Primero que nada, quiero agradecerles a todos aquellos que ya pusieron este humilde fic en sus follows y/o favorites, y también por haber dejado sus hermosos comentarios. Perdón si sienten que este capítulo se queda corto (?), yo sí hubiera querido escribir más, pero soy bien inexperta. Este capítulo es más largo de lo que escrito para una sola historia en toda mi vida.

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Mejillas sonrosadas

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Al abrir la puerta, mi frente dio de lleno contra algo suave. Subí la cabeza y me topé con los ojos negros del doctor del pueblo.

–Oh, estos pequeños diablillos –dijo con una sonrisa.

–Perdón –susurré. El doctor podía tener una horrible cara arrugada y llamar "diablillos" a todos los niños del mundo, pero era una persona muy cálida. Los niños le tenían miedo, aunque se debía más a los vomitivos brebajes que nos hacía tomar cuando enfermábamos. Casi podía saborearlos cada vez que lo veía, y una parte de mí se congeló, pensando que venía por una enfermedad que ni siquiera yo sabía que tenía. Para mi fortuna, él ya iba de salida.

Escapé rápidamente de su vista mientras hablaba con mi padre y me dirigí a la cocina. Al verme, mi tío me sirvió un plato con onigiris.

–¿Que hacía el doctor aquí? –pregunté, después de haber tragado el primer mordisco.

–Tu mamá se desmayó –respondió, y siguió picando los rábanos. Abrí los ojos en sorpresa–. Pero no te preocupes, ya está mejor.

–¿Qué le pasó, acaso está embarazada? –Yuno y Miho acababan de tener un hermanito. Miho me explicó cosas que yo no sabía de los bebés y de las mujeres embarazadas. Al parecer, cuando te embarazabas tenías vómitos y te desmayabas, además de que comías más de lo usual. Creía que era desagradable, pero no me parecía una mala idea tener una hermana o hermano menor, aunque, sinceramente, prefería una hermanita.

–No lo creo, en realidad no sabemos qué tiene, probablemente se deba al cansancio. –dijo, después de soltar una pequeña risita. Entonces me preocupé.

–¿Puedo ir a verla? –Me levanté antes de esperar una respuesta.

–No, señorita –habló mi papá, quien de repente apareció por detrás, bastante apurado. Tomó la bolsa de arroz y colocó el contenido en agua–. Ella necesita descansar, ya oíste a Manami. Además, hoy necesitaremos más manos aquí.

–¡Vas a dejarme ayudar! –aseveré. Aunque me emocionaba el por fin dedicarme a algo importante, seguía queriendo ir a ver a mamá. Papá me sonrió.

–¡Finalmente!

Mis onigiris quedaron a medio comer, aunque no importó porque Sora vino rápidamente y se los terminó. Me ordenaron hacer lo usual primero, por lo que fui a limpiar las mesas. Luego, mi tío Manami colocó un banco para que yo pudiera alcanzar con más facilidad la mesa de trabajo y me encomendó la tarea de cortar los tallos de unos hongos. Sostuvo el cuchillo frente a su rostro por unos segundos y me miró fijamente antes de darme una advertencia y colocarlo en mi mano. "Solo por hoy" dijo, y me observó mientras hacía mis primeros intentos. Cuando estuvo aparentemente satisfecho con mis cortes, se giró a su estación de trabajo.

–No te apures –me repetía a veces, cuando se volteaba y veía que trataba de terminar lo más rápido posible. Sentía que no podía hacerlo más lento, mi mano cobró vida propia cuando escuché a los primeros clientes llegar. Afortunadamente no querían ningún plato con hongos. Sora no ayudaba cuando susurraba "estamos muy atrasados" después de servir las órdenes.

En algún punto de la noche –no sabría decir exactamente, estaba tan ocupada que perdí la noción del tiempo–, mamá bajó.

–Mi pequeña Aoi está cocinando. –Su voz cantarina resonó entre el bullicio. Se acercó a mí y acarició mis coletas. Sus mejillas, usualmente sonrosadas, estaban pálidas.

–¿Qué haces? Ve a acostarte. –Papá se escuchó serio, él rara vez se ponía serio.

–Quiero ver a mi hija en su primer día de trabajo. –Trató de reír, pero todo lo que salió fue una risa apagada–. Además, no puedo quedarme acostada cuando todos tienen cosas qué hacer. –Era justo como yo pensaba–. Pero no tienes que preocuparte, no haré nada.

–Tsubame, solo seca los platos– dijo tío Manami. Papá le dio un coscorrón y él inmediatamente dejó de intentar.

Mamá se sentó, sus ojos chocolate seguían ávidamente cada movimiento que hacía. De vez en cuando me sugería cosas o me pasaba un plato. Luego me sonreía tiernamente y me decía que lo estaba haciendo muy bien. Cuando cerramos el restaurante, me sentí aliviada. No importaba cuantas horas jugara o cuántas mesas limpiara, hasta ese día no conocí el verdadero cansancio. Terminamos de limpiar y subimos a la primera planta, papá me estaba dirigiendo directamente a mi futón.

–No, quiero platicar un rato con mamá –supliqué.

–¿Segura? –Él se agachó a mi altura y me tomó de las mejillas para verme directamente a los ojos, azul contra azul–. Yo te veo bastante cansada.

–No es verdad –mentí. Dicho esto, me senté junto a mamá, quien ya estaba recostada. –¿O tú estás muy cansada?

–Lo está –respondió papá.

–Patrañas, pero ve a cambiarte primero –dijo ella. Lo hice rápidamente y volví a sentarme.

–¿No sabes por qué te desmayaste? –pregunté, ella negó con la cabeza. Y aunque mi tío ya me había dicho que no era así, volví a insistir con el tema del embarazo. Mamá rio, ¿por qué todos reían cuando lo decía?

–¿Por qué? ¿Quieres un hermanito? –Escuché a papá carraspear mientras preparaba su propio futón.

–Una hermana –respondí con seguridad, como si estuviera haciendo un pedido en el restaurante.

–¡No, me rehúso! –Sora entró a la habitación. Él estaba contra la idea porque obviamente yo le había quitado su puesto de honor como consentido, más hermanos significaba que él tendría más trabajo (al menos al inicio) y que lo alejarían cada vez más de los brazos de mamá. Papá le revolvió el cabello. –Especialmente si es otra niña. –Fruncí el ceño antes de acercarme y darle un golpe con el puño en el brazo, él no hizo nada, pero me dirigió una mirada venenosa.

–Mejor ya váyanse a dormir –dijo papá, se le veía más cansado de lo que era común. Sora dijo buenas noches y se fue a la habitación que compartía con tío Manami. Me recosté en mi futón y me tapé hasta el cuello. Antes de que papá apagara la luz, le pregunté a mamá:

–¿Vas a mejorarte pronto?

–Más pronto de lo que te imaginas. –Su respuesta me tranquilizó, pero por alguna razón, y a pesar de que estaba agotada, no pude dormir bien esa noche.


A la mañana siguiente, llegó la mamá de Nabuyori a hablar con mi papá. La noche anterior algunos clientes se habían enterado de que mi mamá había enfermado y la noticia se esparció por toda la comunidad. Su mamá, la señora Toyotaro, se ofreció a ayudar en el restaurante por algunos días, mientras mamá se recomponía. Sin embargo, su estancia con nosotros se prolongó ya que su salud no parecía mejorar, entonces mi papá empezó a pagarle un sueldo como a una empleada normal.

Entendía que aún era pequeña e inexperta, y que por ello yo no podía serles de mucha ayuda, pero aun así me sentí mal cuando me enteré que ya no me tendrían en cuenta en el restaurante. Claro, estaba aprendiendo, pero dedicarme tiempo para enseñarme solo suponía una carga en esos momentos. En un intento para luchar contra mi inutilidad, me ofrecí a ayudar a mamá en todo momento, pero ella era una persona orgullosa a la que tampoco le agradaba sentirse inútil. Usualmente bajaba al restaurante, y se quedaba ahí por rato. Un día volvió a desmayarse, por lo que papá la enviaba inmediatamente de regreso cada vez que bajaba. Bien parecía que la situación la molestaba, pero trataba de disimularlo lo mejor que podía por medio de una sonrisa. Yo le llevaba todas las comidas, le servía agua y la ayudaba a levantarse del futón para ir al baño o para sentarse cerca de la ventana. Podía pasar horas mirando hacia la calle con el ceño fruncido.

Papá me dijo que encomendaba la tarea de entretenerla, pero yo no sabía qué hacer más allá de los típicos juegos de niños. Sora ayudó y nos trajo un tablero de shogi que había encontrado en una de nuestras cajas polvorientas, y por las noches él mismo nos enseñó a jugar, aunque también era aburrido. Mis esfuerzos por tratar de ayudarla enternecían a mamá, siempre me agradecía, pero yo sabía que detrás de su sonrisa ella estaba sufriendo.

–¿Dónde te duele, mamá? –No era la primera vez que le hacía ese tipo de preguntas.

–Nada, ya ves que solo estoy un poco débil.

Yo también me sentaba junto a la ventana, para no dejarla sola, y a veces veía a mis amigos jugar desde ahí. Habían venido a buscarme más de una vez, pero siempre me rehusé a salir, podía ser inútil pero no irresponsable, mi deber era asistir a mamá. Por supuesto que me moría del aburrimiento y cada célula de mi cuerpo rogaba por diversión, estar encerradas era un castigo tanto para ella como para mí. Quería salir con mis amigos y cada vez era más difícil decirles que no, hasta que un día simplemente dejaron de venir y eso me hizo sentir más triste de lo que ya estaba. No quería que se olvidaran de mí.

–Puedes salir si quieres, ya ves que yo estoy bien. –Negué con la cabeza. Mamá se había dado cuenta por mi semblante de lo deprimida que estaba. –Entonces, ¿por qué no vas a conseguir unas hojas y dibujamos algo?

Era triste pensar que mamá, aún en su estado, trataba de animarme cuando se suponía que tenía que ser al revés. Cuando salí a buscarlas a la planta baja, lloré en silencio frente a las hojas de papel. Lloré por mi mamá, lloré por mi familia y lloré por mí. No quería que mamá me consolara porque ella no tenía que hacerlo, yo solo era una carga. Mamá estaba enferma, mi familia tenía problemas de dinero ahora que aumentaron los gastos y todos estaban tan (o quizás más) preocupados que yo, pero ninguno de ellos lloraba. Yo era la única que no podía ser lo suficientemente fuerte.

–Pequeña –escuché una voz a mis espaldas, era mi tío–, el doctor ya va a venir, puedes salir un rato, yo le digo a tu mamá.

Me puse de pie y él secó mis lágrimas con un paño. Sin decir nada salí de la casa. No tenía ningún lugar a dónde ir y estaba segura de que ya no tenía amigos, por lo que no fui a buscarlos. Caminé cabizbaja hasta el estanque en el que Nabuyori me enseñó a pescar y me senté en el pasto cerca de la orilla sin mirar alrededor.

–Hola, Aoi. –Me sorprendió otra voz. A mi derecha estaba Kusumoto de pie y mirándome extrañado–. ¿Hoy sí te dejaron salir a jugar?

–No es que no me dejen, es que tengo que cuidar a mi mamá, ya se los dije. –respondí.

–Vaya, pensé que lo negabas porque tus papás estaban ahí y no querías que escucharan la verdad. –Se sentó junto a mí.

–¿Qué verdad? –pregunté.

–Que te mueres de ganas por salir a jugar. Te veía aburrida.

–Sí, es cierto –acepté. Abracé mis piernas y puse el mentón sobre mis rodillas.

–Ya han pasado cuatro meses, ¿tu mamá no ha mejorado nada? –negué con la cabeza. Esperaba que él no se diera cuenta que había llorado, pero confiaba en que era lo suficientemente distraído. –¿Tampoco saben que tiene? –Volví a negar–. Vaya, ¿entonces qué haces aquí?

–El doctor va a llegar a verla, así que me dijeron que me fuera.

–¿Y si no saben qué tiene por qué llega el doctor?

Quería decirle que esa era una pregunta muy tonta, pero no quería perder su amistad si es que aún era mi amigo.

–Para darle algún remedio que quizás la ayude a sentirse mejor.

–¿Se siente muy mal? ¿Qué tiene?

–Casi siempre que se levanta se marea, a veces se desmaya. Últimamente ha tenido un poco de fiebre por las noches.

–Oh, ya veo. Tiene que comer muy bien, cuando me enfermo mi papá me dice que si como no moriré. –rio, pero a mí no me hizo nada de gracia.

–Pues mi mamá se come toda la comida que le llevo –dije frunciendo el ceño.

–Eso está muy bien, pero lleva mucho tiempo enferma y eso no es buena señal.

–¿Qué quieres decir?

–Se puede morir.

Su comentario me descolocó.

–Aunque coma –continuó.

–¿Cómo puedes decir esas cosas? –grité, mientras le pegaba en el brazo. –Mi mamá no está tan mal, dicen que no es nada grave. ¡Así que no digas eso nunca más!

–¿Sabes que mi mamá se murió? Las mamás de otros amigos también se murieron, creo cuando las mamás se enferman siempre se mueren. –Seguí pegándole, aunque no con fuerza.

–Todos tendremos que morir algún día –le dije, recordando lo que me dijo mi papá cuando se murió mi primera mascota–, pero mi mamá todavía va a vivir muchos años. Además, yo conozco a muchas que se han curado, tú no sabes nada. –Me alejé un par de metros y volví a sentarme, medio escondiendo la cara en mis piernas para evitar que me viera llorar.

–Perdón –suspiró, y trató de cambiar el tema para que dejara de llorar–. Puedo llamar a Nabuyori para que juntos pesquemos algunas carpas.

No respondí ni volteé a verlo. Ni siquiera Nabuyori podía animarme, él era lo que menos necesitaba en ese momento, y ni hablar de que sería una total vergüenza que me viera llorando. Kusumoto siguió hablando, me contó sobre su perro, las bromas que le hacía su hermana a su madrastra y sobre las cosas nuevas que había aprendido en la escuela. Ese era otro tema que me deprimía. Yo debí de haber empezado a ir a la escuela en abril, pero justo unas semanas antes sucedió lo de mamá. Todos mis amigos eran mayores que yo, y cuando hablaban sobre los otros amigos que tenían ahí y las cosas que aprendían me daba un poco de envidia. Había estado tan emocionada por empezar a ir a estudiar que incluso soñé un par de veces que estaba sentada en un escritorio frente a una gran pizarra.

Me limpié el rastro de las lágrimas y caminé en silencio junto a Kusumoto de vuelta a mi casa.

–¿Seguimos siendo amigos? –le pregunté antes de entrar a la casa para no salir en un largo tiempo.

–Ah, sí, siempre –respondió, sonriendo y rascándose despreocupadamente la cabeza. Le devolví la sonrisa y entré.

Con el paso de las semanas lo único que hizo la enfermedad fue empeorar. Mamá empezó a tener fiebres más constantes y dormía casi todo el día. Cuando caía la noche y todos terminaban de trabajar, la casa se sumía en profundo silencio. Sora empezó a dormir abrazado a mamá, con la cabeza cerca de su vientre, mientras ella le acariciaba los cabellos. Tenía la leve sospecha de que los demás sí sabían qué enfermedad tenía, pero no entendía por qué no querían decirme. Cuando le preguntaba a alguien, siempre negaba saber algo, incluso el mismo Sora.

–Enfermera Kanzaki –me saludó el doctor. El que me hubiese ganado ese apodo me hacía sentir importante. –¿Vamos a revisarla?

Subí con él hasta el cuarto y me puse de rodillas a la par de mamá, quién dormía profundamente.

–Mmm ¿ha presentado fiebre últimamente? –preguntó.

–La última vez fue hace dos días –respondí. Revisó su respiración y su pulso con el estetoscopio y luego me lo dio para que yo también escuchara.

–Estás haciendo un buen trabajo –me dijo al despedirse. Se me infló el pecho de orgullo.

–A pesar de que duerme mucho, siempre come bien, creo que eso también ha ayudado.

–Por supuesto, me alegro.

El doctor ya no nos cobraba. Sabía de los problemas económicos que estábamos enfrentando y, además, no es que hiciera mucho solo con revisarla de vez en cuando. Siempre se portaba muy amable y me regalaba un caramelo como premio por mis esfuerzos. Ese día no fue la excepción, me tocó un caramelo sabor a fresa. Al salir, se topó con Sora, quien regresaba de la escuela, y también le regaló un caramelo.


–Kaito –llamó mamá a papá en medio de la noche. Él se despertó rápidamente y yo también me levanté. –Ayúdame a ponerme de pie, quiero refrescarme la cara.

Esa noche mamá empezó a tener migrañas muy fuertes que duraban todo el día y solo parecían cesar cuando dormía, aunque ahora dormir también era algo que se le complicaba sin importar lo cansada que se sintiera. Su humor empeoró y eran pocas las veces en las que la veía sonreír, aunque fuera sin ganas. Nuestros ánimos estaban por los suelos, pero papá parecía ser el más afectado. A pesar de que sabía que yo siempre estaba al lado de mamá, él siempre estaba al pendiente y subía a verla aunque tuviesen mucho trabajo en el restaurante. El doctor llegaba más seguido para darle unos remedios que le ayudaran a mitigar el dolor y a facilitar su sueño.

Una tarde, cuando regresé al cuarto con una bandeja de comida, encontré a mamá golpeando su cabeza contra la pared. Dejé caer la comida. Me paralicé unos segundos al ver su sangre y en lugar de acercarme corrí a buscar a papá. Subió a toda prisa y cuando le preguntó a mamá qué hacía, ella parecía no escucharlo, solo repetía que "dolía".

El doctor no llegó hasta la noche. Aunque le habíamos vendado la cabeza y no la dejamos ni un minuto sola, ella seguía quejándose. Tuvieron que inyectarle morfina, y en lo sucesivo siempre tuvimos a la mano algún sedante natural.

La mañana del 18 de octubre, mamá no quiso comer.

Dos días antes había tenido asientos y sabíamos que teníamos que alimentarla, por lo que papá, Sora y yo rogamos, sin éxito, para que probara algún bocado.

Entonces empecé a pensar en lo que había hablado con Kusumoto esa tarde frente al estanque. Hasta ese día, jamás consideré la probabilidad de que mamá pudiese morir, pero ese pensamiento se anidó en lo más profundo de mí, como una pequeña y molesta astilla. No sabía qué sentir. Una pequeña parte de mí parecía ya haberse hecho la idea: la mamá que yo conocía había muerto hacía meses, aun así, no quería aceptar que el ser que vivía en ese cuarto siempre recostado en el futón se había convertido en otra persona. ¿Era la misma mamá que estaba tan emocionada como yo porque empezaría a ir a la escuela? ¿La misma mamá que cantaba canciones para no aburrirnos en las largas caminatas? No, Kanzaki Tsubame había muerto en algún punto y no me di cuenta.

Jamás me había desvelado una noche entera, pero no podía dormir. Mudaron mi futón al cuarto de Sora y tío Manami, y papá se quedó solo cuidando de mamá después de que el doctor se marchó. Nunca supe qué le dijo.

Sus gemidos lastimeros empezaron al anochecer y duraron hasta el amanecer. Durante esas largas horas llegué a la conclusión de que mamá moriría una segunda vez.

Mantuve los ojos cerrados y la cara volteada hacia la pared. Todo me superaba, todo estaba lejos de mi comprensión. Estaba confundida y asustada. Quería dormir, quería soñar con mamá para siempre, que todo lo que pasaba fuera el verdadero sueño. Supongo que desde esa vez debí haberme acostumbrado a tal sensación; a sentirme ahogada e incapaz de gritar, a querer despertar de la pesadilla. Cuando todo cae sobre ti solo quieres dejar de sentir, pero yo no sentía dolor en mi corazón, no sentía nada más que un hueco, como si me hubieran arrancado algo importante. Durante horas luché contra el impulso de levantarme, no podía dejar de pensar en papá y en lo que él también estaba sufriendo en esos momentos, pero tío Manami y Sora seguían sin poder dormir, los escuchaba dar vueltas en el futón, y creía que al ser mayores tenían mejor juicio que yo si tampoco habían decidido levantarse.

Mamá se sumió en un profundo, callado y sordo sueño. No tenía forma de saber qué era lo que pasaba por su mente, pero asumía que debía ser muy agradable porque no quería despertar, no importaba cuanto la movieras o insistieras, no había ningún tipo de respuesta. Papá se quedó a su lado toda la mañana hasta que ella dejó de respirar. Él siempre fue fuerte, su sentido del humor no tenía rival. Muchas veces podían quedar fuera de lugar y no tener gracia, pero sus chistes siempre eliminaban la tensión en las situaciones incómodas. Siempre lo vi como una roca imperturbable, no en aspereza, sino en fortaleza. Era el pilar de la casa. Cuando mamá o tío Manami perdían la compostura él era quien se encargaba de permanecer en calma, a su propio modo. Por eso, cuando lo escuché llorar y gritar para que subiéramos de inmediato, no lo reconocí.

Sora y yo estábamos en una salita frente a un pequeño altar, no habíamos hablado desde el día anterior y tío Manami nos puso a rezar ya que no éramos capaces de jugar para distraernos. Vi a mi hermano palidecer hasta un punto preocupante, sus labios quedaron del color de una hoja de papel. Me tomó de la muñeca y me arrastró hasta el cuarto donde yacía mamá, pero, al igual que toda la mañana, no fui capaz de entrar. Sora me soltó y se acercó despacio. Papá tenía los dedos sobre el cuello de ella y tío Manami se encontraba parado junto a él, ambos estaban de espaldas a mí y no podía ver sus rostros. Esperé un par de minutos bajo el umbral, hasta que papá dijo con voz quebrada que su corazón ya había dejado de latir.

Nunca me acerqué. El eco de las palabras de papá resonó en mi pecho y ahí empezó a doler.

El hueco poco a poco se fue llenando de algo amargo que nunca había sentido antes, algo que empezó a rebalsar, y antes de que mi cabeza pudiera finalmente procesar lo que me había atormentado desde el día anterior, mis mejillas ya estaban cubiertas de lágrimas. Fueron las primeras lágrimas de un corazón roto.

Sin hacer ruido me retiré y bajé con el único pensamiento de escapar, de huir y esconderme en un lugar donde nadie pudiese encontrarme, pero no lo hice. Llegué hasta la cocina y me puse de cuclillas bajo una mesa. Lloré en silencio mientras trataba de respirar, con la absoluta certeza de dos cosas: que extrañé, extrañaba y extrañaría a mamá más que a nada en el mundo; y que mi dolor jamás iba a ser más importante que el de mi familia. Pero, aunque entendía eso, no pude salir del pequeño refugio bajo la mesa e ir a abrazarlos, ni de mirar el rostro de mamá una última vez. Una parte de mí lo hacía porque sabía que no había nada que yo pudiera hacer, otra parte porque al estar ahí el dolor se volvería mucho más real, pero una parte también lo hacía porque no quería que el último recuerdo de mi madre no fuera un cascarón vacío y envejecido. Forcé a mi mente a recordar a mamá con sus brillantes ojos color chocolate, con una sonrisa sincera, con sus mejillas sonrosadas; vibrante e incansable en mil maneras distintas.

A pesar de que era octubre, dijeron que ese día era especialmente cálido. Yo sentía frío. Por más que dijeran que los niños eran unas criaturas que pensaban que el mundo giraba alrededor de ellos, no creía que fuera así, porque yo no quería, aunque necesitaba, ser abrazada ni consolada. Muy en lo profundo, anhelaba un abrazo, pero no podía ser tan egoísta. Alguien, muchos años después y con gritos estridentes propios de su falta de tacto, me tuvo que sacar de la cabeza la idea de que mi dolor no importaba. Pero en ese momento, yo era una bolita llorosa que rechazaba la autocompasión.

Jamás pude volverme más fuerte e incluso dudaba haber tenido alguna vez esa capacidad. No habría importado si un adivino miraba mi futuro y me hubiese advertido a tiempo, no sé si habría servido que me dijeran que tenía que hacer de la pérdida mi rutina. Quizás fue mejor vivir sin saber. Sin embargo, si me preguntaran si cambiaría algo de mi pasado, no sabría qué responder.