NOTA:
Y con este epílogo, me despido.
Gracias por acompañarme en esta aventura. Siempre había querido escribir mi propia historia de Lizzy y Darcy casados por compromiso y descubriéndose (y enamorándose) como marido y mujer. Espero que hayan disfrutado del viaje tanto como yo.
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EPÍLOGO
Poco más de dos años después, una tarde de finales de primavera, cuando el aire olía a flores y al verano por venir, dos parejas paseaban por los jardines de Pemberley, las damas del brazo de sus esposos. Una de esas parejas deambulaba en silencio junto a los sauces, sumida en la mutua y absorta contemplación del rostro amado, y la otra, conversaba a paso lento bajo la umbrosa fronda de los cedros que flanqueaban la avenida. Ellos, habían sido amigos desde los tiempos de Eton, y ellas, eran hermanas. Para cualquier observador ajeno, la conclusión sería sin duda la misma: se trataba de dos parejas profundamente enamoradas, aunque muy distintas. El risueño caballero pelirrojo y la dama de aspecto angelical y etéreo contrastaban sobremanera con la otra pareja, que, por alguna razón, parecían alejados de las ensoñaciones cuasimísticas de la primera, si bien el aire parecía electrizarse a su alrededor…
A cierta distancia, en una manta extendida sobre el césped jugaba con dos de sus tías una criaturita cuyo color de ojos recordaba al del mar embravecido. Una niñera estaba sentada bastante más atrás, en caso de que sus servicios fueran requeridos, concediéndoles cierta intimidad a las muchachas para sus conversaciones.
Lydia había cambiado mucho en este tiempo. Sus groserías de niña malcriada fueron templadas en un internado para señoritas bajo el cariño y la guía de sus hermanas mayores. Pues fue precisamente Lizzy, y no sus padres, a quien Lydia jamás se atrevió a desafiar ni desobedecer, desde aquel día en que evitó que arruinara su futuro y el de sus hermanas no casadas. Era una muchacha hermosa, como siempre fue, y seguía siendo alegre y vanidosa, con un puntito de irreductible egoísmo, pero gracias al cielo, y al desengaño de su primer amor, había abierto los ojos a las realidades del mundo. Por fortuna, también se había abierto a los demás y había creado un pequeño círculo de férrea confianza del que Georgiana, su opuesta y a la vez su igual, era el centro mismo. Las cartas volaban entre ellas y era Lydia la Bennet que con más frecuencia viajaba a Pemberley. Como consecuencia, fueron Mary y Kitty quienes disfrutaron de las invitaciones a Londres de sus tíos Gardiner y, con el tiempo, habían florecido —cada una a su manera— como jóvenes señoritas con un respetable número de pretendientes bastante adecuados a sus personalidades.
—¿Seremos alguna vez tan felices como ellos? —le preguntó Lydia a Georgiana, mientras miraba a Lizzy y a su esposo.
Georgiana alzó la vista y buscó a su hermano con la mirada. Lizzy iba de su brazo con el rostro alzado hacia él mientras parecía estarle susurrando alguna confidencia. Fitzwilliam sonreía, con esa sonrisa inevitable de cuando se es dichoso. Georgiana no pudo más que sonreír a su vez al verlos. Ella acababa de regresar de su primera temporada en Londres, tras su debut en la corte, un tanto abrumada por la cantidad de pretendientes que aparecían de debajo de las piedras, interesados más en su dote que en conocerla verdaderamente a ella. Aunque manejaba mejor su timidez ante los desconocidos, le seguían agobiando las multitudes, pero también había en ella esa firme determinación de los Darcy, y como tal, sabía lo que quería y lo que no quería. Ella también había aprendido por las malas qué había detrás de una sonrisa impostada y de unos halagos melifluos, así que no tenía ninguna prisa por atar el lazo del matrimonio. Como su hermano, ella quería para sí un matrimonio como el de sus padres, y si bien era muy niña cuando le faltaron y no pudo aprender de ellos, ahora tenía en Lizzy y Fitzwilliam el modelo vivo de un matrimonio feliz y armonioso.
—Ellos han trabajado por su felicidad —contestó Georgiana—. La han construido ladrillo a ladrillo. —Lydia asintió, dándole la razón. La Lydia de antes de Liverpool creía que, tras el matrimonio, a las esposas solo les quedaba ser lucidas en las fiestas y veladas y traer hijos al mundo. Pero con Jane y Lizzy ya desposadas, había aprendido que los esponsales eran realmente solo el principio y que, en un matrimonio, había mucho más que el romance del cortejo.
—Confieso que tu hermano siempre me ha asustado un poco —le dijo a Georgiana—. Pero luego lo veo con Lizzy y… —dejó la frase sin terminar, no queriendo ofender a su amiga. Pero Georgiana rio, y el pequeño también se sumó a su risa con gorjeos felices.
—Intimida un poco, es cierto —reconoció Georgiana, a la vez que le hacía una carantoña a su sobrino—. Pero ya lo ves, nadie puede hacerle sonreír como lo hace Lizzy. —Lydia asintió, volviendo la mirada a ellos.
—Son tan diferentes… —dijo al poco…
—Y tan iguales… —agregó Georgiana.
—Eso puedo entenderlo hoy… —comentó Lydia, pero al ver la mirada interrogativa de Georgiana, se apresuró a explicarse un poco más—. Confieso que cuando se comprometieron, no entendía yo cómo alguien como tu hermano y alguien como mi hermana, tan dispares, habían acabado juntos…
Georgiana exhaló un suspiro y se mordió el labio, diciéndose que a estas alturas, a casi tres años de los eventos, la verdadera razón no podría causar gran daño. Es más, de alguna retorcida manera, podría incluso resultar instructivo para Lydia…
—Lydia —le dijo al fin, habiéndose decidido por la verdad—, jura por lo más sagrado que no repetirás lo que voy a contarte —añadió, bajando la voz y adelantando el torso hacia su amiga—. Es un secreto absoluto. —La gravedad en el rostro de Georgiana hizo que Lydia cuadrara los hombros y mudara el semblante, cruzando las manos en el regazo, mostrando la seriedad debida, actitud esta que la hizo parecer más semejante que nunca a su hermana Lizzy…
—Te lo juro por mi cabello —declaró entonces solemnemente, al tiempo que se dibujaba con el índice una cruz en el pecho, justo sobre el corazón—. Que se me caiga hasta quedarme calva si alguna vez rompiera mi juramento. —Georgiana asintió en silencio y se abstuvo de sonreír, por más ganas que tuviera, sabiendo bien cuánto significaba para la vanidad de Lydia su cabello.
—Bueno, verás… —Georgiana se acercó y le susurró al oído, con la mano cubriéndole la boca—, sobre ese tema… —volvió a echar una mirada rápida a su alrededor—, un día mi hermano tuvo que hacerle un favor al señor Bingley, y Lizzy le hizo un favor a Jane… —empezó a decir.
»…
»…
—¡No! —exclamó Lydia, negando con la cabeza, resistiéndose a creer en la veracidad del secreto que se le confiaba.
—Sí, sí —le replicó Georgiana—. Pero es que verás, todavía hay más…
»…
»…
»…
—No puede ser… —murmuró Lydia—. ¿¡Mamá!? ¿¡Mi madre les hizo eso!? —acabó exclamando, absolutamente escandalizada. Georgiana se llevó con premura el índice a los labios, instándola a bajar la voz. Lydia miró a un lado y otro, llevándose la manos a la boca para cubrirla, y cuando constató que las parejas continuaban su paseo sin haber advertido su exaltación verbal, y que la somnolienta niñera tampoco parecía prestarles demasiada atención, volvió a hablarle a Georgiana, en voz muy, muy baja—: A ver si lo he entendido bien… —dijo, y se llevó dos dedos al puente de la nariz, como si la jaqueca, una absolutamente real y no fingida (como las de la señora Bennet, por ejemplo…), amenazara con hacer acto de presencia—. ¿Mi madre quiso forzar un matrimonio entre Jane y el señor Bingley, pero al final resultó que los comprometidos fueron Lizzy y tu hermano? —Georgiana asintió y, ante la cara de absoluto pasmo de Lydia, aquella se encogió de hombros en un gesto de hombros que bien podía significar 'así resultaron salir las cosas'. Lydia suspiró y agitó la cabeza, aún sin podérselo creer del todo—. Bueno, alguna vez supuse que algo debía haber sucedido —dijo, agitando con vaguedad las manos frente a ella—, pero nunca imaginé que mi propia madre propiciara activamente una situación así poniendo en peligro a su propia hija... Reconozco —empezó a decir, aunque luego se interrumpió, apartó la mirada y se mordió el labio, para luego exhalar un suspiro avergonzado—, reconozco que no prestaba demasiada atención a nada que no fuera yo en aquellos tiempos... —De su boca escapó una risa amarga con un punto de tristeza—. Aunque yo no soy nadie para hablar de estos temas, ¿verdad?
Georgiana suspiró y posó con ternura la mano sobre la de su amiga, en un gesto de cariño y de empatía. A causa de sus malas decisiones, ambas habían tenido que renunciar a la inocencia de sus pocos años y que casi las arruinó a ellas y a sus familias. Pero también era cierto que gracias a la influencia afectuosa y firme de una hermana (de sangre para Lydia y política para Georgiana), y que nunca se dio por vencida con ellas, habían aprendido a madurar y a crecer como personas. Lizzy las había salvado de más maneras de las que podrían expresarse con palabras, porque ella, sin saberlo, también les había enseñado lo que era el verdadero amor y cómo debía sentirse: Lizzy y Fitzwilliam encarnaban lo que ambas querían para sí en un matrimonio: confianza, respeto, una pizca de humor y mucha pasión (porque las paredes de Pemberley no eran tan gruesas como ellos creían…)
Mientras tanto, a la señora Bennet, allá en Longbourn, a cientos de millas de distancia, le empezaron a pitar los oídos. Dormía su segunda sobremesa, ahíta de los jugosos chismes de Meryton, y se removió un tanto. Pero reanudó su siesta, en la beatitud de aquellos que ya han cumplido con su propósito en la vida: casar a dos hijas con buenos partidos y tener a las otras tres bien situadas bajo las alas de sus hermanas mayores.
Ah, y evitar el funesto y aciago destino de vivir en las cunetas. Eso también…