Disclaimer: Esta historia es una Versión Alternativa de la Obra de Jane Austen. También es una adaptación libre de la novela de Lynne Graham (de mismo nombre). Por ultimo, el Sr. Darcy es mío.


Capítulo 1:

Fitzwilliam Darcy resopló molesto, mientras su carruaje se acercaba a Londres. Intentaba mantenerse bajo control, pero la ansiedad y la rabia lo estaban consumiendo.

Cuando se enteró de la muerte del señor Bennet, pensó que parte de sus problemas desaparecerían, pero el maldito viejo se había asegurado de que su secreto no muriera con él. Aun no podía entender como se había visto involucrado con una familia tan lamentable, sin ningún tipo de clase, decoro y estatus. Ni siquiera quería pensar en su esposa, tres años de matrimonio habían sido demasiado, a veces creía que ya no lo podría soportar y procuraba por ello estar tan lejos como fuera posible.

–La señora Darcy no está. –Dijo el ama de llaves.

Darcy resopló una vez más, sacó su reloj de bolsillo, apenas eran las diez de la mañana.

– ¿Dónde está? –preguntó intentando de mantener un tono de voz sosegado. Sabía que la Señora Jones, no tenía la culpa de nada. Pero al ver su expresión asustada ya no se sentía tan seguro de mantener la calma.

–Señor… ella… la señora Darcy no especificó a donde iba. –Murmuró con la cabeza baja. –Si lo desea puedo enviar a un criado a buscarla. –Sugirió mirándolo atemorizada.

Darcy respiro profundamente.

–Por favor, envía al criado a buscarla y después prepara nuestro equipaje, la Señora Darcy y yo viajaremos un par de días.

Exasperado se encamino a su estudio y se sirvió una copa de brandy.

Elizabeth bajó deprisa los escalones que daban al bar, se aseguró de que su capa cubriera bien su cabeza y entró. Estaba oscuro y con unos pocos bebedores y algunos cuantos ebrios inconscientes tirados sobre cualquier superficie. No veía a George; mientras se abría camino entre los clientes, sintió un estremecimiento. La idea de que la vieran allí, de que la reconocieran la aterraba. Por ello fue un alivio distinguir en el extremo opuesto del local la cabellera rubia del señor Wickham. George Wickham, alto, sofisticado y atractivo, se puso de pie al verla aproximarse a él.

–Llegas tarde – se quejó él.

–Lo siento, no pude escaparme antes –explicó ella jadeando, mientras se dejaba caer en el asiento y echaba otra ojeada al lugar, temerosa de encontrar alguna cara conocida.

–No sigas. Estás en otra parte de la ciudad.

Elizabeth bajó la cabeza, escondiendo la cara ruborizada detrás de la capa que cubría su cabeza.

– ¡Ese hombre de allí me está mirando!

–La mayoría de los hombres miran a las mujeres bonitas... y tú eres exquisitamente bonita, mi amor, aun cubierta con esa pesada capa – murmuró George en voz baja, adoptando un tono íntimo mientras le tomaba la mano. –Me fastidia que te tengas que cubrir tanto, eres hermosa.

– ¿De verdad? – preguntó ella asombrada por sus cumplidos.

– ¿Por qué no me acompañas a mis habitaciones? – sonrió George coqueto y bromista.

Elizabeth se puso rígida.

–No puedo. Todavía no. Ya sabes cómo me siento – musitó. El miedo se había apoderado de ella. Él cambió su expresión por un gesto frío y duro. –George, por favor...

– Por lo que se ve, estás jugando conmigo mientras tu esposo está de viaje.

–Te amo – los ojos de ella se llenaron de tristeza y ansiedad.

– ¿Entonces cuándo vas a decidirte por mí? – le exigió. –Sabes mejor que nadie todo lo que se hombre me ha quitado. Por suerte, no soy un hombre rencoroso. Solo hay una cosa a la que no estoy dispuesto a renunciar y eso eres tú. –Declaró con convicción. –Vayámonos, déjalo de una vez. Yo te amo, podríamos irnos al campo o viajar a Irlanda. Solo déjalo. –Dijo Wickham persuasivamente.

–Pronto. Estoy buscando el momento apropiado –Elizabeth se había puesto pálida, y en los rasgos bonitos de su cara expresaba cierta tensión.

Cuando conoció a Wickham junto al regimiento en Meryton, él le contó las desdichas que Darcy le había hecho padecer, según él, le había quitado el derecho de una rectoría que le había dejado el padre de Darcy, a pesar de conocerlo de toda la vida. Aunque Elizabeth amaba a George Wickham, tenía dudas en ese respecto. Darcy era un hombre severo, pero después de tres años viviendo en su casa, con sus criados, sabía que también era un hombre justo. Quizá todo se trata de un mal entendido, se decía a sí misma.

–Teniendo en cuenta que él solo duerme contigo una noche al mes, puedo esperar sentado aquí hasta el año que viene, según tú. Tal vez lo ames al desgraciado...

– ¿Crees que es posible? Tú sabes que nuestro matrimonio no es como otros.

– ¿Y no quieren los periódicos aprovecharse de esa situación? – se rio Wickham burlón.

–No me hace ninguna gracia.

–Bueno. Lo único que me tranquiliza es saber que si yo no soy tu amante, él tampoco lo es. Mírate tan hermosa. Y sin embargo parecen gustarle las mujeres mayores y más exuberantes, a él rara vez no se le ve con una mujercita colgada del brazo.

El estómago de ella se revolvió. Pensó que había sido una locura contarle a George la verdad sobre su matrimonio, o al menos una parte. No se trataba de que fuese a usarlo en su contra. Pero la verdad era mucho más cruda que eso… no se atrevía a contarle toda la verdad. Le tenía verdadera confianza a George, pero se daba cuenta de que su confesión podía resultar peligrosa, si bien servía para calmar sus celos hacia Darcy.

– ¡No hables así de él! – se quejó Elizabeth.

– ¿Acaso no estás cansada de él? No creo que jamás tengas la valentía de decirle que quieres ser libre nuevamente. Me parece que estoy perdiendo el tiempo contigo.

–No, eso nunca – dijo ella aterrada ante la idea de perderlo.

No podía imaginarse volver a los tiempos de su vida sin George Wickham. Una vida aburrida, vacía. Días interminables. Con poca o casi nula vida social. No tenía amigos. Estaba exiliada de su familia. La observaban en todos los sitios a los que iba. La puerta de su cárcel se había cerrado el día de su boda, y ella había sido tan tonta, tan ingenua de no darse cuenta hasta que había intentado pasar las rejas.

– ¿Entonces cuándo? – presionó él.

–Pronto. Muy pronto. Te lo prometo.

–No entiendo por qué no recoges tus cosas y te vas. No se puede decir que no tengas motivos para separarte de él. El adulterio no va a pasarse de moda mientras ande por ahí Fitzwilliam Darcy.

Elizabeth Darcy sintió su corazón estrujarse dolorosamente dentro de su pecho. Se abrazó a si misma dentro de la pesada capa.

– ¡Me tengo que ir! – dijo ella mirando el reloj en la pared. Wickham le rodeó los hombros y la besó con demostrada maestría. –Te escribiré– le prometió -. Te quiero.

Elizabeth salió corriendo. Estaba cerca de la modista en la que había reservado hora para encargar algún otro vestido, que solo usuaria una vez, para luego enviarlo a sus hermanas en Meryton. Era demasiado arriesgado encontrarse con George Wickham. Y su cabeza le decía que cuanto más tardase en confesarle la verdad a Darcy, más se arriesgaba a que fuese descubierta. Pero, entonces, ¿qué importaría realmente?

A Darcy no le importaba lo que hacía ella. Lo veía una vez al mes cuando él pasaba por Londres, y el año anterior ni siquiera lo había visto con esa frecuencia. A veces Darcy le pedía que organizara una cena de negocios. Pero no era frecuente. Había ocurrido pocas veces, y muy espaciadas. Incluso se solía comunicar con ella a través de los criados, en caso de necesitarlo.

Durante el tiempo que llevaban casados, Darcy no la había invitado a salir nunca, ni siquiera la había llevado a una fiesta. Solía llevar a otras mujeres en ese caso, pero a su esposa jamás. Darcy dormía en el ala de la casa que había acondicionado para sí mismo. E incluso las pocas noches que habían dormido bajo el mismo techo, lo había oído salir tarde, y regresar al amanecer. Es decir que ni siquiera se podían contar esas noches como compartidas con él.

Por un momento recordó cuánto había llorado y se había preguntado qué había hecho para que las cosas fuesen así, y que podía hacer para atraer su atención. Con rabia, quiso borrar esos recuerdos de su mente. El tiempo se había ocupado de que aquellos tiempos hubiesen quedados sepultados. La joven novia había crecido y era más sabia ahora.

– Lo siento. Me olvidé de la cita – murmuró Elizabeth en la salita de recepción de la modista.

– ¡Oh! Señora Darcy, su criado ha dejado un mensaje para usted –le dijo la joven ayudante de la modista bajando la voz y la cabeza. Elizabeth se puso tensa y pálida.

–Tranquilícese – la chica la miró con complicidad -. He dicho que estaba en los probadores.

–Gracias – ahora Elizabeth se había puesto colorada.

–Será mejor que le dé el mensaje. El señor Darcy le está esperando en casa.

¿Que el Sr Darcy qué? Darcy la estaba esperando... ¿Darcy, que nunca la había esperado en tres años? ¿Darcy estaba en casa cuando no lo esperaba hasta la siguiente quincena? Involuntariamente, Elizabeth se estremeció; se le revolvió el estómago. Sintió terror.

– ¿Señora Darcy?

Elizabeth miró al pequeño Jasper, uno de los cocheros de la casa Darcy. Tan pronto como se acomodó en el carruaje se desmoronó. La joven ayudante de su modista sabía que ella estaba viendo a alguien. Se sentía tan humillada. Y también se sentía terriblemente culpable. La expresión desconfiada de Jasper también le preocupaba, ¿hace cuánto la estaban buscando? ¿La habría visto entrar a la tienda de la modista, cuando se suponía que ya se encontraba en los probadores?

Todo el mundo le tenía miedo a Darcy. Y sin embargo ella jamás lo había oído gritar. Durante los primeros tiempos de su matrimonio, Elizabeth había sentido terror hacia su esposo, pero con el tiempo ese terror se había ido difuminando, y adquiriendo la forma real de la indiferencia de Darcy hacia ella. Simplemente parecía que Elizabeth no existía en la escala de seres humanos importantes para Darcy. Él se había casado con ella porque se habían visto comprometidos en una situación embarazosa, eso, sumado a la necesidad que tenía Darcy de encontrar una esposa, para dar cumplimento al testamento de su tío el Conde de Matlock, no estaba al tanto de los detalles que establecía aquel testamento, pero era claro que su esposa era parte de un acuerdo de negocios, nada más.

Y sin embargo, ella hubiera jurado que había habido momentos, al principio de la relación, en que Darcy la había mirado con odio; un tiempo en que cada palabra de él sonaba como una amenaza hacia ella, cuando la sola presencia de él la hacía sentir en peligro. Entonces había aprendido a evitarlo siempre que podía. Había aceptado casarse con ella por que las reglas del decoro lo exigían y daba la casualidad de que necesitaba una esposa. Pero no obstante el divorcio o la anulación no parecía ser una idea que lo convenciera. Y esto era algo que Elizabeth no alcanzaba a comprender.

Si bien es cierto, el divorcio no era algo común, tampoco era algo ajeno. Si una mujer era incapaz de procrear o era descubierta siendo infiel, su esposo podía solicitar el divorcio al tribunal. Pero en su caso lo más apropiado habría sido una anulación, ya que el matrimonio nunca se había consumado, aunque no estaba segura si después de 3 años aún se podía alegar aquello. Lo más probable era que nadie le creería, Fitzwilliam siempre estaba rodeado de hermosas mujeres, de cuestionable reputación, pero tan finas y elegantes que de algún modo encajaban en la alta sociedad de Londres, incluso mejor que ella misma.

Y ahora Darcy, que no había dado la más mínima señal hacia ella en tres años, había vuelto a casa y la estaba esperando. Era algo que la ponía nerviosa. Subió los escalones de la enorme casa aferrada a la gruesa capa entre sus brazos, como si buscase protección en algo.

«La esposa infiel », pensó con tristeza.

Pero ella no era su esposa en realidad, se recordó, como lo había hecho desde que se había reencontrado con George. Tendría que haberle pedido su libertad mucho tiempo atrás. Pero su padre se hubiese puesto fuera de sí, se hubiera sentido terriblemente decepcionado. Además el desastre hubiese alcanzado a sus hermanas, a las cuales, aun desde su privilegiada posición de Señora Darcy, no había podido influenciar de ninguna manera, aún estaban todas solteras y ella apenas las había visto una par de veces desde que se casó.

La situación de Elizabeth ya era difícil, incluso antes de verse comprometida por el Sr Darcy. Era la segunda hija del matrimonio Bennet, ningún hijo, solo niñas, incapaces de heredar la propiedad. Su padre se había visto en el apuro de persuadirla a aceptar al señor Darcy como su esposo, alegando que no iba a encontrar un mejor partido que él. Y tenía razón. Fitzwilliam Darcy era un hombre poseedor de un gran poder y una gran fortuna, de porte aristocrático y noble. No es que eso hubiese marcado alguna diferencia para Elizabeth que lo detestaba por arrogante, estirado y orgulloso. Pero su padre le había recordado que su reputación estaba comprometida públicamente, debían solucionarlo antes de que la reputación de todas las hermanas Bennet se hubiese perdido junto con ella.

Hacía tres años, por consejo de su padre se había casado con Darcy, y ése había sido el error más grande de su vida. Darcy le había quitado la libertad, y no le había dado nada a cambio. Pero todo eso era historia pasada, se recordó a sí misma. Apenas hace dos meses que su padre había muerto.

–El señor Darcy la está esperando en la sala – le informó la Sra. Jones, el ama de llaves.

Elizabeth se puso más nerviosa aún. Como norma general, ella no veía a Darcy hasta la hora de cenar, por lo que sospechó que algo no iba bien.