Descargo de responsabilidad: Orgullo y Prejuicio le pertenece a Jane Austen y a sus herederos. De la misma manera, la película del mismo nombre de 2005, dirigida por Joe Wright, le pertenece a sus pertinentes propietarios. En cambio, la historia que vas a leer es solo mía.


PRÁCTICA Y POSIBILIDADES

POSIBILIDADES

Era uno de esos escasos momentos de paz en Hunsford. El señor Collins había ido a asistir a uno de sus parroquianos y Charlotte se había acercado a la casa de uno de sus arrendatarios, cuya esposa se recuperaba de un parto difícil. En la casa solo quedaban ella y dos muchachas del servicio, disfrutando de la deliciosa quietud de una casa callada. Sin el runrún molesto de su propietario, ni las bienintencionadas, aunque odiosas, sugerencias para mejorar su apariencia, ni las continuas admoniciones sobre el aleccionamiento moral de las más jóvenes Bennet.

Paz. Por fin había paz…

Pero a Lizzy Bennet el beatífico silencio le duró bien poco. Unos toques a la puerta perturbaron la escritura de una carta a su hermana Jane, y poco después, la doncella abrió dando paso al señor Darcy, que se mostró bastante sorprendido de encontrarla solo a ella.

A Lizzy le costó un mundo reprimir un gesto de contrariedad, porque ella, de natural alegre, no soportaba bien a un hombre de carácter tan solemne y serio (y que había ofendido su vanidad… Eso también, aunque procuraba no pensar en ello). Si al menos hubiera venido de visita con su primo el coronel, la conversación hubiera sido más llevadera, y ciertamente, mucho más interesante.

Y eso la intrigaba. ¿A qué se debía tal acto de caridad por parte del sobrino de Su Señoría, la Honorable Lady Catherine de Bourgh? ¿A qué visitar al párroco de su tía, sabiendo bien que en su casa se alojaba alguien que abiertamente prefería la compañía de Wickham a la suya? ¿A qué buscar la de alguien a quien francamente desagradaba? ¿Será que en verdad el caballero estaba haciendo un esfuerzo por socializar? ¿O quizás es que pretendía de alguna manera subsanar aquel agravio que le hiciera en el baile de Meryton?

Bah. Como si a alguno de los de su clase les fuera a dar cargo de conciencia por tales 'nimiedades'.

Finalmente, Lizzy se recompone lo suficiente para intercambiar con el visitante los saludos de rigor, y le ofrece asiento con un movimiento de la mano.

—La señora Collins volverá en un momento —le dice, echando una mirada rápida a la puerta de la salita. Está abierta, efectivamente. Exhala un suspiro de alivio que no se molesta en disimular. Por nada del mundo querría quedar en entredicho y comprometida precisamente con este hombre al que apenas soporta.

—No se preocupe usted —responde él, la espalda recta y sin dar ni una sola muestra de distensión. ¿Siempre era tan estirado? Y eso que le había ofrecido la mejor butaca de la sala—. He venido con un propósito. —Lizzy ladea la cabeza, curiosa—. Quisiera disculparme especialmente con usted por la rudeza de mi tía durante la cena de anoche. Está acostumbrada a ejercer su voluntad y a no ser cuestionada.

—Puedo soportar eso, señor Darcy, pero le agradezco la cortesía —responde ella, cruzando las manos sobre el regazo—. Si he de ser honesta, yo tampoco me esforcé demasiado por tratar a Lady Catherine con imparcialidad. Me temo que mi comportamiento está irremediablemente sesgado por mi opinión sobre ella —afirma—. Adolezco de ese defecto de carácter —reconoce ella, con el más mínimo rubor encendiendo sus mejillas—. Tiendo a considerar definitivas mis primeras impresiones.

—Eso puedo entenderlo —dice Darcy—. Me ocurre algo parecido con las personas a las que conozco por primera vez…

—Nunca lo hubiera adivinado… —replica Lizzy, alzando una ceja, con cierto retintín.

—Y a diferencia de lo que otros puedan suponer —continuó el señor Darcy—, sí sé reconocer el sarcasmo cuando lo veo —agregó, rodando los ojos en un gesto de fastidio.

—Mis disculpas, señor —ofrece ella, más por educación que por otra cosa—. Pero me lo ha servido usted en bandeja —añade, sin un mínimo de remordimiento al respecto.

—Sí, eso es cierto —concede él, para sorpresa de Lizzy—. En otro momento, me gustaría discutir con usted sobre cuán definitivas o no puedan llegar a ser las primeras impresiones. —Porque en su caso, tal impresión se vio alterada y sustituida muy pronto en cuanto padeció en su propia persona el afilado ingenio de la señorita. Que no fuera precisamente la clásica belleza inglesa (pero igualmente hermosa) o que tuviera unos ojos fascinantes, no tenía absolutamente nada que ver, por supuesto—. Ahora bien, ¿qué le sucede con mi tía? Aparte de lo obvio —agrega, con un gesto vago e impreciso de la mano.

Ella se muestra reticente. No debió haber dicho nada, para empezar. Debió haber aceptado sus disculpas y haberse quedado calladita. Pero no, a ella siempre la pierde su lengua. Ah, no, no podía ser correcto decírselo, y menos a él, su sobrino.

—Es una tontería, en realidad —dice ella, creyendo que así el tema quedaría descartado y pasarían a hablar del tiempo y del estado de los caminos, como hace la gente 'normal'.

—Lo dudo mucho, señorita Elizabeth —le contradice él—. He aprendido de primera mano que lo que usted llama tonterías suele tener una base bien fundamentada.

Ella se debate aún consigo misma, pero que le aspen si eso no fue algo parecido al respeto. A un cumplido, incluso… Y eso la desasosiega, porque no sabe cómo manejarlo. No ha logrado aún desentrañar del todo el carácter del señor Darcy, porque tan pronto es hosco, distante, como gentil y amable. No, con este hombre nunca se sabe…

—Está bien, le complaceré —dice finalmente, exhalando un suspiro de resignación y levantándose de su asiento—. Solo le pido que no me juzgue con demasiada severidad. —Él asiente, bastante satisfecho por el hecho de que ella haya accedido a su petición.

Elizabeth se acerca al escritorio y guarda la carta inconclusa para Jane. Luego se sienta, y tomando los útiles de escritura, dibuja con rapidez un monigote sobre el papel. Son trazos burdos, toscos, de algo que remeda lejanamente a una figura humana.

—¿Qué ve usted, señor Darcy? —pregunta, alzando el papelito. Él se levanta, se acerca y lo examina con aire circunspecto.

—¿Disculpe? —pregunta a su vez, frunciendo el ceño en confusión.

—Su opinión sincera, si hace el favor —pide ella. Él examina una vez más el dibujo, decidiendo qué palabras escoger para su respuesta.

—Garabatos carentes de cualquier pretensión artística —dice él, optando por la sinceridad más honesta—, si me permite decirlo así.

—Se lo permito, señor —concede Lizzy—. Pues bien, señor Darcy. Se equivoca usted. —Él enarca una ceja, pero no hace más comentarios, sabiendo que ella continuaría con su argumento—. Estos 'garabatos', como tan acertadamente ha tenido a bien llamarlos, son la prueba inequívoca e indiscutible de yo habría sido una excelente dibujante de haber estudiado dibujo.

Él vació el pecho suavemente y se preguntó, acaso no por primera vez, por qué vericuetos de la lógica lo transportaría esta vez la señorita Elizabeth. No es que él tuviera nada en contra…

—Entiendo que está usted haciendo una crítica no tan velada a mi tía, pues reconozco que sus palabras están en consonancia con las pronunciadas anoche, pero no alcanzo a discernir su sentido completo.

Ella exhala un suspirito de paciencia, y Fitzwilliam Darcy, a la sazón de 27 años de edad, se sintió como un niño que acabara de decepcionar a su institutriz…

—Al nacer, el ser humano es una pizarra en blanco, intacta y sin mancha —le explica ella—. Según crecemos, se van definiendo nuestros gustos, nuestras habilidades y nuestras carencias. Estamos llenos de posibilidades, es cierto, pero… —Y luego, calla, dejando la frase sin terminar.

—¿Pero? —repite él, ante su silencio. Ella exhala otro suspiro, en esta ocasión más brusco.

—No hace falta ir alardeando de ello todo el santo día —concluye Lizzy, con cierto hastío malhumorado evidente en su voz—. Es agotador escuchar de tanta perfección que no ha llegado siquiera a existir…

—Concuerdo con usted —dice él, sin poder evitar que sus labios se curven en una sonrisa franca.

—¿De veras? —pregunta Lizzy, despistada momentáneamente por esa sonrisa del todo inesperada.

—Lady Catherine podrá ser mi tía, pero no estoy ciego —responde, encogiéndose de hombros—. Ni sordo —añade, arrancándole una sonrisa a Lizzy, lo cual causó gran orgullo en su interior: podía hacerla sonreír.

—Por el contrario —prosigue ella, reanudando su razonamiento—, si yo hubiera puesto todo mi empeño en convertirme en una buena dibujante, y lograra finalmente serlo, pero el destino o el azar después me negara hacer uso de mi habilidad–

—Si me permite la interrupción —dice él, alzando un dedo para pedirle un momento—, ¿cómo se lo negaría el destino?

—No sé —responde ella, llevándose una mano al mentón mientras considera una respuesta—, quizás una lesión en la mano, un marido que lo prohíbe, una imposición familiar o un cambio de circunstancias, cosas así…

—Ya veo —dice él, y le agradece con un gesto de cabeza—, por favor, continúe.

—Como le decía, si el destino me lo negara, todos mis dones se habrían visto desperdiciados y malgastados. Y entonces, sí podría quejarme en justicia y con razón. —El señor Darcy asiente, animándola a continuar—. En cambio, si a pesar de mis esfuerzos, o precisamente por no haberlo intentado nunca, no lograra más que estos garabatos, haría un flaco favor a mi persona alardear de posibilidades que nunca llegaron a ser. —Lizzy tomó el papelito en el que había dibujado el monigote, lo arrugó en sus manos, haciéndolo una bolita y lo arrojó a la papelera junto al escritorio. Él, mientras tanto, aguardaba, de repente fascinado (le pasaba mucho eso últimamente) por el movimiento de sus pequeñas y gráciles manos—. Así que debo decirlo, señor Darcy, y espero que sepa perdonarme: su señora tía no es consecuente. Afirma poseer todas las habilidades de un mundo de posibilidades que nunca llegó a emprender.

Él carraspea y endereza la espalda, tornando a sus sentidos, casi fallando en aprehender el sentido último de sus palabras. Pero por fortuna, no lo hizo.

—No puedo discutirle eso, señorita Elizabeth —le dice..

—¿No? —pregunta ella, con extrañeza. Ciertamente, hoy era una tarde de sorpresas, una detrás de otra. Cuando ella esperaba una reacción ofendida por parte del caballero, este concordaba con ella. ¿Y es este el mismo hombre con el que tuvo una discusión bastante pública mientras bailaban, allá en Netherfield?

—Ciertamente no —confirma él, apoyando un hombro en la pared y cruzando los brazos frente al pecho. Y por primera vez, Lizzy advierte en él el relajamiento de su postura, probando errada su teoría de que el caballero podía no ser siempre un estirado.

—Esperaba cierta oposición por su parte, señor —le confiesa ella.

—Pues como ve, no la hay —le dice él—. Al menos sobre este tema —Añade, en clara alusión a sus opiniones encontradas sobre George Wickham—. ¿Y qué recomienda usted para subsanar tal deficiencia de carácter?

—Practicar, señor Darcy, practicar —responde ella, con una notable seguridad en sus palabras—. Dejar de lamentar las posibilidades y lanzarse de cabeza a por ellas. Convertirlas en realidades o, en su defecto, asumir que nunca lo serán.

—Como usted con el pianoforte.

—No, señor, Dios me libre de tal arrogancia. El pianoforte y yo somos viejos conocidos, pero mucho me temo que no poseo ni la constancia ni la afición requeridas como para afirmar que podría haber sido una excelente intérprete de haberlo intentado. Aun así, este pobre desempeño con el que me visto obligada a torturarlos la pasada noche, ha sido producto de la práctica.

—No se infravalore —le dice él—. Toca usted bastante bien.

—Le agradezco el elogio, pero seamos realistas, señor Darcy —dijo ella, entornando los ojos—. Concluyamos, si le parece, en que no soy horrible del todo, pero estoy muy lejos del ejemplo de su hermana, la señorita Georgiana, cuya pasión por la música la lleva a practicar buscando la perfección en su ejecución. Ella, sin duda, será una excelente intérprete, si es que no lo es ya…

—Entiendo que la conclusión de su razonamiento, tal y como la propone, puede aplicarse a todas las situaciones de la vida.

—Esa es la idea, señor Darcy, efectivamente.

—Usted debe saber que yo no poseo la habilidad de conversar fácilmente con aquellos que acabo de conocer. —Él soporta su mirada, haciendo un esfuerzo por no retorcerse de incomodidad. Está bastante seguro de que está siendo sometido a alguna clase de juicio por parte de la dueña de esos ojos que se le aparecen en sus sueños más recientes. Pero parece que, por fortuna, debe haber sido declarado merecedor de esa sonrisa maravillosa que ella le obsequia y que hace que valga la pena esta tortura de ser abiertamente observado.

—Practique pues, señor Darcy —le dice, aún con la sonrisa en los labios.

Lo menos que esperaba Fitzwilliam Darcy era que esta visita a Hunsford confirmara la profundidad de sus afectos por la señorita Elizabeth. Y el siguiente paso lógico en su proceso de pensamiento fue algo parecido a esto:

"Elizabeth Bennet podría ser una magnífica señora de Pemberley, si aceptara casarse conmigo…"

No tan peregrino pensamiento el suyo, porque ya hacía tiempo que le rondaba por la cabeza, pero por lo demás, absolutamente certero. Debía desposarla. No es que él haya negado nunca esa misteriosa fascinación que sentía por sus ojos oscuros… Su problema no era ella, sino su familia…

Lizzy, por su parte, pensaba que el señor Darcy podría no ser tan orgulloso como parecía. Y aunque debía, sin duda, mejorar sus habilidades de socialización, la conversación educada ciertamente no se le daba nada mal. Si es porque se había mostrado de acuerdo con ella, halagando su maltrecha vanidad intelectual, o era otra la razón, a Lizzy realmente no le interesaba.

Lástima que un par de días después, el coronel le contara de la intervención de su primo para salvar a su amigo Bingley de las garras de una muchacha de la campiña…

Maldita mala suerte…

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PRÁCTICA

—Practique pues, señor Darcy.

Su primera proposición de matrimonio no pasó de ser un intento malogrado y nunca llevado a cabo. Precisamente en Hunsford, en la misma salita en que ella le aconsejó la práctica como ejercicio para alcanzar la virtud. Pero el valor le falló miserablemente y escapó con el rabo entre las piernas, nervioso y alterado, sin decir lo que tenía que decir, y se fue tal como llegó, como un vendaval, dejando atrás a una señorita Elizabeth que sin duda se preguntaba por el estado su cordura.

Pero ha de entenderse: era la primera que Fitzwilliam Darcy se dejaba llevar por los dictados de su corazón.

Enseñanza:

Nunca se está realmente preparado para estas cosas…

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—Practique pues, señor Darcy.

La segunda vez (o al menos la primera en que realmente logró que las palabras salieran de su boca) también aconteció en Hunsford. Y fue un auténtico desastre… Porque en su afán para dejar las claras las razones de sus vacilaciones, se las arregló para insultarla, a ella y todos los Bennet, de una manera o de otra.

Y luego tan solo empeoró… Ella le echó en cara cosas que daba por sentadas sobre su persona y cuando, en medio de un vehemente intercambio de reproches y acusaciones sacadas de contexto, se añadió al canalla de Wickham a la conversación, la cosa solo pudo explotarle en las narices.

Lo único que pudo hacer fue escribirle su verdad en una carta… Ni siquiera pudo decírselo a la cara… ¿Cómo hacerlo?, si tenía el corazón roto…

Usted sería el último hombre en la tierra con el que podría casarme.

Enseñanza:

Los discursos aprendidos tienden a molestar y ofender a la señorita Elizabeth.

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—Practique pues, señor Darcy.

Cuando las vueltas de la vida volvieron a cruzar sus caminos, él supo que ella había leído su carta y que consideraba ciertas sus palabras. Se sintió exonerado de sus culpas, que cargaba en su conciencia, y se atrevió a soñar de nuevo…

Restaura su pobre opinión de ti, se dijo. No, mejor, bórrala y comienza de nuevo. Arregla tus errores. Ayúdala sin esperar nada a cambio. Ni siquiera un agradecimiento. Sé generoso, desinteresado y ámala de lejos. Sé la mejor versión de ti mismo. Y así, cuando menos te lo esperes, cuando el momento y las palabras surjan por sí solas, nacidas del corazón, ella sabrá la verdad en tu alma.

Dicen que a la tercera, va la vencida…

¡Gracias a Dios!

Y nadie, y muchísimo menos su esposa, puede negar que Fitzwilliam Darcy hizo caso de aquel consejo de una tarde de Hunsford, y que practicó y practicó hasta convertirse en un hombre digno de la señorita Elizabeth Bennet y conseguir la declaración de amor perfecta e irrechazable.

Enseñanza:

Las posibilidades, así como los sueños, pueden tornarse realidad si se aplica el suficiente empeño.

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Sí, Elizabeth Darcy es, en todos los sentidos, una magnífica señora de Pemberley, como el tiempo se encargó de probar bien cierto, para mayor alegría de su esposo.

Ejem, acaso debiera decirse para mayor alegría de ambos, si entiende usted lo que quiero decir…

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NOTA:

Si a alguno de ustedes, que por un casual venga de otra historia mía, les chocó leer el apelativo de 'Señora Collins' referido a Charlotte, sepan que a mí también XD

Y si alguien supo ver la referencia al primer título (y descartado) de la novela Orgullo y Prejuicio, galletitas virtuales de regalo XD