Mucho gusto, no sé si alguien lee esta sección de notas de autor (yo, por mi parte, no suelo hacerlo), pero quien lo haga le doy las gracias por leer. Trataré de hacer esta historia realista, pero sin faltar los elementos mágicos. No soy de actualizar muy seguido, pero trataré de terminar la historia y que no sea muy larga. Enjoy!

Ni la canción, ni Rin o Len me pertenecen, todo a sus respectivos autores.


En los confines del bosque no es seguro adentrarse, al menos que problemas uno quiera encontrarse.

Desde tiempos remotos, para preservar la inocencia y seguridad, eran indispensables las lecciones y los cuentos tanto a los menores como a los ignorantes. Charles Perrault fue un pionero de las escrituras de los cuentos infantiles orales; él hizo popular la fábula de La niña y El lobo en toda Francia, poniendo un nombre y un elemento esencial a la historia. El producto fue; Le Petit Chaperon Rouge, la historia de Caperucita roja. Aquel relato, lo consagró como escritor entre la nobleza francesa. Cerca de cien años después, dos hermanos eruditos alemanes de las lenguas y la lingüística, readaptaron el cuento; lo llamaron Rotkäppchen y su elemento esencial cambió el tema de la historia, aunque los personajes seguían siendo los mismos.

Nuestra historia comienza por esos tiempos, en una pequeña comarca en los límites de Francia a no muchos kilómetros del rio La Moder y de Alemania. Aquella primavera la cosecha no había sido la mejor que digamos para muchas aldeas. Por eso, cuando empezó el verano y los pequeños frutos empezaron a notarse, la gente de la comarca no dejó de vitorear y alabar su suerte. Pero todo traía consecuencias, tanto lo bueno como lo malo. Otra aldea vecina tenía mucha envidia de sus cosechas y si para el invierno no mejoraban su producción de alimentos, ellos estarían en la mira para robarles lo que tenían, puesto que los habitantes de esa pequeña comarca, poco y nada sabían de batalla y pelea.

Una de las tantas amas de casa en el pueblo albergaba demasiadas preocupaciones, su madre vivía muy lejos, cruzando el bosque, y aunque era fácil orientarse –con mucha práctica, claro– eso no significaba que podría ser peligroso. Su pequeña hija de catorce años tenía el suficiente valor para aventurarse en la foresta, pero no la suficiente voluntad para el matrimonio. De vez en cuando la mujer acompañaba a su hija, pero cuando lo hacía se quedaba tantas horas hablando con su anciana madre que cuando volvía, hacía la cena muy tarde. Para no descuidar sus deberes dejaba que su hija fuera los fines de semana sola y cada tarde que la joven salía, oraba para que la chica fuera y volviera a salvo, hasta ahora, nada malo le había pasado, y eso la tranquilizaba.

—Ya me voy, mamá. Despide a papá de mi parte —dijo la joven con la canasta, pensando en lo gustosa de como su abuela la recibiría.

—¡Espera! —la llamó su madre a tiempo—. Llevate la caperuza, empieza a hacer frío —comunicó su madre, mientras la envolvía con la caperuza a su hija—. Y cuidate mucho —terminó por decirle, besando su frente.

—Mamá, no te preocupes. Todas las veces que he ido a visitar a la abuela no me ha pasado nada, dudo mucho que hoy me pase algo —su madre suspiró cansina.

—Si tan solo tú interés en el matrimonio estuviera a la misma altura que tú valentía —comentó negando la mujer—. Yo me casé más o menos a tú edad, creo que tenía quince, si, quince tenía.

La joven rodó los ojos con un deje de irritación.

—Ya hemos hablado de esto mamá, no me casaré porque no me siento lista. Además, los chicos son muy tontos ¿Y para que apurarme? Todavía me queda un año para llegar a la edad en que contrajiste nupcias.

—Ya lo se, querida, pero...

—¡Pero nada! Ya me debo ir y no quiero dejar a la abuela esperando ¡Hasta pronto mamá! —saludó la chica encamino.

—¡Ve con cuidado, linda! —siguió advirtiendo, pero la chica la ignoraba rodando los ojos pensando con un gran fuego en su interior "¡Dejame tranquila, mamá!". Apuró el paso para dejar su cabaña atrás.

La madre volvió a dentro, cuando el paradero de su hija ya no alcanzaba a su vista, y empezó a rezar de nuevo, rogando en que ella fuera y volviera a salvo y, también, que algún día pudiera encontrar un buen joven como marido a tiempo, antes de que ella o su esposo muriesen.

Ese día, la muchacha había decidido ir por el camino más cerca del río, adoraba verlo. Bajó los pastizales y cruzó los vados, mientras muchas hojas se acumulaban en su sendero. Miró hacía la derecha y distinguió a La Moder fluyendo sus canales.

Desde hace años venía escuchando por su abuela que el río desembocaba en uno más grande que conducía a Alemania. Muchas veces en su interior deseaba irse del país, dejar su aburrida comarca, aventurarse más allá de lo que esas aguas la esperaban. Pero siempre se desmotivaba cuando recordaba su ignorancia; no sabía otro idioma más que el francés y un poco de latín, no sabía leer, ni escribir y no era muy buena en trabajos rurales; lo único que hacía bien eran los quehaceres domésticos, que también era lo único que había conocido en toda su vida.

Sacudió su cabeza y borró esos pensamientos de su mente, no tenía tiempo para eso, pero no sacó su vista del cauce, los rayos de un sol de verano alumbraban su superficie y la hipnotizaba su belleza natural. Los únicos que ahora mantenían la vista en el camino, eran sus pies y por desgracia, los pies no podían advertirle que una roca obstruía su paso a no muchos metros.

Esa chica era muy tonta realmente, fue lo que pensó el joven que la espiaba detrás de un árbol. Le parecía una torpe total si a esa altura no podía distinguir la roca que la haría tropezar en cualquier momento ¿Y porqué razón no hacía caso a su camino? Porque un tonto y aburrido río tenía más su atención. Lo inevitable sucedió y la joven cayó de bruces al suelo. La canasta que traía consigo también escapó de sus manos.

—Oh, no —murmuró ella—. Espero que nada se haya perdido.

Se acercó a la canasta y notó que la mayoría de los alimentos estaban en orden, por suerte ninguno había sufrido un rasguño, pero al contar las manzanas, supo que una estaba ausente. Buscó con la vista a su alrededor, pero nada.

—¿Se te cayó esto? —preguntó alguien frente suyo sosteniendo la manzana en su mano.

Ella alzó la cabeza y en cuanto lo hizo, la capucha de su caperuza cayó para revelar un hermoso cabello rubio.

—Si, gra... —ella iba a agradecer y tomar la manzana, pero cuando enfocó mejor su vista y miró al otro individuo, solo pudo ahogar un grito.

Sus manos tenían uñas tan largas que hasta se asemejaban a las garras de algún animal, los dedos eran mañosos y casi huesudos, pudo atisbar algo peludo meneándose detrás suyo, como una gran cola. Su rostro era muy raro; dos colmillos sobresalían de su boca, los ojos eran pequeños y penetrantes, y sus orejas no eran humanas... parecían las de un lobo.

Se levantó rápido y echó a correr, sin decir nada. Ignoró al joven, ignoró a la manzana y si hubiera perdido algo más, también lo hubiese ignorado. Ese día, llegó a la casa de su abuela antes de lo normal y recién entró, cerró la puerta de un golpe entre jadeos.

—¿¡Pero que es esta forma de entrar!? —exclamó su abuela enojada, después de oír a su nieta entrar, había dejado la puerta sin cerrojo sabiendo que ella venía.

—A-a-abuela ¡Abuela! ¡Afuera! ¡Afuera! Hay un-un-un —siguió repitiendo la chica sin poder formular bien su oración por el pánico.

—¿Un qué, pequeña? ¡Habla! ¡¿Un qué?! —repitió la anciana impaciente y tan asustada como ella.

—¡Un lobo! ¡Digo, un muchacho!

Su abuela inclinó la cabeza y puso una expresión de desconcierto.

—¿Viste a un lobo o a un muchacho? —preguntó muy confusa.

—¡Ambos! —ella se abrazó a si misma temblando.

—Entiendo que no quieras casarte, pero no puedes ir llamando a cualquier joven que quiera tú amistad; un lobo, no todos lo son querida. Como tú tatarabuelo solía decir... —inhaló la mujer para poder citar a su pariente fallecido, pero nada salió de su boca—. Ya se me olvido que solía decir.

—¡No, abuela! No era un muchacho, quiero decir, no un muchacho completamente.

—No te entiendo, querida mía.

—No sabría como describirlo. Era raro, parecía un joven a simple vista, pero-pero tenía orejas y colmillos y garras de lobo ¡De lobo!

—Tranquila, tranquila —la abuela palmeó su espalda, mientras ella volvía a recuperar su respiración—. Tal vez lo imaginaste todo ¿Caminaste cerca de La Moder, otra vez?

—No, digo, si —se corrigió rápidamente—, pero ese no es el punto. El joven era un lobo, yo lo vi abuela. Se me cayó la canasta sin querer, y una manzana se me escapó y él la recogió y cuando lo vi, era parecido a un lobo.

—Caminar cerca del rio no es seguro. Tal vez debas sentarte a descansar. Comamos, quiero ver que cosas ricas preparó tú madre.

—Pero abuela...

—Sin peros, y la próxima vez que veas a ese joven, miralo detalladamente, tal vez fue tú imaginación que te jugó una mala pasada porque le tienes temor a los muchachos. —Ella rio efusivamente, pero la chica rezongó de brazos cruzados—. Como decía mi padre, que en paz descanse, a veces el miedo nos hace ver cosas que no existen.

—No me dan miedo los muchachos, solamente no deseo casarme ahora, es todo.

—Claro, claro. También, si vuelves a ver a este "muchacho-lobo", disculpate y presentate adecuadamente.

Aunque insistió, decidió no hablar más del tema con su abuela, ella simplemente no tenía remedio. Pasó hasta casi entrada la tarde con ella, hablar con la anciana era muy divertido, en especial cuando contaba los cuentos que el tatarabuelo de la chica solía escribir para la nobleza francesa.

—Cuando el tatarabuelo contaba el cuento de Caperucita roja y el lobo, ¿Él se refería a que las jóvenes debíamos tener cuidado de los jóvenes que nos cortejaban? —la anciana asintió.

—Si, así hacía para educar, no solo a los niños nobles, sino también a toda la juventud francesa. Al final de la historia, la chica muere por no haber sido cautelosa.

—Otra razón más para no casarse —exclamó la muchacha.

—No seas tonta, esa no es la lección del cuento. Su lección es que tengas cuidado, no que no te cases, porque así como hay muy malo chicos, también hay muy buenos. Es bueno casarse con alguien a quien conozcas muy bien, yo conocí a tú abuelo desde muy pequeña, cuando escuchaba los cuentos que tú tatarabuelo escribía. Quién diría que mi hija se casaría con el bisnieto de ese gran escritor.

La joven rodó los ojos y fingió que la escuchaba. Estaba segura de que su madre y su abuela se complotaron para tratar de hacerla desear conseguir un buen esposo. Ella bufó en silencio, como si eso fuera a suceder pronto.

La hora de la despedida llegó pronto, pero ella no deseaba marcharse, tenía miedo de encontrarse con ese chico que ni tenía idea de que era. Salió lentamente y temblando con la canasta en manos, su abuela no pasó por alto el temblor de la joven. Acarició su rostro cariñosamente, como queriendo transmitirle valor y confianza.

—No te preocupes, ya veras que todo fue imaginación tuya.

—¿En serio lo crees, abuela?

—En serio. Ahora, vuelve con cuidado y saluda de mi parte a tus padres.

La chica asintió, despidió a su pariente con un beso y dio media vuelta para comenzar el camino. Esta vez no se dejaría inmutar por el miedo, no lo haría, no sería maleducada como antes fue. Tal vez era verdad que fue su imaginación, o quizás el chico estaba usando un disfraz para espantar a los malos espíritus. Eso sonaba más lógico.

Acentuó sus oídos y llegaron a éstos el sonido del río fluyendo. Sonrió y decidió envolverse en su imaginación, pensando en lo que yacería más allá de esas orillas. Casi iba bailando, tarareando una vieja música del pueblo. En un giro de su improvisado baile, notó una sombra yendo rápidamente a ocultarse tras un árbol. Se detuvo en seco y miró perpleja por largo tiempo el árbol que ocultaba la figura de la sombra.

—¿Hola? —preguntó, pero nadie respondió. Aunque nadie le había respondido, estaba totalmente segura que alguien se ocultaba allí y debía ser el muchacho—. ¿Eres tú, verdad? —ninguna respuesta, al cabo de varios segundos, volvió a hablar—. Si eres tú, quisiera decirte, perdón por haber reaccionado de esa forma, fui muy maleducada, pero normalmente no soy así —se acercó despacio al árbol, estaba segura que se encontraría con el chico y comprobaría todo de una vez por todas.

La sombra se movió y dejó ver alguien muy diferente del que ella esperaba. Un lobo muy grande, salió de la sombra y la miró con ojos amenazantes. Ella retrocedió espantada y jadeó. El animal mostró sus colmillos y empezó a gruñir. Haciendo caso a su instinto, empezó a correr lo más rápido que le dejaban sus piernas, pero no eran competencia para las patas entrenadas del lobo.

No podía ver con seguridad el camino frente suyo, el miedo no la dejaba ver con precisión y eso obtuvo como resultado; una caída causada por la rama salida de un tronco. Intentó pararse, pero le dificultaba el dolor de su pierna. No muy lejos, divisó a el lobo acercarse y no le quedaba mucho para atraparla; en un salto y habría capturado a su presa. Cerró sus ojos, augurando el destino que le esperaba, pero sintió que otra sombra saltó detrás suyo y chocó contra el lobo. Abrió sus parpados sorprendida de lo que se presenciaba frente suyo, el mismo chico lobo, dando pelea contra el animal. ¿La estaba defendiendo o ambos peleaban por querer comerla? La respuesta mental vino poco después de que el chico arrojó al lobo lejos con sus brazos, se dio la vuelta a ella y tembló esperando lo peor.

Corre —dijo en una extraña voz que sonaba como si un animal le hablase, más que un humano, a diferencia de la primera vez que se vieron.

No tuvo tiempo para debatirse si lo que presenciaba era real o creación de su imaginación, ni reponer en su leve dolor de pierna, porque de inmediato escuchó su orden ella se paró en un salto y corrió en dirección a su hogar, por suerte pudo orientarse gracias a la práctica.

—¡Mamá! ¡Mamá! —llegó gritando y respirando de manera agitada.

Su madre corrió hacía su hija desde la cocina, recién la escuchó llamar. Recibió a su hija en un abrazo que la apretaba, como deseando proteger a su hija de las maldades del exterior.

—¿Qué sucede? ¡¿Qué pasó?!

—¡Un lobo! ¡Un lobo casi me atacó, pero logré escapar! Pero no sé si me ha seguido.

—Entra a casa, yo me ocuparé —la hija hizo caso y su madre corrió a traer una vieja arma que el padre de la niña guardaba.

La mujer se quedó afuera con el arma en mano casi media hora esperando a que algo o el animal apareciera, pero nada pasó. Su hija observaba desde la ventana y rogaba que nada malo sucediese. Por suerte, nadie apareció y la ama de casa, decidió retornar a su hogar. La hija la recibió tanto preocupada como feliz de verla y de que nadie le haya hecho daño.

Durante lo que quedó del día, hasta la cena, la caperucita no habló ni comentó más del tema del lobo. Mientras todos comían, y sus padres hablaban de temas animados como algún chisme en el pueblo, no pudieron ignorar el silencio que su hija profesaba, ella no solía ser silenciosa.

—¿Por qué tanto silencio? —preguntó su padre. Ella reaccionó sacudiendo su cabeza, como si hubiese despertado de un sueño.

—Nada especial, papá. Es que me preguntaba... —dudó un rato, pero se resignó en hablar—. Me preguntaba ¿Un muchacho puede convertirse en lobo y viceversa?

En las caras de sus padres se leyeron confusión y sorpresa. Se mantuvieron durante algunos segundos en un silencio incómodo, hasta que el hombre estalló en carcajadas.

—¿Pero qué cosas dices? ¿Otra vez te contó los cuentos del bisabuelo, mi suegra? Deberías decirle a tú madre que se limitase —dijo lo último mirando a su esposa.

—Esos cuentos sirven para aprender lecciones —corrigió su esposa con un deje malhumorada—. ¿Y por qué preguntaste una estupidez como esa? —cuestionó con los ojos puestos en su hija. La aludida negó y se encogió de hombros.

—Por nada, un disparate que se me ocurrió.

Entonces, del tema no se charló más. Llegada la noche, mientras sus progenitores dormían, la joven de cabellos rubios no podía dormir pensando en los acontecimientos del día. ¿Quién era ese chico y por qué la salvó? ¿Tendría hambre? A penas lo vio un segundo, pero lucía desnutrido. Con ese último pensamiento en mente, se levantó de su cama y vistió con ropas limpias. Entró en el granero y marchó hacía la parte más alta donde se guardaba toda la comida. En un cesto juntó un poco de variedades de comida, pero muy pocas para que sus padres no notasen que faltaban alimentos. Contempló su obra y meditó un rato sobre hacer o no lo que se propuso. Dio varias vueltas por el granero hasta que se detuvo en seco cuando llegó a una decisión. Agarró su caperuza roja, el cesto y salió sin hacer el menor ruido.

¿En qué estaba pensando? ¿Quería morir? No, solamente quería agradecer, pero ¿Por qué llegar a tales extremos? Bueno, caperucita era más valiente que ingenua y si llevaba su canasta de agradecimiento en alguna hora del día, sus padres preguntarían y ella no tendría respuesta lógica que dar. Tenía más valor para enfrentar al bosque nocturno que a sus padres. Agarró una lampara de aceite que su padre guardaba y se escabulló al silencio y oscuridad de la noche. No caminó mucho, lo último que deseaba era perderse, solo llegó hasta cerca del río, donde lo había visto por primera vez. Miró a su alrededor y habló;

—No se si estás cerca, pero esto es para ti —dijo en voz alta, esperando a que él la escuchase. Le hubiese gustado dejar una nota, aclarando que el cesto es para él, pero por desgracia, era analfabeta.

Dejó la canasta entre algunas hojas y salió corriendo a su cabaña. Cuando llegó sintió su corazón bombeando muy rápido. Se juró nunca más hacer algo estúpido que pusiera su vida en peligro, pero en el fondo sabía que no cumpliría su juramento, era muy testaruda.

Al siguiente día, ella se sintió tranquila de que nadie sospechase que faltaban algunos alimentos en la despensa, pero esa tranquilidad no duró mucho.

—Aquí falta una de las canastas —murmuró su madre. La chica enrojeció. Ellos tenían cuatro canastas pequeñas y ahora solo quedaban tres.

—Probablemente olvidé una en casa de la abuela —comentó rápidamente la chica, sintiéndose nerviosa.

—No lo creo, ayer teníamos cuatro y hoy hay tres. Cuando volviste, trajiste la cuarta. Pudo haber sido un ladrón.

—Seguro se me olvidó en la cabaña de la abuela, mamá. No te preocupes, hoy vuelvo a visitarla.

—¿Estas segura? —preguntó la mujer reticente.

—Completamente —aseguró su hija y cuando su madre no volvió a tocar el punto, sintió que la respiración volvía a sus pulmones, y a su corazón, latir con menos impulso. Primera y última escabullida en la noche.

Salió con otra canasta a la cabaña de su abuela esa tarde y encontró en medio del camino la que había dejado por la noche de ayer, cerca del río La Moder. Ella lo agarró sonriente de que estaba vacío y encontró una hoja de árbol dentro. La agarró y notó que había sido garabateada con un liquido azul, como el jugo de una mora. Algo estaba escrito allí, pero no podía entenderlo, no sabía leer. Se lo guardó entre las ropas y regresó con ambos cestos a la casa de su abuela.