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El cazador de pájaros en el infierno

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—¿Dices que la encontraste en la puerta de la escuela?

—Sí, de su escuela.

—Algo no cuadra en tu relato, Sora. —Mi hermano se puso rígido, pero intentó no cambiar su expresión. No era un auténtico actor, pero era lo que teníamos—. No es que le escuela de Aoi te quede precisamente en el camino.

—Acompañé a una amiga a su casa, por eso pasé enfrente. —Probablemente su cerebro estaba trabajando a la velocidad de la luz.

—¿Llueve a cántaros y decides acompañar a una amiga en lugar de venir directamente hacia aquí?

—Es lo que un hombre hace —intervino tío Manami acercándose a Sora y poniéndole una mano en el hombro. Él sonrió, aprovechando el repentino apoyo a sus palabras.

—Ustedes dos no tienen remedio —lamentó papá. —Pero la próxima vez haré que lleven paraguas, voy a arriesgarme a que los pierdan alguna vez.

Sora me empezó a hacer señales con la mirada, sabía que quería que empezara a cumplir mi parte del trato.

—Papá —lo llamé, mientras fingía secarme el cabello distraídamente—. ¿Estás enojado? —Decidí tantear el terreno. Él parecía igual de jovial que siempre, aunque también quería tiempo para pensar cómo pedírselo.

—¿Por qué tendría que estar enojado? —contestó levantando una ceja—. Nadie puede controlar el clima, mis pobres niños son solo unas víctimas —Se levantó y se nos acercó a Sora y a mí para revolvernos cariñosamente el cabello húmedo.

—Es que quería que fuéramos al festival de este fin de semana... —Dejé la oración en el aire, mirándolo directamente a los ojos. Ni intentar poner ojos de cachorrito, no me salían—. No hemos ido en mucho tiempo, y solo es una vez al año. Tampoco pediré que me compren cosas, solo quiero ir un rato y pasear.

Papá suspiró.

—Lo arruinaste.

—¿Ah? —Volteé a ver a Sora, quien me miraba confundido.

—Era una sorpresa. —Luego se levantó y caminó hasta el pequeño armario de la salita y sacó una caja de madera—. Supuse que sus kimonos "elegantes" ya no les quedarían, así que mandé a hacer unos nuevos. Abrí los ojos en sorpresa y me acerqué rápidamente a la caja, de donde papá sacó un kimono rojo con distintos tipos de flores blancas y azules, y con algunos detalles en color negro. El obi era naranja, de un tono parecido al dorado, y con estampado de rombos. Mis ojos se quedaron pegados a las prendas desde que papá las tomó con ambas manos hasta que las extendió sobre el suelo de tatami para verlas mejor, probablemente yo parecía un gatito persiguiendo un reflejo. —Sé que es algo simple, pero estoy seguro de que les quedará bien. —No quería tocarlo temiendo estropearlo o arrugarlo, y ya no volteé cuando sacaron el nuevo kimono de Sora. En mi pequeño mundo, en ese momento solo existía ese kimono de rojo vibrante, que sería la prenda más vistosa que me pondría alguna vez.

Jamás fui una niña demasiado afectuosa, no era de besos ni abrazos, pero después de un rato contemplando su regalo, me giré para abrazar a papá, quien me devolvió el abrazo con más fuerza.

En medio de una emoción infantil, los días pasaron volando. Me había impacientado esperando toda la tarde la hora en la que papá finalmente confirmara que cerraría temprano el restaurante. Cuando lo hizo, corrí a mi cuarto y saqué mi kimono nuevo. Justo a la par, tenía mi anterior kimono, el cual era bastante parecido al mi yukata celeste, solo que tenía hermosas flores púrpuras, blancas, rosadas y amarillas, con diminutas hojas verdes entrelazando todas ellas. Al ver ambos kimonos, sentí una punzada en el pecho. El kimono viejo había sido una elección de mamá, era inevitable que me llenara de nostalgia. También era muy hermoso, y ahora contenía un significado valioso para mí; era un objeto preciado.

Al probármelo no necesité un espejo para darme cuenta de que se me veía raro. Me quedaba pequeño: me había costado meter los brazos por las ahora estrechas mangas y terminaba justo debajo de las rodillas. Suspiré; esa iba a ser la última vez que me lo pondría. Se iba a quedar guardado para siempre. Por otro lado y a pesar de que no lo habían hecho directamente con mis medidas, el kimono nuevo me quedaba perfecto, justo a la altura de los tobillos. Sonreí antes de abrir la puerta y bajar para que alguien me ayudara a colocar bien el obi.

—Ah, lamento no poder hacer algo por tu cabello. —Papá miró mis coletas con una expresión dubitativa—. Era tu madre la que te hacía bonitos peinados, ¿crees que puedes hacer algo tú misma?

Negué con la cabeza. Nadie había intentado enseñarme y realmente no era que me interesara mucho aprender. Lidiar con el cabello era una tarea tediosa. Había intentado cambiar mis coletas por unas trenzas, pero el resultado había sido horrendo. Hacía poco me habían dolido los brazos intentando hacer un recogido.

—No importa —dije sonriendo.

—Bueno, ahora solo falta esperar a Manami y estamos listos. ¿Qué hace que se tarda tanto?


Nuestro hogar estaba ubicado en una calle ni muy ancha ni muy estrecha. Las casas estaban bastante pegadas unas con las otras, aunque la mayoría eran también tiendas o algún otro puesto comercial. Durante el día era bastante concurrida y se llenaba con el bullicio de los transeúntes, pero al caer la noche era raro ver pasar alguna persona por allí. La mayoría de nuestros vecinos también irían al festival, así que era fácil deducir por qué ese día todo parecía más quieto y silencioso que de costumbre, lo cual resultaba casi aterrador. Cuando empezamos a caminar, noté que solo un par de casas de nuestra calle tenían las luces encendidas, las restantes estaban sumidas en completa oscuridad. Era curioso que tuvieran las luces encendidas a tal hora, puesto que aún no se había escondido completamente el sol. El cielo estaba despejado, extendiéndose sobre el valle en tonos púrpuras gradientes. Me pregunté si habría luna llena esa noche.

El trayecto me pareció más corto que de costumbre mientras escuchaba conversaciones casuales entre mi familia, participando muy poco en ellas. Cuando llegamos, ya era oficialmente de noche.

No era ni por asomo el festival más grande ni más importante del distrito, pero cuando vi la calle principal iluminada por infinitas lámparas, mi corazón se aceleró. Quería soltarme de la mano de papá e ir a echar un vistazo a los distintos puestos de juegos y de comida, pero fui paciente. La comida olía bien, sin embargo, no tan bien como la de nuestro restaurante. Pero mi mente ya se había hecho la idea de comer dulces, relacionando la imagen de festival y azúcar como si fueran sinónimos. La paciencia amenazaba con acabarse cuando noté a un niño pasando a la par mía con una manzana cubierta de caramelo.

Decidí enviar señales sutiles; fijando los ojos en algún postre que llevara cualquier persona que pasara junto a mí, esperando que papá pudiese notarlo. Prometí no pedir nada y así sería, pero no lo iba a pensar dos veces si me ofrecían comprarme algo. Para mi mala suerte, él estaba muy distraído viendo unas pinturas que todos sabíamos que no iba a comprar.

—Hay una danza en la plaza, pero creo que ya va a terminar. Después habrá una obra, pero por experiencia propia le digo que a esta hora ya no encontrarán ningún sitio para observarla de cerca. —explicó un hombre al que no reconocí, parecía haber respondido algo que le había preguntado tío Manami. Luego continuó su camino.

—Oh, eso nos pasa por venir tarde. —se quejó Sora.

—No hay problema, seguro conseguiremos un lugar. Déjenmelo a mí. De todas formas, no mucha gente se queda a ver obras. —dijo tío Manami.

—De hecho, creo que es el revés; se va a llenar de más gente con la obra —opinó papá.

—Pues no estoy de acuerdo, por lo que he visto no es así.

—Solo porque a ti no te gusten mucho las obras de teatro no significa que a los demás tampoco.

—¡¿Qué?! ¡¿Cuándo dije que no me gustaran las obras?!

—No hace falta que lo digas, te quedaste dormido en una.

—Fue hace años, como dices, así que no me sermonees. Además, no fue por la obra, era porque estaba cansado. Pero ya verás, voy a probar lo que digo.

—Va a ser por gusto, pero ve si tanto quieres —lo retó papá con una sonrisa socarrona.

—¿Puedo ir con él? —preguntó Sora. Papá aceptó, y solo nos quedamos él y yo mirando las pinturas.

—¿Sabes, Aoi? Esta vez de verdad quiero comprar una pintura, algo para adornar el restaurante. Probablemente venga el siguiente fin de semana, pero podrías ayudarme a escoger.

Seguí acompañándolo tomada de su mano. Ya que ahora tenía poder de decisión, de pronto me sentía interesada por las pinturas. Había desde retratos de desconocidos, hasta pinturas sobrias animales y paisajes. Yo estaba en búsqueda de algo colorido. Mi atención siempre se enfocaba más en las pinturas de gatos, pero papá y yo no concordábamos, él parecía más atraído por las pinturas de paisajes aburridos y minimalistas.

—Señorita, usted parece no reconocer el valor de la simpleza en el arte.

—¿Quieres decir que no tengo buen ojo?

—No solo no tienes buen ojo, sino malos gustos —dijo antes de reír. Fruncí el ceño.

—¡Pero si te gustan los gatos! —repliqué.

—Definitivamente no como los pinta este señor. — Se cubrió la boca y volvió a reír.

—Si tanto quieres de paisajes entonces mejor no hubieras pedido mi opinión.

—Te traje aquí para divertirnos un rato, no para que te enojes conmigo. —Su tono era alegre—. Ya sé, te compraré sakura mochi para que se te pase el mal humor.

En mi mente grité por fin. Sonriendo, me acerqué a un puesto que estaba cerca de las pinturas. Mis ojos vieron los daifukus exhibidos en toda su gloria y tuve que cambiar de opinión. Justo cuando acabé de comprar, llegó Sora muy triunfante, diciendo que a pesar de que había muchas personas, habían logrado conseguir un espacio casi al frente. Así que nos dirigimos allí después de que papá comprara unos calamares a la parrilla.

Cuando llegamos, todavía no había terminado la danza. Sobre una plataforma bailaban siete mujeres. Las improvisadas lámparas que hacían la suerte de reflectores, iluminaban sus maquillajes blancos otorgándoles un resplandor fantasmal. Con gracia, movían sus abanicos de manera que recordaban a las alas de una mariposa, o, a veces, tan rápido que parecían alas de colibríes. Las cinco mujeres que bailaban al centro tenían largos kimonos púrpuras con motivos de aves y flores, con faldas que se arrastraban por el suelo, pero había dos niñas, con kimonos azules y peinados definitivamente menos elaborados, quienes bailaban cada una en un extremo, girando como manecillas de reloj alrededor de las mayores.

Aunque estaban maquilladas, no se me hizo difícil reconocerlas: eran Miho y Yuno. Las gemelas iban a la misma escuela que yo, pero al estar en otro año, no nos topábamos mucho. Es triste ver como el tiempo nos aleja de las personas; ahora yo era tan desconocida para ellas como ellas para mí. O tal vez no era así, pero no tenía forma de saberlo, hablarles me daba vergüenza. En mis recuerdos, eran un par de chiquillas revoltosas a las cuales les era imposible quedarse quietas, pero bastaba con mirarlas por la calle para darse cuenta que se habían vuelto más maduras. ¿Cómo se suponía que debía dirigirme a unas personas con las que compartí mucho tiempo pero que ya no eran lo que solían ser?

El espectáculo acabó pocos minutos después, dando paso a un breve interludio de koto y shamisen antes de la obra.

La tarima volvió a iluminarse, revelando la nueva escenografía: un espacio desnudo. Los músicos anteriores fueron reemplazados por un flautista y dos personas tocando los tambores en la parte de atrás. El primer personaje en aparecer es Enma, el rey del infierno, vestido con un largo kimono de colores vívidos, una máscara aterradora, y con una corona dorada sobre su peluca rojiza. Detrás de él caminan sus demonios, con atuendos parecidos al del rey, solo que menos elaborados.

Agitando bastones de bambú, los demonios cantan:

—Emma, el rey del infierno, arriba al encuentro de los Seis Caminos.

Yai, Yai. ¿Dónde están mis secuaces? —grita el rey. Los demonios se hacen escuchar—. Si viene un pecador, mándenlo directo al infierno —advierte.

Enma se mueve alrededor del escenario al ritmo del coro. Luego, se coloca en medio de las dos filas que han formado los demonios. Entonces aparece un nuevo personaje, con un simple kimono blanco y sin máscara, y dice:

Todos los hombres son pecadores. ¿Qué tengo que temer? No soy más pecador que los demás. Me llamo Kiyoyori, un cazador de pájaros. Era muy conocido en el plano terrenal. Pero el lapso de mis años llegó a su fin, como todo lo que existe en el valle de las lágrimas; fui atrapado por el viento de la impermanencia; y aquí estoy, marchando hacia la tierra sin sol.

»Sin una sensación de despedida, sin un ápice de remordimiento, abandono el mundo de la impermanencia, y mientras deambulo sin guía, he llegado al Encuentros de los Seis Caminos. En efecto, este es el Encuentro de los Seis Caminos de la Existencia. Después de la debida consideración, deseo ir al Cielo.

Los demonios se regocijan al ver llegar a un pecador e intentan dirigirlo al infierno.

¡Ven, pecador! El infierno está siempre cerca, lo cual es más de lo que puede decirse del cielo. ¡Vamos, vamos! —Los demonios se acercan para golpear a recién llegado, pero Kiyoyori se defiende hábilmente—. Déjame decirte que estás mostrando mucho más espíritu que la mayoría de los pecadores. ¿Cuál era tu trabajo cuando estabas en el plano terrenal?

Era un famoso cazador de pájaros. —responde Kiyoyori.

¿Un cazador de pájaros? Eso es malo; tomabas la vida desde el amanecer hasta el anochecer. Tus pecados son increíblemente serios, me temo que tendrás que ir al infierno.

¡Oh, no! No soy un vil pecador como quieren hacerme ver. Por favor, déjenme ir al Cielo.

Los demonios se niegan, pero van a comentarle a Enma sobre el caso del cazador. El rey manda a llamar a Kiyoyori, donde le explica que sus pecados no tienen perdón y que él, sin duda alguna, deberá ser enviado inmediatamente al infierno.

Es cierto lo que dices sobre mí, pero los pájaros que solía cazar eran usados para alimentar halcones. No creo que haya algún daño en ello —se defiende el acusado.

¡Bueno, eso pone el caso en una posición distinta! —responde Enma—. No considero tu pecado una ofensa muy seria.

Agradezco su comprensión. Realmente no fue culpa mía sino de los halcones. En tal caso, espero que me envíe al Cielo.

Ya que yo, el Rey del Infierno, no he probado jamás un pájaro, caza uno con tu bastón y déjame comerlo. Entonces, te concederé tu deseo sin demora.

Mientras los demonios cantan el coro, Kiyoyori se mueve sobre el escenario agitando su bastón. Regresa hacia donde lo espera el rey y extiende su abanico pretendiendo que coloca los pájaros sobre él. Enma queda encantado con la comida, y no deja de proferir sonidos de satisfacción. Los demonios quedan también maravillados con los pájaros cuando se los son ofrecidos.

¡Jamás había probado algo tan delicioso! —celebra Enma—. Ya que me has dado tal regalo, te devolveré al plano terrenal, donde cazarás pájaros por otros tres años.

Kiyoyiri se alegra, y como es comandado, regresa sobre sus pasos hacia el mundo de los vivos. Pero antes de dejarlo partir, el rey le obsequia su corona de oro, y danza con ella puesta mientras se aleja para comenzar el segundo periodo de su vida.

—Qué bazofia —escuché decir a Sora.

—Es comedia —dijo papá. Tío Manami se quedó dormido sobre su hombro y estaba tratando de despertarlo. Era una lástima porque se había perdido el momento en el que el actor que interpretaba al cazador tropezó en su propio kimono y toda la gente intentó ahogar su risa, incluyéndome—. Me pegaste el sueño y se me durmió el brazo, ya levántate.

Tío Manami se estiró y luego restregó sus ojos cual niño. Era conmovedor ver que se comportaba por completo como el hermano menor. Sin embargo, yo lo admiraba; era fuerte y decidido, tremendamente orgulloso. Pero podía perder los estribos muy rápido, ahí era cuando papá actuaba, calmándolo. Él lo había malcriado, es decir, lo había consentido toda su vida, casi pudiendo ser su propio hijo. No es que las chicas revolotearan a su alrededor, pero sé que cualquiera se hubiese sentido alagada por ser el centro de atención de tío Manami. Él también era divertido, eso también les gustaba a las mujeres, ¿no? Por ello no entendía la razón por la cual nunca había alzado el vuelo, no quería ser demasiado ingenua y pensar que era porque nos quería demasiado. Nunca lo vi interesado en alguien de forma seria, aunque a veces coqueteaba con las clientas. Sí, entender cómo funcionaba el corazón era complicado, y era todavía más complicado cuando tratas de comprender el de otra persona.

Después de esa obra le sucedieron otro par de extensión más larga, pero todo pasó sin pena ni gloria. Sora había desaparecido de repente durante la última obra, regresando hasta que las personas empezaron a levantarse cuando todo el espectáculo hubo acabado. Venía con una sonrisa de oreja a oreja.

—Mis amigos están aquí, dicen que van a ir a ver los fuegos artificiales que lanzarán más tarde, ¿podemos ir también?

—Creo...— Papá lo meditó unos instantes—. Creo que es mejor que yo me vaya a casa, pero tú puedes quedarte. Eso sí, con una condición: Manami también se queda. El mencionado no puso objeción y sonrió.

—Vamos a regresar muy tarde, Kaito, así que no nos esperen despiertos —dijo tío Manami, divertido.

—Papá, ¿puedo quedarme también? —pregunté antes de que papá volviera a abrir la boca.

—¡No, Aoi! Es solo reunión de chicos. —Sora cruzó los brazos sobre su pecho. Enfadada, caminé hacia él y me puse de puntillas para alcanzar su oreja.

—Yo te ayudé a convencer a papá para que viniéramos. Llévame contigo. —susurré.

—Tú no hiciste nada, mentirosa, él ya planeaba traernos. Eso anula tu parte del trato, así que ahora tendrás que hacerme otro favor para compensar lo que hice por ti.

—¡Yo no te debo nada! —grité por lo bajo.

—A ver, a ver, ¿qué tanto se están secreteando? —Papá se acercó a nosotros y me puso una mano en la cabeza. Sabía que iba a decir que no. —Tenemos todavía que caminar bastante rato para llegar a casa y tienes que dormir. Yo tengo que dormir, así que vas a acompañarme.

Hice un puchero, pero al final asentí. No tenía derecho de reclamar nada de todas formas. Sora, con evidente felicidad, se acercó a papá para agradecerle y asegurarle que no se tardarían mucho, ya que volverían justo cuando terminara el espectáculo. Luego, tanto él como tío Manami agitaron la mano como señal de despedida y giraron para encontrarse con los dichosos amigos de mi hermano.

—Bueno, ¿te divertiste? —preguntó tomándome de la mano para emprender el camino de regreso a casa.

—Sí, lo que me más me gustó fue lo poco que vimos de la danza.

—Ah, porque estaban tus amigas, ¿no es cierto? —Me sonrojé.

—¿También las reconociste?

—Por supuesto.

—Pero ya no son mis amigas —repuse.

—Eso es porque tú no quieres que lo sean.

—No... no es por eso.

—Deberías hablarles. Diles que las viste bailando en el espectáculo del festival y pregúntales cómo es que se convirtieron en bailarinas. Creo que sería un buen tema para iniciar la conversación.

Asentí, pero realmente no pensaba seguir su consejo. Ni siquiera pensé en ello, a decir verdad, solo podía sentirme enojada son Sora. ¿Por qué él tenía más libertad que yo? A mi edad, a él lo dejaban hacer muchas cosas que a mí no. Quería ver los fuegos artificiales, ver luces rojas, verdes, moradas y doradas que serpenteaban el cielo casi llegando a las estrellas, y que luego explotaban cambiando de colores, tomando la forma de un paraguas y cayendo como gotas de lluvia brillantes. Pocas cosas podían ser tan hermosas.

El camino hasta nuestro pueblo poco a poco dejaba el paisaje urbano y pasaba entre un par de colinas. En la distancia, con ayuda de la media luna, podían verse las figuras más oscuras de las montañas de abetos, a duras penas distinguiéndose del cielo. Antes de entrar al pueblo, un pequeño tramo pasaba en medio de una larga hilera de fresnos aún con hoja verde, puesto que todavía faltaban varias semanas hasta que el otoño llegara a cubrir todo el paisaje de tonos ocres. El sonido que hacía el suave viento al pasar entre sus ramas era relajante.

Nuestra calle todavía seguía a oscuras, pero sabía que no era porque los vecinos estuvieran durmiendo; sabía que, al igual que mi hermano y mi tío, se había quedado para ver los fuegos artificiales. Volví a sentir molestia.

—Te prometo que en el próximo festival nos quedaremos para ver los fuegos artificiales —mencionó de la nada papá mientras abría la puerta, como leyéndome la mente—, lamento que hoy no.

Se le notaba cansado.

—¿Estás bien? —pregunté en voz baja. Él no volteó a verme. Lo seguí mientras subíamos las escaleras a oscuras.

—Sé que ya eres lo suficientemente mayor como para entenderlo. —Abrió la puerta de mi cuarto y prendió la luz, luego se giró para dedicarme una sonrisa triste—. Es en días como hoy que recuerdo a tu madre, la recuerdo más que de costumbre.

—¿Es porque nunca habíamos ido a un festival sin ella? —Era más una pregunta retórica. Lo sabía bien, lo entendía.

—El tiempo lo hace cada vez menos doloroso, ¿no te parece? Pero la extraño muchísimo. —Sacó mi futón del pequeño armario y empezó a extenderlo, aunque desde hace mucho tiempo que yo ya no necesitaba ayuda para arreglarlo. Me quedé en silencio durante un par de segundos pensando qué decir.

—Yo también la extraño. —No me gustaba hablar sobre ella, era algo que trataba de evitar cuanto pudiera. Pero papá, quien me conocía mejor que nadie, volvió a disculparse.

—Perdón por siempre mencionarla. ¿Recuerdas lo que te dije hace tiempo? Ella siempre vivirá dentro de nosotros, eso no es algo que podamos cambiar.

—¿A través de los recuerdos?

—A través de los recuerdos —afirmó.

Me quedé en silencio, mirando distraídamente las mangas de mi kimono.

—Pero no lo digo para que te pongas triste. Solo que... —Suspiró poniéndose de cuclillas. Sin mirarlo al rostro, porque me dolía ver esta versión vulnerable de papá, me agaché un poco y lo abracé.

—Puedes hablar conmigo. —Traté de sonar segura. Papá rio suavemente contra mi hombro.

—Gracias, Aoi. Tengo la dicha de tener una hija amable y con un gran corazón.

Al separarme vi sus ojos brillantes mientras sonreía, y ese gran corazón que papá decía que tenía se rompió. Me arrodillé frente a él. Recordé que, cuando era más pequeña y me sentía triste, él acercaba más su futón para consolarme. Cuando cambié de habitación, alegando que una niña de mi edad ya debía dormir sola, me di cuenta que era él quién se sentía triste.

—Duerme hoy conmigo— pedí y, sabiendo que lo hacía por él, volvió a decir:

—Gracias, Aoi.

Doblé cuidadosamente mi precioso kimono rojo y lo guardé en el armario. Papá trajo su futón y apagó la luz cuando se aseguró de que ya estuviera tapada hasta el cuello.

No estaba cansada, era verdad, pero sí tenía sueño. Las últimas noches caía rendida como piedra en pozo con solo poner la cabeza sobre la almohada. Mi cerebro ni siquiera quería gastar energías para soñar, así que era un descanso con sueños de fondo negro. Eso, o lo olvidaba todo inmediatamente después de despertar. Ni siquiera recordaba la última vez que soñé. Aunque jamás se lo dije a nadie, estaba convencida de que cuando soñabas era porque estabas en un mundo completamente distinto al cual solo puedes viajar al dormir. El mundo de los sueños era un mundo real y todo lo que sucedía ahí, por bizarro que fuera, también era real. Algo así como una dimensión, una dimensión a la que solo tu mente podía ir, nada más que no fuera incorpóreo. Llegué a esa conclusión después de darme cuenta que mientras más somnolienta estaba, con mejor detalle podía recordar sueños que había tenido anteriormente, e incluso podía recordar sueños que ya había olvidado por completo. Mientras más despertaba, más me alejaba de ese mundo, era natural.

No entendía por qué el mundo de los sueños me había cerrado la entrada, me inquietaba pensar que quizás había un problema conmigo, después de todo, sabía que todas las personas soñaban, y hasta los animales. Tío Manami decía que cuando un gatito estaba durmiendo y algunas partes de su cuerpo tenían pequeñas sacudidas, era porque estaba soñando. Había visto a perros moviendo sus patas en su inconsciencia también. ¿Cada quién iría a un mundo diferente al dormir o todos podíamos reunirnos en la misma dimensión? De ser así, ¿quién dirigía el sueño? Tenía sentido si me ponía a pensar que las decisiones que tomaba no se sentían mías, era como una Aoi-marioneta, porque los sueños nublaban mi juicio. En un sueño estaba completamente bien que todas las casas de mi calle se volvieran de pan; podía parecerme buena idea meter el mar en una botella; jamás me cuestionaría por qué razón la emperatriz era mi vecina; era correcto que los monos se pusieran kimono y danzaran; no había nada que me impidiera subir el Monte Fuji en tres parpadeos; era normal que pudiera meterme al estanque para platicar con los peces.

En el mundo de los sueños mamá estaba viva; y a menos que no hubiese reencarnado ni ido al más allá, no había forma de que ella pudiese soñar y acompañarme en ese mundo. Aunque, si lo pensaba mejor, nadie sabía que pasaba realmente después de la muerte. Quizás no existía el más allá ni la reencarnación. Quizás los muertos estaban atrapados en ese mundo, soñando y soñando por la eternidad.

Pero pensar en los sueños no me ayudó a soñar, y el color negro me absorbió lentamente mientras seguía pensando imposibilidad tras imposibilidad.


El sentido del oído fue el primero en espabilarme. Detectó ruido en algún lugar de la casa y, en medio del estado de confusión producto de mi recién despertar, el sonido residual se quedó haciendo eco en mi cabeza. Mis ojos se abrieron, pero a su vez, rechazaron el contacto con el exterior, por lo que volví a cerrar los párpados. No tenía duda de que el ruido lo había causado Tío Manami o Sora al entrar, por lo que me propuse a dormirme de nuevo, esperando no volver a ser disturbada.

Esperé escuchar los sonidos de pasos por las escaleras y el pasillo para asegurarme de que no iba a despertarme nada más. Sin embargo, pasaron algunos minutos y la casa seguía sumida en el más profundo silencio. Pensé que, ya que estaba aún adormecida, no había prestado atención y mi hermano y mi tío ya se encontraban en sus respectivos futones. Estaba por dormirme de nuevo cuando escuché un pequeño sonido repetitivo, apenas audible y que llegaba de forma poco clara a través del silencio sepulcral que lo rodeaba.

Hay muchos sonidos que pueden confundirse en la noche, y había aprendido a no temer a ninguno de ellos. Después de todo, los ruiditos de una casa podían ser variados; como el crujir de la madera, el viento silbando a través de una rendija, goteras, o ronquidos espantosos. Ni hablar de los que podían escucharse en una calle aparentemente desolada. Mi cuerpo estaba relajado y debajo de las cobijas estaba tan tibio que ignorar el ruido para finalmente dormir profundamente no me parecía difícil. Pero, por supuesto, estaba equivocada. A veces sonaba más fuerte cuando estaba más cerca de perderme en la inconsciencia, más pegajoso.

Me revolví en el futón mientras sentía toda comodidad abandonándome y el sueño mermando, por lo que, de mal humor, me senté para escuchar mejor de dónde provenía el sonido. A mi lado, la respiración acompasada de papá era muy suave como para romper el silencio. Me restregué los ojos y decidí levantarme. Tal vez ellos seguían abajo y por eso no los escuché. Despacio, con cuidado de no despertar a papá, corrí la puerta y volví a cerrarla cuando salí.

Asomé la cabeza antes de bajar las escaleras, pero abajo no se veía ninguna luz ni ningún indicio de que alguien estuviera por ahí. Con cada escalón, el sonido sonaba más cerca, naturalmente. Pero mientras más claro se escuchaba, más inquietante se volvía. No provenía de la cocina, sino del pasillo de la entrada, lo cual era extraño, porque se oía como si alguien estaba masticando. Al llegar al final de la escalera, el aire se volvió frío y la atmósfera parecía más pesada. Me dije que no tenía nada que temer, seguro que era mi hermano atorándose un bocadillo. Pero la piel se me erizó y empecé a escuchar los latidos de mi corazón. Vi la entrada a varios metros desde mi posición, tan oscura como el resto de la casa y caminé despacio hasta el interruptor que encendía el único bombillo, y todo volvió a ser tan silencioso como en un principio.

Un escalofrío nació desde la base de mi espalda y se extendió como una llamarada por el resto de mi cuerpo, anterior al frío que congeló mis piernas.

Sora tenía los ojos fijos en mí.

Su mirada opaca y vacua, su cabeza flotando en un charco de sangre.

Mi corazón dejó de latir y el mundo se paralizó junto con el flujo de mis venas. Parpadeé rápido para tratar de borrar la ilusión óptica, hasta que mi propia mirada se desvió hacia una ancha espalda cubierta con un manto negro. Eso giró su cabeza para que viera el infierno en sus ojos. Irises de color naranja como la lava en medio de escleras negras. Eran los ojos de un depredador; con las pupilas verticales de una serpiente y, sin embargo, demostraban la fiereza de un tigre. Abrí la boca, preparada para gritar, pero no podía.

Me sonrió. Su boca manchada de rojo, con gotas estilando por su barbilla. Luego, llevó un pálido dedo índice a sus labios.

—Shhhhhh...

Se movió ligeramente hacia un lado, revelando una masa deforme de carne, con pequeños montículos blancos sobresaliendo en algunas partes. Más allá, cercano a la puerta cerrada, tío Manami yacía en el suelo, con su cuerpo y su ropa en perfecto estado, pero su cabeza, como la de Sora, estaba limpiamente cortada en separación con su cuerpo.

Sentí los ojos y la garganta secos, mientras intentaba sacar el aire atorado en mis pulmones. Mis piernas cedieron y caí hacia atrás, a duras penas sosteniéndome con brazos temblorosos. Complacido, resumió su tarea. Verlo descender para hundir sus colmillos en la carne funcionó como el detonante que mis cuerdas vocales requerían para soltar el grito horrorizado que tenía atorado.

Entonces se levantó, con fuego saliendo por esos orbes naranjas. Incapaz de ponerme de pie, me arrastré hacia atrás sin poder despegar mis ojos de los de él. Caminó lentamente hacia mí mientras levantaba una mano mostrando sus garras.

—No pudiste ser una niña buena. —susurró.

No entendía nada, como si el miedo hubiese paralizado todas mis neuronas. Antes de que mi espalda tocara la pared, eso dirigió su mirada hasta las escaleras. Papá apareció, y todo sucedió en un instante.

Miré su expresión horrorizada, mientras que eso cambió de objetivo y levantó ambas manos dispuesto a desgarrar a papá, pero él fue más rápido y el zarpazo se lo llevó la pared. Saltó hacia un lado, cerca de donde yo me encontraba, y cuando me vio, sin tiempo de procesar nada, me tomó en ambos brazos y me llevó hacia la cocina, dispuesto a salir por otra puerta

—¡¿Estás herida?! —preguntó en pánico.

Pero eso se movió como un rayo. Bloqueó en una milésima de segundo la salida y papá regresó a toda prisa con la idea de salir por la puerta principal. Él no había tenido tiempo para ver lo que ahí había, y cuando finalmente lo hizo, se quedó muy quieto, lo que eso aprovechó para golpearlo. El dolor pareció haberlo hecho reaccionar, y me puso en el suelo, empujándome hacia las escaleras. Eso reía divertido con la situación, a pesar de que aparentemente era lo suficientemente rápido y lo suficientemente fuerte como para habernos matado ya, se movía lentamente.

—No planeaba matarlos a ustedes. Solo quería comer, disfrutar mi comida en silencio.

Nos acorraló, por lo que el único camino viable era subir. Sin quitarle los ojos de encima, papá subió las escaleras hacia atrás, yo estaba pegada a su espalda, hasta que llegamos al final del pasillo. Papá volvió a empujarme, esta vez hacia una puerta. Papá alcanzó una mesita alta que estaba puesta a un lado de esta puerta y la aventó contra eso. Tal acción le dio tiempo suficiente como para mirarme por un segundo y luego voltear hacia mi cuarto, que tenía la luz prendida. En un movimiento rápido, ingresó a él, esperando darle a eso con una herramienta que no logré distinguir desde donde estaba. Eso pasó de largo, me sonrió brevemente para luego ignorarme y entrar también al cuarto, cerrando la puerta de papel tras de sí, como si quisiera evitar que observara lo que iba a suceder.

Lo siguiente pasó como si estuviera presenciando en primera fila la función de un teatro de sombras. La figura corpulenta estaba parada en el centro de la habitación, mientras que la más delgada le golpeaba una y otra vez, hasta que simplemente eso se aburrió. Hubo jadeos y un pequeño forcejeo en el cual no pude distinguir a ninguno, y luego alguien fue empujado contra puerta, la cual fue rasgada con un movimiento tan rápido que no pude seguirlo con la mirada, casi parecía haber sido provocado por una entidad invisible. La mayor parte de lo que quedaba de la puerta se oscureció y no pude escuchar nada; ni un grito, ni una voz, ni un gemido. Menos una palabra. Las orillas de la rasgadura goteaban, y por ese pequeño espacio únicamente pude ver los horrendos ojos enmarcados.

Yo no podía parpadear, no podía pensar. Mis piernas temblaban y fue el instinto lo que me hizo ponerme en movimiento. No llamé a papá, y no sé por qué no lo hice si entonces no había comprendido lo que había acababa de pasar.

Corrí, pero, de alguna manera, mis pies descalzos se habían manchado de sangre, lo que me hizo resbalar justo cuando empezaba a bajar. Rodé por los escalones. Cuando mi cuerpo quedó tendido al pie de las escaleras, sentí como el dolor palpitaba en todo mi cuerpo, subiendo de intensidad con cada instante. No quería moverme, pero mi corazón seguía latiendo furiosamente, distribuyendo grandes cantidades de sangre a mis extremidades, mientras algo en el fondo de mi mente gritaba corre. Subí la mirada hasta el inicio de las escaleras, donde eso, donde el monstruo se erguía imponente y espantoso, a una altura que, con él ahí, se extendía de forma vertiginosa y peligrosamente cercana a la vez. Sus ojos se posaban sobre mí. Mi mente quedó en blanco, pero fui capaz de sentir; más allá de miedo, sentí cómo pequeños bichos asquerosos subían por mis pies hasta mis brazos y mi rostro, caminando sobre mí con pequeñas patas velludas que causaban cosquillas y repelús.

Me levanté, enfocando mi vista única y específicamente hacia la salida de la cocina. Mientras corría no sentía dolor, no podía escuchar nada más que el martilleo en mis oídos, tan parecido al sonido de un reloj que contaba los segundos hacia el desenlace de algo inevitable. Estaba siendo perseguida y ese era el único pensamiento que llenaba mi cabeza, lo que nublaba cualquier otra cosa.

Aún en completa oscuridad, evadí las mesas del restaurante y llegué hasta la puerta. Sentía el sudor frío recorriendo mi rostro al no poder abrir la puerta lo suficiente rápido debido a que todo mi cuerpo temblaba incontrolablemente. Al salir, la luz del cielo iluminó el oscuro camino, y fue ahí cuando grité y grité; una parte de mí esperando que alguien me escuchara, otra parte para cubrir el eco de los pasos que me acechaban. El monstruo me había dado suficiente tiempo para escapar. Estaba disfrutando la cacería, sabiendo que un conejo, por más que saltara y saltara, no tenía oportunidad alguna contra el zorro más fuerte de la pradera. Y yo era una pequeña cría temblorosa, débil y asustada.

O no era un conejo: era un pichón que aún no había aprendido a volar, y el monstruo era el cazador de pájaros, uno que cazaba pájaros desde el anochecer hasta el amanecer.

Sin haber tenido oportunidad de recorrer muchos metros mientras me dirigía a ningún lugar en específico, sentí un dolor agudo recorriendo mi espalda, lo que me detuvo. Caí de rodillas, pero el dolor era más fuerte de lo que podía soportar, por lo que mis fuerzas cedieron y volví a quedar tendida en el suelo, esta vez en medio de una calle bañada de tenue luz de luna; la media luna que estaba colgada sobre mí como una sonrisa, burlándose. Como si fuera cómplice del monstruo. Mi respiración seguía agitada. Con la oreja pegada en la tierra, podía distinguir mucho mejor los latidos de mi corazón, los cuales estaban lentamente reduciendo su tempo veloz. Una posa de sangre empezó a formarse debajo de mi cuerpo y, aterrada, solo pude esperar el momento en el que nada hiciera ruido jamás y no volviera a escuchar ningún latido.

Sin embargo, fui capaz de escuchar algo partiendo el aire seguido de una voz, que, aunque no pude distinguir lo que decía, tenía un tono angelical. Y solo eso bastó para que mi cuerpo se relajara, bastó para que el peso se levantara y pudiera cerrar los ojos, recuperando la ansiada oscuridad rodeándome para por fin descansar.

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Perdón si hay algún error de cualquier tipo, prometo revisar y arreglar el capítulo algún día c:

La idea de la herida de Aoi se la pedí prestada a la bella Kiryhara, la cual aparece en su fanfic Don't forget how to breathe.

La obra que cité descaradamente es una obra de teatro kyōgen (una especie de teatro cómico japonés), homónima al título de este capítulo.

Ahora, terminología:

Sakura mochi es un postre japonés de color rosa hecho de arroz cubierto con una hoja y relleno de una pasta de frijoles rojos. El daifuku es un pastel, también de arroz, relleno con una fresa. Mi headcanon es que la fruta favorita de Aoi son las fresas.

El koto y el shamisen son unos de los instrumentos tradicionales más famosos de Japón (no sé cómo describir el koto, pero el shamisen parece un banjo).

Yukata es un kimono ligero hecho de algodón que se usa especialmente en verano.