NOTA:
Esta historia nació en el transcurso de un taller literario sobre género negro, como un ejercicio narrativo que a grandes rasgos consistía en elegir una de mis novelas favoritas y cambiarle el tono, convertirla al género negro. Es decir, ¡escribir un fanfic! Es por ello que encontrarán mucho más background del habitual sobre algunos personajes, porque esta historia ha sido escrita para ser leída por gentes ajenas al fandom, sin información previa. Y bueno, yo solo puedo decir que he disfrutado de la experiencia. Espero y deseo que ustedes también lo hagan.
Saludos
LAS SOMBRAS DE ROSINGS PARK
PRIMER ACTO
El hallazgo de un cadáver en las letrinas de Rosings Park fue la noticia de la semana en el condado de Kent. Probablemente, incluso del año. Fue el joven Noah Shaw, a quien correspondía la ingrata tarea de la limpieza diaria de aquellas, quien lo encontró, flotando entre los desechos del día anterior. Y de ahí, a sus gritos, acudió la mitad del servicio, mientras la otra mitad guardaba con su vida las habitaciones de la señora de la casa, la Muy Honorable Lady Catherine de Bourgh, no sea que se atentara contra su augusta persona.
Como es de suponer en estos casos, la noticia del macabro hallazgo corrió como la pólvora… Un ladrón, decían los rumores. Algún asunto de alcoba, susurraban otros. Lady Catherine, el dragón en persona, llegó a decir alguno, bastante embriagado y con la lengua suelta. Por su parte, Su Señoría (el mentado dragón), arreció su perpetuo rictus de disgusto, escandalizada por el luctuoso hecho de que un hombre hubiera tenido la desfachatez de morirse en su casa sin su permiso.
A la sazón ejercía de magistrado local lord Peeblewhite, pero este se hallaba confinado a su butaca, a causa de un severo ataque de gota que le impedía desplazarse a Rosings Park para levantar acta e incoar el proceso. Así que, sabiendo que la noble señora gozaba de la acostumbrada visita anual de dos de sus sobrinos, dio las órdenes pertinentes para delegar poderes en uno de ellos, el coronel Richard Fitzwilliam, del Real Ejército de Su Majestad, e investirlo de la autoridad legal pertinente.
No era su primer muerto. No podía serlo cuando Richard ya había visto tantos en las guerras de Europa. Así que cuadró los hombros y dio la orden de que entraran con él los dos alguaciles municipales que custodiaban la puerta de acceso a las letrinas. Todo estaba como el joven Shaw lo había dejado antes de ponerse a gritar: las tapas de madera (con cuatro círculos recortados para facilitar las evacuaciones) estaban apartadas y apoyadas contra la pared, junto a los útiles de limpieza. A pesar del olor (pues era inevitable en una mansión con más de treinta sirvientes), los hombres se acercaron y a un gesto de Richard, procedieron a sacar el cadáver. Con un ruido húmedo y desagradablemente sólido, el cuerpo quedó tendido en el suelo. Y los ojos sin vida de George Wickham parecían mirar a los de Richard.
Este, más que sorprenderse, frunció el ceño, no sabiendo del todo cómo reaccionar. A sus pies, yacía el hombre con el que jugaban de niños sus primos, Anne de Bourgh y Fitzwilliam Darcy, su hermano Andrew y él. George era el hijo del administrador de la hacienda de sus tíos Darcy, y era, pues, parte de su infancia, de sus recuerdos de aquellos veranos felices de la niñez, allá en Pemberley. Pero también era el mismo hombre que había engañado a su prima más joven, la dulce Georgiana, haciéndole creer que la amaba y convenciéndola para fugarse a Escocia, cuando lo único que buscaba era el dinero de su dote. Gracias al cielo Fitzwilliam había llegado a tiempo de impedir tal desatino. Wickham era un mal bicho. Era jugador, canalla, mujeriego y pendenciero. Dejaba deudas allí por donde pasara y, de seguro, más de una desdichada cargaba con la consecuencia viva de su lengua de plata. Y si bien estos rasgos constituían por sí mismos razones de peso para su justificado desagrado, lo que Richard nunca podría perdonarle era que les hubiera robado la alegría a sus primos Darcy. Eso, jamás.
Así que, al final, Richard, tan solo suspiró, molesto. Porque incluso en la muerte, George Wickham se las arreglaba para seguir complicándoles la vida a los demás… ¿Qué hacía en Kent? ¿Por qué motivo aparecía su cuerpo en Rosings Park, donde precisamente se alojaban dos hombres que preferirían verlo muerto (él mismo era uno de ellos), tan solo por la paz de su espíritu y por mantener oculto el secreto de la casi deshonra familiar? ¿Habría venido a chantajear a Fitzwilliam, amenazándolo con desvelar el escándalo de su hermana? No, eso no era probable, porque Fitzwilliam haría lo que siempre hacía: pagaría las deudas de Wickham y rezaría por no tener que volver a cruzar sus pasos con los suyos. Hasta que, inevitablemente, volviera a ocurrir…
A la identificación del finado le sucedió un rápido intercambio de misivas entre el coronel y lord Peeblewhite, pues siendo Richard conocido del difunto, le correspondía inhibirse y hacerse a un lado de la investigación. Pero el magistrado se negó y rechazó su petición, alegando que confiaba en su carácter, su criterio e imparcialidad. Y sin tener más remedio ni forma de excusarse, Richard apretó los dientes y se entregó a la tarea, ignorando deliberadamente la vocecita que clamaba que esto estaba mal y rogando en silencio por que su primo no estuviera involucrado en este asunto.
Y, entre otras tareas, pasó el resto del día interrogando al personal de servicio de Rosings Park. Una absoluta pérdida de tiempo, en su opinión… Ninguno parecía conocer a Wickham, ni daban indicio alguno de que lo hicieran, y ni siquiera habían oído hablar de él en la comarca. Solo mucho más tarde, cuando llegaron los invitados para la cena, supo de la vinculación de Wickham con estas gentes de Hertfordshire, a saber, el señor William Collins y su esposa Charlotte, y la señorita Elizabeth Bennet, que parecía aún conmocionada por la noticia.
Mientras su tía continuaba ventilando en voz alta su molestia por haber tenido un muerto en su casa, a la vez que despotricaba sobre el atrevimiento del joven Wickham (para ella, siempre sería el joven Wickham, a pesar de sus casi treinta años) de acercarse a Rosings Park, Richard no dejaba de darle vueltas a la copa en su mano, pensativo. Su tía no era una persona muy sociable y no muchos de sus pares eran los que tenían el arrojo o la necesidad de visitarla. Estaban también sus pocos familiares, como era su caso y el de su primo, a los que no se les permitía sustraerse de sus obligadas visitas programadas. Y luego estaba el hecho de que su tía prefería la compañía de aquellos que adularan su persona y su ego, ya de por sí desmedido, y que acataran con docilidad su voluntad y sus exigencias. Ocurría así con el nuevo párroco, el señor Collins, recientemente desposado con una señorita de Hertfordshire, la ahora señora Charlotte Collins. La adición de la joven señorita Elizabeth, amiga íntima de la esposa del párroco, que se alojaba con los Collins en Hunsford, suponía una brisa de aire fresco en estas tediosas cenas familiares, y traía consigo el atractivo de la novedad.
No dejaba de ser curioso (y bastante perturbador) que a la mesa de su tía estuvieran sentadas siete personas (él incluido), y todas relacionadas, de una u otra manera, con Wickham. ¡Siete!, nada menos… Wickham había tocado la vida de estas personas. Unos, lo conocían en mayor o menor grado de Meryton, en Hertfordshire, donde el regimiento de Wickham había estado acantonado, y otros, de aquellos días en Pemberley, donde los primos pasaban el verano juntos. Un día entero desperdiciado con entrevistas que no condujeron a nada, y resulta que solo hubiera tenido que esperar hasta la cena para realizar la misión que se le había encomendado.
No es que fuera plato de su gusto, ciertamente. Tres de ellos eran familia, de su propia sangre, y una parte de él se rebelaba contra la idea de que estuvieran implicados en este turbio asunto. De la señorita Elizabeth, solo podía decir que era una muchacha encantadora y alegre, que disfrutaba de una conversación estimulante; de la señora Collins, si bien no la había tratado demasiado, sabía que era sensata y cabal, y superior en mucho en inteligencia y comprensión de las maneras del mundo a su propio esposo, el señor Collins, que resultaba ser otro de los mansos aduladores de los que su tía gustaba de rodearse…
Richard reflexionaba, con su atención dividida entre la conversación de la mesa y sus propios pensamientos. Dudaba mucho que le fuera fácil olvidar aquella imagen de él, en el suelo, empapado en heces y orines, con los ojos, antes perspicaces, ahora nublados y turbios, fijos en los suyos. Hacia el mediodía había aparecido por fin el asistente del médico para retirar el cadáver y proceder a su examen. Y mientras trasladaban aquel bulto envuelto en una sábana y lo subían a una carreta, sabiendo que sería la última vez que lo viera, Richard se había obligado a aceptar que dos realidades irreconciliables convergían en sus recuerdos de George Wickham: George —solo George— era el niño al que apreciaba, con el que todos los primos jugaban a caballeros o exploradores, con el que trepaban a los árboles… Era el niño capaz de convertir un simple bote en un navío pirata de los Mares del Sur. Richard amaba su risa fácil, su espíritu audaz y su valentía infantil; mientras que Wickham —Wicked Wickham— era el miserable en el que se convirtió… En algún momento del camino, empezó a pudrirse, a corromperse. Quizás fuera durante sus años en el internado, cuando fue plenamente consciente de que no gozaba de los mismos privilegios que Fitzwilliam, y de que el mundo estaba dividido entre aquellos con dinero y nobleza de cuna y los que no. Sí, quizás esa fuera la primera grieta… Celoso de lo que tenían otros, Wickham aprendió a usar su mejor cara para sacarle todo lo posible al padre de Fitzwilliam mientras este vivió. Empezó los estudios de abogado, que nunca terminó y que abandonó por la Iglesia, con la promesa de conseguir una parroquia de rentas altas. Y todo esto, sufragado por su tío Darcy, que actuaba como padrino suyo por el afecto que le tuvo a su difunto padre. Pero con su muerte hace cinco años y la nueva posición de Fitzwilliam como señor de Pemberley, el metafórico grifo que financiaba la disipada vida de Wickham se había cerrado de golpe. Es más, Wickham exigió cambiar la estabilidad de la parroquia y sus rentas por una cantidad escandalosa de dinero en efectivo, a lo que su primo había accedido, a su pesar, solo por honrar la promesa de su padre. Ah, pero la gente como él está destinada a dilapidar cuanto caiga en sus manos. Cuando se vio sin dinero, había tenido el descaro de reclamarle a su primo la parroquia, la misma parroquia a la que él ya había pedido renunciar… En fin… Así que, después de que le falló el plan de desposar a Georgiana y sus treinta mil libras, finalmente se inclinó por la vida militar, con la esperanza —suponía Richard— de realizar conexiones útiles que le facilitaran la concesión de un mando y financiaran su estilo de vida. Oh, sí, Wickham siempre supo cómo sacar provecho de su encanto y de su sonrisa…
Mientras se cambiaba para la cena, un jinete había llegado a la mansión para entregarle el informe médico. Aún a medio vestir, Richard había roto el sello de lacre con una impaciencia altamente impropia en él. A Wickham le habían encontrado una herida bastante fea en la cabeza, cerca de la nuca, que de seguro fue la que le causó la muerte, y varias contusiones en el torso. Tenía además dos dedos de la mano derecha rotos, lo cual indicaba que también se había defendido a golpes. Bien, no era inesperado… Richard siempre había pensado que el destino de Wickham era morir a palos o acuchillado en algún callejón por algún prestamista o un marido o un padre airado. Aunque la realidad fue un poco más crudamente poética que todo eso…
Richard paseaba la mirada por la mesa, ponderando qué posibilidades había de que Wickham hubiera hallado su fin a manos de uno de sus asistentes. Se había prometido no dejarse influenciar por afectos o ideas preconcebidas, pero también era cierto que podría descartar con facilidad a su prima y a su tía. Y no porque fueran parientes, sino porque la delicada salud de Anne, que durante años la había reducido a una sombra frágil y débil, sin espíritu, le hubiera impedido cualquier esfuerzo físico como golpearlo o arrastrarlo para ocultar su cuerpo, y respecto a su tía, porque ella JAMÁS se hubiera acercado a las letrinas. Antes muerta que rebajarse a sí misma de tal manera. Bien, el muerto resultó ser otro, en cualquier caso…
Y sobre los demás, bueno… ¿Quién sabe cómo puede actuar una persona desesperada? Hasta el animal más pacífico muestra los dientes si se ve acorralado…