N/A: ¡Hola! Espero que se encuentren bien. Para este capítulo, tuve dos canciones en mente que, durante mucho tiempo, han sido agridulce compañía: la que cito al comienzo y See the Sun de Dido, que citaré en un diálogo importante del final, donde sumo la participación de Sasha (alter ego de mi mejor amiga, para este caso). Esta última es importantísima para mí y espero que puedan pasar a escucharla para hacer todo más doloroso aún (holy shit, holy moly!)

El cap sigue el ritmo de los anteriores, transición rápida (aunque ahora esté un poco más lenta), escenas claves, recuerdos, y ya.

Todo esto ha sido un viaje intenso. Gracias Isayama por crear a Levi y a Mikasa; gracias a Levi y a Mikasa por hacerme sentir así, ¡son da best personajes ever!

Espero no avasallarlos con tanto sentimiento. Aunque yo misma me ahogué en recuerdos. Gracias por dale una oportunidad a este fic. No saben cuánto significa. Con cariño, Matt.


Cómo te necesité, cómo lo lamento ahora que te has ido

Te veo en mis sueños, pero despierto tan sola

Sé que no querías irte, tu corazón anhelaba quedarse

Pero aquella fuerza que siempre amé de ti, finalmente cedió…

En mis sueños puedo verte, puedo decirte cómo me siento

En mis sueños puedo abrazarte y se siente tan real

Aún siento el dolor, aún siento tu amor

Y, de algún modo, sabía que nunca, nunca podrías quedarte

Y, de algún modo, sabía que me dejarías

Y a la temprana luz de la mañana, después de una silenciosa y pacífica noche, te llevaste mi corazón…

Oh, cómo deseé, cómo deseé que te hubieses quedado…

Anathema – One Last Goodbye


Mikasa sabía cuánto había intentado controlarse. Quiso mantener sus límites, contener sus emociones, mas solo había conseguido fallar grosamente. Pero una parte de sí misma siempre quería ser comprensiva consigo, y se decía: «Míralo, tan solo míralo, ¿qué supone que podrías haber hecho?».

Levi estaba sentado en su cama, apoyando la espalda contra el muro. Estaba vestido con una playera de tono azul oscuro y fuerte, uno que iba perfecto con sus ojos; llevaba unos pantalones deportivos de color negro, semi ajustados, y calcetines grises. Sobre su regazo apoyaba un enorme libro de proporciones bíblicas, y en su mano, la botella con infusor de Mikasa, porque tenía té verde… pero era de Mikasa, y el contenido ya iba a la mitad.

—Cada vez que me preparo té, me lo robas —suspiró la joven, pensando que ya era hora de conectar el hervidor nuevamente.

Levi bebió de la botella, sin detenerse por un buen momento, mientras contemplaba a Mikasa como si la desafiara con la mirada. Ahora solo quedaba un cuarto de té. Y ella le devolvió un altivo mohín por largos segundos.

—Me encanta el té —dijo él—. Pero siempre lo preparas para ti sola.

Mikasa sonrió.

—Tal vez porque, inconscientemente, espero que me lo robes —admitió.

―Tú te has robado cosas mías también ― «Mi corazón, mi vida…», pensó Levi―. Y yo, ¿te he dicho algo?

―Vaya ―sonrió, Mikasa, sentándose a su lado en la cama―. ¿Quieres que te traiga un ácido mefenámico?

Y Levi rodó los ojos, porque sabía que aquel medicamento lo consumía Mikasa para sus dolores menstruales. Entendió la broma oculta.

―¿Saqué tarjeta? ―«Y con premio», pensaba Levi.

―Es una broma cariñosa ―ella se acomodó junto a él, para apoyar la cabeza en su hombro. La presencia de Levi irradiaba una especie de paz adictiva, tanto, que Mikasa se sentía estar en armonía al apenas rozar con él, como si, por primera vez en su vida, estuviese en perfecta sincronía con el mundo. Sentía el casi imperceptible movimiento de la respiración de Levi, cómo el aire que respiraba se contenía cuando bebía té, y luego la manera en que seguía su circuito cuando volvía a inhalar. Y mientras lo sentía existir a su lado, una duda sobrevino de pronto a su cabeza―: ¿Por qué nunca dijiste nada? ―Mikasa recordó que él nunca había hablado con ella sobre sus sentimientos. Habían pasado días desde su confesión en el muelle y, sin embargo, aquella naturalidad que usaban para todo, había relegado cualquier intento de conversación a segundo plano.

―¿Nada? ―se extrañó él.

―También me mirabas, también sentías por mí… ¿por qué no me dijiste algo?

―¿Por qué no dijiste algo tú? ―Levi observó a Mikasa esperando la respuesta, y fue obvia, innecesario de replicar cuando ella se sonrojó y escondió el rostro―. ¿Entiendes? ―dijo él.

―O sea, ¿nunca miraste a Petra? ―Levi negó con la cabeza―. ¿Puedo decirte algo? ―Mikasa se mordió el labio inferior. A esas alturas, las verdades daban exactamente lo mismo. Decirle sobre Petra no era ningún vejamen, después de todo, quedarse con el secreto era mentirle y ella no quería eso.

―Dime ―dijo Levi, con tono de obviedad.

―A Petra… bueno… a ella le gustas o gustabas. No lo sé con exactitud porque hace bastante tiempo ya que no comparto una conversación profunda con ella. La razón por la que me acerqué a ti fue por ella, porque ella quería conocer más de ti ―confesó Mikasa, sintiéndose mal por cómo sonaba todo eso, y temió por un segundo que Levi fuese a enfadarse con ella o a juzgar su actuar.

Claramente no. Él siempre la sorprendía.

―Entonces hay que darle las gracias a Petra ―comentó Levi, sin mayor interés por las razones del por qué.

―Ella creía que tú la mirabas ―insistió la joven, sin entender aquella templanza de Levi Ackerman.

―No es mi culpa que tú estuvieses justo al lado ―dijo él con sinceridad, e hizo reír a Mikasa―: ¿Qué? ―rio él también―. Estoy diciendo la verdad. Además, lo sabes, no es mi tipo. La imagino de novia con un sujeto elegante, bien parecido y de buena situación, con cara de estirado.

―¿Y tú no eres todo eso? ―bromeó Mikasa, y él curvó una comisura a modo de sonrisa socarrona.

Su dedo índice cruzó la distancia que lo separaba de los labios de Levi, y los delineó, posicionándose sobre la otra comisura para presionarla y alzarla y así emparejarle la sonrisa, para que fuese sincera y no engreída. Él complació el capricho, pero a pesar de la alegría reflejada en su rostro, esta se manifestaba de forma cansina aún. Faltaba tanto por superar, tanto por soltar, por dejar ir, y otras cosas que quedaban por reparar; no obstante, de la mano de Mikasa, Levi sentía que podría permitirse una sonrisa más, un intento más, un esfuerzo más.

Tomó la mano de Mikasa, y su propia mano avanzó para sostenerla, finalmente, del brazo y así acercarla a él, mientras la observaba con aquella ternura tan propia.

―Bésame ―le pidió, porque era una de las maneras con las que él conseguía mermar su abatimiento.

Y Mikasa cedió a consentir su deseo, tomándolo de la parte trasera de la cabeza para hacerlo llegar a ella. Cuando lo besó, los labios de Levi estaban entreabiertos, por lo tanto, su boca la recibió con un impacto húmedo, suave y agradable.

―Y… ¿la canción que me enviaste aquella vez? ―se despegó de él abruptamente―. No quisiste decirme por qué…

Levi suspiró, fastidiado por la interrupción.

―Eso fue tan estúpido. No sé qué buscaba que hicieras o qué quería que entendieras con una simple canción y nada más. Me arrepentí en el acto ―se sinceró, y Mikasa alzó su rostro hacia él, preocupada.

―Fue bonito ―admitió―. No fue estúpido.

―Durante todo ese período me sentía decaído. Te acercaste a mí y fuiste increíblemente excepcional conmigo. Pensaba que podías corresponderme, pero luego caía en la cuenta de que tal vez fuesen fantasías mías… ―confesó Levi, mientras acariciaba el cabello de Mikasa, ordenándolo.

―Así que, ¿yo soy la ella en la que pensabas? ―recordó Mikasa.

Y Levi le pegó en la nariz con la punta de un dedo.

No eran novios. Por una razón que solo ellos comprendían, no ataron la relación a etiquetas predeterminadas. No le debían explicaciones a nadie, no hablaban sobre el tema, simplemente, vivían. Y se querían. Seguían siendo amigos, unidos por un lazo que nadie podría comprender jamás. No habían promesas, ni discusiones de pareja, no habían problemas de por medio, no había nada excepto aquel amor inconmensurable que se proferían. Y así se sentían bien.

La confianza que se tenían era desbordante. Tanto, como para que Levi pudiese hacer masajes y depositar besos en la espalda de Mikasa, sin necesidad de insinuar segundas connotaciones. Cuando ella se sometía a grandes cargas de estrés, él estaba ahí para ayudarla. Y, asimismo, cuando el dolor de estar en casa era demasiado para que Levi pudiese soportarlo, Mikasa le permitía ir a su hogar para hacerlo dormir en su cama, y aquellas veces, ella no bajaba a dormir en el suelo.

Los días se volvían inacabables junto a Levi. Sobre todo, las tardes de sueño, cuando Mikasa se conectaba a los audífonos del IPod de Levi, para oír aquella música bellísima que él solía componer. Y él le acariciaba el cabello hasta hacerla sumergirse en el mundo de los sueños. Aun cuando no existía copia onírica que pudiese replicar la felicidad en su día a día y lo que significaba tenerlo a él en su vida.

Levi agradecía siempre todos los esfuerzos de Mikasa por salvarlo. Porque sí, él admitía que ella le había salvado la vida, que sin ella, probablemente, estaría perdido, si es que no muerto ante la locura de haber perdido a su madre: el ser más valioso de la completa existencia. Sin embargo, ahí estaba Mikasa, para caminar junto a él cuando sentía que el suelo se componía de cáscaras de huevo, como ella había dicho, y para cargarlo cuando sus energías llegaban a cero. Ahí estaba ella, para defenderlo y ser su escudo cada vez que la tragedia impactaba en su vida.

Los padres de Mikasa dieron por sentado que tenían una relación, entonces, no hacían preguntas. Además, adoraban a Levi, porque él era parte de ellos ahora.


Con el pasar del tiempo, la confianza que cimentó su camino, comenzó a construir fortalezas cada vez más irrompibles. Mikasa ya no temía darse de frente con Petra para decirle todo lo que estaba sucediendo. Sin embargo, a la vez, acordó que no era ni remotamente necesario. Después de todo, Petra sabía que Levi y Mikasa se habían hecho buenos amigos, ¿era necesario decirle que, en ocasiones, cruzaban esa línea? Evidentemente no. Había algo que se llamaba intimidad, y Mikasa no tenía ningún deber ni obligación de comentarle a Petra cosas que consideraba privadas. Además, las expectativas de Petra por tener a Levi de novio se habían esfumado, revoloteando como polillas que escapan hacia la luz (aun cuando ella no estuviese enterada del rechazo).

No había vuelta atrás con ello, ni había manera de cambiarlo.

En un comienzo, Mikasa lo había lamentado, hasta se había arrepentido de haber llegado tan lejos. Pensó incluso en platicar francamente con Levi para solucionar aquella falla interna en la matrix. Pero tras varias conversaciones intensivas con su almohada, cayó en la cuenta de que aquello que le había dicho su madre hacía tiempo atrás era cierto: Petra no hacía ni un mínimo esfuerzo por acercarse a Levi. Era un comportamiento, incluso infantil, enviarla a ella a espiarlo. ¿Qué pretendía conseguir con eso? Además, solía desaparecerse en los momentos difíciles, pese a que Mikasa le informaba cuando estos ocurrían.

¿Qué le gustaba de Levi para empezar? ¿Los ojos azules? ¿Las pestañas? ¿Que tenía buen cuerpo? ¿Que vestía bien? ¿Algo tan burdo como que era lindo? Si él era un millón de cosas más que todo eso.

A Mikasa le dolió pensar que, tal vez, Petra no se mereciera a Levi en ningún sentido. Y aunque sabía la verdad, aunque sabía cuál era el principal problema, se negaba a verbalizarlo.

No obstante, un día debió hacerlo por fuerza mayor.

Ingenua, y aún siendo fiel creyente de su amistad con Petra, Mikasa se acercó a hablar con ella. Era temprano por la mañana, Mikasa regresaba al salón tras haberse pasado por la cafetería. Traía consigo una dona rellena y un café. A las afueras de su salón, Petra se encontraba junto a Hitch, una nueva amiga que había hecho en su sección; era ella quién le seguía a todas partes ahora, y aunque Mikasa no podía estar más en desacuerdo con los celos, sí admitía que sentía rechazo hacia la personalidad tan extrovertida de la muchacha. Hitch podía ser un verdadero dolor de cabeza si se lo proponía.

Aun así, quiso acercarse a ellas, porque, a pesar de todo, Mikasa sentía que Petra seguía siendo su amiga. Caminó hasta encontrarlas y se sumó a su lado, saludando amenamente a Petra, y de paso, a Hitch.

―¿Cómo estás? ―preguntó Mikasa, con genuino interés y buena disposición.

―Bien ―sonrió Petra―. Con algo nuevo para contar ―le dijo, mientras intentaba controlar su actitud quisquillosa.

―Cuéntamelo ahora ―indicó Mikasa, motivada por la actitud divertida de Petra―. Casi nunca tenemos tiempo para conversar, así que…

―No tenemos tiempo, porque me dejaste de lado ―hizo un puchero―… por el hombre más bello del mundo ―y Hitch rio ruidosamente.

Mikasa arrugó el ceño, molesta por el chillido que le hacía evocar recuerdos de puertas oxidadas.

―Lo amo ―dijo Petra, ensoñándose con la imagen de Levi.

―¿Aún? ―indagó Mikasa, con cierta tristeza en la voz.

―No, no tanto ―rio luego―. En realidad, quería comentarte que conocí a otro chico. Y me encanta.

―¿No estabas enamorada perdidamente de Levi? ―el sarcasmo ácido de Mikasa solo rebotó en Hitch, quién la contempló con una ceja enarcada y expresión petulante. Petra, en cambio, era muy torpe como para entenderlo.

―Es que Levi ya no está de moda ―jugueteó Hitch, atenta a las expresiones de Mikasa y consciente de su presencia non-grata para la joven―. Mucha entropía, muchos desmayos, demasiado caos.

¿Caos?

A Mikasa se le calentó la sangre y sintió el rostro arder de ira.

«¿Caos porque se le murió su madre?, ¿Caos porque está enfermo? Estúpida de mierda», Mikasa maldijo en sus pensamientos, y estaba segura que todos los garabatos que inventó para Hitch estaban en la lista de palabras que enviarían a cualquiera al infierno, a la cárcel, a una correccional.

―Hitch ―murmuró Petra, regañándola suavemente, como si en verdad no quisiera hacerlo, y guardándose una risa tarda―. Es que este chico que conocí sí es mi tipo…

―Me alegro ―celebró Mikasa, dispuesta a descargar su ira con Petra, porque Hitch no le importaba de todos modos.

―¿Sí? ―dijo Petra, mientras Mikasa la halaba de un brazo para arrinconarla hacia un lugar más privado, lejos de su odiosa amiga nueva.

―Sí, porque de todos modos, no eres del tipo de Levi tampoco, y he estado evitando decírtelo, porque me daba una pena tremenda. Pero ya que encontraste a alguien nuevo…

―¿Levi te dijo eso? ―Petra sonó alarmada igualmente, y eso consiguió atizar las llamas dentro de Mikasa.

―Sí, pero creo que se equivocó ―fingió confusión, expresando una cínica mueca de torpeza. Petra parecía no entender―. Es que dijo que eras muy polite, toda una señorita. Y tú no eres, ni remotamente, eso ―la clavada que atravesó el corazón de Petra le hizo cerrar la boca que había mantenido abierta todo ese tiempo. Mikasa estaba cabreada, lo sabía, y la presencia de Hitch en todo eso solo había conseguido empeorarlo. No obstante, Petra sentía que quizás junto a Mikasa ya no había más lazos que las ataran. Junto a Hitch tenía otro mundo donde sí podía ser ella sin sentir que quedaba de estúpida como lo hacía al lado de la racional Mikasa.

Pero ese no era motivo para pasar por sobre todos los años de amistad que habían cultivado juntas. Le dolió, el momento completo le dolió. Y todo empeoró cuando Hitch volvió:

―Oye, Mikasa, ¡lindo estampado! ―se rio de ella, y cuando Mikasa bajó la vista para verse la camiseta, se dio cuenta que se había ensuciado con el relleno de su dona.

La humillante risotada de Hitch le provocó picazón en el oído. Toda la atmósfera era tan pútrida, tan cínica, tan estéril. Fue cuando se dio cuenta que su amistad con Petra había acabado. O al menos no volvería a ser lo que alguna vez había sido.

Petra tomó a Hitch del brazo para arrastrarla consigo, y aunque esta desistió de irse, no hizo falta más motivación que la oscura voz de Levi haciendo acto de presencia:

―Quítense―exclamó, porque estaban estorbándole el paso al salón. Hizo que ambas pegasen un brinco y volteasen a verlo con temor.

Una vez que Levi entró al salón, Mikasa sonrió ampliamente. Petra se quedó viéndolo y luego alzó su mirada a Mikasa.

―¡Qué antipático! ¿Qué te gustaba de él? ―susurró Hitch, exageradamente fuerte. Y Petra ya no pudo resistir más cómo Mikasa la echaba con la mirada.

Se alejó del lugar, caminando brusca y rápidamente. Pero no estaba enojada, estaba apenada, triste. Mikasa lo supo por la curvatura de sus hombros y porque llevaba la cabeza gacha. Tras ella, como el perro poddle que era, Hitch siguió sus pasos hasta alcanzarla, mientras aplicaba sus bromas y parafernalias para contentarla.

Absurdo. Petra y su mundo lo eran. Esa manía por ser positiva no resultaba ser otra cosa excepto patética. Tal vez, era su herramienta para enfrentar la vida, pero la volvían genérica y hasta, en ocasiones, plástica.

La cabeza de Mikasa comenzó a doler. Sin embargo, no se arrepentía de lo que había hecho. Nadie tocaba a Levi, excepto ella; nadie lo insultaba, excepto ella. Y nunca iba a dejarle, aunque tuviese que enfrentarse a los más grandes demonios para protegerle, ni soltaría su mano, así todo el mundo estuviese en su contra.

Cuando volvió al salón y se sentó al lado de Levi, él le dijo:

―Deja de discutir.

―Jamás ―gruñó ella, tomando un rotulador azul para pintarle un tatuaje a Levi y calmarse.


―Entonces, una vez que grabas las pistas, se colocan en estos canales, y debes tener cuidado con los picos que deben quedar alineados o de lo contrario el sonido se oye desfasado.

El día comenzaba a terminarse, el sol comenzaba a ponerse y a teñir todas las habitaciones de la casa de Levi. Pasar a disfrutar el fin de la jornada con él había sido una excelente idea, sobre todo para olvidar los inconvenientes acontecidos durante la mañana. Saber un poco más de música y de Levi sonaba, por lejos, mucho mejor.

Levi se mantenía entretenido explicándole a Mikasa cómo funcionaba el programa que él solía usar para grabar sus canciones. No sin antes haberle enseñado su estudio por el revés y el derecho, puesto que nunca antes había tenido tiempo de hacerlo en detalle. El lugar era espacioso, lo suficiente para que cupiese la batería, el teclado, el atril con la guitarra y su escritorio con el computador.

Mikasa intentaba poner suma atención a todas las explicaciones con tal de olvidar el encuentro que había tenido con Petra durante la mañana. Mas todo aquello era tan interesante, que ignorar el sinsabor no fue tarea difícil.

―¿Y cómo compraste todo esto? Los instrumentos son caros ―Mikasa parecía deslumbrada con los objetos a su alrededor, repasándolos con la mirada una y otra vez.

―¿Trabajando? ―dijo él como si fuera obvio―. Y algunos fueron regalos de mi madre ―admitió con un poco de melancolía al decir esto último.

―Bueno, entonces, ¿cómo aprendiste a tocarlos todos? ―Mikasa no conseguía entenderlo. Ella era incapaz de memorizar las notas musicales en una flauta siquiera.

―De forma autodidacta ―comentó él con simpleza―. Siempre se me hizo fácil ―prosiguió, mientras tomaba la guitarra para acomodarla sobre sí.

Y, de pronto, Levi comenzó a tocar una canción que Mikasa conocía y que se le antojaba tan característica de sus días de escuela. Hubiese querido bromear con él sobre el paso del tiempo, pero ambos tenían la misma edad. Levi cesó un minuto para encontrar la pista en su computador y así colocarla para sonar a la par con ella. Le subió el volumen al amplificador para darse protagonismo y señalando con la cabeza el micrófono que Mikasa no había visto antes, le dijo:

―¿Karaoke?

Y Mikasa sonrió mientras se sonrojaba.

―No ―musitó, avergonzada.

―¿Por qué? ¿Cantas mal? ―la provocó. Y, entonces, sin dudarlo, ella se puso de pie frente al micrófono―. Qué difícil es convencerte ―Levi sabía que era una buena manera de incitarla: decirle que no podría hacer algo.

Cantar juntos fue como interconectar la energía que llevaban dentro. Si cada cosa que Mikasa hacía junto a Levi se sentía incalculablemente bien, aquello la había hecho entregarse a una especie de éxtasis. Había oído de opiniones ajenas que cantar y tocar música servían para quitarse las emociones de encima, pero ella no sabía qué tanto. Terminó jadeante, acalorada por el esfuerzo y totalmente relajada. Si un meteorito lograba aplastarla ahora, estaba segura de que no podría importarle menos.

Pasó la tarde junto a Levi, cantando y escuchando música, riendo cuando él intentó enseñarle a tocar el teclado y sus intentos sonaron a una terrible pieza de alguna película de terror.

Aprendió bastante de aquella faceta de Levi que no había conseguido desmembrar hasta ese entonces. Él le explicó qué lo inspiraba para crear las letras de sus canciones, sobre todo de aquella que Mikasa siempre solía oír.

Do not grieve my friend, for each beginning there must be an end ―dijo Levi―. Creo que intentaba darme ánimos por lo de mi madre. Entonces escribí esa letra, como si me la dedicase a mí mismo.

―Me imagino ―musitó Mikasa, tímida, comprendiendo entonces aquello que no había podido dilucidar con anterioridad: el autocontrol ante la pérdida y cómo Levi tomó la partida de su madre como el fin de una etapa y el comienzo de una nueva. Tal vez, era el punto de intersección entre su juventud y la ardua transición hacia la madurez. Entendió también cómo la música, para él, había sido un recurso clave al momento de mantenerse en pie―. Espero que nunca dejes de inspirarte ―le sonrió con intensa sinceridad. Después de todo, ella era su admiradora.

―Espero lo mismo ―admitió él, apartando su guitarra hacia un costado.

Por un momento, Mikasa se desconectó de aquella grata instancia para dirigirse hacia su bolso que había depositado sobre el escritorio. Buscó allí su celular para verificar que sus padres no la hubiesen llamado o le hubiesen escrito, y se encontró con algo aún más sorpresivo que eso. Un mensaje de Petra.

«Hola… No quiero molestar, pero pienso que lo haré de todos modos. Solo quiero decirte que siento mucho lo que sucedió con Hitch hoy. Estuvo fuera de lugar…».

Mikasa liberó un largo bufido, sintiéndose como una madre que regaña a sus hijos, estos le desobedecen y luego vuelven arrepentidos a quejarse sobre algo que ella les había advertido de antemano. Comenzó a teclear cargando los pulgares un poco más de lo usual.

«Lo que haga Hitch me tiene sin cuidado. Ni siquiera me conoce, ni yo a ella. Siento si fui muy brusca hoy», y aunque envió el mensaje, Mikasa se reprendió a sí misma por ser tan blanda de sentimientos.

«Supongo que no había otra forma de decirme la verdad, ¿no? Estabas enojada porque yo también estuve fuera de lugar», escribió Petra.

«A decir verdad, llevas fuera de lugar mucho tiempo. Intenté conectar lazos contigo y no se pudo, Petra. Si querías a Levi de verdad, hubieras hecho algo para acercarte a él. Yo te entregué bastante información sobre él, y no debía. Pero resultó ser otro capricho de los tuyos. Las personas no existen para tus gansadas. Yo no me encariñé con Levi para verlo, de pronto, como un idiota más y reírme junto a ti, ni mucho menos celebrar que encontraste a otro sujeto mucho más guapo. Lo siento, pero no funciona así para mí». Cuando terminó de redactar, se sintió agitada, como si en vez de haberlo escrito, se lo hubiese dicho en medio de una enérgica discusión.

«Entiendo», y eso fue todo lo que ella le respondió.

¿Entiende? ¿Y qué se supone que entiende?, pensó Mikasa, irritada.

Terminó refunfuñando para sí, intentado tragarse esta nueva experiencia en su vida. Estaba acostumbrada a discutir con todas las personas de su círculo social, excepto con Petra, porque siempre pensó que con ella había sido innecesario. No obstante, entendía que, muchas veces, las discusiones son necesarias para que las personas puedan recapacitar y llegar a un tipo de consenso. Mas conociendo la personalidad de la joven, Mikasa dudaba de que alguna vez Petra pudiese actuar con madurez. Era muy adolescente aún, había arrastrado la actitud de secundaria hasta la universidad. Empero, Mikasa había madurado en muchos aspectos gracias a Levi, y las nimiedades que le preocupaban a Petra a Mikasa le parecían banas.

―Ya te lo dije: deja de discutir ―le repitió Levi, acercándose a ella por detrás, posando su mentón en el hombro de la joven, leyendo, de paso, la conversación que estaba teniendo su amiga.

Mikasa acercó su rostro al de Levi y depositó un beso en su sien.

―He sido muy tolerante con Petra ―suspiró ella―, pasando a llevar mis propios límites, en ocasiones. Pero, a veces, se me agota la paciencia.

―¿Conmigo también? ―él quiso saber, fingiendo genuina preocupación.

Y Mikasa sonrió, relajando de forma automática sus músculos. ¿Cómo se llamaba esa magia que Levi solía usar?

―Sobre todo contigo, entonces considero arrojarte al mar ―lo observó atentamente, mientras él se posicionaba frente a ella.

―Te dije que en la carretera estaba mejor ―murmuró, bajando considerablemente los decibeles y las notas del tono de su voz, mirándola con cuidado, como si hacerlo fuese un arte.

―¿Sabes? Hay algo en lo que Petra no se ha equivocado ―Mikasa recibió a Levi cuando este se acercó para abrazarla.

―¿Y eso sería? ―dijo él, mientras deslizaba sus manos por la espalda de ella.

―Que eres el hombre más bello del mundo ―alcanzó a musitar antes de tenerlo contra su boca, exigiéndole atención. Y en ese momento se preguntó si algún día Levi la dejaría respirar. Solía pensar que solo ella ansiaba besarlo más a que nada, y ahí estaba él entonces, demostrándole lo contrario, mientras la impulsaba a retroceder hasta hacerla chocar con el escritorio.

―Ya no soy un adefesio ―jugó con ella, recordándole el sobrenombre que solía usar con él.

―Casi lo olvidaba: el adefesio más bello del mundo ―y la o de mundo sonó apagada tras otro beso de Levi.

Debía ser un momento grato, sin embargo, de un momento a otro, Mikasa comenzó a sentir que Levi la empujaba cada vez más, besándola con ansiedad, aferrándose a ella como si temiese perder su equilibrio. Ella abrió los ojos en medio del beso solo para comprobar que todo estuviese bien, mas solo se encontró con el ceño fruncido de Levi, de aquella dolorosa manera que era única de sus crisis. Quiso protestar, quiso zafarse para ayudarle, cerciorarse de que todo estuviese bien, pero él no quiso soltarla. Siguió reteniéndola contra el escritorio, mientras que, por sus ojos cerrados, se escurrían gruesas lágrimas.

Mikasa no podía, ni quería seguir así. Quiso detenerlo.

Pero no fue necesario, porque Levi se desplomó hacia un costado, como si fuese un objeto inerte. Sin embargo, los reflejos de Mikasa fueron suficientes para alcanzarlo.

―Oye, tu giroscopio ―bromeó, intentando amenizar el momento―. ¿Qué sucedió? ―inquirió luego, al ver a Levi con la expresión contrariada.

―De pronto comencé a sentirme muy mal ―espetó, jadeante.

―¿Quieres ir a la clínica? ―se preocupó Mikasa.

―No es necesario ―dijo él, refregándose la frente―. Me tomaré las medicinas antes de irme a dormir.

―¿Y por qué no ahora? ―cuestionó ella, sin entender la lógica―. Últimamente, las crisis han ido de mal en peor, Levi.

―No me retes ―rezongó, respirando con calma al notar que el malestar no parecía cesar.

―No te estoy retando ―Mikasa suavizó su voz―. Pero considero que deberías tomarte la medicina ahora, te vas a dormir temprano y le das tiempo a tu organismo de reponerse, ¿no? Estar así, aguantando el dolor en bruto, no me parece adecuado.

―Sí ―susurró Levi, concentrándose para pasar el síntoma―. Tienes razón.

―Me iré a casa, para que puedas descansar ―Mikasa cogió su bolso, preparándose para partir―. ¿Estás seguro que no quieres ir a la clínica? Sabes que no es problema para mí acompañarte. Mira cómo estás…

―Mikasa ―protestó Levi, frunciendo el ceño―, shht…

Ella escondió el rostro bajo la bufanda que llevaba, avergonzada tras darte cuenta que estaba irritando a Levi con tanta palabrería. Pero estaba preocupada. Si bien era cierto que Levi tenía sus crisis controladas, luego del fallecimiento de su madre, estas parecieron volverse agresivas y despiadadas, acompañándose de desmayos e, incluso, pérdida total de energías, haciendo que Levi no fuese capaz de sostenerse en pie.

Al cabo de unos minutos, Levi recuperó su estabilidad. Acompañó a Mikasa hasta la puerta para despedirla, y antes de que ella partiera, él le dijo:

―Gracias por todo.

Mikasa lo observó, acongojada, intentando contener la ansiedad que le provocaba dejarle solo. Hubiese querido quedarse con él esa noche, pero sabía que Levi debía descansar. Y aunque cuando estaba con ella, en efecto, descansaba, había veces que no. Ella sabía respetar su espacio, y por ende, no insistió en cuidar de él.

Pero, solo para estar segura, preguntó por última vez:

―¿Ya estás mejor? ―tomó el rostro de Levi entre sus manos y acarició sus mejillas con los pulgares.

Él asintió con suavidad.

―Lo estoy. Puedes irte tranquila, no va a pasarme nada ―le dijo, como si la increpase por ser tan maternal con él.

―Deberías venir a casa. Te hará bien ―invitó―. No has ido últimamente, y mi madre comienza a extrañarte.

―Iré ―sonrió él.

Sin embargo, para todo comienzo debe haber un final. Y, probablemente, aquel día sería el último día normal de sus vidas. Porque aunque Levi Ackerman prometió estar bien, durante los días siguientes comenzó a decaer lenta y progresivamente.

Los síntomas parecían inofensivos: mareos breves, agotamiento, ligereza al andar y una presión constante en la cabeza que, a veces, se acompañaba de ahogos. Eran intermitentes, pero constantes. Suaves, pero estaban allí todo el tiempo, haciendo que Levi comenzara a apagarse, volviéndose lento, como la luz de una vela que pierde fuerzas para titilar.


Durante aquella semana, Levi había experimentado diversos malestares, pero el colmo ocurrió el día en que se confundió de camino al centro comercial. Sufría de lagunas mentales, no conseguía pensar con claridad, pero quedarse parado en medio de la calle, sin reconocer ningún punto en específico, no parecía ser un síntoma menor como sus usuales mareos. La pérdida de consciencia se prolongó, por lo menos, durante cinco minutos, hasta que Levi recordó qué era lo que estaba haciendo. Fueron cinco minutos de pánico en los que no supo qué hacer, ni siquiera quiso animarse a preguntarle a alguien dónde estaba, por temor a que le hicieran preguntas que no sabría cómo responder. Además, exponerse así de vulnerable en el centro de la ciudad no era buena idea ―al menos su cordura le alcanzó para pensar en ello―.

Cuando se lo contó a Mikasa, ella pegó el grito en el cielo. Le exigió pedir una hora con su médico de siempre para que comenzara a tratarle de nuevo. También le dijo que no volvería a salir solo y que si necesitaba ayuda que la llamase a ella. Lo cierto era que Levi tampoco había razonado sobre ello. Y sintió temor de perder la memoria algún día, porque podría soportar muchas cosas, pero no la idea de olvidarse de Mikasa.

Lo bueno fue que no pasó a mayores. Lo malo fue que el médico constató que el tumor que tenía Levi estaba comenzando a «cambiar de comportamiento». Y a Mikasa le escoció oír la forma tan humana en que el doctor se dirigía a la masa maligna. No obstante, no fue capaz de entender lo que él explicaba. Mas una cosa sí era segura: Levi seguiría en observación por mucho tiempo más.

Pero Mikasa tenía fe. Tenía esperanzas y la firme creencia de que todo iba a salir bien. Estaba tan acostumbrada a la fortaleza de Levi, a sus energías, a su motivación por vivir a pesar de todos los sinsabores, que se aferraba a esta visión de él para subsanar sus temores. Intentaba, día a día, trasmitirle esta actitud positiva, creyendo, de manera ingenua, que si ella emitía esta luz esperanzadora, Levi la recibiría también y se contagiaría de ella.

Aun cuando Mikasa sabía que él carecía de energías a esas alturas. Aun cuando ella misma se había dado cuenta de que, por ejemplo, tras una extensa caminata, Levi bajaba los niveles de velocidad para terminar apoyándose en una pared. Y a pesar de que ella le preguntaba si algo andaba mal, él respondía con una negativa y se obligaba a seguir su ritmo nuevamente. Mikasa no era estúpida, era ingenua mas no estúpida, y por eso él nunca podía engañarla. En aquellos momentos, ella lo tomaba del brazo para acompañarlo a sentarse en algún banco cercano y así poder descansar. Cuando así sucedía, lo admiraba con mirada comprensiva, mientras él reponía sus energías, y se maravillaba cuando él se ponía de pie con altanera vitalidad para que, entonces, pudiesen seguir con su paseo.

Fue una buena forma de armarse toda una ilusión. Fue una buena forma de engañarse, creyendo que las cosas son eternas. Sin embargo, un día, el más absurdo, el menos significativo, el destino le recordó a Mikasa que la vida era un suspiro que no puede atraparse en la mano.

Llevaba dos días sin ver a Levi, porque su tío Kenny le había visitado y estaba ocupado con él en casa. Se habían comunicado por medio de mensajes, pero nada muy extenso. El año académico estaba por cerrarse ya, y tenían que arreglar algunos asuntos de una presentación que restaba por evaluar.

El día anterior, Mikasa le había enviado un comunicado a Levi, haciéndole acordar. Pero el mensaje marcó un solo tic: enviado, mas no recibido ni leído. Había pasado un día completo.

Mikasa hizo una mueca de extrañeza.

―Mamá, ¿necesitas ayuda? ―ofreció la joven, mientras se aventuraba a la cocina.

―Lleva las tazas a la mesa, querida. Casi tengo listo el desayuno ―respondió, Akane, mientras terminaba de servir los huevos revueltos con un mezquino.

Mikasa llevó las tazas a la mesa del comedor, ordenándolas con cariño y dedicación. Parecía ser un día cualquiera, hasta que, sin previo aviso, su teléfono comenzó a vibrar. Lo había dejado en la superficie de un mueble cerca de allí, pero al estar ocupada, prefirió ignorar el insistente ruidito.

Y persistió. La vibración hizo que su teléfono terminase rotando por la superficie.

Confundida, le dio un repaso poco amigable al objeto desde su posición. Era muy temprano por la mañana como para que alguien osara a molestar.

―¿Quién estará llamando? ―se preguntó, y avanzó con rapidez tras pensar que podía tratarse de Levi Ackerman.

Pero la pantalla mostraba un número desconocido. Una señal de alerta recorrió su espalda como hielo. Dudó los primeros segundos, pero luego su curiosidad decidió que no podía seguir esperando.

―¿Diga? ―preguntó con temor.

―Mikasa ―logró reconocer la voz; era de Kenny. Se oía ronca, brusca, entrecortada―. Soy Kenny.

―Sí ―musitó ella, casi perdiendo el aliento―. ¿Qué pasó?

Oyó el largo suspiro del hombre a través del auricular y el pasar de algunos segundos en silencio.

―Verás… ―estaba costándole hablar, haciendo que Mikasa se colocase cada vez más nerviosa―. ¿Tienes un asiento cerca?

―Dígame, ¿qué pasó? ―exigió, alzando la voz.

Y tras un segundo de vacilación, el hombre habló:

―Levi sufrió un accidente cerebro vascular. Se encuentra ahora en la unidad de cuidados intensivos…


Cuando Mikasa era pequeña, solía jugar en los jardines de su escuela. Corría de un lado a otro, esplendente de felicidad, puesto que ella era la niña más feliz del mundo. Tenía a sus padres consigo, tenía juguetes, tenía amigos y un perro llamado Snoopy. Todos la reconocían por su inigualable sonrisa encantadora. Por eso, nunca llegó a entender por qué un día, unos niños mayores que ella le hicieron burlas y la discriminaron por su aspecto asiático. Uno de ellos, la empujó hasta hacerla caer a un charco de lodo. No fue ensuciarse lo que más le molestó, sino el empujón que el mocoso le había propinado con ambas manos en el estómago. Le pegó tan fuerte en el abdomen, que le provocó arcadas… y ese dolor solo podía equipararse al que sentía en ese momento.

Así se había sentido la noticia: como un puñetazo en la tripa.

Fueron cinco días de agonía. Cinco días a la espera de una respuesta. Cinco días en los que Mikasa entró y salió de la clínica sin novedades.

El primer día fue caótico. Tras enterarse de la noticia, Mikasa quedó paralizada en medio del comedor, al menos hasta que su madre llegó para hacerla espabilar. Cuando le contó lo sucedido, por poco creyó que Akane se desmayaría. Luego se enteró su padre, cuyo rostro le indicó cuán desesperanzador le parecía todo el panorama. Su madre había intentado darle ánimos, pero Rade parecía devastado, como si en vez de haberle contado que Levi sufrió un accidente cerebrovascular, le hubiese dicho, derechamente, que había fallecido. Así de concreta había sido la reacción de su padre. No había podido ayudar. Empero, Mikasa entendía, entendía cómo debía oírse la noticia. Mas se negaba a aceptarlo.

El segundo día fue de acción. El día anterior, aunque Mikasa había salido corriendo en dirección a la clínica, no le habían permitido la entrada, porque el paciente se encontraba aislado con cuidados extremos. Ni siquiera Kenny había podido visitarle. Sin embargo, al segundo día, Mikasa consiguió encontrarse con él por los pasillos del edificio. El hombre se veía abatido, exhausto. Ensanchó la mirada cuando se encontró de frente con la joven; parecía aliviado tras ver un rostro conocido ―la misma jovencita que había ayudado a su sobrino durante el funeral de Kuchel―.

―Está conectado a un respirador artificial ―le comentó Kenny―. No ha habido mejoras, no ha habido noticias. Sigue igual: ritmo cardíaco deplorable, sin energías para respirar (por eso el respirador), y sin esperanzas de tener novedades pronto.

―¿Cómo fue que ocurrió? ―jadeó Mikasa, desesperada, mirando en dirección al pasillo que llevaba a la unidad de cuidados intensivos, ansiosa al saber que Levi se encontraba allí.

―Comenzó a sentirse mal, cada vez más mal. Se tomó su medicina, pero no hizo efecto ―la mirada de Kenny estaba perdida; su mente, inmersa en los recuerdos―. Estaba por traérmelo a la clínica cuando se desplomó…

Las palabras de Kenny se oían livianas, como si fuesen las últimas gotas de lluvia tras una tormenta. Se sentían, incluso, apacibles. Mas Mikasa sintió que iba a volverse loca con su relato.

El tercer día fue de visitas, si así podía decírsele a la idea de contemplar a Levi desde un ventanal. Aquel día, Mikasa entró a la clínica a paso lento, percibiendo el olor característico del lugar ―sanitización, alcohol, medicinas―, y se dirigió hacia la encargada para registrarse. Sintió un ligero mareo al repasar los pasillos blanquecinos una y otra vez. La iluminación fría entregaba una imagen espectral, frívola, que no se antojaba de querer repetir. Ojalá Levi pudiese despertar, y que así todo ese evento quedase como un mal recuerdo.

Mikasa se aventuró por los pasillos. Sabía perfectamente donde debía llegar, mas se concentró en las diversas salas que albergaban distintos tipos de historias: una pequeña niña calva, cáncer, aparentemente; un abuelo durmiendo, mientras el televisor seguía encendido; una persona que había sufrido un accidente, y eso Mikasa lo supo porque el tipo estaba más envuelto que una momia; una madre que acababa de dar a luz; una muchacha que acababa de operarse y que hacía muecas al ver la comida que le habían llevado; una habitación en la que una mujer lloraba desconsoladamente. Y Mikasa decidió ignorar esta última con tal de conservar su, a esas alturas, poca sanidad mental.

No obstante, era curioso conocer otras verdades y, así, darse por enterada de que no era la única. Una sola clínica para cientos de historias que se dividían entre la felicidad de quienes se llevan de vuelta a sus seres queridos a casa, y la tristeza de quienes saben que tendrán que esperar un poco más. O la completa desolación para los familiares de los que llegaron para no salir de ahí con vida.

Cuando Mikasa llegó a la unidad de cuidado intensivos, dudó unos segundos antes de alzar la mirada. Imaginó que, en vez de aquel cuerpo inerte, Levi estaba sentado conversando con el médico de turno. Pero la esperanza se rompió al verlo ahí, recostado, tan inmóvil. Ni siquiera su pecho se movía al respirar, y la maquinita que medía los latidos de su corazón ―Mikasa desconocía su nombre y no le interesaba saberlo tampoco― arrojaba pequeños picos penosos, latidos pobres, latidos sin ganas de vivir.

Y la sola idea la desesperaba tanto, que la descartaba de inmediato, como si bajo ningún punto fuese una posibilidad.

Fueron los días más difíciles de su vida, sobre todo porque no hubo nadie ahí para ella, y sus padres no contaban, porque era lógico que la apoyasen y la consintiesen en todo. Y aunque lo hacían, no se reservaban la pena que sentían. Y combatir la tristeza con más tristeza no era una opción de momento.

Ni siquiera Petra había intentado hacer su acto de presencia. Habían discutido hacía un tiempo, sí. Pero Mikasa nunca hizo mención a alejarla para siempre de su vida. Supo que las cosas no volverían a ser como antes, pero eso no significaba que la odiase. Y aunque Petra tenía esta oportunidad para reivindicarse con Mikasa, la desechó. Sobre todo cuando osó a visitarla durante el cuarto día, que fue de altercado.

Petra se había terminado enterando de que Mikasa tenía algún tipo de relación con Levi, mas no se molestó. Para ese entonces, ella ya estaba con otra persona, aquel sujeto que, supuestamente, sí era de su tipo. Nunca le reprochó nada a Mikasa, ni siquiera cuestionó la situación. Según ella, seguía teniendo enorme cariño hacia Mikasa. Y, sin embargo, ahora que ella la necesitaba enormemente, Petra no estaba ahí, porque, según sus propias palabras, no sabría qué decirle, se sentía inútil. Y de todos modos, cuando lo intentó, solo logró hacer que Mikasa se enfadara.

―Los accidentes de ese tipo son complejos, Mikasa ―le explicó―. Levi no volverá a ser el mismo, si logra salvarse. Puede tener severos daños cerebrales…

―¡Hay gente que ha podido! ―insistía Mikasa, una y otra vez.

La había visitado en su casa. Se encontraba sentada en el sillón de la sala de estar, mientras Mikasa daba vueltas de un lado a otro como gato nervioso.

―¿Vas a aferrarte a los casos milagrosos que aparecen en televisión? Mi padre es médico, Mikasa, lo sabes. Sé lo que estoy diciendo ―insistió Petra, obcecándose en hacerla entender.

―Sí, puede que lo sepas. Solo que no has mesurado el contexto, Petra Ral ―espetó Mikasa, con rencor, con ira. Porque nadie podía entenderla, muchos menos ella.

―Me imagino que debe ser doloroso ―Petra quiso ser empática.

―Oh, no. No lo imaginas ―masculló, furiosa.

Petra se tragó sus palabras. Tensó la mandíbula, ofuscada por la reacción de Mikasa. Habían sido tan amigas y ahora esto era todo lo que les quedaba. Petra se preguntó, de pronto, si habría existido una manera de evitar que la amistad se hubiese marchitado. Pero, de seguro, las cosas debían ser de ese modo.

De otra manera, no estarían ahí. Petra se sorprendió al pensar que el destino funcionase así, tan radical, sin considerar los deseos de las personas. Si las cosas debían ser de una manera, seguían su curso sin interrupciones, contra toda queja. Y aunque se intentase intervenir, el flujo de la vida encontraba el camino para derivar en un mismo final.

«Así debía ser desde el principio», pensó Petra. Que Levi y Mikasa se gustasen, que quisieran estar juntos todo el tiempo, y que ella fuera expulsada de la vida de Mikasa, si es que ella misma no se había marchado.

Ella había sido el primer paso. Ella y su absurda idea púber habían sido el comienzo de todo.

―Yo te enseñé quién era Levi ―de pronto, Petra comenzó a llorar―. Lo siento tanto... ―estas últimas palabras no fueron más que un chillido lastimero.

―No, de eso no te arrepientas jamás ―y Mikasa comenzó a llorar también, porque el peso de la vida en aquel momento se hizo mucho, demasiado para su pequeña existencia. Entendió que Petra, finalmente, sí lo había entendido también… y eso había sido tan doloroso―. ¡Nunca, nunca te arrepientas de eso! ―gimoteó, sin poder sobre su voz.

Entonces, Petra se levantó de su asiento para abrazar a Mikasa. La rodeó, escondiendo su rostro en su pecho, porque Mikasa era más alta que ella. Lloró con fuerzas, porque sabía que había perdido a una gran amiga. Mas esta última no pudo corresponder en su totalidad. Porque sí, esta había sido idea de Petra en primer lugar, que ella conociera a Levi para luego ayudarla a acercase a él, y sin embargo, siendo su amiga, nunca se hizo presente. Nunca cumplió su parte del trato. Nunca estuvo ahí, realmente…

Al quinto día, los médicos a cargo de Levi volvieron a denegar el acceso a visitas.

Los rumores de pasillo decían que Levi había movido un dedo, otros decían que había removido las pestañas, como si quisiera despertar. Tanta farándula tentativa alrededor de su amigo hacían que Mikasa sintiera náuseas. ¿Les parecía gracioso jugar con algo así? Inventarse estupideces para alimentar las pocas esperanzas de quienes sufrían.

Solo por mantenerse cuerda ―y porque sabía que no podía hacer nada más―, Mikasa permaneció aquel quinto día en su hogar. Encontró en las carpetas de su computadora, aquellas fotografías que había tomado junto a Levi. Encontró, además, aquella que él les tomó en una posición bastante íntima. Sonrió con melancolía al recrear el recuerdo y luego la angustia volvió a formar nudos en su pecho. ¿Cuánto tiempo más debería esperar para tomarle una fotografía nuevamente?

Siguió repasando las imágenes, acordando, tras pasar cada una de ellas, lo bonito que era Levi. Y el solo hecho de pensar en que él se había fijado en ella, la sonrojaba terriblemente. ¡Cuánto lo extrañaba! Cuánto deseaba que saliese pronto de esta nueva prueba.

Estaba inmersa en sus pensamientos, cuando su madre entró a su habitación para hacerle compañía.

―Hola, hermosa ―sonrió su madre, acercándose a ella y le besó la frente.

―Hola, Hermosa Primera ―sonrió Mikasa de vuelta.

―Viendo fotografías, ¿eh? ―dijo Akane, cogiendo un pequeño banquito para sentarse al lado de su hija.

―Sí, lo necesitaba ―musitó con tristeza―. Toda esta tragedia me aterra. A veces pienso que todo fue un sueño, que Levi no fue real. Entonces, ver estas fotografías me hace aterrizar y darme cuenta de que él aún existe, sí es real.

―Oh, cariño ―se compadeció, Akane, rodeando a Mikasa para abrazarla, sin dejar de mirar la pantalla del computador―. Tienes que ser fuerte, ¿está bien? No importa qué pronóstico nos den, tú te mantendrás en pie, ¿de acuerdo?

Mikasa asintió vagamente.

―Mamá ―murmuró, tímida ante la pregunta que buscaba hacer―, ¿tú crees que Levi salga de esta?

La pregunta era cruda. Mikasa lo sabía, Akane lo sabía. Mas lo cierto era que ninguna de las dos sabía la respuesta. Ni Mikasa sabía qué quería oír, ni Akane sabía qué decir. Su instinto materno, su experiencia de vida, e incluso su lógica le clamaban a gritos una enorme respuesta negativa. Pero se sentía incapaz de decirle algo así a su hija. Intentó ser sincera, sin ser brusca:

―No lo sé, cariño. Pero de algo estoy segura, y es que debemos estar preparados para cualquier eventualidad ―acarició el cabello de Mikasa, quien tenía la mirada perdida sobre algún punto del escritorio.

―Si Levi estuviera aquí, ¿qué le dirías? ―quiso saber.

―Oh ―expresó Akane, como queriendo decir que tenía tanto para hablarle―, le diría que lo adoro con todo mi corazón. Que es el más lindo y que es mío ―Mikasa rio, enternecida―. Que quiero que ría hasta las cinco de la madrugada si quiere, que le doy permiso. Que le prepararé el postre que tanto le gusta y que tú le prepararás todos los té que quiera.

Una lágrima fría recorrió la mejilla de Mikasa, mas fue barrida sin contemplación. La joven se dejó abrazar por su madre, sumergiéndose en la calidez de su cuerpo, tal y como cuando era niña. Tal y como sucedió aquel día en que la aventaron al lodo. Llegó a casa con el uniforme de la escuela sucio y estropeado, y con un tremendo dolor de barriga.

Su madre, al verla, no pudo evitar echar humos, dispuesta a cargarse el colegio completo si hacía falta. Pero la detuvo la urgencia, en cuanto escuchó a su pequeña sollozar. La encerró en sus brazos, en un gesto protector y cálido, que tranquilizó a la niña en cosa de segundos.

Y también ahora. Ahora que la misma presión le estrujaba las entrañas, Akane estaba ahí para sosegar sus inquietudes. Para amortiguar la más dolorosa verdad durante el sexto día.


Al sexto día, durante la mañana, tras sufrir un paro cardíaco y tras inútiles intentos de reanimación, Levi Ackerman falleció. Y se llevó consigo, la vida completa de Mikasa Ackerman.


Mikasa tuvo un sueño aquella noche que despedía el quinto día, dando paso al sexto. Soñó con Levi. No había a su alrededor nada que pudiese recordar, porque su completa atención estaba centrada en la persona frente a sí. Lo vio tan real y tan único como siempre. Él la miraba con tanta ternura, calándola con un sentimiento que nunca había sentido antes, como si fuese algo similar a una despedida, como si todo lo que alguna vez estuvo pendiente se hubiese saldado en ese preciso momento, liberando cualquier carga que hubiese existido. Y él sonreía para ella, solo para ella, porque ella lo merecía. Era el obsequio ganado a punta de humildad y buen corazón. Era el privilegio ganado por ser, simplemente, ella misma… Los brazos de Levi se extendieron hacia ella para abrazarla, pero llegar a él era imposible, asemejaba a un espejismo, a la idea difusa de un ser etéreo en otro plano. Ante los ojos de Mikasa, la luz se hizo demasiado fuerte de tolerar. Entonces, se dio cuenta de que estaba despierta. Abrió los ojos con pesadez, intentando cubrirse con la colcha para escapar de la realidad…

Sobre todo cuando oyó la voz entrecortada y endeble de Akane:

―¿Qué? ―un chillido―. Dios… sí, le estoy escuchando… pero, ¿cuándo? ―sus suspiros agitados eran audibles, incluso desde la habitación de su hija―. ¿Hoy en la mañana?... Sí, sí. No… está durmiendo… yo se lo digo, no se preocupe ―y los jadeos, y su nariz aspirando. Akane estaba llorando―. Kenny, yo… lo lamento tanto… No, la verdad es que no… no sé cómo decírselo a mi hija…

Pero no era necesario. Mikasa ya lo sabía, porque Levi había ido a despedirse de ella.

Mikasa sintió los pasos ligeros de su madre irrumpir en su habitación. Los oyó a sus espaldas, mas seguía resguardándose en el búnker de acero que, de pronto, representó su cama. Por alguna razón que no llegaba a comprender, sentía que aquello no estaba ocurriendo realmente. Sentía que su madre le diría que, tal vez, una vecina había fallecido, prima de un tal Kenny que ella conocía de hacía tiempo. Como si nada de todo eso la identificara, como si nunca su mejor amigo hubiese estado agonizando en un clínica.

Se sentía sedada, incapacitada de efectuar una reacción certera. Quizás porque no era para nada idóneo enterarse de algo así cuando se tiene tanto sueño. ¿O eran ella y su dolor los que no querían despertar?

―Mikasa ―la voz de Akane aún temblaba. Mikasa aún se aferraba al uno porciento de esperanza que prometía que todo aquello era una vil mentira. Se percató de que ese era el motivo por el que no reaccionaba… entonces, si Akane lo confirmaba, si llegaba a ser cierto, ¿qué haría? ―. Kenny llamó esta mañana. Consiguió nuestro número de contacto del celular de Levi ―y el nombre tambaleó en sus labios―. ¿Recuerdas que te pedí que debías ser fuerte?

Mikasa volteó, enseñándole a Akane su rostro adormilado y, aun así, expectante.

―Sí ―musitó. Tenía la garganta reseca por su reciente despertar.

―Mi amor… Levi falleció esta mañana ―soltó sin más. Porque las verdades crudas deben ser dichas sin rodeos. Los pretextos empeoran la situación. Akane lo sabía bien.

Vio a Mikasa tragar saliva. La joven permaneció en su lugar, sin expresión, sin llorar, sin siquiera pestañear. Al cabo de unos segundos en incómodo silencio, se removió para sentarse en la cama, mientras miraba aleatoriamente hacia todos los rincones de su habitación, como si buscase algo.

Akane sentía tantas ganas de abrazarla, de protegerla, sin embargo, Mikasa no dio el espacio para que ocurriese. No parecía ser la reacción que su madre esperase, pero era todo lo que tenía para entregar. Realmente, su cerebro corría a toda velocidad, esforzándose por comprender «todo lo que significaba» el que Levi ya no estuviese más en su vida.

―Voy a levantarme ahora ―dijo Mikasa, de pronto, provocando confusión en su madre―. Espérame abajo. Iré a desayunar en unos minutos.

―¿Segura? ―inquirió Akane, y una lágrima escurrió por su mejilla―. ¿Estás bien?

Pero Mikasa no le respondió. Se puso de pie, para encaminarse hacia su armario, y aquella evasiva le dejó en claro a Akane que debía retirarse. Dudosa, pero consciente de lo que se venía, la mujer salió del cuarto, temerosa de cerrar la puerta, renuente a dejarla sola en un momento así. No obstante, tenía claras las intenciones de su hija, por eso no intervino cuando, tras cerrar la puerta, comenzó a oír los destrozos al interior de la habitación. Entrar de nuevo y detenerla era negarle el derecho a su luto, así que la dejó allí, y bajó al primer piso, mientras se cubría los oídos con ambas manos y sollozaba amargamente.

Mikasa golpeó una pared hasta romperla. Enceguecida, no notó el momento en que sus manos comenzaron a tornarse moradas y a doler. En aquel momento, la joven podría aseverar, con total seguridad, que no sentía tristeza, sino una rabia tremenda, con la vida y con el mundo entero. Volteó las cosas, dejando todo de cabeza, y rompió cuanto pudo a su paso. Odió a la vida, al destino, a Dios ―si existía―, a todo lo que generase sombra con tal de ahogar el dolor que sentía en su alma, aquel lacerar que empezaba a sufrir en vida, cuando resonaba en su mente que Levi había dejado de existir.

Pero era difícil de tragar. Por más que sus reacciones delatasen cuán enterada estaba, su consciencia parecía dormida. No percibía las situaciones de manera usual, más bien sentía que todo aquello era una pesadilla de la que no podía despertar, y aquella pataleta histérica no eran más que los sacudones fallidos para hacerse despertar.

Cuando logró controlar su ira, bajó los escalones de su hogar con torpeza, como si estuviese agotada. Desde su posición, en los pies de la escalera, atisbó a su madre, quien lloraba desconsoladamente en la cocina, y a su padre tomándose la cabeza con ambas manos, mientras estaba sentado en la mesa del comedor, intentando acabarse el desayuno, aunque probablemente a esas alturas fuese imposible. El estómago se le había encogido. Mikasa no tuvo energías suficientes para decirles algo, no tenía ni siquiera fortaleza para sí misma, por lo que no pudo empatizar con su sufrimiento.

Es más, había una sola cosa que buscaba con afán, y aquello era ver, con sus propios ojos, la innegable verdad. Necesitaba, imperantemente, salir al mundo, respirar el aire, sentir el sol en el rostro, sentir sus pies en el concreto de la calle, para sentir que era real, que no era una pesadilla, que realmente estaba pasándole a ella: su mejor amigo había fallecido.

Tomó su mochila y partió camino a la clínica sin saber qué esperaba encontrar, ni qué diría al respecto. Avanzaba exasperada, sin poder caer en la cuenta de que el día se sentía diferente, todo era distinto, como si el evento hubiese sido el agente de cambio de la completa historia de su vida. O, tal vez, simplemente era la sensación de que todo estaba irremediablemente mal, como si un cristal se hubiese roto en mil millones de pequeñas piececitas imposibles de volver a pegar.

Al llegar, divisó a Kenny Ackerman en la sala de espera. El hombre estaba sentado en un mullido sillón, y estaba solo por la única razón de que el resto de los asientos estaban ocupados por numerosos cúmulos de documentos. Agobiado, los movía de un lado a otro como si intentara decidir cual de todos ellos era el más importante, o cual de todos ellos era el único que servía. A simple vista, su aspecto era deprimente, alicaído y fantasmal. Las bolsas bajo sus ojos acusaban cuanta preocupación le había impedido dormir de forma adecuada, y no solo eso… seguramente, el hombre había llorado también, porque aunque fuese frívolo, como el mismo Levi solía describirle, quería a su sobrino como a un hijo, y por ello no le había abandonado tras la muerte de Kuchel, ni mucho menos ahora, hasta el último minuto.

Mikasa se detuvo unos segundos en la entrada de la clínica, solo para contemplar a Kenny. Inútilmente, intentaba postergar la respuesta definitiva. No tenía más sentido ya… Decidió avanzar hasta el pobre hombre atareado que comenzaba a ordenar su papeleo en una carpeta, y Mikasa se preguntó si Kenny se habría preguntado lo mismo que ella: ¿De qué servía todo esa parafernalia ahora?

La presencia de Mikasa distrajo a Kenny de inmediato. El hombre alzó la mirada hacia la joven y en cuanto la vio, desplegó en sus labios una cálida y sincera sonrisa, aunque adolorida, de igual modo. Dios, si todo aquello era verdad, sería infinitamente doloroso.

Kenny se puso de pie, removiendo su bolso y sus carpetas para darle espacio a Mikasa. Luego, volvió a centrar su atención en ella, quién lo observaba con grandes ojos curiosos, ansiosos por respuestas.

—¿Qué pasó? —exigió saber, con la voz hecha un hilo, y con un tono de incertidumbre que a Kenny se le antojó como un intento de Mikasa por creer que aún podía hacerse algo al respecto.

Mas fue comprensivo con ella. Sabía cuánto la joven adoraba a su sobrino, así que decidió moverse lento, ser cauteloso, hablarle con tino y cuidado.

—Levi sufrió un paro cardíaco esta mañana —o bueno, lo más cuidadoso que él podía ser—. Intentaron reanimarlo, pero fue imposible. Infartó y eso fue todo.

—P… —las palabras se arremolinaron en los labios de Mikasa. Pero no tenía fuerzas para soltarlas sin ton ni son—. Pero, ¿por qué? —gimió, desconsolada, y la pregunta le provocó a Kenny un tremendo dolor, porque era ingenua —como un niño que pregunta por qué el cielo es azul— tan inocente, así como su dueña, quien ahora, de pie frente a él, comenzaba a sentir el verdadero peso de la verdad, comenzaba a ver los colores del panorama, y comenzaba a darse cuenta de que no, no era una pesadilla.

—Palomita —susurró, Kenny, porque era costumbre para él llamar así a las jovencitas.

Se acercó a Mikasa en el preciso momento en que la oyó soltar un alarido, aquel que fue el inicio del primer llanto, porque Mikasa no había llorado hasta entonces. La sostuvo entre sus brazos, abrazándola con fuerza, porque de todos modos ella estaba estrangulándolo a esas alturas. La joven lloró en voz alta, hipeando descontroladamente, sintiendo como el apretón que se hallaba anudado en su pecho, se deslizaba hacia el resto de su cuerpo, hacia su estómago, hacia su cabeza para hacerla doler, hacia sus extremidades para hacerla perder fuerza.

Kenny no escatimó en tiempo para quedarse allí con ella, conteniéndola. Había mucho por hacer, tenía que dirigirse a la funeraria para encargar el féretro y alistarlo para ese mismo día. No obstante, mientras los médicos estuviesen realizando las ultimas diligencias con el cuerpo de su sobrino, podía permitirse unos minutos de reposo. Sobre todo porque él también lo merecía; primero Kuchel, su hermana, ahora Levi… no había persona que aguantase. Pero Kenny era fuerte, al menos más que Mikasa, y por eso no se cansaba de sostenerla, mientras ella se aferraba a él porque sus piernas se sentían endebles.

—Él ya está descansando —murmuró Kenny, intentando sentar a Mikasa en el sillón.

Y ella no sabía cómo explicarle que ella no quería que descansara. Lo quería vivo, con energías, con esa vitalidad tan suya, lo quería con ella.

Pero se había acabado. Todo aquello se había acabado en ese preciso momento. Nunca imaginó que su historia junto a Levi fuese a tener un punto final. Y desesperada intentaba buscar la manera de borrarlo, de continuar escribiendo aunque no hubiese más argumentos.


Mikasa no había vuelto a llorar. Aquel momento en la clínica, junto a Kenny, había sido la única instancia. El resto de toda la ceremonia fúnebre, la muchacha se mostró catatónica, siendo sus pestañeos su máxima expresión. Al menos, de ese modo, se sabía que seguía despierta y que estaba respirando, porque su temple de estatua la hacía ver sin vida.

No estaba seria. No estaba enojada. No estaba triste. Mikasa, simplemente, no estaba, como si hubiese dejado de existir en el momento en que oyó a su madre hablar por teléfono durante la mañana más catastrófica de su vida. Sus ojos habían perdido luz y no miraban hacia ningún lugar. Parecía como si la joven se hubiese sumergido en sus recuerdos para siempre, de seguro, porque allí todo era más aceptable que en la realidad.

Parecía que aquella reacción era el sistema de defensa de su organismo contra el dolor. Adormecerse para evitar sentir la dura punzada.

El mismo aletargamiento le impedía pensar con claridad. Por tales motivos, no pudo notar, excepto cuando ya se encontraba allí, el momento en que habían llegado a la iglesia. Sus padres la escoltaban mientras avanzaban entre la multitud, y a Mikasa le pareció que todo lo que vivió antes de estar ahí, se había perdido en el espacio-tiempo. No recordaba con exactitud qué había hecho luego de salir de la clínica, ni cómo había sido estar en el velorio. Solo tenía en mente los rostros de todas las personas que había visto, y se preguntaba dónde habían estado todos ellos cuando Kuchel y Levi les habían necesitado.

Mikasa sabía que todos ellos eran familiares. Sus cabellos negros y pieles pálidas, ojos de color, y narices respingadas los acusaban. Excepto un grupo de jóvenes, antiguos amigos de escuela de Levi, quienes se negaban a avanzar hacia el ataúd dispuesto frente al altar donde se esperaba al sacerdote, para que comenzara la misa. Mikasa pudo reconocer a cuatro jóvenes y una muchacha. Por el ruido que emitían, Mikasa supo sus nombres: Auruo, Erd, Gunther, Farlan e Isabel.

Mikasa no había tenido necesidad de manifestar sus emociones, porque aunque silente por fuera, por dentro las flamas ardían. Mas sintió cómo la estremeció la imagen de Isabel, corriendo por el pasillo para llegar hasta el ataúd, y a Farlan siguiéndola para tomarla en brazos y sacarla de ahí. «¡No, no! Déjame», chillaba histérica, intentando zafarse del agarre de su amigo y de sus insistentes palabras: «Isabel, recuérdalo como era cuando estaba bien. Va a hacerte mal, por favor, escucha», le suplicaba el joven, llorando tan amargamente como Isabel. «¡No!, por favor, Farlan… ¡Levi!», fue lo último que oyó Mikasa, a medida que Farlan cargaba nupcialmente a Isabel para sacarla de ahí, y las miradas comprensivas reseguían su trayectoria. Incluso, algunas personas intentaron ayudar, siguiendo los pasos de Farlan y acercándole pañuelos y botellas con agua. Una mujer, que Mikasa desconocía, se acercó a Isabel para consolarla y calmarla.

Mikasa estaba segura de que todos allí habían visto a Levi en su féretro. Menos ella. De hecho, ella no le había visto, excepto a través del ventanal de su sala en la clínica.

Entonces, comenzó a avanzar por el mismo pasillo que había recorrido Isabel, solo que ella no estaba histérica ni llorando. Seguía estoica por fuera, mas desangrándose por dentro.

—Mikasa —Akane, quien había estado a su lado todo el tiempo, intentó detenerla. Pero Mikasa insistió, porque tenía que hacerlo. Era la prueba final, necesitaba convencerse, mirar a través del vidrio de mierda y corroborar que todo aquello no era una broma, y que no había ninguna cámara escondida en algún lugar.

Mientras se estaba a la espera del sacerdote, la estancia estaba repleta de los murmullos de los rezos, de los comentarios de quienes habían conocido a Levi, de los sollozos y las narices goteantes, en sí, de la presencia de todos quienes respiraban al interior del edificio. Mas cuando notaron que Mikasa comenzaba a acercarse al ataúd con tétrica lentitud, todos guardaron silencio, como si estuviesen estado esperando por aquel momento, por aquel ritual tan íntimo para Mikasa. Hubiese querido estar sola para hacerlo, pero no podía ser tan egoísta.

Rechazó las miradas, alejándolas de su atención, y se concentró en el eco de sus pisadas, resonando a través de las paredes pintadas de paisajes angelicales y los pilares blancos y celestiales.

Cada paso la acercaba más a la verdad, al cajón negro que tenía una enorme cruz plateada en la tapa abierta. Lo rodeó lentamente, aún sin mirar la imagen tras el vidrio, y cuando estuvo frente a la verdad, se tomó unos segundos para respirar profundamente, con los ojos cerrados.

Los abrió lentamente, bajando la mirada hacia el cristal que la separaba de su ser amado. Cuando lo vio, finalmente, Mikasa soltó un largo suspiro. No se había dado cuenta de que había estado conteniendo la respiración. Levi parecía un muñeco, un replica, como si realmente no estuviese ahí, como si hubiese sido mandado a ser. Las blondas blancas que acomodaban su figura lo hacían parecer una figura de colección como si el cajón fuese su envase y fuese un pecado sacarlo de ahí. Mikasa había visto a sus abuelos muertos, pero esto no se comparaba en nada. Levi no estaba azul, ni verde, ni morado, ni gris… ningún color que le recordarse a la muerte. Estaba blanco, blanco, blanco como leche, como nieve, como la más clara evidencia de que por sus venas ya no corría sangre. Tenía el cabello un tanto desplegado sobre las ondas de tela blanca, vestía un traje negro y sus manos descansaban sobre su abdomen. Y en sus ojos cerrados se llevaba aquello que Mikasa más había amado: sus enormes pestañas.

Mikasa posó su mano sobre el frío cristal y se inclinó hacia él, para ver a Levi más de cerca… Él nunca, nunca, ni en el cese de su existencia, dejaría de ser bello.

Los dedos de Mikasa comenzaron a tamborilear sobre el vidrio. Luego, dio ligeros golpecitos y le preguntó:

—¿Estás ahí? —susurrando, para que nadie pudiese oírla, e incluso era probable que ni él la oyese, pero aun así insistió—: ¿De verdad… te fuiste? Abre los ojos, por favor… Levi, por favor… dime si estás ahí…

Golpeó tres veces más, pero el muñeco no se movió, ni un solo centímetro. Entonces, Mikasa lo supo, supo que era verdad. No volvería a verle nunca más.

Cuando la misa terminó, Mikasa no terminaba de creerse que Kenny, junto a otro grupo de personas, cargasen el ataúd para sacarlo de la iglesia y subirlo a la carroza. A decir verdad, no podía creer que dentro de aquella caja negra estuviese aquella persona con la que había compartido los momentos más bellos de su vida: risas, comidas, paseos, estudios, apoyo, besos, amor, discusiones, noches y tardes de sueño, escapadas, estupideces, ¡todo! Y ahora no estaba, no era, no existía. Frío y rígido, era desplazado en un ataúd para ser sepultado bajo tierra…

Mikasa jadeó, exasperada por sus pensamientos. Sus padres seguían escoltándola, y aunque anhelaban consentir a Mikasa, mimarla y sanar el terrible dolor que debía sentir, la joven avanzaba, alejándose de ellos, rompiendo toda ilusión.

Y es que Mikasa no podía darles su atención. No cuando Kenny ocultaba, en las muecas de esfuerzo, todo el sufrimiento que estaba sintiendo. Fingía que el cajón pesaba, que sus jadeos eran debido a eso, incluso sus muecas de dolor. Y Mikasa dudaba de poder resistir más cuando pensaba que Levi había ayudado a cargar el cajón de Kuchel del mismo modo… y ahora era su turno de ser cargado…

«¿A qué hora voy a despertar?», pensaba la joven, desesperada, pero sin poder exigirse quitar los ojos de la escena.

—Mikasa —oyó la voz de su padre, pero se sintió tan lejana—. Mikasa —insistió él, pero ella sentía sus pasos seguir avanzando hacia la multitud…

Entonces, ¿por qué no podía ver más que el suelo amaderado?…

Mikasa se desplomó en los brazos de su padre, quien la sostuvo con fuerza y la sacó del lugar rápidamente para que tomase aire. Akane venía tras ellos, agitada por la expectación, exacerbada y preocupada, pero su hija no tardó en reaccionar, volviendo en sí tras las caricias de Rade y el efecto del aire puro.

—Se suponía que tenía que caminar tras la carroza —musitó la joven, intentando retomar su camino, pero Rade se lo prohibió.

—No se supone nada —espetó su padre—. Iremos en auto.


Los primeros días es una tendencia, pero con el paso del tiempo, el dolor se apacigua. Quienes tienen la entereza suficiente para sobreponerse a la pérdida suelen seguir esa premisa. Mas quienes se aferran, quienes experimentan dificultades al momento de dejar ir, sufren las consecuencias durante mucho, mucho tiempo. Era la explicación que Mikasa tenía para comprender cómo era posible que el mundo siguiera girando, que el tiempo siguiera transcurriendo, que la vida siguiese emergiendo de cada rincón. Porque ella no podía girar la página, y tampoco estaba segura de querer saber cómo seguía la historia.

Muchas veces, cuando era más pequeña, se había preguntado cómo sería perder un amigo. Recordaba el día en que sus abuelos habían fallecido, y aunque Akane, la hija afectada, hubiese llorado hasta el cansancio, Mikasa no conseguía empatizar con el sentimiento. Entendía que sus abuelos estaban viejitos, y que los viejitos se morían. Su lógica infantil alcanzaba para cubrir esa incógnita, y como siempre había sido una persona práctica, las preguntas que quedaban respondidas no solían atormentarla.

Años más tarde, cuando se encontraba pronta a finalizar sus días de escuela, una amiga de Rade había sufrido el fallecimiento de una de sus hijas. El hombre había explicado que el dolor de perder a un hijo era inconmensurable. «De alguna manera, los hijos se predisponen inconscientemente a perder a sus padres, porque es el ritmo natural de las cosas, que el padre fallezca antes que el hijo. Pero un padre nunca va a estar preparado para perder un hijo, porque también ha asumido partir primero», había dicho.

Entonces, ¿qué significaba perder un amigo?, pensaba Mikasa. Si lo repasaba, nunca había pasado por su cabeza que Levi podría morir, porque, de todos modos, ¿por qué debería haberlo pensado? Si había asumido que estaría con ella siempre, porque era joven, porque era su amigo, y porque estudiaban juntos. Ese era el ritmo natural de las cosas para ella… pero él había coartado sus sueños, de aquella manera que él solía tener. Y a Mikasa se le hacía un completa ironía que él hubiese tenido un humor tan negro en vida, y que las cosas del destino hicieran que lo siguiese teniendo en la muerte.

Dolía, dolía tanto que habían días en que creía que el dolor podría matarla, que no sería capaz de seguir viviendo una vida normal con esa estaca trabada en el corazón, que no podía sacarse de la cabeza, nunca más, la imagen de Levi encerrado en un ataúd.

Y cuando la tendencia terminó, cuando todos siguieron sus vidas, y Mikasa quedó atrapada en aquel circuito tortuoso, comenzó el verdadero suplicio. De la mano de todo aquello, vino la soledad, la necesidad de comprensión y la sensación de ser la única que podría extrañarle para siempre, la única que nunca podría dejar de sufrir su partida. Ese abismo de desolación desató todos los sentimientos que Mikasa se había forzado a retener, creyendo que así el proceso sería más llevadero. No obstante, la olla que llevaba hirviendo tanto tiempo, tapada, explotó y desperdigó el caos por doquier, azotando la vida de la joven con latigazos severos, con la verdadera muestra de la realidad.

Mikasa había despertado del adormecimiento. Se había terminado el sedante. Le tocaba vivir, entonces, la cruda realidad en carne viva.

Las crisis de ira se desataban contra todo lo que la rodeaba. Incluso, cuando en su universidad, los profesores habían sido comprensivos con su situación y, para cerrar su año académico, promediaron las notas que ya tenía sumadas a la fecha, puesto que sabían que todos los trabajos que tenía pendientes eran a la par con Levi, y era más que seguro que ella no tuviese energías para terminarlos. No era la forma más idónea de finalizar su primer año de universidad, pero no había otra manera. Sin embargo, y a pesar de la ayuda, Mikasa se había negado a visitar la universidad los últimos días. Todas las personas ahí le provocaban una tirria tremenda, empezando por sus compañeros de clase.

Había pasado tiempo ya, y Mikasa parecía no querer recuperarse. Y de todos modos, ¿cómo podría? La muerte es un límite en el umbral de tolerancia de todas las personas. Ella no era excepción alguna.

La única opción que sus padres consideraron oportuna fue sedarla, someterla a tranquilizantes para que no perdiese la cordura durante el día y pudiese realizar sus trámites de forma adecuada, sobre todo por la nueva matrícula que debía pagar para el año siguiente.

Y al venir las vacaciones, intentaron hacer de su tiempo libre un paraíso, sacándola a pasear, preparando noches de películas y gratas cenas familiares con sus tíos y el par de abuelos que aún tenía vivos. El sobreesfuerzo de sus progenitores la atosigaba, y aunque ellos creían que era correcto forzarla a volver a sonreír y arrastrarla a aquel Cielo que ellos construían para ella, Mikasa lo sentía como el infierno, sentía que la quemaba viva, y por culpa de los sedantes, no podía gritar.

Por otro lado, Petra se alejó para siempre de ella. No volvió a contactarla, ni a contestar sus mensajes. La eliminó de todas sus redes sociales. No obstante, Mikasa la espió una vez más, o lo que podía ver de sus perfiles. Era feliz con su nuevo novio, y al parecer, estaba embarazada. Eso concluyó Mikasa, cuando vio que Petra hablaba de una tal bendición en el pie de algunas de sus fotos.

Por razones obvias, la perdida de Petra se volvía intrascendental cuando Mikasa pensaba en Levi. Le había dolido, pero en comparación, era una pequeña astilla. Esperaba más de ella, debía admitirlo, porque era su amiga. Pero en aquel momento tuvo una epifanía, y se dio cuenta que quizás nunca la conoció de verdad, porque el recuerdo que tenía de ella, hablaba de una persona que no la abandonaría jamás. Y bien, daba lo mismo ya. Se había quedado completamente sola.

Y su rutina se componía de estar encerrada en su habitación, escuchando la música de Levi y repasando las fotografías, que guardaba con afanoso cariño, una y otra vez. El paso del tiempo le hacía creer que podría olvidar la voz de Levi, por ello, reproducía sus canciones, y sentía que él cantaba para ella cuando le oía decir: «Do not grieve, my friend»… Levi la había compuesto para sí, y sin embargo ahí estaba ella ahora, recibiendo las palabras que cabían perfecto en su situación actual, ahogándose en sus lamentos, porque no había llorado como se debía, no había sufrido como se debía, conteniendo el dolor como si fuese evitable.

«Do not grieve, my friend», y tras oírle, Mikasa se preguntaba: ¿cómo se suponía que no habría de sufrir, si le había querido tanto? ¿Cómo había hecho Levi para pretender que la muerte era el fin de una etapa y el comienzo de otra?

Para ella no había eso que se decía una nueva etapa. Todo lo que la rodeaba era el más nítido recuerdo de Levi, porque haber conectado tanto sus vidas era la razón por la que ahora se hacía tan difícil separarlas. Había ropa suya que había quedado en su casa, la taza que él ocupaba, guías que Mikasa guardaba cuando él no estaba en clases, incluso, su olor había quedado impregnado en uno de sus almohadones, al menos durante los primeros días desde su partida. Las distracciones no ayudaban en nada, porque el centro comercial tenía recuerdos, ¡el Parque de los Espejos (Infieles) tenía recuerdos!, el restaurant italiano, la playa, cada lugar, cada edificio. Ni qué decir de los días en que se iba a casa caminando y, obligatoriamente, debía pasar por las afueras de la que alguna vez había sido la casa de Levi.

Nunca había deseado tanto que algo fuese mentira. Nunca había extrañado tanto. Nunca se había desesperado tanto. Nunca despertar había dolido tanto… porque aún tenía la ilusión arraigada al corazón. Aquella que, cizañera, le recordaba que aquel chiste podría contárselo a Levi, que podría llamarlo o escribirle un mensaje, que podría invitarlo a pasar tiempo en su casa… y entonces, súbitamente, lo recordaba. Él ya no estaba más. Ni estaría jamás. Y aquel sentimiento desesperanzador la aplastaba.


Las vacaciones terminaron demasiado pronto. No fueron lo que podría decirse, legalmente, vacaciones, pero el tiempo libre le permitía a Mikasa poder administrarlo de distintas maneras. Empero, sabía que perderlo viendo la plataforma universitaria de Levi no ayudaba en nada. Todos sus panoramas se habían compuesto de la melancólica tarea de recordar y revivir momentos que no volverían. Mikasa podía quedarse tardes completas escudriñando en la plataforma de Levi, los trabajos que había subido a los foros de evaluación, sus calificaciones, los correos que enviaba al director de la carrera, etc. Tenía su contraseña. Lo que más pesaba de todo eso, era saber que el esfuerzo había sido en vano, que las noches que no durmieron no sirvieron de nada, ni mucho menos las tardes enteras encerrados en la biblioteca.

Nada. Todo para nada.

Mikasa no hacía calzar en su mente cómo haría para volver a clases, cuando el edificio de su universidad era el recuerdo vivo de todo lo que había hecho junto a Levi. Cada pasillo, cada salón, el mesón que él solía usar, los jardines, desde la entrada hasta el estacionamiento… y tenía miedo. Miedo de volver a la rutina, sobre todo porque los últimos meses se quedaba en pijamas el día completo, y rara vez apreciaba la luz del sol.

No obstante, la vida actúa de maneras sorprendentes.

Lo supo el día que conoció a Sasha Braus, una joven que había pedido su traslado desde otra sede. Venía desde muy lejos, a vivir a la ciudad. Y aunque Mikasa últimamente era un estropajo indecente y depresivo, Sasha no desistió de querer acercarse a ella. Cautelosa, nunca intentando importunarla.

El nuevo año había comenzado, y Mikasa solo podía agradecer que todas las clases tuvieran asignados nuevos salones, unos que nunca antes había usado. No servía de mucho, pero ayudaba en algo. Podía distraerse con las vistas que los ventanales proveían, sobre todo porque los salones se encontraban en pisos superiores, y desde allí podía verse todo el resto de la ciudad y, para su suerte, las áreas más verdes.

Si alguna vez Mikasa había sido silente, ahora era sepulcral. Solía sentarse en los asientos que todo el mundo rechazaba: los delanteros. Cumplía su horario de clases y al terminar, partía con prisa a su hogar, no sin antes conectarse los audífonos.

No obstante, aunque Mikasa creía que de esa burda manera pasaba desapercibida, desconocía que Sasha Braus era infinitamente perceptiva. Y la observaba, desde hacía tiempo ya, con suma curiosidad. Había oído los rumores, decían que aquella muchacha había perdido a su novio el año anterior, y por eso actuaba de manera distante. La tachaban de depresiva y con tendencias suicidas, mas Sasha estaba al tanto de lo estúpida y cruel que podía ser la masa social. No se quedaba con los cuchicheos. Su antena parabólica había interceptado la señal… quería conocer a Mikasa Ackerman.

Aunque sus primeros intentos fuesen fallidos:

—¿Eres Mikasa? Soy Sasha —probó, mas la joven de cabello ónice permaneció en su lugar, terminando la tarea que había asignado el profesor—. ¿Podrías ayudarme? Aún no entiendo la diferencia entre significado y significante; Lingüística se me hace difícil.

—Puedo sugerirte que le pidas ayuda a Rico. Ella es la más aplicada de la clase —murmuró Mikasa, sin despegar la vista de su guía.

Y aunque rechazada, Sasha no pudo negar lo feliz que le había hecho cruzar palabras con Mikasa. Seguiría intentando, aunque la joven se negase, porque sabía, sabía bien que compartían algo en común. Mikasa lo entendería el día en que abandonase su soberbia y su visión de que «nadie, en el mundo, podría comprenderla jamás». Por eso, antes de seguir cavando en ella, Sasha le dio su espacio.

No obstante, sus intervenciones comenzaban a hacer efecto en Mikasa, quien renegaba todo el tiempo. ¿Hacer amigos de nuevo? ¿Para qué? La vida le había entregado a Levi, y de la noche a la mañana se lo había quitado. No quería vivir la experiencia nuevamente, no quería acercarse a nadie. El temor era inconmensurable, y el dolor demasiado latente aún. Solo habían pasado seis meses.

—¿Sabes? Estuve revisando el foro hace unos días, y la verdad es que comparé tu trabajo con el de Rico… Y déjame decirte que el tuyo estaba infinitamente mejor —dijo Sasha, sentándose al lado de Mikasa un día en que la pilló desprevenida en la cafetería de la universidad.

—¿Lo estaba? —Mikasa se sonrojó, o eso parecía. Sasha creyó que era la primera vez que la veía con algo de color en el rostro.

—No tengo intenciones de hacerte daño —dijo Sasha de inmediato, porque ya no soportaba la renuencia de Mikasa.

Mas su comentario provocó que la joven se alejase en el acto. Tras poner cara de espanto, se puso de pie y se fue.


—¿Eres así todo el tiempo? —Sasha no se rendía.

—¿Y tú también? —gruñó Mikasa, caminando lentamente al darse cuenta de que no era posible deshacerse de aquella joven insistente.

Las clases habían terminado por el día. Mikasa caminaba sin rumbo fijo, a un par de cuadras lejos de la universidad. Sasha la había alcanzado al apenas verla andar con aquel aspecto deprimente, y pensó que tal vez Mikasa se resistía a la sociabilización en ambientes muy habitados. Quizás, ahora que estaban solas podía cooperar.

—Para tu mala suerte, sí —admitió Sasha ante su pregunta.

—Podría mejorar mi suerte, pero insistes en seguirme —masculló la joven, acomodándose la gorra de su sudadera, como si pudiese esconderse así.

—Calla, basura verde —Sasha la empujó con cariño—. Deberíamos ir a comer algo. Las clases son agotadoras.

Mikasa sonrió con extrañeza. La extrema confianza de Sasha la empalagaba, pero se le hacía familiar…

—¿Basura verde yo? —espetó Mikasa—. Y hablando de mi suerte…

—Al menos sonreíste —indicó Sasha, satisfecha con el resultado.

Y Mikasa se detuvo abruptamente, abriendo sus ojos con exageración tras reparar en aquel detalle. Era la primera vez que sonreía en seis meses. Alzó la mirada hacia Sasha, escrutándola con recelo, como si le temiese.

—¿Cómo dices? —tartamudeó con torpeza.

—Vaya, si eso no es sacrilegio alguno, mujer verde —la regañó Sasha, mas lo hizo con ternura.

—¿A qué viene lo verde? —protestó Mikasa, fastidiada.

—A tu color… estás tan pálida que pronto no serás amarilla, llegarás a ponerte verde si sigues así —le dijo con simpleza—. Necesitas volver a vivir… —expresó, acercándose a ella y, de forma amistosa, le sostuvo el hombro.

—¿Tú qué sabes de mí? —musitó, Mikasa, con tono sufrido, como si le doliese hablar.

—Lo que quieras decirme —dijo Sasha, encogiéndose de hombros, sin perder su sonrisa en ningún momento.

Mikasa dudó unos segundos, mirando la punta de sus zapatillas, y repasó su historia durante los últimos seis meses, devanándose la mente que no lograba decidir si sería buena idea o no ir por una comida con aquella chica que insistía en ser su amiga.

Pero Mikasa sabía bien que estaba tan rota, que de alguna manera pedía a gritos silenciosos por ayuda.

—Bien… —asintió, haciendo que Sasha se emocionara más de la cuenta—. ¿Dónde quieres ir?

—Podríamos ir por un par de Milshakes —sugirió.

—¡No! —clamó Mikasa, temerosa de la idea.

Porque su amistad con Levi había comenzado así.

—¿No te gustan? —inquirió Sasha, con grandes ojos de sorpresa, y algo de temor por el grito de Mikasa.

—Me encantan… solo… ahora no, ¿está bien? Es mejor que intentemos otra cosa.

—¿Café?


El hecho de que Sasha no se rindiese tenía un resultado dual: o era una muy buena señal o todo lo contrario. Pero parecía absurdo creer que por acercarse a ella e invitarla a un café, sus intenciones fuesen malignas. Tal vez, el cautiverio de los últimos seis meses le había hecho perder la razón, en muchos sentidos. Mikasa no era sociable, pero había comenzado a rozar límites poco elocuentes.

Además, la personalidad de Sasha le entregaba cierta confianza, un tanto peculiar, pero confianza al fin y al cabo. El que no fuese cínica como el resto de sus compañeras, o el que fuese tan extrovertida y directa al momento de hablar le provocaban la satisfacción de saber que ella no parecía ser del tipo de personas que ocultan cosas.

Era transparente de buenas a primeras.

Por otro lado, la mala alimentación que Mikasa llevaba últimamente la obligó a aceptar la invitación de Sasha; debía comer algo o se desplomaría en cualquier momento. Y la magna sarta de calorías que traían los cafés coronados de crema batida debía bastar.

Mas la sorpresa fue grata al saber que Sasha pidió dos sándwiches enormes sumados a los cafés grandes.

―A veces, tengo la firme creencia de que comer soluciona muchos problemas ―comentó Sasha, analizando cómo comer su sándwich.

―Lo hace, sin lugar a dudas. O al menos, los amansa ―agregó Mikasa―. No hay peor cosa que tolerar una pena con el estómago vacío.

Sasha rio, divertida.

―Bien, ya tenemos algo en común ―y Mikasa volvió a sonreír, suavemente. Una sonrisa un poco más notoria que la anterior.

Sasha no quería ser invasiva, no quería hacer que Mikasa sintiera que ella osaba a insertar su dedo en la herida, como si quisiera hacerle escocer la llaga. Pero debido a la experiencia de vida que había tenido que enfrentar, similar a la de Mikasa, la hacía exasperarse, porque había cosas que no podían posponerse, al menos no cuando estaban tan mal.

Por tales motivos, dejó que la conversación fluyera. Si se equivocaba, Mikasa se lo haría saber. Y eso era todo. Entonces, se atrevió a preguntar:

―¿Qué pasó contigo?

Esta vez, se mantuvo seria. Y Mikasa le contestó de forma inmediata, como si hubiese estado esperando que, alguna vez, alguien se animara a saber.

―Mi mejor amigo falleció hace seis meses ―enunció, casi de forma mecánica.

Seis meses ya.

Sasha asintió repetidas veces, cerrando los ojos suavemente, para luego tomar aire y dejarlo ir con pausa. Volvió a mirar a Mikasa, repasando su rostro, y tras esbozar un mohín de confusión, dijo:

―¿Solo amigos? ―no quiso decirle de los rumores que se oían en clases, aunque fuese probable que Mikasa estuviese enterada.

―Muy buenos amigos ―asintió la joven, como esperando que las palabras dejaran en evidencia aquello que ella no quería explicar.

Sasha contempló a Mikasa durante varios segundos en silencio. Su sonrisa brillaba. Mas al cabo de un momento, retomó su seriedad y le contó:

―El mío también, pero hace un año ya.

―¿Hablas en serio? ―Mikasa frunció el ceño, sin poder creer lo que estaba oyendo.

―Sí, demasiado ―asintió Sasha, con tanta certeza, que Mikasa sintió que se encogía en su posición.

―¿Qué le pasó? ―indagó, temerosa.

―Se suicidó ―le contó, Sasha, conservándose en una sola pieza, sin arrugarse, sin inmutarse.

Los ojos de Mikasa casi abandonaron sus cuencas. El impacto provocó que sus manos se volviesen un nudo de nervios torpe y bruto, y cuando intentó tomar la taza de café frente a sí, para sorber con el fin de pasar la noticia, solo consiguió voltear el contenido de la taza, causando un estruendo.

―¡Cuánto lo siento! ―se exaltó, intentado limpiar su error.

―¡Ya pasó! No importa, ¡viva la alegría! ―rio Sasha, calmándola―. Pedimos otro, ya no llores ―bromeó.

La mesera llegó a darles una mano, llevándose la taza vacía para, luego, deslizar un paño limpio por la superficie de la mesa.

Sasha no pudo hacer otra cosa más que enternecerse con la imagen de Mikasa. Sí, la pena era muy reciente. Podía verse en su actitud y sus gestos de niña inocente. Parecía aturdida.

―Sasha ―musitó, mientras miraba la nueva taza de café que le había traído―, lo siento mucho… debió ser horrible, yo… no sé qué decir…

―Mikasa ―Sasha negó, con una sonrisa en su rostro―. Ya está.

Y contempló cómo Mikasa respiraba agitadamente, adaptándose a la noticia que esta nueva chica en su vida acababa de darle. Optó por beber café para estabilizarse, intentando no voltearlo esta vez. No había manera de controlar los temblores de su organismo, primero porque estaba hambrienta, y segundo, porque estaba nerviosa, triste, confundida, cansada… Era demasiado para ella.

―¿Cómo lo has llevado hasta ahora? ―quiso saber, mostrándose más amena, como si de un momento a otro hubiese envainado las armas que, previamente, había alzado contra Sasha.

―Al comienzo fue horrible, Mikasa ―le dijo―. Es por eso que te entiendo ―y con haber dicho eso, Sasha bañó a Mikasa con un balde de calma y calidez. Sus palabras funcionaron como el calmante que Mikasa llevaba esperando tanto tiempo, y que no podría ser equiparado jamás por ninguna de las insípidas pastillas que la obligaban a tomar. Compresión, era todo cuánto podía querer―. En mi situación, me sentí terrible. Analízalo: mi mejor amigo se suicidó, es decir, ¿qué clase de amiga soy? ¿Entiendes?

Mikasa asintió, atenta a sus palabras.

―¿Tienes miedo? ―inquirió Mikasa, interesándose cada vez más en Sasha.

―Tengo miedo ―admitió la joven―. Miedo de no ser una buena amiga, miedo de acercarme a la gente siquiera. La culpa de no haber hecho nada para ayudarle se ha arrastrado conmigo todo este tiempo. Pero el punto es que nunca supe que él tenía problemas; parecía estar bien todo el tiempo, sonreía y sonreía. Y un día, simplemente, nos dejó. Sin explicaciones, excepto una carta en la que nos pedía tranquilidad, porque era su decisión, no se sentía parte de este mundo, se quería ir ―explicó Sasha con arrebato, como si quisiera meter toda la información en una sola premisa―. Hoy, aunque tengo miedo, intento hacer que no todo sea tan malo, un poco por saldar esa deuda omnipresente que tengo en mi vida…

―Dios, no sabes cómo lo siento…

―Mikasa ―Sasha estiró su mano para tomar la de la joven―, he pasado todo este tiempo preguntándome si algo que yo hubiese hecho podría haber revertido la situación. Me lo he cuestionado todo… Y, a veces, concluyo que tal vez no. Sometimes shit just happens ―le acarició la mano, ganándose una mirada dulce de parte de Mikasa―. Nunca aceptaré lo que Connie hizo, ¡nunca! Pero no cargaré con el dolor de una decisión que no me pertenece. Él no lo hubiese querido. Y en honor a nuestra amistad, haré caso a ese recuerdo que tengo de él, lo que él hubiese esperado de mí: mi felicidad.

Mikasa se sentía aturdida con tanta información. Observaba a Sasha, como si buscase respuestas en su rostro, como si de pronto aquella muchacha frente a ella fuese la absoluta verdad. De pronto, se sintió miserable. El mejor amigo de Sasha se había suicidado, y la pobre joven había pasado tiempo castigándose por creer que no era suficientemente buena para ser una amiga… y se recordaba a sí misma rechazándola en días anteriores a su encuentro. Sí, se sentía miserable. Más porque Sasha debía temer por el bienestar de la gente, porque el trauma del suicidio la hacía estar siempre atenta a las miradas tristes.

Tan miserable.

―Mi… ―Mikasa tartamudeó antes de poder hablar con claridad―. Mi mejor amigo falleció producto de un accidente cerebro vascular. Él tenía un tumor, supuestamente benigno… nunca supe si el accidente estuvo relacionado con lo otro… Agonizó por cinco días, falleció durante la mañana del sexto.

―¿Qué hubieses podido hacer? ―dijo Sasha. Y Mikasa la miró, mostrando su rostro apenado y tímido. Terminó por encogerse de hombros, mientras negaba, entendiendo la lógica de Sasha―. Exacto ― dijo ella―. Entiendo cuál es el problema, Mikasa. Estás llena de rencores, ¿no es así? No sabes a quién culpar, lo único que has hecho todo este tiempo es odiar y aislarte, buscar culpables… pero no has vivido tu luto adecuadamente. Te has encerrado en ti misma y te has creído una suerte de justiciera, como si culpar a alguien fuese a darte alguna garantía de algo.

―¿Cómo lo sabes? ―Mikasa volvió a mirarla, esta vez con el ceño fruncido por la conmoción.

Sasha le sonrió.

―Porque yo también lo viví.

Lógicamente.

―Entonces… ¿qué debería hacer? ―preguntó Mikasa.

Y, a cambio, Sasha le entregó toda su sabiduría y experiencia en una tarde que pareció interminable.


La habitación de Mikasa comenzaba a oscurecerse. Y aún no se levantaba.

El día anterior había sido su salida junto a Sasha, y no conseguía quitarse las palabras de la chica de la mente.

Mikasa había creído que nunca jamás existiría un remedio para su dolor. Y lo cierto era que tal vez nunca consiguiese superarlo, mas debería aprender a vivir con él, lo tenía claro. No obstante, la presencia de Sasha había sido el único calmante que había logrado mermar su dolencia, porque ella la entendía, y solo alguien quien compartiese este sufrimiento tremendo podía nivelarse con ella, compartir aquel sentimiento abismal que de pronto parecía querer hundirla hasta la miseria.

Pero no debía ser así. Debía levantarse. Levantarse

Las palabras de Sasha emulaban un mantra en su mente, mas su organismo no conseguía ponerse de pie. Las órdenes entregadas parecían nulas, y los únicos movimientos que gesticulaba eran para envolverse aún más en las frazadas de su cama.

Tenía que levantarse. Levantarse…

Y costaba tanto, si apenas lo conseguía para poder ir a clases día a día.

O eso pensaba, hasta que madre entró en su cuarto abruptamente. Mikasa dio un respingo. Vio a Akane desplazarse al interior de sus aposentos, recogiendo todo el tiradero de prendas que tenía en el suelo, le abrió las cortinas y las ventanas para ventilar, y para permitir a los últimos rayos de luz ingresar a la estancia. Finalmente, se paró frente a ella con rostro severo y le dijo:

―Levántate. Él está muerto. Tú no, tú sigues viviendo ―y a Mikasa le pareció una cita de lo mismo que había dicho Sasha Braus.

Su madre tenía razón. ¿Por qué ella estaba dejando de vivir? Si Levi estuviese ahí, ya la habría sacado de la cama de un solo patadón, por puerca. Con esa escena, que le robó una sonrisa, Mikasa se levantó.

Su primer destino fue el baño. Cuando se admiró en el espejo, se dio cuenta del daño que estaba haciéndose a sí misma. Tenía el cabello sucio, apestoso. Ella misma apestaba, porque incluso se negaba a bañarse a causa del desgano. Estaba pálida, ojerosa.

No era perfecta como Levi había pensado alguna vez.

Volvió a sonreír vagamente ante el recuerdo. Y volvió a darse cuenta, también, de que sonreía luego de meses de decaimiento.

Fue cuando decidió que todo debería cambiar. Y repitiendo las palabras de Sasha en su mente, avanzó, cruzando las fronteras que su luto había impuesto en su vida.

«Abre tus persianas, no puedes seguir ocultándote en tu habitación».

Mientras su habitación se ventilaba y su tina se llenaba de agua caliente, Mikasa aplicó máscaras hidratantes en su rostro, sobre todo en sus horrendas ojeras. Cepilló sus dientes con paciencia, y esperó los minutos de acción del producto sobre su piel.

«Necesitarás enjuagar tus ojos hinchados. Debes entender que no puedes durar encerrada mucho tiempo más».

Se enjuagó el rostro tantas veces como fue necesario. Lucía un poco más decente ahora, y eso la hacía sentir bien. Verse un poco más recuperada aumentaba su autoestima y sus ganas de vivir.

Se metió en la tina y se relajó con un baño caliente.

«Y sí, te preguntarán dónde has estado, y tendrás que decirles una y otra vez».

No tardó en vestirse y prepararse. Sabía lo que tenía que hacer, sabía dónde tenía que ir. Salió de su casa para aprovechar los últimos rayos del sol, y dejó atónitos a sus padres que comenzaban preparar la merienda. Habían preparado un lugar para ella en la mesa, pero estaba demás, porque ella estaba dispuesta a salir. Y aquello era tan novedoso, que Rade y Akane no quisieron interrumpirla con preguntas.

«Sal a caminar, yo sé que tú puedes. Vístete con lo que quieras, mientras no sea de color negro».

Vistió con jeans oscuros, botas de color café, un abrigo color crema y una camiseta clara también. Para el frío, acomodó una gorra de lana en su cabeza.

Y se dirigió hacia la playa. Era el único lugar donde podría hacer algo así.

«Corre, Dios, corre y grita. Saca la basura verde, procura que no haya nadie cerca. Y, bueno, si hay, ¿qué importa? Van a tratarte de loca, pero ¿qué importa? Solo tú sabes por qué estás ahí».

Mikasa caminó por la arena húmeda, dejando sus huellas en el camino. Esta vez, huellas solitarias. Se desplazó contemplando el atardecer, y se regocijó al notar que la playa se veía prudentemente vacía. Vio un par de personas en la lejanía, pero no suponían ninguna amenaza para ella.

«Pero, por favor, no lleves el luto por siempre. Él no volverá».

Lo dudó unos segundos.

Se sentía loca, ridícula, pero se sentía viva. Comenzó a trotar suavemente, calentando su cuerpo frío hasta entonces. Y en su mente, como un cortometraje fugaz, sus recuerdos junto a Levi comenzaron a repetirse, desde los más graciosos, a los más tristes, los más románticos, los más amistosos, los más bellos… y entonces comenzó a correr, con fuerza, con ímpetu, sintiendo como la energía ascendía en forma de calor.

«Alguna vez creíste que conocerlo a él había sido lo más bello de la vida… Entonces, ¡da las gracias, Mikasa! Da las gracias de que al menos lo conociste. No le pidas tanto a la vida, porque las cosas son así y no cambiarán. Agradece que tuviste el privilegio de haberlo conocido».

Y comenzó a gritar, la ira fluyendo para salir expedida de sus labios y perderse en el aire. Estaba sacando todo afuera, como Sasha había sugerido. Y era bueno, progresivamente, comenzaba a sentirse bien.

Gritó, gritó a punto de soltar los pulmones a través de su boca. Gritó con rabia. Y a momentos, decía cosas coherentes.

―¿Recuerdas cuando te preguntabas qué se sentía morir? ¡Ahora lo sabes! ―su mirada se perdía en el horizonte, entre los colores de atardecer y los nubarrones densos―. Y querías que llorase mucho, para demostrarte que te quería, ¿te quedó claro? ¿Estás feliz? Donde quiera que estés… ―y siguió gritando―. Fuiste un instante, Levi. El mejor jodido espacio temporal de toda mi vida… ¡IDIOTA!

Sola, daba vueltas por la playa, gritando a la nada, vaciando el vertedero de sentimientos que la habían ahogado, incluso instantes atrás, antes de tomar esta decisión. Pero al vaciarlos, sintió que toda esa porquería se dispersaba en el aire y se desintegraba para no volver a acecharla de nuevo.

Levi no era un mal recuerdo. Era el mejor de todos, y merecía ser recordado como tal.

Mikasa siguió corriendo por la orilla de la playa, perdida con los colores deslumbrantes de la naturaleza, recordando que todo había sido por todo, que todo había valido la pena, sencillamente, por haber tenido el privilegio de haber conocido a Levi Ackerman.

« Y es probable que no quieras escuchar que mañana será otro día, y te preguntarás por qué el dolor es el único camino a la felicidad… Y yo te prometo, Mikasa, que volverás a ver el sol ».


Levi, el privilegio de haberte conocido fue, simplemente, saber que existías, que eras real, que estuviste ahí para mí, que tuve la oportunidad de estar presente en tu vida una sola vez, antes que pasar una eternidad en la ignorancia de tu maravillosa existencia. Gracias por haber marcado mi vida, gracias por las enseñanzas, gracias por haber hecho historia en mi historia y en la de muchos más. Fuiste la más dura enseñanza y la más bonita coincidencia. Muchos creyeron que tu muerte se resumía a perderte, a cortar el enlace que nos unía; yo pienso que, por el contrario, determinaste un pacto que nos hará ser amigos para siempre; hiciste esta unión imperecedera.

Donde quiera que estés, quiero que sepas que te adoro.

Mikasa.