Epílogo


7 años más tarde


El centro comercial estaba atiborrado de personas y, aun así, Annie había insistido en ir. Armin rezongó todo lo que pudo. Era viernes, era fin de mes, ¡todo el mundo estaba allí!

Pero él la amaba tanto que no había podido negarse del todo a su petición.

―Me lo debes desde que olvidaste nuestro tercer aniversario.

«Ah, eso», recordó Armin.

No era que Annie fuese muy romántica ni que le preocupasen ese tipo de detalles, pero si podía usar algo a su favor, siempre lo hacía, y le sacaba tanto provecho como era posible.

―Yo me pregunto si algún día podré hacer lo mismo. Si tú olvidas algo importante, ¿podría yo sacártelo en cara infinitamente hasta conseguir mis propósitos?

―No.

Armin rio.

―¿Por qué?

―Porque no.

Caminaban por los pasillos, repasando los escaparates y deteniéndose en aquellos que tenían algo novedoso que ofrecer.

Después de todo, el paseo no había sido infructuoso. Con Armin esforzándose por hacer las cosas bien en su nuevo empleo y Annie trabajando a tiempo completo en su proyecto de tesis, las citas habían comenzado a escasear en su relación.

Llevaban juntos cuatro años ya, cuatro felices y exitosos años. Se habían conocido en la universidad para, finalmente, no soltarse más.

De momento, Armin rentaba un departamento y Annie tasaba la posibilidad de irse a vivir con él. Necesitaba conseguir un trabajo pronto, pero su tesis había sido un impedimento constante. En cuanto finalizara, estaba dentro de sus proyectos compartir la renta, no solo porque Arlert fuese su novio, sino porque él hacía las veces de casero cada vez que ella necesitaba un lugar donde dormir.

No era que a él le preocupase. Le hacía feliz.

―Necesito un nuevo par de pantalones ―comentó Annie, deteniéndose en una tienda en particular.

―¿Otro? ―Armin bromeó con ella.

―Es que el anterior no me gustó del todo. Lo compré con prisa y, cuando llegué a casa, le vi todo lo que no alcancé a verle en la tienda.

―Está bien ―sonrió―. Buscaré donde sentarme.

Entonces, Annie le propinó un codazo.


No tardó tanto como esperaba. Al cabo de unos minutos, paseaban de la mano mientras Annie miraba satisfecha a la bolsa que cargaba. Armin adoraba verla así, puesto que usualmente era seria y parca de palabras. Únicamente, abría su corazón para él, aunque fuese en ocasiones meramente especiales y únicas.

Sin embargo, era su persona favorita en el mundo.

―Te amo.

Soltó de pronto, y Annie volteó a verlo sorprendida.

―¿A qué viene eso? ―bajó la mirada al piso, pero aun así Armin advirtió su sonrojo.

―¿Vamos a tomar helado?

―¡No cambies el tema! ―protestó la joven.

―Busco que no te avergüences más y ahora tú quieres sacarme el tema.

―Tú empezaste.

―Y tú no lo terminaste. ¡Respóndeme! ―y comenzaba la jugarreta.

―Vamos a tomar helado, Armin.

―Oh no, no intentes eso conmigo.

De nuevo, aplicaba sus tácticas evasivas.

―Tú empezaste ―insistió.

Y a medida que discutían bribonamente, avanzaban por el pasillo, dándose empujones, riendo y escapando del otro cuando su batalla se tornó más tonta y agitada.

―Si no me respondes, no hay helado. Necesito comprobar algo ―bromeó Armin.

―No creas que vas a hacerme caer así…

Y, entonces…

―¡ANNIE!

Golpe.

Y un segundo de silencio como si de pronto todo el centro comercial hubiese callado.

No había caído, sino que algo mucho peor había ocurrido.

Annie se quedó de pie, estupefacta ante lo que acababa de ocurrir, y preocupada por las consecuencias de su arrebato, por seguir la jugarreta y no mirar hacia adelante mientras simulaba escapar de Armin.

No quería hacerle daño, era todo lo que pensaba.

Pero el golpe había sonado tan fuerte.

―¿Estás bien? ―preguntó.

La niñita de no más de tres años que se había golpeado fuertemente contra sus pantorrillas alzó sus temerosos ojos para mirarla a la vez que sostenía su cabecita con ambas manos.

―Aún debe estar aturdida ―espetó Annie.

―Dios… ―gruñó Armin, sin poder creer el exabrupto que acababan de cometer―. Hola, pequeña… ¿cómo estás?

Se reclinó hacia la criatura para constatar que se encontrase bien… entonces, reparó en sus inmensos ojos azules.

―¡Ahí estás! ―y oyó una voz que creyó reconocer a la perfección―. ¡No se te ocurra salir corriendo así otra vez!

―Disculpa ―dijo Annie amablemente―, se golpeó contra mis piernas, creo que la dañé… ella venía corriendo hacia mí y yo no alcancé a verla.

―No te preocupes ―sonrió la muchacha de cabello negro que se había sumado a ellos y que Armin miraba sin poder creerlo―. Siempre sale corriendo y…

Silencio.

Silencio en el preciso momento en que cruzaron miradas y se reconocieron. Ninguno de los dos dijo algo y, no obstante, sus miradas hablaron lo que sus bocas callaron.

Mikasa, pensó él.

Armin, replicó ella en sus pensamientos.

Fue un momento tenso y al mismo tiempo tan melancólico.

Segundos en los que ambos se miraron sin decir nada mientras Annie sorteaba sus ojos entre ambos sin comprender de qué iba todo.

La pequeña niñita tomó la mano de Mikasa y se aferró a su cuerpo, sin dejar de mirar a las dos extrañas personas que veía por primera vez en la vida y que veían a su madre curiosamente.

Cuánto ha cambiado, pensó Armin sin poder dejar de mirarla fijamente.

Seguía siendo tan bonita como siempre, conservaba su estilo, mas ahora llevaba el cabello en un tipo de melena que le llegaba un poco más abajo del mentón, cuyos mechones sostenía tras sus orejas. Vestía una camiseta de tirantes, jeans y zapatillas.

Sencilla y siempre atractiva. Y sus inconfundibles ojos grises ahora brillaban aún más.

No fue sino hasta que la niñita habló que todos los presentes volvieron en sí para romper con la burbuja de silencio que se había formado, envolviéndolos.

―¿Mamá? ―berreó.

―Sí, cariño. Ya nos vamos ―dijo Mikasa, sosteniéndole la mano con fuerza.

―Espero no haberla dañado, es muy bonita ―añadió Annie, antes de que la joven se marchara.

―En serio, no te preocupes ―asintió y le sonrió―. Mírala, ni siquiera ha llorado.

Y logró que Annie sonriese también.

―Bueno, me parece bien. ¡Adiós!

―Adiós, y disculpas a ti también.

Armin la vio partir, trotando suavemente, como si intentase apurar a quien era su hija.

Su hija.

La hija que era el vivo retrato de su madre y, si no se equivocaba ―y estaba seguro de que no lo hacía― de su padre.

El joven suspiró y sacudió la cabeza. Aún quedaba día y cosas que hacer, sin embargo, antes de que pudiese avanzar o siquiera se dirigirse a Annie para pedirle continuar, ella ya aguardaba por él con una profunda expresión de preocupación y confusión.

―¿Qué sucedió? ―le preguntó con suavidad.

Nunca había visto a Armin reaccionar así.

Él le devolvió la mirada y se preguntó si sería correcto contarle. Nunca había confesado su versión, nunca se había dado el espacio de hablar, y de todos modos nunca lo había considerado necesario, puesto que habían pasado tantos años ya de esa historia, que la había enterrado hasta olvidarla sin más.

Ahora salía a flote.

Y él confiaba en Annie con su vida.

―¿Tienes tiempo para una pequeña historia?

Annie ladeó la cabeza. Tenía los brazos cruzados mientras esperaba que él se explicara.

―¿Una historia?

Armin rio livianamente.

―En realidad, es una larga historia, pero… creo que vale la pena contarla.

En los ojos de Annie vio un interés que despertó aún más sus ganas de hablar.

Además, muchas heridas estaban cicatrizadas ya. Podía contarle a ella sin ninguna segunda intención, sin nada más que sus deseos por dejar ir ese episodio de su vida y cerrarlo para siempre.

―¿Aún sigue en pie la propuesta del helado? ―averiguó su novia.

Y él asintió solemnemente para luego tomarla de la mano y hacerla avanzar.


Siete años habían transcurrido ya y en su vida habían pasado tantas cosas… ¿cuántas en la de Mikasa entonces?

Frente a su copa de helado a medio avanzar, Armin respiró con calma. Movió la cuchara de un lado a otro y escuchó a Annie, quien acababa de oír todo su discurso con todos, absolutamente todos los detalles incluidos. Tras su liberación, fue su turno de prestar atención.

―Entonces, él tenía treinta… ¿y ella?

―Dieciséis.

―¿Y él?

―Annie ―gruñó Armin, luchando por no reír.

―Lo siento, el helado está muy frío, no puedo procesar tanta información con tanto helado ―apretó los párpados y respiró―. Claro, fue una situación bastante compleja entre ustedes. Y con ustedes me refiero a todos: la madre, la chica, el sujeto este, los amigos… todos. Agradezco haberte conocido luego de eso ―amenizó el ambiente que se había tornado algo triste.

―Apuesto que sí ―sonrió Armin―. ¿Qué opinas de todo esto? Verla después de tantos años fue… impactante.

―¿La verdad? Sí, me tomaste por sorpresa ―admitió la joven, asintiendo―. Ella no se ve cómo ese tipo de chica. ¿Qué edad debería tener ahora?

―Veinticinco, como yo. Y él treinta y ocho.

―Así no suena tan feo, si lo piensas.

―Annie ―gruñó de nuevo.

―Hablo en serio. Claro, en esa época, sí fue un delito, del que su misma madre fue cómplice. Y no me explico por qué o cómo, pero… ya sucedió. Y ella al parecer sigue siendo muy feliz. Tiene una hija, ¿sabes? Eso quiere decir que sigue con el sujeto aquel.

Armin suspiró.

―Eso es lo que no me acabo de creer… Porque… siempre pensé que no era más que un mero capricho, que ella iba a aburrirse o él luego buscaría a otra jovencita… siempre pensé lo peor, pero ellos…

―¿Se amaban? ―probó Annie, buscando que Armin pudiese verbalizar todo cuanto quisiera. Era su momento de hablar―. ¿Se siguen amando?

―No sé ―el joven bajó la mirada hasta un punto perdido sobre la mesa. La vida nunca dejaría de sorprenderlo―. No sé nada ya.

―Por cierto, ¿alguna vez volviste a ver a su madre? ¿Qué fue de ella?

―¿A tía Akane? Muchas veces, sí. Cuando visitaba a mis padres, solía encontrarla en el centro de la ciudad. Me veía y sonreía, pero nunca decía algo, no sostenía la mirada por más de tres segundos ―encogió los hombros―. Sé que sigue trabajando, que tiene una pareja estable, otro policía como ella, que sigue siendo intachable y la mejor en lo que hace. A Mikasa no volví a verla pisar un metro de ese lugar. Realmente, es la primera vez que la veo desde aquel día que conversamos en la plaza…

―¿Te habría gustado que reaccionara de mejor manera hace un momento atrás? ―Armin miró a Annie con el ceño fruncido, divertido por sus preguntas de terapeuta.

―¿Cuánto va a salirme la sesión? ―la fastidió.

―La factura se emite al finalizar el servicio ―espetó ella.

Pese a toda la melancolía del momento, logró que Armin carcajease.

―La verdad, respecto a la pregunta, no. No esperé nada de ella en aquel entonces, por lo que no espero nada de ella ahora, y no me malentiendas. No digo esto con alguna connotación negativa. En el fondo, así tenía que ser. Ella finalizó su amistad conmigo en ese momento. No tendría por qué esperar nada.

―De todas formas ―le interrumpió―, te miró con ojos de niña regañada, como si tuviese temor de ver tu reacción.

Armin arqueó las cejas y se encogió de hombros.

―Ella dijo en esa ocasión: el tiempo cambia, las personas cambian. Quizás… sí hay cosas que nunca lo hacen.

Annie sonrió y se mordió el labio inferior.

―Ahora sí, creo poder procesarlo mejor ―admitió―. No puedo creer lo que me has contado. Quiero decir… la madre nunca hizo nada por ella y, al final, consciente de sus errores, dio la batalla por perdida y se resignó a que su hija se fuese con un hombre mayor.

―Annie, era para ayer…

―Lo siento ―rio con suavidad―. No es algo que oyes todos los días…

―Aunque reaccionaste bastante tranquila para mi gusto.

―Tal vez, es porque no murió nadie ―y volvió a reír cuando Armin, quien había sostenido su mano con cariño instantes antes, la sacudió, regañándola―. En serio. Tu amiga solo tomó una decisión para sobrevivir. Y no estuvo bien, ni lo estará jamás. Pero… mírala hoy. ¿Viste a la pequeña? Es una belleza. No entiendo por qué, pero sí comprendo para qué. Si respondes eso antes de cuestionarla, quizás sea más sencillo para ti encontrarle sentido a su historia.

¿Para qué?, repitió Armin en su mente.

Para sobrevivir. Para ser feliz.

Alzó sus ojos hasta los de su amada y asintió lentamente, a medida que buscaba los significados que no había podido con anterioridad.

―Bueno, ya está. Supongo que era inevitable encontrarla de frente algún día.

―El mundo no es tan grande como parece.

―Es tu culpa, porque a ti te gusta el centro comercial de esta ciudad ―recordó Armin que esa había sido la razón de ir hasta allí.

―El de la nuestra es más pequeño, tiene pocas cosas ―Annie sacudió la mano, restándole importancia.

―Sí, ya veo qué tantas cosas puedo encontrar aquí ―protestó.

Sin embargo, Annie se puso de pie para avanzar hasta él, quién alzó el rostro para verla. Sin demora, la joven lo tomó del rostro y besó sus labios.

―Conseguí mi pantalón y mi helado. Ya podemos irnos.


Su auto era pequeño y práctico. Tampoco era un logro personal del todo; lo había adquirido tras compartir gastos con sus padres. Así que esperaba pronto el poder comprar uno mejor, de su gusto.

De momento, su sedan negro cumplía el propósito.

Annie tomó asiento en el copiloto y aguardó pacientemente porque Armin los sacara del lugar. El segundo destino de su día de paseo era el supermercado, porque habían acordado preparar la cena de ese día juntos.

Cuando enfiló por la carretera que bordeaba el centro comercial, Armin se concentró en Annie que no dejaba de mirar por la ventana, en dirección a una pequeña plazuela decorada con vegetación y juegos para niños.

Parecía haberse quedado prendada del lugar y, pese a que él buscó llamar su atención, ella no volteó.

Bajó la velocidad de conducción ridículamente, casi estacionando de no ser por los escasos centímetros que avanzaba, curioso por la reacción de su novia, y se removió para esquivarla y ver por sí mismo lo que ella miraba con tanta atención.

…¡Qué despreciable podía ser el tal Lev-lo-que-sea! Porque no importaba cuantos años le pasasen por encima, él seguía exactamente igual.

Y, contra todo su pesar, era feliz.

En la plazuela, Levi y Mikasa jugaban con su pequeña, jugaban a atraparla mientras ella corría, esquivándolos para no dejarse sostener. Y reían, sobre todo, cuando la niñita pegó un brinco para lanzarse sobre su padre hasta botarlo al suelo. Segundos después, Mikasa se sentó delicadamente junto a ellos.

―Vamos a chocar ―dijo Annie.

Y Armin pegó un respingo al darse por descubierto.

―No estoy mirando nada ―titubeó, y rápidamente subió el vidrio polarizado.

―No, claro que no ―le regañó Annie, y abofeteó sus manos para evitar que cerrase la ventana. Tras conseguirlo, fue ella misma quien bajó el vidrio―. Vamos a ver la vista, la bonita panorámica del día de hoy. ¡Mira aquí!

―Que no ―refutó.

―Mira el bello día que acaece en el exterior mientras tú, ignorante, no quieres mirar afuera.

―¡Que no! ―repitió riendo y mirando de todos modos.

Era innegable, no podía no admitir lo felices que se veían, lo normal y usual que todo parecía cuando ambos eran adultos y ya nada más importaba. Y, sobre todo, ahora que ambos habían traído una preciosa vida al mundo.

«Espero que la merezcas, Levi», pensó.

Pero no lo dijo en voz alta.

Sin embargo, sin que lo hubiese imaginado en sus más ocultos sueños, cuando volvió los ojos al espejo retrovisor, pudo ver a Mikasa avistándolo en la distancia. Entonces, ella alzó su mano en el aire y lo despidió.

Armin sonrió. Fue en ese entonces que sintió su corazón sanar una vieja herida.

No pudo evitar tocar la bocina rápido tres veces para corresponderle. Y Annie, tras darse cuenta, echó a reír.

A medida que se alejaba y repasaba en su mente la historia una vez más, se dio de frente con algo tan importante y que él nunca había considerado antes.

Desde el día en que el padre de Mikasa falleció, conceptos como familia y hogar comenzaron a desmoronarse para ella, hasta que finalmente yacieron en el suelo como escombros imposibles de levantar. Y dado a que su madre nunca fue lo suficientemente fuerte como para intentar alzarlos, la joven pasó largo tiempo creyendo que nunca volvería a tenerlos. Nunca más.

Y ahora que la veía feliz, sana, realizada y plena, entendía.

Finalmente, la comprendía.

«¿Para qué?»

Para encontrar un hogar.

Y anheló, con toda la fuerza de su corazón, que ese nuevo hogar no decayese jamás. Porque la había querido tanto que no podía desearle mal.

Así que cerró el ciclo al fin, y devolvió aquella historia al baúl de sus recuerdos.

«Espero que seas, al fin, muy feliz», recitó en sus pensamientos.

Y siguió su viaje por la carretera de regreso hasta su hogar.