La magia era algo que conocía sólo en historias. No creía siquiera que en su interior habitaba algo más grande que sólo voluntad, que sólo las ganas de despertar y tener el día a día. No. Era una jovencita práctica, siempre había sido así. Su vida era el estudio y planificar su futuro. No perdía el tiempo en fantasías, en crear escenarios que no existieran; no soñaba con un mundo distinto en donde las dificultades no existieran, en donde lo real se encontrara con lo imposible. Eso ni siquiera le cruzaba por la mente muy a pesar de que su abuelo insistía que la familia estaba bendecida (o maldita en su defecto) por espíritus protectores que guiaban los caminos de los Higurashi. No era suficiente la insistencia del anciano y sus cientos de historias que contaba para corroborar sus razones. Kagome simplemente creía en el poder del humano y en su capacidad de hacer las cosas realidad por la fuerza de voluntad nada más.
Los años más difíciles habían pasado ya: la adolescencia. Qué época más compleja; todos sus compañeros no pensaban en nada más que buscar el amor, vivir experiencias nuevas, rebelarse ante lo establecido y buscar una razón de ser. No es que ella se sintiera superior pero en la mente de la chica, no había necesidad para tales cosas. Sabía cuándo divertirse, sí, pero no perdía el tiempo buscar excusas para desenfocarse. Ahora, estaba a punto de empezar sus estudios, al fin encausada en la ruta que siempre había estado buscando: la antropología. Era contradictorio, sí, puesto que en su rama de estudios estaría presente el folclor de los espíritus del sintoísmo y toda criatura que habitaba en la imaginación de su abuelo, pero no podía negar que las historias tenían sus cualidades casi literarias.
Había sobrevivido a su primer semana en la universidad; no había nada fuera de lo normal, nada que se destacara además de los intentos desesperados de los estudiantes mayores por imponerse ante los nuevos… nada que fuera diferente a como fue durante la preparatoria o la secundaria. Parecía que la gente sólo crecía en un estado físico y se mantenía con los mismos caprichos de la juventud. Suspiró camino de regreso a casa. Estos pensamientos que tenía a veces despertaban temas de conversación en su hogar sobre si era "una alma vieja". Su familia siempre aferrándose a la fantasía; a las deambulaciones de lo espiritual, pensaba, no se atrevía a poner la mente desde otro ángulo, de intentar comprender o al menos de verlo tal cual ellos lo hacían, sólo por diversión.
Se ajustó la correa del bolso que le atravesaba por encima del pecho mientras caminaba frente a un parque cuyas luces mercuriales comenzaban a encenderse. La noche tomaba presa a la ciudad, despertando las luces de los edificios y establecimientos cual luciérnagas en las ciénegas en el verano. No se permitía mirar mucho a ese lugar porque traía recuerdos dolorosos, de cuando su padre aún vivía, antes de haberse llevado con su partida un pedazo de su corazón que jamás se había repuesto por completo. Se le hacía un nudo en la garganta de sólo dejar entrar los recuerdos por lo que apresuró el paso.
Su casa se encontraba a las afueras de la ciudad en un punto alto del distrito que permitía ver desde su explanada el paisaje nocturno repleto de pequeñas luces brillando en la lejanía, filtrándose entre los árboles que enmarcaban la escalinata hacia su hogar. Entró al fin, dejando caer su mochila sin mucho cuidado. Se quitó los zapatos para entrar a la casa que olía a lo de siempre; a la costumbre, a viejo, a los secretos que con tanto orgullo se portaban en la casa como si fuesen medallas y también a una deliciosa cena.
-Buenas noches – dijo al entrar a la cocina en donde se encontraban frente a una mesa, su hermano, su abuelo y su madre al frente de una estufa. Todos saludaron al unísono. La chica se dejó caer el cojín quedando de frente a su abuelo quien le acercó una tetera y una taza para que se sirviera el té de la tarde que ya frío la refrescaría después de una larga caminata.
-Hoy es aniversario de tu padre – comentó la señora Higurashi quien ahora les daba la espalda. No se escuchaba tristeza en su voz, al contrario, había un tono de cierta dicha al cual Kagome aún no lograba acostumbrarse.
-¿Ah sí? - su tono era desganado, casi indiferente. Giró suavemente el rostro para mirar hacia el pasillo en donde había una mesa con el retrato de su padre rodeado de flores, velas y objetos de su personal que de alguna manera, lo anclaban al mundo de los vivos, o eso decía el abuelo. Suspiró. Lo había olvidado… o al menos casi olvidado. Kagome no creía en el destino pero sí en las coincidencias; curiosamente el camino que tomó ese día la había llevado a pasar por en frente del parque… tal vez su subconsciente buscaba maneras de hacerla recordar.
-En otro tema, el señor Hoshi llamó, el viejo amigo de tu padre, ¿lo recuerdas? -
-Vagamente – contestó sin darle mucha importancia al recuerdo de ese señor. Kagome tenía sólo cinco años cuando había perdido a su padre; los recuerdos previos al accidente eran borrosos por el traumatismo del terrible acontecimiento. Aún dolía y parecía que su padre había dejado su marca en el mundo tan arraigada ya que cada año recibían llamadas de viejos amigos que lo recordaban en esa fecha.
No hubo más tema sobre el señor Higurashi, la cena milagrosamente tomó un giro distinto, más animado. Hablaron de cosas más alegres y entre ellas, la llegada de un aprendiz al Templo. Por las ocupaciones de la nieta mayor y la corta edad del menor, el abuelo Higurashi se había visto en la necesidad de solicitar a un ayudante que pudiera hacerse cargo del lugar hasta que Souta tuviera la edad suficiente. -Si me muero, dudo que tengan la voluntad de ver mi fantasma; no podré enseñarles desde el más allá entonces, ¿qué mejor que entrenar a alguien para cuando el momento lo disponga? -. Kagome sólo giró los ojos puesto que no era extraño que el abuelo hablara tan a la ligera sobre morir y ser un alma en pena por lo que había perdido todo su impacto semejante… ¿promesa? ¿amenaza? No sabía que palabra usar para definir los caprichosos temas de conversación de su abuelo.
El timbre sonó lo cual desconcertó un poco a los Higurashi. No eran tan tarde pero a esas horas no esperaban visitas; el templo cerraba a media tarde por lo que era algo extraño que hubiera alguien tocando la puerta. Kagome, quien se hallaba más cerca, se levantó para averiguar de quién se trataba. Miró por el ojal. Era un muchacho de cabello corto y claro, se veía tal vez, de su edad, no podía precisar si más grande o más joven… sólo… parecía joven. Se separó de la madera tomando una pausa antes de sostener la perilla y abrir.
-Buenas noches, soy Kaito -
La chica frunció el ceño sintiendo una ligera molestia. -¿Se supone que con eso debo saber que es seguro abrir la puerta? - preguntó sin vergüenza de sonar grosera.
Hubo un silencio. Kagome no abrió.
-Claro… perdón – volvió a escucharse la voz del chico a través de la puerta. -Soy Kaito, el aprendiz -.
Abrió la puerta sólo un poco, sólo para asomarse y ver mejor al chico quien ya había interceptado los ojos que lo inspeccionaban. El muchacho era alto y delgado, poseía un porte bastante relajado; no parecía alguien que tuviera interés por tomar enseñanzas de un anciano en un templo a las afueras de Tokio, pero su presentación había sido clara. -¿Este es el Templo Higurashi, cierto? - preguntó esbozando una sonrisa buen moza y cálida. Aquello sacó de su postura a la chica.
Para ese entonces el abuelo Higurashi había llegado hasta la entrada, colocó su mano por encima de la de su nieta y abrió la puerta, dejando entrar al muchacho quien al fin pudo poner sus pies en el interior de la casa. Hizo una reverencia a ambos antes de caminar hasta el escalón donde dejaría sus zapatos. -Disculpe que llegue tan pronto, señor. Mi situación así lo requirió… - no dio más detalles de ello. Nuevamente interceptó la mirada de la joven quien lo miraba con bastante insistencia y volvió a sonreírle. Eso fue suficiente para desarmarla y hacerla que mantuviera sus ojos quietos.
-Ah… Kaito… Bueno es cierto que no te esperábamos hasta el día de mañana pero pasa, pasa… - la voz del abuelo era ronca pero firme. Extendió su mano para que el muchacho caminara por el pasillo.
Kaito sostenía una maleta de tamaño mediano, eso confundió a Kagome quien no fue tímida para reservarse sus preguntas.
-¿Y esa maleta? - preguntó acelerando el paso para ir del lado del chico.
-Kaito será nuestro inquilino – comentó su madre quien se asomó desde la cocina. Salió al pasillo sosteniendo el delantal entre sus manos para limpiárselas y extenderle una al muchacho. El saludo fue cordial y firme por parte del chico. -Puedes dejar tus maletas en el cuarto cerca del cobertizo; es donde el abuelo ofreció que te quedaras, ¿cierto? -. Kaito asintió.
Kagome no tenía una razón concreta para definir su sentir pero algo en ese muchacho no le cuadraba del todo. Aunque no consideraba que fuera propiamente malo, había algo que despertaba una curiosidad diferente. Se aseguró de observarlo bien, sin caer en verse muy insistente.
El muchacho los acompañó a la cena y su conversación era amena y variada en diversos temas. Todos parecían estar fascinados con él, especialmente el abuelo y Souta quienes eran los que más preguntaban sobre sus tantos viajes. El muchacho respondía con gusto, como si viviera de esa adoración que de pronto sus familiares estaban dándole. Por su parte, Kagome sólo escuchaba, inquieta de no poder colocar su dedo en alguna falla o algo que justificara la desconfianza que sentía.
-¿Y tu familia Kaito? ¿Qué opina tu familia que de pronto vengas a un lugar como este? - preguntó al fin quebrando su silencio.
El chico arqueó las cejas en medio de estar dando un bocado a la carne que la señora Higurashi había preparado. Tragó pesado antes de contestar. -Mi familia, bueno, no se opondrían -.
A la respuesta tan vaga la joven sólo entrecerró los ojos. No estaba satisfecha pero no haría de la cocina una sala de interrogación por lo que se mantendría a raya, al menos por esa noche. Se disculpó y se levantó de la mesa para irse al fin a su habitación. Le dolía el cuerpo y definitivamente que no estaba haciendo click con el nuevo aprendiz. Tal vez era el cansancio. Una vez que tomó su mochila, subió las escaleras con cierta pesadez hasta llegar a la suavidad de su cama, a la cual se dejó caer sin siquiera quitarse la ropa de diario ni nada. Se mantuvo un momento con el rostro adherido a la sobrecama, sintiendo la calidez de su aliento devolverse a su rostro por la cercanía de las telas. En esa posición, su mente se había puesto en blanco y fue así como nuevamente los recuerdos de su padre saturaron su cabeza y con ello… cayó en un profundo sueño.