le tenían tanto aprecio, tanto cariño a «esa niña tan bonita» que era Mikasa, que no podían evitar volverla el centro de atención en cada encuentro.

Y el padre de Sasha, haciendo uso de su personalidad extrovertida, era aquel que solía tomarse la libertad de discursarle un sinfín de experiencias y comentarios para que Mikasa pudiese enfrentar la vida. Solía verle tan decaída, que no podía evitar interferir con alguna palabra.

―Porque piensas todo el día, ¿no es así? ―su voz sonaba golpeada, con aquel acento abrupto y campestre que él solía tener―. Eres muy jovencita para devanarte los sesos pensando en cosas que no podrás cambiar. Cuando las penas vengan a ti, apaga el cerebro. No se trata de que termines siendo necia, ni mucho menos que dejes de responder en clases, ni que bajes tus calificaciones. Por un par de minutos al día, Mikasa, deja de preocuparte y apaga el cerebro. ¿Será tan malo que apagues el cerebro un minuto para robarte un poquito de felicidad?

«Apaga el cerebro», envió la orden, esperando que los sentimientos encontrados que se debatían en su magín, desaparecieran para siempre.

Después de tanto intentar y fallar, decidió voltear para volver a su habitación.

Llevaba la toalla enrollada en el cuerpo mientras con otra se secaba el cabello. Sobre su cama, Sasha estaba terminando de vestirse. Habían hecho una pijamada durante el fin de semana, siendo esta una excusa para recuperar el tiempo perdido. Después de todo, eran las únicas mujeres del grupo y se necesitaban, porque se entendían y, además, a Mikasa le gustaba pasar tiempo con Sasha, porque se le hacía fácil de tratar.

De sus tres amigos, ella era a quién le profería mayor confianza. Esto porque Eren pasaba la mayor parte del tiempo inmerso en sus propios asuntos, y Armin… Armin era… diferente, algo serio, demasiado metódico y con un juicio tan razonable que, en ocasiones, la empequeñecía. Por tales motivos, Sasha resultaba ser precisa, una amiga bastante práctica y liviana, divertida, incluso, inocente. Y aquello le entregaba una extraña satisfacción; Mikasa sentía que Sasha jamás iba a juzgarla.

Pero, aunque eso fuese mitigante, no podía mantenerse estable. La sensación era agobiante.

«Apaga el cerebro, apaga el cerebro»… se lo había estado repitiendo desde la noche anterior, y no lo había conseguido.

Tenía miedo de hablar, de decirle a alguien lo que estaba sucediendo. Pero toda esa realidad era frágil como una burbuja, y lo constató en cuanto Sasha habló mientras sostenía uno de los abrigos de Mikasa en la mano.

―¿Existe alguna razón por la que todas las mangas de tus abrigos huelan a perfume masculino? ―su voz se oía apagada, porque tenía la pieza de tela apretujada contra la nariz.

Mikasa entreabrió sus labios, enseñando una pobre expresión de aturdimiento. Tragó saliva con dificultad y se dirigió hasta su cama para coger un chaleco que estaba tendido sobre todas las demás prendas desperdigadas allí. Inhaló con fuerzas y sí, ahí estaba el aroma intenso, dulce, empalagoso.

Cerró los ojos y se imaginó los azules de Levi, delineados por sus pestañas tupidas. Se perdió en la ensoñación por un momento, porque siempre donde él estuviese, ella también quería estar, sin importar si solo era en sus pensamientos.

―Además, este es un perfume muy caro ―indicó Sasha, sosteniendo el abrigo de Mikasa frente a ella, como enseñándoselo―. Carísimo, a decir verdad. Lo huelo y, de pronto, me duele el bolsillo. ¿Estás robando perfumes? ―susurró con locura, emulando una ridícula expresión de complicidad.

Mikasa miró fijamente a Sasha sin poder ocultar la inquietud en su expresión. Parecía como si, de pronto, algo le urgiese sobremanera, al punto de llenarle los ojos de lágrimas. Mas no parecía querer llorar, era más bien una señal del impacto al que se sometía tras pensar en relatar lo que estaba ocurriéndole. Y a pesar de que Sasha solía ser bastante torpe y en ocasiones hasta ingenua, pudo darse cuenta de que la respuesta que esperaba no le haría tanta gracia.

―¿Dije/hice algo malo? ―inquirió, mordiéndose el labio inferior.

Mikasa exhaló con dificultad.

―No, Sasha ―aún tenía la prenda entre las manos; la apartó hacia un rincón―. Tal vez, la que está haciendo algo malo sea yo…

De un momento a otro, la atmósfera de pijamada juvenil y cálida que las envolvía se volvió lúgubre. Sasha sintió miedo y curiosidad a la vez, pero más miedo; sí, miedo de saber la respuesta y de que la responsabilidad del conocimiento pesase demasiado, miedo de no saber qué decir, miedo de pensar lo peor, miedo de, simplemente, saberlo.

―Ya ―tragó saliva―, el ambiente se tornó más serio ―enderezó la espalda y se dispuso a oírla―. Quiero que me cuentes qué sucede…

Después de todo, era su amiga. Y para eso estaba y por eso la visitaba, por ese motivo siempre volvía con ella. Así que dejó de lado los prejuicios y se propuso cumplir con su misión de amiga: escucharla.

―No sé…

―¿No quieres hablar de ello? ―preguntó, sin intención de molestar a su amiga, ni de exponerla a una situación poco confortable. Sobre todo, porque Sasha sabía de los traumas que se escondían en los recuerdos de Mikasa.

―No es que no quiera. La verdad es que no sé si puedo contarlo ―la joven meditó unos segundos, mientras jugueteaba con sus dedos.

Tenía unas ganas tremendas de desahogar todos sus sentimientos que yacían encerrados en su enclaustrado pecho, pero no sabía con quién. Estaba al tanto de la complejidad del asunto, que era algo que no podía ventilarse a los cuatro vientos, y creía que no se debía a que fuese algo indebido, sino más bien al hecho de que las personas no lo comprenderían, no del modo en que ella lo hacía. Y eso la limitaba al momento de manifestar sus emociones.

Sin embargo, el tiempo silencioso estaba pasándole la cuenta. Y se convenció a sí misma tras pensar que con Sasha eran amigas, lo habían sido desde muy pequeñas. Ella no tenía motivos para traicionarla, ni mucho menos apuntarla con el dedo. Se sentía segura a su lado. Ella no era como Eren, mucho menos como Armin.

―Si no puedes, no importa ―Sasha encogió los hombros, restándole importancia.

―Estoy saliendo con alguien ―Mikasa soltó de pronto, exasperada.

A Sasha le costó dilucidar el significado de aquello. Hasta donde sabía, Mikasa no se sentía atraída por nadie, no solía sociabilizar con el resto de sus compañeros de clase, excepto con sus tres infaltables, mas era imposible imaginarla con Armin… tal vez con Eren. Pero eso también era imposible, porque Eren era menos romántico que un zapato.

Recordaba que Jean, un compañero de un curso mayor, estaba enamorado de ella desde hacía tiempo, pero siempre había sido ignorado con el más gélido de los desprecios.

Entonces, ¿quién?

―No quiero ser desagradable contigo, pero en este momento no tengo a nadie en mente ―rio Sasha, rindiéndose ante la duda.

―No te preocupes, no tendrías por qué saberlo. No lo conoces, no en persona al menos ―comentó, Mikasa, sentándose en la zona sur de la cama y aferrándose a su propio cuerpo debido al frío.

―Bien. Preséntamelo ―a Sasha se le hacía cada vez más misteriosa la situación. No lograba comprender el punto.

Mikasa abrió la boca para hablar, pero no dijo nada, volviéndola a cerrar. Luego, lo intentó por segunda vez.

―Sasha ―resopló, complicándose progresivamente a la vez que la verdad se acercaba―, estoy saliendo con alguien mayor.

―¿Bueno? ―Sasha ladeó la cabeza a la derecha en un gesto comprensivo―, ¿qué tan malo puede ser?

―Demasiado mayor para mí ―indicó Mikasa, probando con dejarle más pistas en evidencia, para ver si obtenía la reacción que esperaba.

―¿Un abuelo? ―espetó Sasha, con los ojos desbordándose de sus cuencas.

―¡Dios! No ―clamó Mikasa, no sabiendo si reír o exasperarse más. Al final, hizo ambas―. Tiene treinta años.

―Vale ―Sasha alzó ambas manos en el aire, rendida―. Esto es nuevo para mí. Detente ahí un momento, Mikasa. Déjame asimilar.

De pronto, a Sasha se le antojó que Mikasa parecía una niña pequeña. Estaba encogida en su lugar, temblando de frío, o de nervios quizás, cubierta solo con una toalla, y tenía el cabello húmedo. La miraba con temor, como si ella tuviese algún tipo de poder o un veredicto que fuese a jugarle en contra, cuando todo lo que quería Sasha era lo que había pedido: tiempo. Un poquito de tiempo para comprender lo que Mikasa acababa de decirle.

Estaba de novia con un sujeto de treinta años. Mikasa tenía dieciséis.

«Treinta menos dieciséis son catorce. Catorce años de diferencia. Catorce años que el tipo tuvo de ventaja para buscarse una mujer de su edad», pensó, y ¡vaya!, eso no podía decírselo a Mikasa. Fue su primer pensamiento, aquella idea fugaz que se vino durante los primeros segundos. Podía revertirla si Mikasa conseguía convencerla.

―Yo sé que es extraño ―fue Mikasa quien habló primero―, sé que no está bien… o que la gente no lo va a ver bien. Pero me gusta tanto… No es feo, ¡no me digas nada!

―Pero si no te he dicho nada ―se quejó, Sasha.

―¿Está mal? ―Mikasa no la miró, aguardó por la respuesta mientras detenía la vista sobre sus manos entrelazadas―. Dime algo…

La contradicción de Mikasa le dejó ver a Sasha cuán confundida estaba su amiga. Y ella no se sentía precisamente preparada para esclarecer un panorama tan complejo, por lo que decidió ser empática con ella.

―No puedo decirte eso, no puedo juzgar si no tengo más contexto ―le dijo, sintiéndose obstruida. No obstante, eran las palabras que Mikasa quería escuchar―. Pero si lo quieres, y esto es consentido, supongo que no debiese haber problemas. ¿Tu madre lo sabe?

―No, claramente ―negó con la cabeza y se encogió de hombros―. Si llega a enterarse, moriré.

―Oh, vaya ―dijo, y de pronto el nerviosismo comenzó a atacarla también. Tuvo que romper el hielo, adecuándose a la situación―: ¿Así que no es feo? ―cambió el rumbo de la conversación―, ¿cómo es?

Mikasa sonrió. Apreció inmensamente los esfuerzos de Sasha y le contó:

―Es algo pálido, tiene el cabello negro, sedoso, y unos preciosos ojos azules ―suspiró―. Es mi tutor.

―¿El que contrató tu madre? ―los ojos saltones de Sasha le hicieron pensar que pronto desmayaría.

―El mismo.

La mandíbula de Sasha amenazaba con soltarse de su rostro. Sacudió la cabeza y cerró los ojos, luego miró a su alrededor con la vista perdida, sumida en sus pensamientos, intentando comprender lo que estaba oyendo. Mikasa estaba enamorada de su tutor, el del calefactor y la comida… ¡claro! Tenía sentido ahora. Porque nadie regala cosas porque sí.

―¿Por eso siempre tienes dinero? ―curioseó Sasha, sin saber si quería seguir enterándose, mas hizo la pregunta después de todo. Y Mikasa asintió―. Él te ha estado ayudando, ¿no es así?

―Creo que, para evitar confusiones, lo correcto es explicártelo todo, desde un principio ―y Sasha asintió, sin perder en ningún momento el gesto horrorizado―. Mi madre lo contrató para que me ayudase a estudiar y así poder mejorar mis calificaciones. Al tiempo, él hizo más que eso… comenzó a ayudarme de otras maneras, como cuando estaba triste, cuando tenía discusiones con mi madre. Yo sé que no debí acercarme tanto a él, pero fue inevitable. Él no ha sido descortés conmigo, nunca. Tal vez, me encariñé demasiado, más de la cuenta ―volvió a encogerse en su lugar―. O bueno, tal vez mucho, mucho. Él ―Mikasa titubeaba; era consciente de que relatar aquello no debía ser fácil―, bueno, él me confesó que estaba enamorado de mí, y cuando eso ocurrió, yo también lo estaba. Esta conexión entre ambos es, no lo sé, casi surreal. No puedo pasar un día sin él o sin saber de él; mi celular se ha vuelto mi compañero, porque sé que en cualquier momento él va a escribirme y no quiero quedarme sin responderle. Y es lo que ves, lo que les comenté en aquella ocasión, él me consciente en todo. Y amo su perfume, por eso toda mi ropa tiene su olor, porque cada vez que visito su departamento me infiltro en su baño para robarle un poco, porque es tan absurdo que no quiero que me compre un ejemplar, quiero el que usa él, como si eso lo hiciera distinto. Tengo un pañuelo suyo que utilizo para dormir, porque sin él no logro concebir el sueño. Varias de mis pesadillas han desaparecido, me he vuelto más responsable, más alegre, me siento querida…

―¿Entonces qué está mal? ―sí, porque para decir tantas maravillas, Mikasa se veía fúnebre. Sasha quiso comprender a qué se debía que algo tan bonito como aquello la amargase tanto.

―Que sé que nadie va a entenderlo jamás ―musitó, mirando sus manitos pálidas y de rojos nudillos producto del frío, que descansaban sobre sus muslos―. Así que tendré que esperar a cumplir mi mayoría de edad.

―Yo lo entiendo ―aseguró Sasha―. Debo admitir que me pillaste desprevenida, pero ahora que me lo explicaste, lo entiendo. Él es bueno contigo. Está ayudándote con aquello que nosotros tanto quisimos y no pudimos…

Mikasa asintió con suavidad.

―Él es… todo ―dijo―. Él es… mucho y todo. No tengo otra forma de describirlo…

―Si él es bueno contigo, entonces, tiene mi aprobación ―dijo Sasha, entrecerrando sus ojos.

―¿De verdad? ―la inocencia en la mirada de Mikasa era irrefutable.

―Claro ―continuó―, además, huele exquisitamente bien, díselo de mi parte ―le dijo, llevándose el abrigo a la nariz nuevamente para aspirar gustosa.

Mikasa rio y meneó la cabeza.

―Por ahora, no se lo diremos a nadie más, ¿sí? Hasta que yo misma pueda resolver mis complicaciones emocionales ―le pidió la joven, excluyendo de forma automática a Eren y Armin.

―Como tú lo prefieras ―asintió Sasha, consciente de que, al no ser su problema, no tenía ni voz ni voto en las decisiones de Mikasa.


VIII

Armin Arlert siempre había sido la voz de la razón, la consciencia y, sobre todo, la elocuencia. Era el menor y aun así el más sabio. Cuando las ideas adolescentes, y en ocasiones infantiles, encaprichaban a sus amigos, él llegaba para zarandearles el raciocinio. Era el mejor de su clase, estudioso por gusto y aplicado. Era un personaje ejemplar. Y Mikasa lo admiraba enormemente.

Por tales motivos, se negaba a confesarle lo que estaba haciendo. Sin embargo, «lo que estaba haciendo» se hacía cada vez más evidente. Mikasa no se daba cuenta, porque aunque ella también fuese una alumna prodigio, había cosas que su velo de candidez adolescente no le permitía distinguir.

Armin era su amigo. Él la quería como a una hermana, porque conocía sus debilidades, y aquello le ocasionaba sentimientos sobreprotectores. Él esperaba, de todo corazón, que nunca nada malo le ocurriese a Mikasa.

Por eso, el temor que le había surgido aquella tarde que Mikasa recibió una caja con un calefactor y comida de regalo se incrementó, dando un salto hacia las nubes, cuando la vio portar una tarjeta de crédito dorada.

Ella le había pedido que la acompañase al centro comercial a comprar un par de prendas que faltaban en su armario. Y él accedió porque, de todos modos, no tenía más quehaceres en casa. Nunca le había fastidiado que sus amigas, en ocasiones, quisieran compañía cuando andaban de compras, ni mucho menos se irritaba si lo hacían esperar horas. Les tenía paciencia.

No obstante, aunque el día hubiese comenzado siendo un panorama grato, se obscureció en el momento que Mikasa extrajo de su billetera la famosa tarjeta. Y Armin, siendo tan astuto como era, no pudo evitar girar su rostro, inclinándolo cada vez más, hasta alcanzar a leer el nombre grabado en ella.

«L-», alcanzó a ver. Las manos de Mikasa se movían de un lado a otro, explicando el número de cuotas, y sin contar el caos al momento de pagar.

—Señorita, debe insertar la tarjeta con el chip en dirección al interior de la máquina. El pitido no quiere decir nada. Yo le avisaré cuando retirarla, ¿de acuerdo? —le explicaba la vendedora, haciendo uso de toda su templanza.

—Ah, ¿así? —Mikasa se sentía tan torpe.

—Exacto. Déjela ahí un momento. No la toque, por favor.

En ello, Armin vio una oportunidad.

—¿Nunca has utilizado una tarjeta de crédito para pagar? —preguntó con voz suave para evitar importunarla.

—No —berreó Mikasa, molesta con la maquinita infernal—. Y, aparte, no me enseñan antes de enviarme a comprar con ella.

«¿Quién no te enseña?», pensó Armin.

Cuando Mikasa realizó el pago, volvió a guardar la tarjeta en su billetera, y Armin echó un vistazo por última vez: «Lev-». Y fue todo lo que pudo leer.

Al salir del centro comercial, Mikasa lo invitó a comer como muestra de su gratitud por acompañarla. Recorrieron la mayoría de los restaurantes y la niña caprichosa no terminaba de decidir qué quería comer. Eso no tenía importancia alguna para Armin. Sus insistentes sospechas no habían hecho más que quitarle el apetito y mantenerlo bajo un sentimiento de constante incomodidad.

Y nunca antes se había sentido así en compañía de su amiga.

El restaurante que escogió Mikasa fue uno bastante particular. Cuando Armin leyó la carta, se preguntó dónde estaban las hamburguesas, las bebidas, y qué demonios era un carpaccio. Por un fugaz momento, extrañó las tardes de papitas fritas y video juegos, esas en las que Mikasa era tan común y corriente como una adolescente más, y no aquella versión de sí misma, adobada en actitudes engreídas, como si una tarjeta de crédito ―que ni siquiera era suya― determinase qué tipo de persona era.

Como resultado de las decisiones de su amiga, Armin terminó pidiendo algo de la sección de pizzas, que era lo más corriente que tenía el menú, y Mikasa pidió algo con nombre extraño, aderezos misteriosos y acompañamientos paranormales. O algo así sonaba.

Mientras Mikasa revisaba las boletas de sus compras, Armin se sostenía el mentón en una mano y observaba la vida transcurrir a las afueras del restaurante. La vista desde allí era maravillosa; no estaban en cualquier centro comercial, sino en el mejor de la ciudad. Todo se conformaba de diseños lujosos; piletas; maceteros con plantas vivas, llenas de color; iluminación cristalina y ruido.

Cuando Armin volvió su atención a Mikasa, ella lo contemplaba ya, con sus recurrentes ojos sombríos, intentando, sin éxito, esconder la timidez. Ella quería preguntarle algo, estaba inquieta y él podía verlo. Era de suponer que se debía a su semblante, aquel que nunca había sido fácil de ocultar.

―¿Qué? ―suspiró Armin, como si hubiese esperado que ese momento llegara.

―¿Pasa algo? ―Mikasa agachó la mirada.

―Yo debería preguntar ―el joven inclinó el rostro, buscando el de su amiga, esperando obtener una respuesta.

―¿Pasarme algo a mí?

Esos esfuerzos de Mikasa por hacer que las cosas pasaran desapercibidas eran tan pobres como su talento para mentir. Armin rodó los ojos y optó por acabar con la duda pronto.

―¿Quién es «Lev…» lo que sea y por qué te presta su tarjeta de crédito?

Los ojos de Mikasa se abrieron de par en par y su boca se entreabrió, buscando algo que decir. Titubeó unos segundos antes de darse por vencida. Nunca podría mentirle a Armin, aunque quisiera, no importaba si le había dicho a Sasha que ella prefería reservarse la información de momento. El joven la ponía en tanta tensión, que se volvía desesperante estar en su presencia y mirarlo fijamente, sabiendo que él sospechaba.

Cedió tan fácil y rápido, que Armin se sorprendió. No se lo esperaba. Tal vez, su actitud durante todo el día había terminado hartándola hasta llevarla al límite. Acabó explotando como una bomba.

―Es mi tutor ―se entregó, como un condenado al verdugo. Armin iba a descubrirlo de todos modos―. ¿Te habías dado cuenta?...

―Desde la comida delivery y el calefactor, más o menos ―Mikasa se sonrojó y se encogió en su posición―. Solo tenía que dilucidar «quién», específicamente.

Hubo un par de minutos de silencio en los que Mikasa no supo qué más decir, y en los que Armin prefirió volcar su atención al centro comercial, dándole espacio a la joven. Había cosas que él no comprendía, y estaba seguro de que, cualquier cosa que pudiese decirle ella, clasificaba en esos temas lejanos a su entendimiento.

De pronto, la comida llegó a la mesa. Armin pensó que el platillo tenía mejor aspecto que nombre… sobre todo, el de su amiga.

―Había estado pensando en cómo decírselos ―suspiró Mikasa, acomodándose un mechón detrás de la oreja.

Su cabello estaba largo y se precipitaba constantemente hacia su rostro.

―¿Decirnos qué…?

Algo en la mente del muchacho no acababa de conectarse. A pesar de sus dudas y constantes cuestionamientos silenciosos hacia Mikasa, no había reparado en el nombre que tenía todo eso. Un hombre que él no conocía estaba dándole dinero y regalos a su amiga, pero… ¿a cambio de qué?

―Levi, mi tutor… él y yo tenemos una relación.

Armin asintió, fingiendo que no se había atragantado con el trozo de pizza que se había aventado a la boca. Lo ocultó con ojos llorosos, una breve carraspera y una sonrisa cínica, pero que funcionó bien para sellar el momento. No quería saber más, ni siquiera le molestaba enterarse de los detalles; entendía a la perfección lo que significaba y conllevaba «tener una relación».

El resto de la jornada, se mostró silencioso. Asentía y respondía monosílabos. Cuando se despidió de Mikasa, ella le preguntó si «estaba bien». Y aunque Armin no entendió si se refería a lo que estaba haciendo o si a él mismo, le contestó con otra tonta sonrisa y un encogimiento de hombros.


―¿Que tiene QUÉ?

―Treinta años, ¡y no me grites! ―espetó Sasha, intentando controlar el exabrupto de Armin Arlert.

―Sasha, eso no está bien ―negaba el joven, pensando cómo Mikasa había ido a parar a ese destino―. Entiendo que Mikasa no está siendo obligada, pero intercambio de regalos y dinero por amor es algo que no terminará bien.

Había trascurrido una semana, una bastante caótica, al menos, en los pensamientos de Armin. No sabía qué pensar ni en qué postura ponerse tras haberse enterado de la nueva novedad respecto a la vida de su amiga. Sabía que él no era nadie para juzgarla, puesto que ni él mismo podía descifrar qué deparaba su vida en un mañana; no obstante, la situación le parecía compleja.

Aquella tarde, se había reunido con Sasha con el fin de estudiar para los próximos exámenes, puesto que el año académico estaba por acabarse. Sin embargo, no habían podido llevar a cabo esa tarea. Al apenas comenzar, Armin le preguntó a Sasha si ella estaba al tanto de lo que ocurría con Mikasa. Y Sasha, al verse acorralada e incómoda, se dejó en evidencia de peor manera que había hecho Mikasa.

Por lo tanto, ambos acabaron comentando el tema, sabiendo que todo lo que dirían en aquella instancia no podía llegar a oídos de Mikasa. No porque fuesen malos comentarios, sino porque contenían la más pura y real opinión que tenían respecto a la situación.

―Ella me dijo que él era bueno con ella; eso me hizo creer que todo estaba bien. Sé que es demasiado mayor para ella. Quiero decir, Mikasa tan solo tiene dieciséis. Es joven, como nosotros, y él es adulto, y ha vivido más cosas. De igual modo, pienso que… algo podría fallar.

Estaban ubicados en la sala de estar del hogar de Braus. Se habían acomodado en el suelo, y Sasha había utilizado la mesa de centro como escritorio. Todos sus documentos de estudio estaban desperdigados allí. Armin estaba a su lado.

―Todo puede fallar, Sasha. Es triste, ¿no te das cuenta? Desde que Mikasa perdió a su papá, las cosas no han ido bien. Y luego aparece este sujeto, con sus supuestas buenas intenciones, a construirle un mundo de colores.

―¿Piensas que él se está aprovechando?

―No lo sé, pero si la quisiera de verdad, ¿no le daría su espacio? Mikasa lleva mucho tiempo siendo emocionalmente inestable. ¿No permitiría acaso que ella sanase sus dolores antes de abalanzársele encima?

Sasha hizo un mohín de incomodidad.

―No sabemos si se le ha abalanzado encima ―musitó.

―En verdad no sabes cómo funcionan las relaciones, ¿no? Eso es lo más preocupante. Tarde o temprano, ocurrirá.

―Y ―Sasha unió ambos dedos índices en un gesto tímido―… ¿bebés?

―Sí ―suspiró Armin, jugueteando con la guía frente a sí, aquella que no tenía utilidad de momento―. Bebés ―volvió a suspirar―. Esto es tan extraño… ¿Sabías que en términos legales eso se conoce como estupro?

―Sí, lo busqué en Google ―admitió la joven, sintiéndose torpe tras admitirlo.

―Da lo mismo cómo te hayas enterado. Pienso que… tal vez… si hacemos algo, Mikasa se dé cuenta.

―¿Hablar con ella? O… ¿Decirle a su mamá? ―inquirió Sasha, mirando a Armin con preocupación―. Ella podría hacer algo.

Ambos hicieron un mohín tras sopesar la idea. Sabían que la madre de Mikasa no era la persona idónea para ocuparse de asuntos, sin embargo, aunque no fuese perfecta, era y siempre sería la madre de la muchacha. Y como tal, tenía un enorme deber ―aunque aún no lo supiese, ni sospechase― de encargarse del tema.

―De todas formas, la madre de Mikasa parece más que feliz con los regalos ―Armin estaba molesto.

No acababa de creer cómo habían llegado las cosas hasta ese punto.

―Pero podemos intentarlo. No perdemos nada.

―Perderíamos la amistad de Mikasa, probablemente. ¿Quieres eso?

Claramente, si Mikasa se enteraba, los dejaría para siempre por traidores. Pero pese a esa certeza, ambos, tanto Armin como Sasha, entendían que su proceder no se debía a una falta de su amistad, sino más bien a una medicina: algo amargo que no agrada, pero que es necesario.

―¿Por qué todo esto es tan difícil? ―Sasha se removió el cabello, confusa y estresada por toda la conversación―. ¿Y dónde está Eren? ¿Por qué él nunca opina nada?

―Ya conozco su respuesta si se enterase. Te aseguro que un guepardo en estado de reposo sería más expresivo que Eren. Nos dirá que no es nuestro problema.

―Es que… no lo es, en realidad ―Sasha se mordió el labio inferior.

―Pero Mikasa es nuestra amiga. O no estaríamos preocupándonos por ella, arriesgando nuestra amistad con el fin de protegerla. No quiero que se equivoque y tenga que lamentarlo después.

―Entonces, ¿qué haremos?

―Le contaremos a la madre de Mikasa, pero no personalmente ―el joven dudó unos segundos―. Podríamos… no lo sé, crear un correo falso y contárselo por ese medio. Podríamos fingir que somos una persona cercana a la familia o algo por el estilo. De modo que parezca que una vecina o alguien similar vio a Mikasa, y luego fue a contárselo a su madre.

―Es riesgoso ―Sasha apretó los ojos.

―Es cincuenta y cincuenta. O Mikasa nos descubre o pasamos desapercibidos. Y, de igual manera, conseguiremos remover algo en su mamá.

―¿Lo hacemos ahora? ―la joven desvió la vista hacia una mesa dispuesta a un costado, sobre que la reposaba su portátil; instrumento que, de momento, parecía peligroso, como un arma cortopunzante. Tanto, que temía tocarlo como si este fuese a dañarla.

―¿Cuándo, si no?

Dijo Armin, antes de colocarse de pie y acercarse hasta el equipo.


IX

Akane apartó su tazón de café hacia un costado, descartando la opción de volverlo a beber. «Una cucharada más de azúcar y estaría mejor», pensó. Y no tardó en volver su atención hasta su computadora. Se encontraba en su oficina, rodeada de informes que debía enviar por correo y luego archivar. Era un día atareado para una teniente. Sobre todo, cuando, en reiteradas ocasiones, los policías novatos irrumpían en su oficina con las mismas preguntas de siempre. Entorpecían su labor, ella respondía, y tras intentar retomar el ritmo y fallar un par de veces, volvía a volcarse en lo suyo. Cinco minutos más tarde, la interrumpía otro policía.

Así había trascurrido su mañana. Nada interesante la había sacudido. Solo se acompañaba del insufrible papeleo y de su insípido café.

Debía ir por azúcar.

Fue cuando alzó la vista y miró hacia el descansillo del edificio del departamento de policía. Su oficina no era más que un cubículo hecho de ventanales. Desde allí, podía ver todo.

Advirtió de inmediato el ingreso del profesor Levi en la estancia; de seguro, les visitaba por la pronta charla que se llevaría a cabo en la universidad en la que trabajaba. Allí, en compañía de un equipo conformado por policías, darían una charla relacionada con el alto consumo de alcohol y estupefacientes en jóvenes y, sumado a eso, los accidentes ocasionados por la misma razón. Debía estar de paso por allí para coordinar.

Quiso ponerse de pie para ir por su azúcar y, dada la oportunidad, saludar al profesor. Pero el sonido de una notificación de su correo la detuvo. Al retomar la atención sobre sus asuntos, se dio cuenta de que aún tenía demasiado trabajo pendiente, por lo que prefirió sentarse para avanzar un poco más.

Notó que llevaba tiempo sin revisar su correo. Lo había dejado abierto, no obstante, al estar concentrada enviando archivos no había notado lo que tenía en su buzón de entrada: correos acumulados incluso desde el día anterior. Por lo que se dispuso a eliminar y contestar aquellos que eran relevantes.

Hasta que se topó con uno en particular.

«Mary Johnson. Asunto: Importante».

―No recuerdo conocer a alguna Mary Johnson ―susurró para sí misma.

Constató la fecha y databa del día anterior.

Puso el cursor sobre el mensaje y dudó unos segundos. Podía ser un virus, podía ser correo spam o podía ser algo importante. Quiso borrarlo e ignorarlo, pero al cabo de unos segundos decidió abrirlo. Si traía algún enlace sospechoso, lo eliminaría en el acto.

A medida que leía, sus ojos se ensancharon abruptamente.

«Estimada Sra. Ackerman, me dirijo a usted para comentarle acerca de una situación preocupante con respecto a su hija. Sé que no estoy introduciendo de forma compleja, pero no hay manera de comunicarle esto de forma extensa y rebuscada. Ir al grano es todo lo que puedo hacer. Su hija se ha mostrado, en diversas ocasiones, en comportamientos extraños con un hombre de mediana edad que conduce un deportivo negro, aparentemente, un connotado profesor. Todo indica que hay algo entre ellos y, por temor a que mi acusación me pese, escojo este medio incógnito para advertirle de la situación en la que se encuentra su hija. Probablemente, esté en una relación amorosa con este sujeto. No hay otra explicación. Como sé que usted es su madre, no tengo más opción que informárselo. Espero que esto, más que perturbar, sea de ayuda».

Algo en su garganta le dificultó tragar. Por un momento, le pareció haber leído mal por lo que repasó la lectura unas tres veces. Constató que no había error alguno en ella y, tras comprender lo que aquello significaba, inspiró aire lentamente, intentando reunir toda la cordura posible.

Era madre. Era una mujer con experiencia. ¿Cómo no había podido verlo?

De pronto, se le vinieron a la mente los numerosos momentos en los que Mikasa llegaba con un regalo nuevo o que el estimado profesor las consentía con algún detalle. Incluso, había llegado a creer que se trataba de un intento de cortejo para ella, pero nada era más alejado de la realidad. Ella solía ignorarlo, puesto que Levi se le antojaba demasiado joven para su gusto, sobre todo, para ella que rondaba los cuarenta.

Pero… ¿Para Mikasa?

¡Imposible! Su pequeña obra de arte tan solo tenía dieciséis. Y el sujeto en cuestión, treinta años. Era impensable y morboso, si lo mesuraba. Sin embargo, ahí estaba frente a ella, un mensaje desconocido con el propósito de quitarle la venda de los ojos.

Y, entonces, comprendió que todo ese tiempo habían estado burlándose de ella.

¿Desde cuándo Mikasa corría a estudiar? Era madre, era una mujer con experiencia… pero, por todos los cielos, había sido una ingenua. Él la iba a buscar a casa, pasaba horas de horas junto a ella. Al principio, lo atribuía a las extensas horas de estudio, pero entonces razonó y se dio cuenta de que era insensato estudiar tanto, al menos, durante un mismo día.

Y él… ¿qué pretendía llenando a su hija de regalos? Supuestamente, eran presentes para ambas. Pero Akane no recordaba necesitar un portátil nuevo, ni una televisión, ni una consola de videojuegos. Ilusionada por lo maravilloso que parecía todo, aún más por la mejora académica de Mikasa, no había reparado en las intenciones turbias que había de trasfondo.

Y, con extrema urgencia, se preguntaba si Mikasa ya habría permitido devolver la mano como, seguramente, Levi pretendía.

Se puso de pie en el acto, alejándose del escritorio, como si este la hubiese recluido en un encierro asfixiante. Se quedó en su lugar, mirando a la computadora y luego hacia el exterior, intentando dilucidar qué proceder era más prudente. Estaba en su área de trabajo, no podía perder los cabales. Mas cuando alzaba la vista y daba con la imagen del presunto culpable, se imaginaba arrastrándolo hacia la calle para sacudirlo a golpes en el suelo.

«Depravado, enfermo, asqueroso de mierda», las palabras bailaban burlescas en su mente.

Las manos le temblaban. De la misma forma en que la efervescencia emerge producto del contacto químico, su ira se había desatado; ella era el carbonato y Levi era el ácido que la había hecho explotar. Las extremidades le fallaban, su rostro ardía, su estómago era un nudo que se apretaba con más y más fuerza. La boca se le había secado y sentía la respiración caliente como efecto de la fiebre iracunda.

Avanzó con cuidado, examinándose a sí misma: si tenía buena reacción, si sus piernas no fallaban del todo, si aún podía pensar… si el arma cargada aún estaba en su bandolera…

Se palpó el muslo y, efectivamente, el objeto se encontraba allí. Frío y rígido, tal y como los efectos de una bala luego de entrar en contacto con un cuerpo. Frío y rígido…

Su mano seguía temblando, dudando sobre el arma. ¿Qué locura estaba por cometer? Tenía que pensar con la cabeza fría, no podía dejarse llevar por un comentario que podía ser errado. Tenía que comportarse como una adulta.

Y aunque intentó serenarse con eso, no lo consiguió. La tirria seguía calentándole la sangre. Lo que más odiaba de todo eso, eran los comentarios ajenos. Podían decir mil cosas de ella, pero jamás de su hija.

No notó el momento en que abandonó la oficina. Estaba en medio del descansillo, mirando de frente al General de la Policía, quien en su rostro escondía la incertidumbre al verla con apariencia desbaratada y perdida. Levi estaba ahí también, enseñándole una expresión dividida entre un saludo risueño y una mueca de extrañeza.

Tanto cinismo en una sola persona le provocaba náuseas.

―¿Teniente? ―el General la sacó de su embeleso.

Se vio obligada a aterrizar. No podía mostrarse débil ante un superior.

―General, buenas tardes. Tan solo esperaba un momento para conversar con el profesor Levi.

―Adelante, supongo que no tenemos nada más que hablar, profesor. ¿Alguna duda respecto a la charla?

―Ninguna, señor.

El General, con un gesto de su mano, les dio espacio para que pudiesen conversar y se retiró.

―Ven a mí oficina ―dijo Akane, en el preciso momento que vio al General desaparecer tras un pasillo.

―¿Akane?

―Ahora.

Y antes de voltearse camino hacia su cubículo, volvió a repasar la bandolera con la mano. Levi no pasó desapercibido el gesto.

Acompañó a la mujer, siguiéndola a sus espaldas, ignorante de todo lo que aguardaba por él apenas se cerrase la puerta. Siempre que visitaba el departamento de policía, se tomaba unos minutos para visitar a Akane y saludarla. Pero, justo en ese momento, se encontraba ocupado. Tenía muchas cosas pendientes por hacer y comenzaba a atrasarse.

Una vez en la oficina, ella se abalanzó sobre su computadora y comenzó a buscar algo. Levi se mantuvo de pie, esperando que ella le diese permiso de tomar asiento, no obstante, fue innecesario.

―Quiero que vengas hasta acá y me expliques esto ―la voz de la mujer era dura, íntegra, sin temor ni inseguridad.

Cuando Levi notó que ella hacía un espacio, se acercó hasta la computadora para ver qué era aquello que debía explicarle. Con parsimonia, inclinó el rostro sobre la pantalla para leer el correo que yacía ahí. Al terminar, suspiró densamente y tomó postura derecha.

Las cosas que le quedaban por hacer daban lo mismo.

―¿Quién es Mary Johnson?

―¿Importa eso ahora? ―Akane se mantenía firme, tenía los brazos cruzados, señal de que no estaba dispuesta a cambiar de parecer―. Quiero que me expliques por qué recibo esto en mi correo, mi correo laboral, por cierto. ¿Te das cuenta del tamaño de esta acusación?

―Por eso, preciso saber quién es Mary Johnson. Está difamando contra mí, y si tengo que iniciar acciones legales por esto, lo voy a hacer.

De pronto, Akane se sintió aturdida. Algo no andaba bien… el panorama, ¿estaba tergiversándose?

―Aún no me respondes, Levi ―insistió la mujer―. Si quieres limpiar tu imagen de manera legal, es tu problema. Me interesa más saber cómo pretendes limpiar tu imagen ante mí. Porque en este mismo minuto estoy considerando iniciar una demanda y alejarte de mi hija para siempre.

Levi guardó silencio. Akane percibió cómo el hombre contuvo la respiración y apretó la mandíbula con fuerza. Tragó con dificultad segundos más tarde, luego de quedarse viéndola con expresión ofendida.

―¿Me estás… acusando? ―él enarcó una ceja, cuando logró reaccionar.

―No lo sé, ¿a ti qué te parece? O, cambiando la pregunta, ¿cómo reaccionarías si te enteras que tu hija adolescente de dieciséis años mantiene una relación con un hombre adulto de treinta? Quizás no te mostrarías tan altanero, ¿no es así?

―No estoy siendo…

―¡Aun no me respondes! ―Akane perdió la calma y le gritó. Sus ojos rojos se llenaron de lágrimas, que no estaban dispuestas a caer por tristeza, sino más bien que se contuvieron producto de la ira―. Estás dando rodeos, evadiendo contestar lo único que me interesa: ¿qué tipo de relación tienes con mi hija? ―hizo énfasis en las últimas dos palabras.

―Soy su tutor ―respondió rápidamente, intentando guardar la calma. No como Akane, quien era un torbellino―. Tú me contrataste, no entiendo qué es lo que pretendes decirme…

―Levi ―la mujer respiró de forma ahogada―, soy madre. Por lo que más quieras, no intentes pasarte de listo.

―¿Estás acusándome también de tener una relación amorosa con tu hija? ―Levi la miró incrédulo.

―¿Leíste el correo? ¿Qué es lo que quieres que piense? ¿Cuáles son los supuestos comportamientos cuestionables en lo que han visto a mi hija? Respóndeme pronto, Levi, porque cada segundo que rehúsas contestar, en un segundo más que me reafirma lo que leí.

Levi la miró con dureza.

―Los únicos comportamientos en lo que han podido ver a tu hija son aquellos que tiene cuando se sube a mi auto, cansada luego de un día de estudio, luego la llevo hasta tu casa y se baja para ir, por fin, a dormir. Si tú quieres creer un chisme que leíste en un correo electrónico, puedes hacerlo. Demándame, eso también puedes hacerlo. Estás en toda la libertad de tomar las decisiones que estimes convenientes.

Akane lo miró incrédula, pero aun así decidió calmarse.

―Levi, ¿por qué simplemente no me dices…?

―No, Akane, no ―le indicó tajantemente―. No tengo una relación con tu hija. Creerme o no es tu decisión.

―¿Por qué no me lo dijiste desde un principio?

―Porque comenzaste a atacarme de inmediato, sin siquiera preguntarme antes. Lo asumiste. Y aunque seas madre y entienda tu posición, eso no significa que yo vaya a permitir que se me acuse de esa manera. Yo te presté mis servicios como tutor, llegando incluso a no cobrar por mi trabajo. Me he encariñado un montón tanto contigo como con tu hija, intento ser amable y cortés siempre, pero veo que lo primero que haces es creerle a un correo cobarde y anónimo que ni siquiera tiene sentido.

De pronto, Akane se sintió estúpida. Había perdido el juicio al tan solo pensar que Levi pudiese estar sobrepasándose con su hija. La ira la había nublado por completo y había reaccionado de forma bélica, sin siquiera conversar el asunto como la adulta que era.

―Yo… siento que esto me pilló desprevenida. Solo quería saber la verdad.

Jadeó la mujer, y tomó asiento, intentando reponerse de sus exabruptos. Levi la tomó de los hombros e hizo que lo mirase.

―Akane, por favor. ¿No te has dado cuenta de cuánta gente malintencionada te rodea? Eres policía, deberías estar al tanto. Alguna persona con la mente torcida debió verme junto a Mikasa, o a ella subiendo a mi auto, y en su cabeza armó mil historias. Pero tú sabes quién soy yo, y sabes que jamás le haría daño a tu hija.

―¿Por qué siempre estás comprándole cosas a Mikasa? ―abogó a ese último recurso para tomar el hilo de la conversación, que se le iba de las manos.

―Porque la estimo. Si te molesta, no lo vuelvo a hacer ―Levi retomó su postura y se alejó de ella.

―No, no es eso. Quiero decir, eso también pudo darle ideas erróneas a la gente ―hizo un chasquido―. Tienes razón. Hay personas que no hacen más que husmear en las vidas ajenas. Seguramente, debió ser alguna de nuestras vecinas ―Akane sacudió la cabeza y apoyó esta en su mano.

Levi se quedó viéndola con preocupación. La mujer parecía abatida. Había reunido todas las energías posibles para enfrentarlo, y ahora se relajaba de golpe, intentando asimilar la situación por la que acababa de pasar. Reposó unos segundos, antes de ponerse de pie para enfrentarse a Levi una última vez.

―Levi, espero que así sea y que estés diciéndome la verdad.

―No tengo nada que ocultarte, Akane. Y, aún mejor, considero que deberías conversar este tema con tu hija. O los tres juntos, si eso te parece bien.

Akane lo sopesó unos segundos. Parecía lo correcto, pero algo le decía que no valía la pena intentarlo. Ella podía hablar con Mikasa a solas…

―Por supuesto que lo conversaré con mi hija. Esto no termina aquí.

―Estás en tu derecho, no voy a decirte nada contra eso ―él se encogió de hombros.

―… Y también considero que, por ahora, las reuniones de estudio deberían cesar, al menos, hasta que todo esto se calme. No voy a exponer a mi hija a los comentarios infames de gente despreciable.

―De todos modos, deberías considerar que es fin de año. Mikasa necesita estudiar y la estoy ayudando.

―Soy yo la que decide si Mikasa necesita ayuda, Levi. Mi hija ha mejorado su rendimiento considerablemente. Estoy segura de que podrá finalizar su año sin su ayuda, profesor.

―Pero…

En medio de la oficina, como si nunca se hubiese alterado, Akane se mostró derecha y firme. Retomó la compostura, y con un tono amable y prudente, le dijo:

―Profesor Levi, tengo un montón de trabajo pendiente. Voy a pedirle que se retire.


X

Hange Zöe había sido amiga de Levi desde la secundaria. En el presente, luego de dieciséis años, si bien no se encontraban a menudo, no perdían el contacto. Y, a pesar de que Levi la consideraba la persona más excéntrica del mundo, confiaba en ella. Era una persona peculiar, no tenía los mismos temas de conversación que el común de las personas, su mente estaba abierta a todas las posibilidades, y era intrusa como ella sola.

Ambos habían tomado rumbos en el área de la ciencia, pero Levi solía decirle a Hange que el área que ella había elegido encajaba perfecto con ella; era analista químico. Y aunque Levi amaba lo científico de su carrera, solía estresarse cuando visitaba a Hange en su trabajo y la veía rodeada de probetas y pipetas, revisando mezclas. La imaginaba con el cabello revuelto, bebiéndose alguna estupidez que se le hubiese ocurrido preparar, y luego volviéndose verde y violenta.

Aquel día, Levi había abandonado todos los planes y tareas que tenía pendientes en mente. Podían esperar. Tenía una sola clase que rendir y era cerca de las siete. No tenía problemas en tomarse el resto del día analizando lo que había ocurrido con Akane Ackerman. Por ende, condujo hasta el edificio departamental en el que vivía Hange. Subió hasta el quinto piso y tocó a la puerta con tanto desánimo, que fue inevitable ganarse unas de las bromas de su amiga.

«No vuelvas a tocar la puerta así, me da pena».

Levi entró en el departamento, corriéndola a empujones para darse espacio y traspasar la puerta. Caminó decidido, sabiendo a donde quería llegar, al único lugar que amaba más de la casa de aquella insufrible mujer: su cama súper King.

Se derrumbó sobre la superficie, y su figura quedó delineada sobre la esponjosidad del cobertor. Tenía que comprar una cama de esas.

―¿Estás bien? ―Hange aún llevaba puesta su pijama. Tenía día libre.

Se quedó mirándolo desde el marco de la puerta, apoyándose allí de costado. Traía el cabello revuelto y sus gafas de marco con estampado, aquellas ridículas gafas que solo llevaba en casa.

―No, no estoy bien ―la voz de Levi se oyó apagada, puesto que su rostro estaba adherido al colchón.

Ella sonrió, levemente. Siempre había sido muy sincera con Levi, permitiéndole un espacio para abrir el corazón, para hablar sin temer, porque ella nunca, nunca, juzgaba por nada.

―Aquí está Hange para ti ―asintió la mujer, luego se acercó a la cama y se dejó caer de espaldas a su lado.

Levi la imitó y sé quedó viendo hacia al blanco techo.

―Dime ―musitó ella.

―¿Qué cosa? ―susurró él.

―¿Por qué no estás bien?

―Porque se me ocurrió la imbécil idea de enamorarme…

Hange volteó el rostro para mirarlo, pero él no quitó la vista de aquel punto fijo en la blanca superficie.

Esa tarde, la mujer oyó y se enteró de muchas cosas.

Se enteró, por ejemplo, de que Mikasa Ackerman era hermosa; que sus facciones eran intimidantes de tanta belleza que irradiaban; que su voz era suave y algodonada; que sus labios provocaban escalofríos y que sus manos eran sedosas; que tenía un mechón de cabello rebelde que siempre se metía en su boca; que sus uñas eran parejas y estaban bien cuidadas; que su aroma era tan dulce como el algodón de azúcar; que sus pestañas eran tan largas que, en ocasiones, parecían revolotear; y que sus irises eran plata líquida.

Que, para Levi, el tiempo parecía haberse detenido; que las razones no importaban tanto como podía importar ella, puesto que ella escapaba a toda norma; que el saludo y el adiós nunca habían sido tan importantes; que la vida transcurría sin pausa ahí fuera, pero dentro de él los minutos eran para contarla a ella, para retenerla a cada instante; que había perdido los hilos para manejar su vida hacía tiempo ya, y que, probablemente, fuese tarde para recuperar viejos rumbos; que su tiempo y corazón estaban dedicados a quererla.

El problema era… que ella tenía solo dieciséis años. Quedaban tres meses para que recién cumpliese diecisiete.

Y, desde ese día, el nuevo conflicto era que su madre se había terminado enterando.

―Por la grandísima mierda…

―No me digas nada que ya sé ―protestó Levi.

―No estoy juzgándote… ―esclareció―. No podría, Levi. Sabes que no funciono de esa manera.

―¿Sabes cómo se llama esto? En términos legales, quiero decir…

―Sí, estupro ―asintió la mujer―. Pero no voy a decirte qué hacer. Solo sé que si todo lo que me has dicho hasta ahora es verdad, entonces, serás constante.

―¿Constante?, cuatro ojos… estás más zafada que yo ―la voz de Levi no era compuesta, sino más bien trémula, rozando entre la ira y la frustración, y claramente, también la tristeza―. No quiero ser un enfermo, no soy un enfermo… ―negó, presionando los párpados con fuerza.

―¿Estás enamorado de ella? ―Hange ahora estaba sentada con las piernas entrecruzadas y, asimismo, sus brazos. Parecía mantener una postura retadora.

―Sí.

―¿Entonces? Lo propongo de esta manera: ¿Por qué no mantienes esto de forma silenciosa y cuidadosa, hasta que la niña… ―él la miró con rostro fúnebre cuando la oyó decir eso―, me corrijo: hasta que Mikasa cumpla la mayoría de edad?

―¿Estás loca?

―Levi, voy a cumplir seis años soltera y me están saliendo polillas. Me vienes a ver a casa, siempre, y no ves más en mí que una mujer que entregó su vida al trabajo y que se olvidó a sí misma ―rio―. Dios, incluso, he pensado que salir que una mujer no estaría mal… No lo sé… estoy tan sola. Hace unos días, hice una cuenta en una página de citas… y la borré porque me sentí ridícula. A veces, creo que nunca seré capaz de amar a nadie otra vez ―Hange había perdido a su novio hacía tiempo ya, de una forma bastante dolorosa. Y, desde aquella ruptura, estaba sola―. Por eso, vive, tan solo vive y ya. Te conozco y sé que no eres un enfermo, sé qué clase de persona eres y no… no es eso que piensas. Es lógico que la madre de la ni… de Mikasa enloquezca, pero te recuerdo algo. Tu petirrojo no va en retroceso, sino en escalada. No será una adolescente toda la vida; aunque a la madre le duela, su retoña crecerá. Y, para ese día, no podrá seguir cortándole las alas.

―… ¿por qué estás siendo condescendiente conmigo, Hange? Le mentí, a su madre.

―Porque buscabas proteger lo que tienen, ¿no es así? ―dijo ella, insistiendo en darle ánimos―. No mentiste porque buscaras herirla o porque estés engañando a alguien. Mentiste porque no quieres perder a Mikasa.

―Debería dejarla ir… tal vez, el olvido es lo mejor que podemos esperar. Cuando ella crezca, esto solo será una experiencia del pasado que, si tiene suerte, apenas recordará.

―No seas mandril, Levi ―rezongó Hange y él la asesinó con la mirada―. ¿Sabes de qué hablamos las mujeres cuando nos reunimos con nuestras amigas? A veces, sobre los puentes de Einstein-Rosen y, otras, sobre contingencia mundial. Pero, inevitablemente, en algún punto rememoramos nuestra juventud. ¿Crees que se va a olvidar del primer desatinado que osó a besarla? Estás haciendo todo mal.

Levi bufó.

―Te dije que no me digas cosas que ya sé.

―¡No me refiero a estar con ella! ―cansada de él, le sostuvo el flequillo con fuerza y lo zarandeó―. Me refiero a tus decisiones luego de esto. ¿Por qué no te preguntas: qué querría ella?

Ciertamente.

¿Qué querría Mikasa? ¿Habría Akane hablado con ella ya?

Levi había dejado su celular en silencio. Y no tenía intenciones de verlo de momento. Necesitaba digerir todo lo que estaba ocurriendo, y necesitaba entender quién podría haber hecho algo como aquello. No tenía a nadie en mente ni siquiera una pobre idea que le sugiriese un presunto culpable.

Nadie de su círculo sabía sobre Mikasa. En la universidad, nunca demostraba más de lo que debía. Cuando la llevaba a su laboratorio, no hacía nada más que ponerla a estudiar o pedirle que lo ayudase con algunos trabajos pendientes. Era muy recatado en aquel aspecto, puesto que sabía lo peligroso que podía ser.

Desde la primera vez que se habían besado, Levi se había abstenido bastante de repetir la sesión de forma más libre. Lo sopesaba bastante, dónde estaban, si estaban solos, si había tiempo y espacio para ello. Había vuelto a besarla un par de veces más, pero intentaba controlarse lo que todas sus fuerzas le permitían.

―No la dejes, Levi ―retomó Hange―. Porque lo que ya está suficientemente involucrado no se puede disolver sin estropearlo todo aún más. Así que guarda la calma. Deja que la tormenta cese un poco… y si todo está bien, el tiempo hablará a tu favor.

Que el tiempo hablase a su favor… lo haría tarde o temprano. Cuando Mikasa fuese mayor de edad, y si seguía queriéndolo, claramente el tiempo estaría a su favor. Pero el problema era en el presente, la solución la necesitaba ya.

Temía perderlo todo, pero temía aún más perderla a ella. Porque toda su vida se resumía a su existencia. Y en realidad lo creía, lo que le había dicho a Hange: ella podría crecer y encontrar el novio que quisiera y, así, olvidarlo a él; empero, él jamás podría olvidarla a ella.

Estaba enamorado. Y no quería ser un enfermo. Y no quería perderla.

Pero no podía conjugarlo todo en una misma ecuación.


XI

Cuando Mikasa oyó las palabras de su madre, enarcó una enorme ceja. Todo aquello le parecía ridículo y vertiginoso. ¿Era siquiera real?

No tenía duda alguna del culpable. Era lógico que debía tratarse de alguna de las vecinas. Estaban enteradas de la vida de todos los vecinos del barrio y, también, de las de algunos que vivían a unas cuantas cuadras más.

Debían, hasta incluso, tenerle envidia. La veían llegar todos los días a su casa en un lujoso deportivo, junto a un renombrado profesor de la Universidad Tecnológica de Orvud. Y eso sumado al exceso de telenovelas debía ser nocivo para sus mentes.

No obstante, eso no era lo que la irritaba del todo. Había algo más en todo aquello. Debía ser una mala broma… La mujer que había ocasionado sus peores desdichas durante todos esos años se atrevía a fingir el rol de madre sobreprotectora ahora que ella había decidido no necesitarla más. La amaba. Siempre lo haría, porque no podía romper los lazos sanguíneos que la ataban a ella.

Pero le habían ocurrido cosas peores que el que un hombre adulto intentase cortejarla (con éxito).

Y, para empezar, si tan madre se creía, ¿por qué no la había protegido de tantas otras cosas en el pasado? ¿Por qué no la protegió de los novios escandalosos que cambiaba cada mes, de sus intentos de suicidio, de los gritos y las humillaciones, incluso, del novio aquel que llevó a casa y que intentó sobrepasarse con ella? Aquel sujeto que la miraba como un depredador cada vez que ella llegaba a casa de sus clases. ¿Y ahora intentaba protegerla del hombre que amaba?

Y, ¿desde cuándo tanta preocupación?

Mikasa sostenía el teléfono de su madre entre las manos, sin dejar de leer el breve correo que la exponía ante los ojos menos indicados. Pero sabía que actuar de forma desatada ocasionaría que todo acabase arruinándose para siempre. Como un animalillo rodeado de trampas, Mikasa entendía que debía saber bien qué músculo mover, no responder de inmediato, ni mucho menos emitir algún tipo de mueca que la dejase en evidencia.

―¿Entonces? ―dijo con desinterés, instando a su madre a decirle algo más.

―¿Cómo que «entonces»? Respóndeme qué significa esto ―Akane se había conseguido un vehículo de su trabajo. Mikasa estaba en el asiento del copiloto, más concentrada en el carrito de helados que había frente a ellas que en la conversación que estaban teniendo.

―¿Yo tengo que explicártelo? Está en tu correo ―la joven la observó con desconcierto.

―Mikasa, ¿qué piensas de esto? ―rezongó la madre―. Quiero que me digas la verdad. ¿Levi se ha sobrepasado contigo? No importa cómo. ¿Ha hecho algo que te haga sentir incómoda?

―Estudiar.

―¡Mikasa! ―la retó la madre.

―Mamá, de verdad, no entiendo por qué viniste a buscarme a clases para esto. Me quedan quince minutos para volver a mi taller de biología y no quiero perdérmelo. Sabes cómo se comporta la gente que nos rodea. Siempre tuvieron envidia de ti, de mi padre, y al parecer, ahora incluso de mí.

Akane guardó silencio un minuto. Estudió el comportamiento de su hija y notó que no estaba nerviosa, no parecía estarle ocultando algo, no parecía la actitud de una persona mentirosa, ni siquiera de una que es descubierta en medio de algo. Mikasa expedía parsimonia y seguridad. No dudaba en mirarla a los ojos al hablar.

La Mikasa temerosa que ella conocía se dejaba en evidencia rápidamente…

Entonces…

―Es verdad… pero… ¿por qué alguien haría algo así?

―¿Y por qué no? ¿Qué compromiso tienen ellos de respetar al prójimo si incluso hay personas que son crueles con sus propios familiares?

Un golpe duro. Akane pestañeó rápidamente y bajó el rostro, sintiéndose aludida por el comentario, mas no lo rebatió. Cuando la situación se volcaba hacia ese tema, ella no tenía mucho con qué defenderse.

Volvió a mirar a su hija con un gesto comprensivo. Llevó una de sus manos para acariciarle el rostro con cariño. Había cometido graves errores, los seguía cometiendo, y lo sabía. Y aun así Mikasa salía adelante por sus medios, se esforzaba por ser mejor cada día, ni siquiera se comportaba como una adolescente rebelde como algunos de sus pares.

Todas las energías de Akane golpearon el suelo.

―Levi no te ha hecho nada, entonces.

―Levi es como un padre para mí ―le dijo, y Akane abrió sus ojos en toda su magnitud. Ahora comprendía. Aquella carencia afectiva que Mikasa sufría, la había proyectado en él. Por eso, Levi la consentía. Debía haberse dado cuenta―. Yo no quiero que te enojes con él por esto, supongo que no lo has hecho, ¿no es así? Confío en que lo conversaste conmigo primero ―inquirió Mikasa, comenzando a preocuparse, de pronto.

―Yo… ―titubeó la mujer, tomando el volante y encendiendo el vehículo―. Debes ir a clases.

―Mamá… cree en mí ―la muchacha depositó su mano en el hombro de su madre.

―Te creo, hija. Te creo. Es solo que… me siento terrible, por haber pensado mal de Levi. Mikasa… yo… discutí con él hoy.

Había fingido bien durante todo ese momento, pero tras oír a su madre rebelarle esa precisa parte, todo se vino abajo. Sus pupilas se dilataron y su corazón comenzó a latir a toda carrera. Levi no le había escrito durante todo el día, y ella lo había llamado, pensando que algo podía haberle ocurrido. Tras no recibir respuesta, creyó que podía estar muy ocupado.

Pero aquello que acababa de oír destruía todo el panorama.

―¡Mamá! ―gruñó Mikasa, sin dejar escapar su ira por completo. Sabía que tenía que aguantar lo que más pudiese.

―¡Estaba preocupada! ¿Qué querías que hiciera? ―suspiró al final de la pregunta y relajó los hombros―. Le debo una disculpa y se la daré. Sé que estuve mal ―se excusó.

No logró detener a Mikasa cuando esta se bajó del vehículo. La ventanilla estaba abierta, por lo que pudo oír a Akane llamándola. Pensó en irse directo al taller, pero sabía que no era tiempo de guardar silencio. Hacía tiempo ya que ese tipo de cosas habían dejado de importarle.

―Cuando se te ocurra tratarme a mí de impulsiva, recuerda bien de quién pude haberlo heredado ―le contestó furiosa.

Y se retiró camino al establecimiento.

Akane se quedó viéndola un par de segundos más, efecto de su aturdimiento. ¿Qué había hecho? Sabía cuán necesario era Levi en los estudios de Mikasa y el bien que había significado para ella. Pero se había dejado llevar por un rumor…

Sacudió la cabeza y echó a andar el auto. Seguía teniendo trabajo pendiente y tenía que volver al departamento de policía. Durante el camino, encendió la radio e intentó relajarse. Ya tendría tiempo de conversar con Levi nuevamente.


XII

Perdió la cuenta de la cantidad de veces que marcó a su teléfono. Pero él no le contestó.

Trotó por las primeras calles, pero terminó rindiéndose. No llegaría nunca. Así que, aturdida, chocando contra las personas, mirando a todos lados, buscó un taxi, uno que estuviese estacionado o que estuviese en movimiento, le daba lo mismo. Necesitaba llegar al departamento de Levi.

Había postergado todo, incluso el taller de biología. No lo necesitaba… no tanto como necesitaba a Levi en su vida.

Cuando al fin dio con un taxi, dejó en evidencia su nerviosismo cuando intentó pagar el servicio. Las manos le temblaban y acabó tirando un par de monedas. Pero no importaba, nada importaba tanto como llegar donde él se encontraba o donde podría encontrarse tarde o temprano. Si no estaba ahí, lo esperaría.

Una vez en el edificio departamental, fue recibida por la grata sonrisa del conserje. Intentó calmarse y acudió hasta él para consultar si Levi estaba en su departamento. Pero la respuesta fue decepcionante: él no estaba ahí. Y lo más probable era que no fuese a volver pronto, ya que, según el hombre, Levi le había dejado las llaves encargadas. Y solo hacía eso cuando hacía viajes largos.

Mikasa empalideció y sintió que pronto podría llegar descompensarse.

Le pidió al hombre, por favor, que la dejase entrar al edificio, y este accedió únicamente porque la conocía. Pero no le entregó las llaves del departamento, por lo tanto, Mikasa tendría que esperar a Levi afuera de la puerta. Y así hizo, porque no se rendiría hasta el final.

Siguió llamándolo, pero él no contestó.

Y las horas comenzaron a pasar. Comenzaba a hacerse tarde… el único mensaje que había recibido era de su madre quien le notificaba que no llegaría dormir a casa, porque había ocurrido un accidente grave en la costanera. Mikasa siempre pedía a su madre que le informase si se trataba de alguna persona conocida, y como no había sido el caso, descartó cualquier tragedia que surcase su mente.

Agotada, pegó la espalda contra la puerta del departamento y se dejó caer hasta quedarse sentada en el suelo. Desde su posición, tenía la perfecta panorámica del elevador y de las escaleras. No había forma de no verlo llegar cuando ocurriese… sin embargo, él no apareció.


―Podríamos ver algo, tal vez, una película ―sugirió Hange―. Ya que cancelaste la clase que tenías, maldito irresponsable, deberíamos desperdiciar tu tiempo en algo útil.

―¿Por qué te incluyes? ―protestó Levi.

Se encontraba tirado en su sillón, sin ánimos de seguir existiendo.

―Corta tu tragedia, amargado de mierda ―Hange le lanzó una papa frita. Había preparado un montón que Levi se había rehusado a comer―. Oye, ¿cambiaste de teléfono otra vez?

La mujer se había percatado de tal detalle. Sostuvo el objeto que Levi había dejado olvidado sobre una mesa auxiliar de la sala de estar y, por inercia, encendió la pantalla. Entonces, sus ojos se ensancharon y su mandíbula cayó unos centímetros.

―Ups.

Levi no lo dejó pasar. Reaccionó en el acto.

―¿Qué?

―Cincuenta y cinco llamadas perdidas de Mikasa…

Fue un pestañeo. O quizás menos de eso. Hange podría jurar que ocurrió así. Para cuando alzó la vista, Levi ya no estaba ahí. Ni ella tenía el teléfono en las manos.


La carrera que había dado desde el departamento de Hange hasta el suyo, era digna de competir en un campeonato de fórmula 1. Cincuenta llamadas perdidas y el mensaje que indicaba que Mikasa le esperaba fueron detonadores suficientes. Cuando Levi divisó el estacionamiento de su edificio, agradeció a los mil cielos que la entrada estuviese abierta, y no reparó ni un segundo en el derrape casi mortal que dio al intentar esquivar el auto que intentaba ingresar. Le ganó el puesto.

Oyó múltiples bocinazos y los dejó pasar al olvido.

Por poco, metió la mitad del cuerpo por la ventanilla de consejería para recuperar sus llaves y echó a correr antes de que el pobre conserje alcanzara a explicarle que su pupila le esperaba.

Subir las escaleras nunca fue tan breve. Acabó saltando los escalones de dos en dos, como si eso fuese suficiente para ganar tiempo extra.

Durante todo el trayecto, lo único que había tenido en mente era que ella no se hubiese cansado de esperarle, que no se hubiese ido. Anhelaba desesperadamente tenerla consigo un momento, aun sabiendo que les esperaba una larga conversación que posiblemente acabase en un inevitable final. Pero cada segundo junto a ella valía, por eso corría; aún si debía decir adiós, prefería que la tristeza lo pillase entre los brazos de la joven.

Al llegar al último escalón, vio el bulto que conformaba la figura de Mikasa. Se encontraba sentada en el suelo, aun esperando… su espalda estaba contra la puerta y su cabeza inclinada hacia un costado. Parecía dormida o, tal vez, estaba reposando.

La joven espabiló al sentir los pasos, y abrió los ojos desmesuradamente cuando Levi se acercó a ella para tomarla en brazos. Se entregó a él sin rechistar, sin siquiera decirle algo. No tenía fuerzas para intentarlo.

Y él, fugaz como había aparecido, de ese mismo modo, la hizo entrar con él al departamento.

La llevó, en sus brazos aún, hasta su habitación y la depositó en la cama. Él tomó asiento en el borde, manteniéndose a su lado, pendiendo sobre el rostro ajeno, casi rozando sus labios, repitiendo infinitas veces cuánto lo sentía.

―Está bien ―murmuró Mikasa―. Ya estás aquí.

―Intenté conducir lo más rápido que pude.

Mikasa esbozó un mohín desaprobatorio.

―No lo hagas de nuevo. Iba a esperarte, de todos modos ―le dijo, y se acomodó en la cama, disfrutando de la esponjosidad del cojín, luego de pasar bastante tiempo en el suelo.

Levi la observó con intensidad. Le gustaba oírla hacer comentarios de ese tipo, cuando lo priorizaba, cuando preocupaba por él, cuando, incluso, lo regañaba.

―¿Qué sucedió? ―recordó de pronto las cincuenta llamadas perdidas―. Me llamaste tanto.

―Mamá conversó conmigo… ―musitó Mikasa, alzando su rostro para alcanzarlo, pero él se retrajo.

―Conmigo también ―le respondió, sintiéndose incómodo ante el recuerdo de Akane.

También, se preocupó al pensar en las cosas que podía haberle dicho la mujer a la muchacha.

―Lo sé ―asintió la joven, sonriendo con nerviosismo―. Es por eso que estoy aquí. Creo que conseguí invertir la situación. Ahora, ella cree que te debe una disculpa.

―¿Cómo? ―Levi frunció el ceño, desconcertado.

―Levi, no importa…

―De hecho, importa. ¿Qué le dijiste? ―Mikasa entendió que no podría rehuir de ello como pensaba. Levi parecía completamente atento al tema.

―Leí ese correo tonto que recibió. Creo que debió ser una de nuestras vecinas, son todas chismosas. Se lo expliqué, y al parecer soné tan convincente que me creyó. Admitió haber sido descortés contigo y está esperando verte de nuevo para pedirte disculpas. Me contenté bastante con eso, pero aún temo por lo que pudo haberte dicho. Creí que podías arrepentirte de estar conmigo, por lo que te haya dicho mi madre…

Levi la contempló con agotamiento en la mirada. Sus ojos azules lucían cristalinos y sus párpados parecían más entrecerrados de lo usual. Su ceño no estaba fruncido y sus labios estaban en estado de reposo.

Respiró cansino, y luego se tomó la cabeza con ambas manos para sacudirse el cabello.

―En realidad, creo que debemos hablar de eso… Mikasa, yo ―alzó la mirada, para verla fijamente―…no quiero hacerte daño.

―¿Por qué? ―preguntó ella con inocencia.

El soltó una risilla ligera en forma de aire por su nariz.

―¿Cómo que por qué?

―Quiero decir ―cerró los ojos, dándose cuenta de su torpeza―, ¿a qué te refieres con eso del daño?

―No es correcto que estés saliendo con un hombre tan mayor… Yo te arrastré a esto, y mira la situación en la que te he puesto ―cuando ella intentó protestar, Levi la tomó de la barbilla para ponerle el pulgar sobre los labios y silenciarla―. No me discutas, sabes que es cierto.

Pero sus acciones no hacían más que hacerlo caer repetidamente en el mismo error.

Porque Mikasa lo miró con sus ojos intensos y platinados, dibujando en su rostro una expresión cándida, coqueta y que, en cierta forma, emulaba un puchero. En el momento en que eso ocurrió, además, ella utilizó sus labios para besar el pulgar. Y él recordó nuevamente por qué estaba en esa situación, por qué no podía detenerse.

«Bellísima…»

Por eso no podría dejarla ir jamás. Porque lo atrapaba, lo ataba, lo condenaba.

―No me mires así ―susurró Levi, dejándose llevar por la sensación de los labios húmedos en su dedo―. No me hagas este tipo de cosas, si sabes que yo…

Se detuvo cuando advirtió que ella estaba a escasos centímetros de su rostro, reincorporada ya, y totalmente alerta a sus sentidos.

―¿Tú…? ―le preguntó, mientras se acomodaba en la cama para apegarse aún más a él.

―Tal vez, esto que ocurrió con tu madre sea un agente de cambio… Estuve pensando, y creo que no deberíamos…

―Estuviste pensando estupideces ―antes de que pudiese detenerla, ella estaba sosteniéndolo del rostro y besándolo.

―Mikasa ―jadeó contra los cálidos labios de la joven, lindando el límite entre dejarse llevar y detenerla para siempre.

―Deja de pensar, Levi. No hay manera de retroceder, no para mí al menos ―se permitió hablar, antes de volver a tomar la boca del hombre con la propia―. Quiero estar contigo…

Susurró entre besos… y…

«Candorosa»… también lo era, eso y más.

Levi sentía que tenía que protestar. Eso pensaba mientras ella le succionaba el labio inferior y su cuerpo comenzaba a reaccionar ante los estímulos. Había sido un día despreciable, un día que podría catalogar como el peor de su vida. No podía dejar pasar el espacio que podía dar forma a una conversación importante entre Mikasa y él. Nunca antes habían conversado sobre las consecuencias que acarrearía su relación y era algo que debían resolver.

Pero era bellísima.

Y por eso no había evitado caer sobre la cama, con ella encima, sentada a horcajadas.

Todo eso no era más que un mecanismo de defensa. Mikasa intentaba a toda costa evitar que él la despachara de su vida; y dado a que con el paso del tiempo había aprendido a callarlo efectivamente, no escatimaba en utilizar tales técnicas. Sabía que aquella era una de las principales debilidades de Levi y, asimismo, de ella. Lo disfrutaba en grandes cantidades como podía disfrutar de algún fascinante platillo elegante y exquisito; repetía cada vez y no se aburría. La combinación de sensaciones conformaban una mixtura refinada: el sabor de su boca, el perfume carísimo que solía aletargarla, la sensación del cuerpo cálido y fornido bajo ella, su existencia misma bajo su potestad. Sobre todo, la forma en la que se entregaba cuando ella le tomaba los brazos hasta ubicárselos sobre la cabeza para luego acabar con las manos enredadas.

―Se suponía que teníamos que conversar ―Levi aspiró aire con algo de dificultad, pero Mikasa volvió a callarlo con un beso.

―No hay nada que conversar, Levi ―le respondió, enderezándose y permitiéndole a él sentarse sobre el colchón con ella encima.

Por un momento, se quedaron en silencio, mirándose con complicidad. Mikasa no quería más cuestionamientos por parte del hombre. Sabía bien que no los había habido en un principio, al menos no exceso, por ende, en aquel momento no había razones, y tampoco tenía por qué haberlas. Ella lo quería tanto que le provocaba una intensa ansiedad. No tenerlo consigo iba a desmoronarla y llevarla al inicio de toda su caótica vida.

Y ella no quería volver allí en absoluto.

Levi, por su parte, consideraba que aquella era la lucha más ardua que había enfrentado jamás: criterio versus deseo. Y por alguna razón ―la más fuerte como para ganar―, no podía inclinarse hacia la cordura. Por lo tanto, en ese mismo momento, acabó por soltarle la mano para entregarse a la completa locura.

No había otra cosa que quisiera de momento.

El cuerpo de Mikasa haciendo peso contra su anatomía no ayudaba. Era tan provechoso que ella fuese tan inocente… pero tan malsano al mismo tiempo.

―Mikasa, baja un momento ―le pidió.

Mas ella insistió en su postura, acomodándose aún más, como si pretendiese instalarse allí para siempre. El movimiento rozó accidentalmente ―si es que así era― su ingle, provocando que un gruñido es atorase en su garganta, y que un intenso calor ascendiera por su rostro.

«Mocosa de mierda, preciosa y exquisita». Si tan solo sus pensamientos fuesen audibles…

―Si no quiero, ¿qué? ―le desafió, jugando no con fuego, sino con el infierno vivo que era Levi.

Mikasa, en el fondo, sabía, sabía bien cómo funcionaba todo eso. Solo que no lo entendía en profunda complejidad. Su conocimiento era meramente superficial, por ello, aunque le fascinaba la idea de fastidiarlo con esos métodos, no llegaba a comprender a qué planos complicados la llevaba su actitud.

Entonces, Levi, cansado de la retozona coquetería, la tumbó de espaldas en la cama, y exigió su lugar sobre el cuerpo de ella, buscando demostrarle quién ganaría la revancha de aquel interesante juego.

―…Pero no te enojes ―musitó ella, sonrojándose ante el movimiento descarado que la había hecho acabar vulnerable bajo el peso ajeno, además, con la figura de él entre las piernas.

―No estoy enojado… estoy frustrado ―resopló, para luego dedicarse a besar el mentón blanquecino y tierno, mientras intentaba no cargar su cuerpo demasiado sobre ella―. ¿No te das cuenta? Mis ansias tiemblan, ávidas y desesperadas… no puedo estar más tiempo cerca de ti sin pensar en cosas que tú no tienes en mente aún.

―Entonces, haz que las tenga en mente ―las manitos frías y trémulas por el nerviosismo le tomaron las mejillas, haciéndolo mirarla con atención―. Ya te dije que no quiero retroceder, solo me queda avanzar. Hazme avanzar hasta donde quieras llegar ―le susurró con calma, serenándolo, controlando su vibrar.

Fue cuando él perdió el control que tenía sobre sí mismo, y se permitió cruzar el límite máximo de todos límites que ya había cruzado: frotó su pelvis contra la de ella, buscando que apreciara cómo lo hacía sentir a él.

Mikasa cerró los ojos con fuerza y soltó un tímido y breve gemido.

Fue todo de golpe. Levi despertó de su ensueño y se levantó de la cama, con el mismo ímpetu de quién sabe que se ha quedado dormido en un día de semana.

―Lo siento ―jadeó, para luego negar repetidamente con la cabeza.

―Está bien ―asintió Mikasa, aturdida y desorientada a causa de la extraña sensación que la había bañado completa, similar a un escalofrío, pero mucho más agradable y cosquilloso.

Levi se tomó unos minutos para respirar y controlarse. Cuando volvió en sí, pudo hablar con normalidad.

―¿Te llevo a casa?

―Mi madre no llega hasta mañana. Hubo un accidente en la carretera ―Levi sintió cómo el estómago acabó doliéndole por la ansiedad y la frustración… el estómago y algo más. ¿Por qué el destino lo torturaba de esa manera? ―. Pero, está bien. No te preocupes por mí. Fue una tarde un tanto… ya sabes, «caótica», o bueno, lo mi madre y todo eso sí lo fue. Quizás, es mejor que me vaya a dormir temprano. Creo que lo necesito.

―Entonces, te llevo a casa ―asintió él.

Desde su lugar, de pie en medio de la habitación, la observó, sentada sobre la cama con la apariencia un tanto alborotada y sonrojada. Ella le sonrió suavemente al oír la respuesta que él le había entregado. Y, en ese momento, lo único que llegaba a entender era que no podía separarse de ella, que no había motivo alguno por el que él desistiese de su eterna batalla.

En el fondo de su ser, las palabras de Hange consentían sus decisiones: debía quedarse junto a Mikasa y esperar que el tiempo fuera el propicio.

Esa misma tarde, abrazó la idea con resignación. El cuestionamiento había sido relegado, excluido hacia los rincones olvidados de su mente. Era la única manera de aliviar los síntomas nocivos que lo tomaban con fuerza y lo arrastraban lejos de ella. Entendía lo justo y necesario: no se debía a que no debía o quería, sencillamente, no podía dejarla ir. Incluso, el haberlo imaginado tras la discusión con Akane, le había sustraído las energías, la vida misma.

Mikasa se puso de pie y avanzó hasta a él.

―Deja de pensar ―musitó, concentrándose en la maravillosa profundidad de los ojos contrarios, aquellos que la absorbían cada vez que la miraban―…tienes mi consentimiento y es todo lo que importa, Levi.

―Tuve el presentimiento ―dijo de pronto― de que Akane tenía severas intenciones de dispararme.

―¿Hablas en serio? ―los ojos de Mikasa por poco se desbordaron―. ¿Y qué hiciste?

―Intenté recordar todos mis conocimientos adquiridos sobre ralentización luego de haber visto Matrix.

Tras dar varios pestañeos y entregarle un rostro de total desconcierto, Mikasa echó a reír a carcajadas. Luego, se inclinó hacia él para besarlo, y el beso que compartieron se filtró entre un sonrisa de ambos.

―Eres tan ridículo.

―Era eso o llorar.

―Tú no lloras ―volvió a reír Mikasa, sin dejar de darle besos suavecitos.

―Lo sé ―la tomó del rostro para separarse de ella de una buena vez.

Haber tenido la idea de soltar una broma tonta había sido provechoso. La hizo reír y la tensión que flotaba en el ambiente se cortó, devolviéndolos al punto anterior a todo el tormento que habían experimentado durante ese día.

Por un momento, Levi reparó en ese detalle. Ni él había podido conseguir convencer a Akane.

Qué astuta era Mikasa.


XIII

El precio de la libertad era la mentira, y Mikasa lo sabía bien. Era el método que tenía para mantener en equilibrio aquel mundo iluso y romántico, donde ella era feliz y quedaban atrás todas las preocupaciones y los miedos. No importaba si se trataba de su propia madre, si era necesario mentirle y engañarla, ella estaba dispuesta a proceder, porque nada la aterraba más que despojarse de su actual zona de confort.

Cuando las cosas volvieron a la normalidad, aquello dejó de ser una inquietud.

Mikasa volcó sus intereses y tiempo hacia cosas que acaparaban su atención con mayor ahínco, aunque en el fondo fuese una sola y no fuese una cosa precisamente. Levi siempre retendría su esmero porque lo merecía, merecía que ella retribuyese todo el afecto que él le profesaba.

No obstante, había cosas que la dejaban atrás. Entendía que, por ser un adulto, él tuviese más experiencia que ella en muchos temas; pero le corroía las entrañas resignarse a aceptar que él siempre tomase la iniciativa, tal como si ella estuviese tan incapacitada como una muñeca de trapo, inerte sobre una repisa.

Mikasa quería cruzar la línea que la curiosidad de su adolescencia la llamaba a traspasar. Sumado a eso, se encontraba el hecho de que siempre se había fascinado por que Levi fuese mayor. Algo en todo eso era escalofriante, en el buen sentido, y hechizante. Quizás, era la sensación gustosa que provocaba rondar las áreas de lo prohibido, y más atrayente se volvía cuando él reciprocaba los roces sutiles a los límites. Él tenía algo que ella quería, que quería aprender de todas las cosas que él le enseñaba, y esta vez no se trataba de ciencia ni biología (o, al menos, no en el sentido académico de la palabra).

Pero tenía miedo porque lo desconocía. Lo único que entendía era que, cuando ella caía en actitudes que pecaban de inocentes, Levi hacía un enorme esfuerzo por mantenerse a raya. Lo notaba en la tensión de su mandíbula, su respiración y cómo evitaba mirarla a los ojos. Y ella no conseguía comprender por qué tanta restricción si, hasta entonces, no había nada que retener. Ambos habían sido sinceros con el otro.

Y, en aquel momento, mientras comía tiramisú, viendo el atardecer desde la ventana de su habitación, recordó cómo había ocurrido aquello.

Había sido un día en la oficina de Levi. Él se encontraba concentrado, revisando marcos teóricos de los alumnos de último año de la carrera de Bioquímica. Ella ya había terminado su tarea, por lo que había dedicado su tiempo libre a sentarse frente a él y a embelesarse admirándolo. Para ella, él era perfecto. No pudo contener las palabras que la hicieron confesarse: «estoy enamorada de ti». Al oírla, Levi alzó la vista, lenta y peligrosamente ―¿cómo podía ser tan intimidante y atractivo al mismo tiempo?―, y la escrutó de forma intensa, para luego colocarse uno de los informes contra el rostro, dejando a la vista sus ojos. Y le sonrió con estos mismos, porque, aunque Mikasa no pudiese ver sus labios, vio cómo la alegría brotó de sus irises y de parte de sus pómulos que podían entreverse. Le respondió: «yo de ti, antes que tú».

Se mordió el labio inferior, perdida en ese recuerdo, y saboreó rememorar un momento tan glorioso con las notas de amaretto del tiramisú.

En ese mismo instante, se distrajo con la vibración de su teléfono y sonrió al descubrir allí un mensaje del dueño de sus cavilaciones: «Vamos», era todo lo que decía. Ella frunció el ceño, buscando entender el porqué del mensaje, mas no tardó en reparar en el vehículo que tanto conocía y que apareció tras darle la vuelta a la esquina que llevaba a su calle. Bendita la panorámica de su ventana. Tenían encuentro ese día, pero ella no esperaba que él fuese a adelantarse tanto.

Mikasa se apresuró en terminar su postre y tomó su bolso rápidamente. Se aventuró a toda carrera por las escaleras y salió expedida de la casa como una bala de cañón. Levi no logró contar diez segundos desde que ella dejó su hogar hasta que ingresó a su vehículo. Y se regocijó con el sentimiento dichoso de saberse el propiciador de aquellas reacciones.

―¿Akane?

―Le dije que tendría una pijamada en casa de Sasha.

―Ahora mi nombre es Sasha ―negó él, mirando por el espejo retrovisor antes de retomar el viaje.

―Después de todo lo que ocurrió aquella vez ―dijo Mikasa, recordándole la fatídica experiencia del correo―, creo que lo mejor es ser cautelosos. Aunque mi madre te haya pedido perdón y todo haya vuelto a la normalidad, eso no significa que pueda decirle que voy a quedarme en tu departamento.

―Es la primera vez que dormirás allí. ¿Nerviosa?

―Tú deberías estarlo.

Era una respuesta decidida. Lo había pensado antes y planeaba formalizarlo. No quería ser una muñeca delicada, aunque sus intentos fuesen vistos como los de un cervatillo recién nacido, lo haría, demostraría que podía estar con él sin límites. Por eso, estaba dispuesta a responderle y contratacar todos los flirteos y bromas capciosas.

―Sí, la verdad es que sí ―respondió, con su voz oscura, pero suave, de aquella manera en la que solo le hablaba a ella.

Entonces, Mikasa se preguntaba cómo podía rebatir eso, si aquello era más que suficiente para querer atraparlo y llenarlo de besos hasta el infinito. Desde el comienzo se había dejado cautivar por ese poder que tenía sobre él: ponerlo nervioso. Y, sumado a eso, jugaba aquella debilidad de él por ser tan evidente.

Llegar a su departamento fue la segunda etapa de todo el proceso. Mikasa se encontraba empecinada en observar a Levi y mantenerse alerta para corresponder cualquier atisbo de coquetería, cualquier broma o jugarreta que atrapar. Necesitaba mostrarse más audaz que antes, puesto que, desde el comienzo, ella no había sido precisamente vivaz. Debido a su estado de ánimo precario, se le había hecho un desafío dilucidar las intenciones de su tutor, pero ahora que, en parte, el equilibrio había vuelto a su vida, tenía mente para percatarse mejor de su entorno. Ya no tenía interés en echarse a llorar y sufrir y, de nuevo, sufrir durante horas.

No obstante, gracias a esta nueva dinámica en la que ella se encontraba más perceptiva, descubrió que su valentía no amedrentaba en ninguna cuota al monstruo feroz que rugía dentro de Levi. Lo descubrió cuando, en reiteradas ocasiones, sorprendió al hombre mirándola con tanto deseo, uno que podría describirse como famélico.

Estar a solas con él en su departamento había supuesto un ensueño, y en realidad, lo seguía siendo. Pero, luego de varios momentos silenciosos, Mikasa comprendió que la estadía allí sería compleja. Lo entendió cuando sintió sus piernas temblar, y, sobre todo, cuando constató que no podía levantar el rostro para observarlo fijamente. Solo miradas sorteadas, nada concreto.

No sabía qué decirle. A la basura todas sus intenciones por parecer desinhibida.

La joven se quedó de pie en el marco de la puerta de la cocina mientras Levi servía la cena. Ella suspiró y relajó su posición. Durante la tarde, habían ido de compras al supermercado y a la tienda de menajes, porque Levi quería cambiar algunos utensilios de cocina y ver si compraba cosas nuevas.

En ese momento, Mikasa soñó… soñó que no tenía que volver a su casa, a pasar hambre y adversidades, sino que, en cambio, llegaría al departamento de Levi, donde todo parecía sacado de una revista de mobiliario donde se lucían las casas más bellas de los barrios más acomodados, y donde incluso los mezquinos combinaban con los recipientes y los paños.

―¿Qué? ―Levi quiso sacarla de su embeleso―. ¿Tienes hambre?

No era que le hubiese ofendido, pero algo removió en ella tal comentario. ¿Acaso él creía que ella siempre estaba hambrienta? Sin embargo, provechosamente, recordó sus primeras intenciones; quizás la batalla no estaba perdida del todo. Osó a jugar con él como había querido.

―Sí, de ti ―pero no, no sonó coqueto, ni vivaz.

Sonó torpe y trémulo, como el Bambi estúpido que seguía siendo a sus dieciséis años.

Faltaba poco para que todo acabase, para que al fin llegasen las vacaciones. Ansiaba sus diecisiete como nunca había ansiado nada en su vida. Pese a eso, seguía preguntándose si un año más le garantizaba mayor desplante, porque solo eran dos meses, y ella seguía sintiéndose una muñeca de trapo.

Levi volteó para fijar sus ojos en ella, ojos redondos y sorprendidos e, incluso, confundidos.

«¿Por qué nada resulta?», gruñó Mikasa en sus pensamientos.

Pero, en efecto, había resultado. Lo supo tarde, cuando ya había sido arrastrada al sillón de la sala de estar y empujada contra este.

―No hagas eso de nuevo ―Levi le masculló contra los labios.

―¿P-por qué? ―sus manos pequeñas descansaban a los costados de su cabeza. Levi se sostenía con la fuerza de sus brazos (y Mikasa se distraía a ratos cuando los miraba de reojo y disfrutaba de los relieves musculares) ―. Nunca me dejas hacer nada ―recordó que no podía dejarse vencer, no podía ser tan endeble con él―. Quiero hacerte algo y no lo permites.

―¿Qué cosa? ―se levantó un poco para verle el rostro.

Las mejillas candorosas estaban encendidas, el ceño fruncido la hacía lucir amurrada, y, por todos los santos del cielo, Levi tenía su paciencia afirmándose de un fino hilo que comenzaba a soltarse pelo a pelo.

―Como… hacerte sentir… ¿bien?... bien, por ejemplo, o algo así ―frunció los labios y abrió los ojos en exceso al darse cuenta de que ni ella misma sabía con exactitud qué quería.

―Me siento bien, Mikasa. No tienes que…

―¡Pero quiero! ―protestó, con esa misma expresión infantil.

Entonces, Levi soltó las riendas de su raciocinio y la besó con pasión apabullante, con la boca abierta y los deseos desatados; y ella respondió de la misma manera al beso escandaloso y avasallador. Mikasa sintió que podía reír a modo de celebrar esa victoria, pero resistió, y nubló sus pensamientos para concentrarse únicamente en la manera en que sus manos se escabulleron bajo la camiseta del hombre para palpar su piel ardiente y descubrir de qué estaba hecho: rigidez, tesura, suavidad, curvas.

Cuando comenzaba a perder la última gota de oxígeno almacenado, él la soltó para dirigirse hasta la curva de su cuello, donde los labios ajenos hallaron un nuevo punto débil. Y Levi descubrió nuevos suyos cuando Mikasa comenzó a contornearse bajo él, rozándolo esporádicamente.

Mikasa se maravilló ante las corrientes que conectaban su cuello con toda su anatomía; eran fascinantes, y toda esa novedad la llenaba de intensas emociones explosivas, como si algo dentro de ella quisiera liberarse, y en efecto, ocurrió. Se desconoció a sí misma cuando se oyó jadear y gemir involuntariamente.

Fue cuando Levi se detuvo (sin saber de dónde conseguía tanta fuerza de voluntad).

―Vamos a cenar, vas a portarte bien y vas a comerte todo ―jugueteó con ella, haciéndola sonreír―. O el que va a empezar a portarse mal seré yo. ¿Entendido?

―Me gustas cuando te portas mal.

―Mocosa de mierda ―le susurró contra los labios y le besó brevemente―. No me des tantos permisos, no dejes que me arrebate, detenme cuando sea necesario…

―No puedo… ―musitó ella, abriendo sus ojos grises en toda su magnitud para verlo. No había otra cosa excepto sinceridad en su mirada―. No es detenerte lo que busco, precisamente.

Él la observó con curiosidad, la estudió lentamente y, por mientras, ella se dedicó a admirar su linda expresión atontada. Y de nuevo se dejaba envolver por todas las sensaciones, desde el peso de él encima de ella y su calor, hasta el aroma de aquel atrapante perfume en su piel. Aquel perfume que amaba cuando él lo traía puesto, porque nunca olería tan maravillosamente bien ni en el frasco ni en la manga de sus abrigos; olía gloriosamente increíble cuando era mezcla de esencias y el pH de Levi. Solo con él encajaba.

―Bueno ―Levi cerró sus ojos y se dispuso a ponerse de pie―… tan solo, no ahora. Vamos a cenar.

Lo siguió para compartir la comida. Después de todo, tenían tiempo para estar juntos.

No obstante, durante la cena, Mikasa en ningún momento le quitó la vista de encima, logrando que Levi sonriese con suficiencia a ratos o le correspondiese con mayor desinhibición. Esto último porque los ojos de él eran cazadores, no así los de Mikasa que eran caprichosos.

Una vez listos, Levi le consultó si quería salir a algún lugar en específico, pero ella se negó en todo momento. Quería estar con él en completa soledad e intimidad. No quería rodearse de personas para terminar limitando cuánto lo tocaba y en qué lugar podía besarlo. Quería esa libertad: tenerlo entre sus brazos y ahorrarse las explicaciones. Era el motivo por el que había accedido a aquel encuentro en su departamento.

Tras aceptar y estar de acuerdo con sus motivos, Levi comenzó a apagar todas las luces del departamento, desplazándose con tortuosa lentitud, mientras Mikasa se encontraba ubicada frente al ventanal que enseñaba edificios aledaños, copas de frondosos árboles, y luces lejanas. La vista era más que privilegiada, y a medida que las propias luces del lugar se apagaban, se volvía cada vez más y más onírica.

Mikasa sintió escalofríos en su piel. Llevaba puesto un ligero vestido negro y sus zapatillas de lona. Su largo cabello negro descansaba en su espalda, sus hombros pálidos brillaban con la luz de la luna que traspasaba el vidrio y que, además, otorgaba un destello cristalino a sus ojos grises. Levi la contemplaba desde su posición, tras haber apagado la última luz. Finalmente, la estancia se había vuelto de un tono azulado oscuro, como la penumbra de la temprana madrugada. Eso, gracias al rebote luminoso que llegaba hasta allí proveniente de la ciudad.

La joven viró el rostro y buscó al hombre entre las sombras.

Él estaba ahí, a un costado de ella, en dirección a la pared, con su espalda alineada a la misma mientras la admiraba con gusto y paciencia. Mikasa Ackerman era bellísima, candorosa, y espectacularmente condescendiente con él. Levi se lo preguntaba día a día; siempre que despertaba, el pensamiento estaba en su mente: ¿cómo podía ella haber permitido que un depravado como él se le acercara? No entendía por qué la vida lo bendecía de esa manera, cuando era lo último que merecía por ser un jodido estuprador… Y no comprendía su forma de entendimiento ni su juicio cuando reparaba en que él no se sentía como tal. No le importaba solo lo carnal. Quería que ella estuviese bien, lejos de todo mal; no obstante, inherentemente, el deseo se hacía presente. No podía acabarlo ni arrancarlo de raíz. Volvía a crecer, cada vez más fuerte.

Ella seguía de pie en medio de la sala de estar, seguía escudriñándolo, intentado descubrir su figura en la oscuridad. A medida que el tiempo transcurrió y la falta de luz se hizo posible de sobrellevar, lo vio mejor. No se movió de su posición. Levi creyó que ella esperaba alguna reacción por parte de él. Lo hacía, en efecto.

Caminó hasta ella y acortó toda distancia. Su mano fue a tocar el hombro blanquecino y a descender, llevándose consigo en el camino el arcial del vestido y del sujetador. La piel de Mikasa era abusivamente sedosa, como pasar los dedos por la superficie de un espejo, pero era cálida. Levi llevó de vuelta su mano a la cumbre y se adentró un poco más hasta la clavícula, masajeando la tensión escondida allí, en toda esa zona, y Mikasa suspiró, relajándose. Cerró los ojos y dejó que sus oídos y otros sentidos percibieran a Levi rondar a su alrededor. Levi hizo lo mismo con el segundo arcial, sin dejar de extender sus caricias, incluyendo luego el cuello, los omoplatos, parte de la espalda y del pecho.

Y Mikasa consideró que el masaje era infinitamente más agradable con la suma de la boca de Levi, ejecutando juegos y besos en su cuello. Fue inevitable dejar caer su peso, apoyándose en el cuerpo de él. El la sostenía, era su apoyo tras sus espaldas, y ella se dejaba caer porque no tenía miedo, él siempre estaba ahí… literal y figurativamente.

―Tócame… tócame más ―le pidió ella, entre suspiros.

No era la voz sensual y confidente de una amante. Era la voz de una niña rota, hambrienta de afecto, de la niña que amaba y que quería proteger. La culpa fue un puñal gélido clavando en su estómago, y no porque él no la quisiera.

Dios santo, si él ya sabía que, a esas alturas, la amaba, la amaba con locura tonta y desatada. Pero se odiaba por arrastrarla a eso… se odiaba y a ella la amaba. Todo era tan difícil…

Eso pensaba, mientras sus manos dudaban. No iban más allá de las clavículas, porque sabía que, si cruzaba el límite, se sentiría más despreciable. Y la haría sentir miserable a ella también, porque ella quería amor, quería protección, quería sentirse deseada y aceptada. El rechazo de toda su vida la había marcado tanto que ya no temía entregarse, aún si era en el momento menos indicado. Ni siquiera él estaba seguro de llevar a cabo un acto tan íntimo con ella, aun cuando no hacía más que soñarlo.

Ella aún tenía dieciséis años…

―Por favor, Levi, tócame ―ella se presionó aún más contra él, queriendo sentir la manera en que sus cuerpos se alineaban, como toda la anatomía de Levi se encontraba adherida a la suya. E, incluso, se refregó contra él, desesperada y de forma descarada, hallando en el tacto de sus glúteos la respuesta a sus llamados candorosos y candentes.

―Mikasa, no…―murmuró Levi, aún más descaradamente, porque su pelvis fue en busca de la de ella.

La hizo retroceder con él, hasta que pudo encontrar apoyo en el mango de un sillón. Se sentó ahí y separó un poco las piernas para darle espacio a ella. Entonces, la acomodó en su regazo y la instó a moverse despacio, contenidamente, y ella se reclinó hasta que su espalda rozara con el pecho de Levi de nuevo. Las manos de él estaban en sus muslos, y el hombre se desesperaba cuando la tocaba y descubría el límite entre la tela del vestido y su suave muslo. Acabó por recogerle el vestido para amasar la zona de forma directa, sin la separación del tejido.

Mikasa sentía la respiración de Levi en su nuca. Sentía cómo buscaba no atemorizarla con el juego que estaba mostrándole, lo percibía en sus mociones casi tímidas. Pero no era precisamente miedo lo que la hacía sentir; por el contrario, el sentimiento se reducía a una necesidad primitiva y vertiginosa que no recordaba haber experimentado antes. Si lo explicaba de forma burda, lo comparaba con la fiebre y su posterior estado de convalecencia, no obstante, aquello poseía intensos tintes placenteros, era mucho más agradable y electrizante.

Pronto reparó en que su rostro ardía y que su boca estaba seca, puesto que había comenzado a respirar por esta misma, debido a los jadeos. Algo entre sus piernas se sentía líquido y difuso, y aquello que sus glúteos apretaban con cada movimiento había terminado volviéndose cada vez más prieto y grande. Y ella entendía, era joven, pero no ignorante. Sabía cómo funcionaba, en teoría, no en la práctica, mas había descubierto que intentarlo valía completamente la pena.

Y lo valió aún más cuando la mano de Levi encontró el triángulo de sus bragas y se hundió allí. Mikasa siseó agitadamente y convulsionó, ajena a la sensación, pero no menos entusiasmada. Él la rozó por encima de la tela, creándole una corriente mensajera que alertó cada sentido ya despierto, para sumirla en un nivel de excitación casi surreal.

Pero, entonces, se detuvo.

Levi apoyó su cabeza contra la espalda de ella. Se quedó así un momento, respirando casino, reponiéndose e intentando aterrizar, buscando desligarse de las intenciones que había tenido previamente.

Solo eran dieciséis años.

―Lo lamento ―le dijo.

―¿Lamentar qué? ―boqueó ella, exasperada―. No quiero que te detengas.

―Mikasa ―él la cortó con su voz dura y tajante―, solo tienes dieciséis… quiero, pero no puedo. Es como si tuviese un muro invisible frente a mí…

―Aún puedo sentirte, ¿sabes? ―atacó, en un susurro irritado. Se refería al bulto que estaba bajo ella.

―Y yo sé que sí, pero no puedo continuar. Siento que si lo hago ahora, la culpa me atacará después.

―La culpa te atacará siempre, entonces. Nunca dejaré de ser menor que tú, Levi ―intentó alejarse, pero él la sostuvo de la cintura para hacerla permanecer allí, junto a él.

―Tienes razón ―respiró, recomponiéndose―. Pero, por favor, Mikasa. Ahora no.

―¿Y cuando cumpla diecisiete? ―intentó esconder su enojo, preguntando su más genuina duda.

―Solo entonces…

―Desde ahí, ¿en adelante?

―Sí ―susurró contra la piel de su espalda y la besó allí―. Sí, cuantas veces quieras. Lo juro.

―Mmm ―fue un risilla resignada y un tanto sarcástica―, lo tomo entonces, si es lo queda.

―Gracias ―alcanzó a decir, cuando ella se acomodó, poniéndose de costado para verle el rostro. Se inclinó hacia él y lo besó―. Bella ―lo hizo suspirar.

―Cobarde, ya no te quiero nada ―le susurró contra los labios.

―Quedan dos meses… o menos de eso. Deja de odiarme.


XIV

―¿Y qué quieren que haga?

Esa había sido la respuesta de Eren Jaeger. Y era, precisamente, lo que Armin había vaticinado que ocurriría. Nunca había sido diferente; a Eren poco le importaba lo que gente hiciera con su vida, y no era que al mismo Armin le importase, pero se preocupaba demasiado por Mikasa. Tras el conflicto con Akane, Mikasa había decidido comentarles a sus tres amigos lo que estaba sucediendo con su tutor, de esa forma se ahorraba explicaciones y sumaba secuaces a su contienda.

Tras haberlos informado a los tres, dieron por sentado que eso incluía cubrirla en todas sus andanzas. Y Sasha era la mayor responsable de todo, puesto que era la que fingía que Mikasa se iba de pijamadas con ella. Aunque en un principio no le había parecido molesto, ahora se preguntaba qué sería de ella si algún día Akane la iba a buscar y no la encontraba ahí.

―Nada, Eren. Tan solo estamos comentándolo ―aclaró Armin.

Estaban reunidos en casa de Armin para una maratón de series. Inevitablemente, durante un momento de profunda conversación, el tema había emergido como tantas otras veces y acabaron debatiéndolo. Sasha intentaba prestar atención; se encontraba acurrucada en el sillón más grande; Armin estaba en el suelo, sobre la alfombra; y Eren en posición similar a unos tres pasos de él.

―Sasha, ¿saldrías tú con un tipo de treinta años? ―averiguó Eren.

―Treinta y uno, porque está por cumplirlos en Navidad ―corrigió la muchacha―. Mikasa me lo dijo ―añadió, tras soltar el dato que nadie le había pedido―. Y no lo sé. La verdad nunca me he fijado en eso. Miro chicos de mi edad, creo que ni siquiera se me ha cruzado por la mente.

―A ti ―Eren encogió los hombros―. Siento que están armando un lío por algo inevitable. Queda un año para que Mikasa sea mayor de edad. Desde ese punto, ya no podrán decirle nada. Puede irse con el tipo, si gusta. ¿Qué opinas, Armin?

―Siempre he pensado que si él la amase de verdad, habría esperado que Mikasa mejorara su desorden emocional y sus desequilibrios. La atacó sin darle espacio, se aprovechó de esa vulnerabilidad.

―El único vulnerable es su bolsillo, si sigue gastando dinero de esa forma. Regalar tanta mierda, por tirarse a una adolescente es lo que único que me parece demasiado…

―¡Eren! ―masculló Armin―. ¿Regalar? Una mierda. Hay maneras y maneras de pagar los préstamos.

―¿Estás diciendo que Mikasa es…?

―¡No! Estoy diciendo que nada en la vida es gratis, Eren. Que Mikasa deje de darle besitos al depravado. Veamos qué tan rápido se acaban los regalos.

―¡No me gusta la forma en la que hablan de Mikasa! ―espetó Sasha de pronto―. ¿Qué está mal con ustedes? No estoy de acuerdo con lo que hace, pero respeto su decisión. No pretendo tratarla como si estuviera enferma.

―Es Armin ―Eren se encogió de hombros nuevamente.

―¡No es eso! ―se defendió Armin, alzando la voz, y dejando a sus amigos perplejos―. Me da pena saber que este fue el destino que escogió. Todo porque Akane nunca supo cumplir con su jodido rol como correspondía. Estaba tan desamparada, que a la mínima señal de afecto, Mikasa se dejó llevar. Consentimiento, amor, caprichos y todo eso. Se supone que las Caperucitas deben temer al lobo, no se enamoran de él… ―Armin hizo una pausa para tomar aire―. Tan solo, me da pena…

Sasha agachó la mirada, entendiendo la forma de pensar de Armin. Luego, le siguió Eren. Y de pronto, pareció que los tres se sumieron en una profunda tristeza.

―A mí también ―suspiró Eren, sacudiéndose el cabello.

―Y a mí…―se sumó Sasha―. Pero no podemos hacer nada, Armin. Lo intentamos, y ambos tortolos aplicaron sus macabras técnicas de convencimiento para voltear a Akane en un santiamén.

Esta vez, fue Armin quien agachó la mirada, sintiéndose absurdo e inútil. Sabía que aceptarlo era todo lo que podía hacer. Y protegerla, proteger a Mikasa a pesar de todo. Si ella necesitaba ayuda, debían estar ahí para ella como siempre había sido, porque eran sus amigos.

―Armin ―dijo Eren―, toma un respiro. Aún nos queda una larga vida para seguir sorprendiéndonos con sus más insólitas situaciones. Estoy seguro de que esto es una pequeña parte de una gama inacabable. En la vida, pasan cosas y ya.

Armin asintió, y luego relajó los hombros. Entendía que nadie más de ellos excepto Mikasa podía saber cómo se sentía aquella odiosa relación que tenía con su madre. A Sasha, sus padres la adoraban; a Eren también, sobre todo, su madre; y qué decir de Armin, si sus padres, aunque viajeros, no paraban de consentirlo y apoyarlo en todo, al igual que su abuelo. Pero, en cambio, ¿qué había para Mikasa? Una madre sufriendo una depresión enorme, incapaz de proteger a su hija… ¿Y cómo culparla, si la mujer no lo hacía de mala madre, sino porque también sufría? Todo era demasiado engorroso como para querer intervenir. Eren tenía razón: a veces, las cosas pasan y ya.

―Además, se aproximan las vacaciones ―comentó Sasha―. Sepan que, i-ne-vi-ta-ble-men-te, vamos a tener que conocer al susodicho. Estoy segura de que, un día cualquiera, vamos a querer salir con Mikasa, y ella estará con él, tendrá que ir a dejarla donde estemos nosotros… ¿quién sabe? Así que es mejor cambiar de actitud y mejorar las caras ―encogió de hombros.

―Va a ser incómodo ―musitó Armin.

―Sí, no cabe duda. No es que como que me rodee de amigos treintones, ¿sabes? Pero, si le damos el espacio, en una de esas, hasta nos cae bien y nos compra cosas…

Fue en ese momento cuando Sasha Braus demostró que no siempre era tierna e ingenua. De un solo golpe con un cojín, hizo callar a Eren.

Armin no tardó en recuperar su sonrisa y volcar su atención, nuevamente, a lo que les convocaba. La serie que estaban dispuestos a ver. Se dedicó a buscar el capítulo que había quedado pendiente y, mientras lo hacía, pensó en que tarde o temprano debería asumirlo y plantarle cara.

Esperaba, de todo corazón, que el tal «Lev-lo que sea» fuese digno de tener a Mikasa consigo.


XV

Las discusiones con Akane nunca cesaron, solo cambiaron de tópicos. Ya no discutía con ella porque no estudiase o porque no hiciera nada con su vida. Ahora, las discusiones versaban sobre el tiempo que pasaba fuera de casa, lo distante que era con ella, por qué era tan caprichosa y, en ocasiones, volvía a presentar las sospechas de su relación con Levi como algo probable. Cuando eso ocurría, Mikasa optaba por retirarse de la estancia para dejarla discutiendo sola.

Si bien a Mikasa las peleas seguían ocasionándole amargura, ya no la hundían del todo. No obstante, soportarla seguía siendo tedioso y desagradable.

Aquella nueva discusión había nacido, por primera vez, por un enojo de Mikasa. Escasamente, en sus dieciséis años de vida había conseguido comprender el irracional comportamiento de su madre, pero en aquel momento, sencillamente, la desconcertaba. Era su madre. Que ella estuviese con Levi no significaba que no la necesitara.

Era su madre y la quería con ella toda la vida. ¡Pero no de aquella manera tan insoportable!

―¿Pero cuál es el problema? Es lo que no entiendo, Mikasa. A todas las mujeres nos viene el período y sufrimos cólicos ―la mujer comenzaba a reunir cosas en su bolso; estaba por irse al trabajo.

Mikasa sostenía un tazón con té entre sus manos pálidas. Estaba sentada junto a la isla de la cocina.

―Mamá, ¿cómo? ―tartamudeó, nerviosa, al no saber cómo hacerle entender―. Está bien, pero yo sufro crisis de dolor. Tú misma has tenido que retirarme de clases porque me he desmayado. Necesito ver un médico, ¿qué es lo que te provoca tanto desconcierto?

―Es normal.

―¡Claro! ―exclamó―. Es normal que tu hija se desmaye de dolor y que le venga el período tres o cuatro caóticas veces en un año.

Cuando acabó de protestar, Akane ya se había retirado de la cocina sin darle una respuesta.

Aquella era una de esas enmarañadas veces en que no conseguía nada de su madre, excepto su rechazo. Y se preguntaba cómo podía confiar en ella o siquiera considerar retomar su apego, si no podía confiarle su propia salud. Desde que había iniciado su menarquia, Mikasa sufría constantemente durante sus períodos, siendo estos fatigosos y, a veces, inexistentes. Cuando eso ocurría, tardaban meses en llegar, y al regresar, lo hacían con tremendo malestar.

Y ella tan solo quería que su madre la apoyara y la llevara a un médico para saber, finalmente, qué tenía y cómo podía solucionarse. Pero Akane se lo había negado con un frío desdén. Sí, a su propia hija.

Estaba, como de costumbre, sola en casa. No sabía qué hacer. Nunca había ido a un médico con «ese fin». ¿Podía visitar al mismo médico que solía ver para la gripe? Era medicina general, debía servir. Pero no tenía su contacto. Tal vez, debía buscar en internet… pero no tenía dinero para visitar a uno. Sus últimos ahorros los había gastado comprando sandeces en una tienda de papelería que había encontrado en una galería comercial. ¿Qué haría? Comenzó a exasperarse, porque, en ese preciso momento, sentía que su útero no era uno como tal, sino una bestia que quería desgarrarla desde lo más profundo.

Tenía ganas de llorar, porque se sentía sola, triste, mal. No sabía en quién apoyarse para resolver un tema tan delicado como su salud femenina.

Entonces, su teléfono, que se encontraba en la isla frente a ella, comenzó a vibrar, sacándola de su sufrimiento. Leyó el nombre en la pantalla y recordó que no estaba sola.

Que no lo estaría otra vez.

―Hola ―musitó con suavidad, un tanto tímida.

―¿Hola qué?

La voz áspera tras el teléfono le inyectó una sobredosis de energía. Cuánto amaba al responsable.

―Pero es que…

Él le cortó, dejándola perpleja. Al minuto, la volvió a llamar, y Mikasa sabía qué significaba eso.

―¡Hola, mi amor! ―le respondió, intentando fingir una voz cándida y contenta. Fue inevitable reír luego de eso―. Pff, no me hagas hacer estas cosas ―se mordió el labio, risueña.

―Ok, tan solo quería oírlo y que me hicieras el día completo ―le dijo él―. ¿Cómo estás?

―Bien ―rio la joven, negando para sí.

No te oías bien cuando contestaste. ¿Pasó algo?

De pronto, Mikasa recordó por qué había estado tan decaída instantes antes. Algo hizo clic en su cerebro cuando Levi le hizo la pregunta. ¿Por qué no había pensado en él antes, si sabía que él era capaz de regalarle el mundo y las estrellas? ¡No podía! Le daba una pena tremenda. Aunque en ocasiones anteriores, Levi la había llevado al médico a causa de un resfrío. Empero, había una diferencia tremenda entre pedirle un par de analgésicos a una solución para sus períodos nefastos.

Tardó en responder, por lo que él debió reiterar la pregunta.

Si lo pensaba bien, no tenía otra manera de salir de aquel problema. Necesitaba el dinero, necesitaba ayuda. Su madre no cooperaba. Ella no sabía cómo hacerlo…

Y Levi era… era… era…

¿Mikasa?

―Levi… ¿puedo pedirte un favor? ―habló bajito, casi con temor.

―El universo, si quieres.

Entonces, le contó lo ocurrido con Akane, con los períodos, con todo lo que involucraba la situación. Y, tras oírle, Levi recordó por qué no se molestaba en mentirle a Akane, por qué la culpa, a veces, desaparecía de su umbral de moral con tanta facilidad. Sencillamente, era despreciable. Que lo tratara de asqueroso y depravado mil veces si quería, pero él ayudaba a Mikasa, él le costeaba todo. Y ella no hacía más que ausentarse.

Que le pisoteara el esfuerzo, si quería. Él nunca abandonaría a Mikasa.

¿Por qué no me lo dijiste antes? ¿Cuánto tiempo llevas así? Conversaré con Hange, una amiga. Ella puede recomendarme alguien de confianza, un profesional. Todo lo que necesites, me lo pides. No quiero oírte dudar ni «pedirme favores». Me dices qué necesitas y ahí estaré, ¿está bien?

―Me daba pena… ―susurró, casi al borde de las lágrimas.

¿Estás en casa? ―Mikasa, desentendida, le contestó afirmativamente―. Voy.

Nunca era de otra manera, no había otra cosa que esperar de él. Era infalible y único, puesto que nadie más podía alcanzar su magnificencia.

Mikasa lo sabía, que no había nada que él no pudiera hacer por ella. Casi sonrió victoriosa cuando constató que él no tardó más de veinte minutos en llegar. Por poco, la joven lo creía capaz de teletransportarse.

Corrió a abrirle la puerta al sentirlo llegar. Como era de esperarse, traía bolsas en las manos: toallas húmedas íntimas, toallas higiénicas, tampones, píldoras para el dolor, comida, mucha comida, y kilos de chocolate. Todo un kit de supervivencia con la posibilidad de regatear entre las opciones.

Mikasa miraba el contenido de las bolsas, maravillada con las intenciones de Levi y con lo considerado que había sido. Porque ni siquiera ella lo había pensado (porque no le gustaba molestarlo, de todos modos), pero él había anticipado la situación y se había equipado con todo lo necesario. Mikasa no pudo resistirlo más, sobre todo, cuando halló también una cajita de tecitos de manzanilla.

Se lanzó sobre él, los brazos directo a su cuello, y lo engulló con un beso profundo y apasionado. Por poco, Levi termina soltando las bolsas. La joven se vio en la obligación de dejarlo ir y, cuando se despegó de su boca, Levi intentó reseguirla, pensando que había más.

―No sabes cuánto ―se detuvo un momento, buscando palabras certeras que no encontró―… no, yo creo que no sabes cuánto significa.

―Compré una de esas bolsas para agua caliente, para que abrigues la zona afectada―encogió los hombros―. Déjame, yo te ayudo. Ve al sillón, yo te llevo todo.

Cuando la vio alejarse, fue cuando reparó que ella estaba con pijama, uno hecho de tela gruesa, y además llevaba calcetas con antideslizante. Era un pijama tan bonito, que no parecía estar hecho para ir a dormir.

Tras volver su atención a tierra, Levi se dedicó a prepararle un té de manzanilla, servirle galletas y chocolate y, también, rellenó la bolsa de agua caliente. Afuera, el día se encontraba gélido, estaba nublado y opaco. Era el día perfecto para quedarse en casa, en cama, viendo televisión. Y él añoraba terriblemente el poder quedarse con ella para cuidarla. Pero tenía clases con un grupo de último año: metodología de la investigación. Y no podía fallar, no de nuevo.

Salió de la cocina, con una bandeja, en dirección a la sala de estar. Mikasa se había acomodado en el sillón con una manta mientras veía una película. Levi se acercó y organizó todas las cosas en la mesa de centro, no sin antes entregarle primero la bolsa de agua caliente, la misma que Mikasa no tardó en llevar a su regazo, para luego soltar un largo suspiro de satisfacción.

Levi tomó asiento en el sillón. Con un gesto, le pidió espacio a Mikasa y ella recogió una pierna para hacerle un sitio.

―Mi pequeño petirrojo… ―susurró, mirándola sin pausa, viendo cómo parecía acongojada.

―Mi ave rapaz ―le contestó ella. Tenía la mejilla sostenida en un puño. Su espalda se apoyaba en la intersección entre el respaldar y el mango del sillón.

Levi sonrió, una de esas sonrisas coquetas y ligeras que ocultaba a todo el mundo y que solo le dedicaba a ella.

―Tengo bien ganado el nombre; medio entre ave rapaz y Sasha ―bromeó.

La hizo reír.

No podía estar más agradecida. Había mejorado su tarde como un pequeño constructor que levanta un edificio en ruinas. Ese era su poder, nunca fallaba, nunca perdía.

Él era perfecto.

―¿Preguntaste por el médico? ―le recordó Mikasa.

―Sí, Hange me consiguió una hora con su ginecóloga de confianza. Para el lunes.

Los ojos de Mikasa casi botaron fuera de sus cuencas.

―¿Qué? ―espetó―. ¿Ginecóloga?

―¿A dónde pretendías ir? ―Levi enarcó una ceja.

¡Claro que a la ginecóloga!, la atacaron sus pensamientos. Había sido tan tonta, tan ingenua. Un especialista debía revisarla y darle un diagnóstico correcto. No estaba acostumbrada, y nunca antes había visitado a uno de su categoría. Era normal desconocer sobre el área.

―Sí, sí ―sacudió la cabeza―. Está bien.

Levi rio con inapetencia. Negó y, luego, inclinó su cuerpo para recostarse sobre Mikasa, quien lo recibió con los brazos abiertos y la calidez de la bolsa caliente que reposaba en su regazo.

Si tan solo hubiese podido quedarse ahí.

―Hange dijo que, posiblemente, se trate de síndrome de ovario poliquístico. Lo más probable es que tengan que suministrarte píldoras anticonceptivas ―le comentó al azar.

―Hmm… ―ella emitió un sonido melódico e intencionado.

―¿Y eso? ―sonrió Levi.

―No, nada ―fingió desinterés.

El volvió a sonreír, con mayor vigor, y buscó el rostro de la joven para besarla.

En ese momento, en que su boca danzaba sobre los labios cálidos de la joven, Levi pensó que, por ella, todo lo valía. No entendía, ni entendería jamás cómo se había permitido llegar a ese límite, pero sabía que no había forma de retroceder. Se había entregado a ella, condenándose a llevar su nombre grabado con fuego, condenándose a esperarla hasta que fuese suficiente.

Y bien sabía que las discusiones con Akane no habían terminado. Sabía que algún día volvería a descubrirles, y que, para esa ocasión, él ya no tendría cómo defenderse. Y aún si por sus actos lo arrastraban a un cadalso, aceptaría su castigo, en nombre de ella. Porque así como podía prometerle el universo, también podía prometerle la vida misma.

No había forma de cambiarlo.

Y lo confirmó tras quedarse dormido sobre ella. La única razón por la que no perdió su clase del día, fue porque la misma Mikasa lo zarandeó sin piedad hasta despertarlo.

No se despidió de ella una vez, sino infinitas veces, beso tras beso, abrazo tras abrazo, te amo tras te amo. Y, desesperado, abandonó la casa para dirigirse a su auto. Cada segundo al lado de ella, lo demoraba más y lo alejaba de sus responsabilidades (aun cuando estar con ella era suficiente irresponsabilidad).

Mikasa se quedó de pie en el umbral de la puerta, viendo como él caminaba hasta el vehículo aparcado a las afueras de su hogar. No quería perderlo de vista hasta que virase en la esquina.

Levi volteó por última vez. Y se preguntó si realmente sería la última vez, porque las ganas de devolverse lo quemaban. Pero resistió, contra su voluntad, pero lo hizo. No sin aguardar unos segundos antes de subirse a su vehículo, solo para constatar que ella era real y que lo contemplaba desde allí.

Cuando analizó su figura inclinada hacia el costado derecho del marco, la sintió tan niña. Envuelta en su tierno pijama y acorde a su cándida edad, con las mejillas rosadas y el cabello revuelto, era niña, una niña bellísima, la niña que era capaz de moverlo como un títere, a su antojo. Y él se dejaba mover de un lado a otro con tal de probar el paraíso que ella le ofrecía. Era capaz de cruzar mil infiernos por ella…

Dios, no quería partir. Sentía que no podía, pero era irse o perder el trabajo.

Pero, aun así, se quedó a mirarla un poco más.

Sí. Levi la miraba y la miraba; y sabia, como sabía que algún día iba a morir, que la amaba más que a cualquier persona que haya visto o imaginado sobre la tierra.

Y, en ese mismo momento, aceptó, con resignación y los brazos abiertos, que se había entregado por completo a ella y a todas las consecuencias que aquello significaba.


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N/A: «…la miraba y la miraba; y sabia, como sabía que algún día iba a morir, que la amaba más que a cualquier persona que haya visto o imaginado sobre la tierra», frase original de la adaptación de Lolita de 1997. Era justo y necesario incluirla.