© Rumiko Takahashi. Personajes utilizados prestados para que mi loca cabeza se quede tranquila y me deje dormir.


La intensa lluvia caía sobre su cuerpo menudo, sentada con las rodillas cubriendo su rostro acurrucado bajo un árbol, mojandola de la cabeza a los pies. Pero poco le importaba, el clima en estos momentos era el confort de lo que sentía. Entre la tormenta, las lágrimas que caían por las mejillas ya ni se distinguían. El cabello caía en cascada por la espalda y la ropa se pegaba a la piel.

Ella lloraba y su corazón también.

Por un amor que aunque sabiendo que tenía pocas probabilidades de ser mutuo, se ilusiono al límite de lo impensado. Sí, porque siempre se mantuvo a su lado en las situaciones más difíciles en batallas, cuando se sentía solo en las noches de luna nueva, e inclusive cuando tantas veces en medio de la noche —como hoy—, pensaba que todos dormían tranquilos y salía en su búsqueda.

Y así y todo se hizo falsas esperanzas. Siempre la trataba a los insultos y le buscaba pelea, vivía molestandola a cada minuto del día pero cuando más lo necesitaba él estaba ahí para ella. Esas pequeñas muestras de afecto le bajaron la guardia para luego romper su burbuja. Hizo hasta lo imposible, y aún así nunca llegó a ganar el corazón de Inuyasha como Kikyou.

A pesar de eso sabía muy bien que él la quería. Tal vez no de la misma manera, pero la quería. No tenía que ser tan ciega para no notarlo. Eso le reconfortaba un poco, saber que no le era indiferente al hanyou. Él al igual que ella debería estar sintiéndose miserable y dolido porque...

Ella vio el instante en que la besó. Y con ello no lo resistió más.

Su corazón era muy compasivo con la gente que atesoraba y amaba, pero ya no más. Inuyasha la besó como si fuera su más grande tesoro, único y irremplazable. La añoranza, cariño y felicidad, esos sentimientos sintió que se transmitían ambos en ese acto más bello y puro que puede existir. El solo recordarlo le daba tristeza y por sobre todo, celos y envidia. Por ser ella la que roce esos labios que siempre quiso besar y nunca se le dió la oportunidad, por ser ella su verdadero amor, por ser ella la alegría y su motivo de vivir...

Que ironía de la vida ser su reencarnación. Era como sentir celos de sí misma porque... Si no fuera por el deseo que le pidió a la Perla, ella no existiría, no hubiera viajado quinientos años en el pasado en la era Sengoku, no lo hubiera conocido sabiendo que con vestimentas raras, cabello plateado y orejas de lo más tiernas bajo el Árbol Sagrado le robaría el corazón y tampoco sabría que tendría la Perla dentro de su cuerpo.

Esto era lo que podía hacer. Después de todo, ¿Quién era ella para obligarlo a amarla? Lo mejor era hacerse a un lado.

Sus pensamientos se vieron interrumpidos por el golpeteo de pisadas en charcos cerca. Sin intención de mirar a quien se acercaba hacia donde se encontraba, se levantó limpiándose los restos de barro de su falda verde y observó el suelo como si fuera interesante y llamativo. La lluvia no paraba, se intensificaba a cada minuto. Escucho en silencio los jadeos y bocanadas de aire por parte de él hasta que logró escuchar...

—Kagome...

Lo miró con sus ojos marrones vacíos, llenos de tristeza pero con seriedad.

Hasta acá había llegado.

Era el momento de decir adiós a su amor.

Fin.