NOTA: Este fic será sensiblemente mucho más breve que Señora Collins. No se me hagan ilusiones sobre eso XD
Descargo de responsabilidad: Orgullo y Prejuicio le pertenece a Jane Austen y a sus herederos, pero la historia que vas a leer es solo mía.
EN UN COMPROMISO
De todos es sabido que la tendencia universal es no prestar atención alguna al personal de servicio. Ven, oyen, y callan, convertidos en parte del mobiliario salvo cuando sus servicios sean requeridos.
Pues resulta que el joven Robert era lacayo de tarde en Netherfield. No hacía mucho que se había casado, no más de un par de meses, así que le alegraba poder llevar un buen sueldo a casa. Fue él quien le comentó a su aún más joven esposa, cuyo vientre crecía y crecía a ojos vista, que el señor Bingley andaba a la busca urgente de un nuevo ayuda de cámara, y que había concertado una cita con él mañana, en la posada del pueblo. Y la dueña de dicha posada venía a ser la señora Pratt, madre política del muchacho, la cual, informada por su hija de tal eventualidad relativa a su futuro huésped, apenas cantó el gallo corrió a contárselo a la señora Bennet, a quien le debía un favor de los grandes, desde que ayudó a su hija a conseguir que Robert diera un paso al frente y pidiera la mano de la muchacha, solucionando de esta manera un 'problemilla' que habría sido imposible de disimular más tarde.
Así que la señora Bennet, congratulándose más que nunca de mantener activas sus redes de deliciosa información, supo ver de inmediato la utilidad y provecho de aquella noticia. Sería muy fácil que tal circunstancia jugara en su favor, realmente fácil… Y en connivencia con la señora Pratt, urdió un artero e infalible plan, porque dicen que el fin justifica los medios.
Y la señora Bennet entregó una nota a la señora Pratt, que se la hizo llegar a su hija, y su hija se la entregó a su esposo, y su esposo la sirvió en literal bandeja de plata al señor Bingley en Netherfield, citándolo en la posada esa misma tarde dos horas antes de lo acordado.
Los escalones de la posada crujen bajo la suela de sus botas. Con paso firme recorre el pasillo de madera tosca hasta llegar a la tercera puerta a la derecha y entra sin llamar, tal como se le indicó, para esperar al hombre con el que se supone que se debía reunir.
En cuanto por fin está dentro cierra la puerta tras de sí y sus ojos tardan unos segundos en acostumbrarse a la menguada luz de la habitación. Y cuando por fin lo hacen, advierte con horror que frente a él se encuentra la señorita Elizabeth, mirándolo con ojos llenos de espanto.
Y antes de que pueda decir ni una sola palabra, la puerta de la pequeña habitación se abre repentinamente. Demasiado repentinamente…
—¡Señorita Ja–! —exclama la señora Pratt, interrumpiéndose y tragándose de golpe el resto de su exclamación. Acto seguido, parpadea con confusión al reparar en que esa no es la mayor de las Bennet, y ese tampoco es el señor Bingley. Así que se recompone de inmediato, suponiendo que a la señora Bennet le daría igual uno que otro, carraspea, inspira y continúa con renovados bríos—. ¡Señorita Lizzy! ¡Jamás lo hubiera pensado de usted! —exclama de nuevo, con voz aún más alta—. ¡A solas con un hombre a puerta cerrada! ¡Qué escándalo! ¡Qué indecoroso!
Mientras tanto, en Longbourn, la señora Bennet se siente en tan beatífico estado de ánimo, que baja a la salita familiar tarareando una alegre melodía. Pero en cuanto cruza el umbral se detiene en seco al ver quién está allí.
—Jane, querida, ¿qué haces aquí? —le pregunta a su hija, acercándose muy despacio, mientras sus rodillas se debilitaban por momentos—. ¿No deberías ir saliendo para la posada? —dice ella, negándose a reconocer que la voz empezaba a temblarle—. Anda, apresúrate.
Jane echa un vistazo a su carta sin terminar y luego, con un suspiro, deja la pluma en el tintero y contesta a su madre.
—Ha ido Lizzy, mamá. Quería que esta carta a tía Gardiner saliera en el correo de la tarde.
—¿C-Cómo? —pregunta, sintiendo como el metafórico suelo se abría bajo sus pies—. ¿¡QUÉ!?
Y ahora sí, la señora Bennet se permite por fin sucumbir al pánico de haber traicionado a dos de sus hijas. Un gemido lastimero, más propio de animal herido que de persona, sale de su garganta, y pareciera que le roba hasta el aire que respirar. Luego, ante la mirada atónita de la mayor de sus hijas, con una inspiración brusca, se gira y sale corriendo, su pañuelo ondeando en la brisa feroz que su propia carrera apresurada provoca, mientras grita:
—¡SEÑOR BENNEEEEET!