TERCER ACTO
A la mañana siguiente, Richard apenas había dormido, ocupado en la redacción de su informe para lord Peeblewhite. Así que ahora cabalgaba, junto con su primo Fitzwilliam, disfrutando de los verdores de la campiña inglesa, siendo dos las razones principales: una, para despejarse con la brisa fresca de la temprana mañana, y la otra, para huir de Rosings antes de que se alzaran las voces airadas de su augusta tía, quien no tomaría nada bien que el párroco que ella en su momento designó hubiera resultado ser un criminal bajo su techo.
Ya mucho más tarde, con los caballos cansados, iban al paso cuando avistaron los grises tejados de Hunsford, e inevitablemente, los pensamientos de Fitzwilliam revivieron la noche anterior.
—¿Será consciente el señor Collins de que lo más probable es que lo cuelguen? —le preguntó a su primo.
—No lo creo —le respondió Richard, con la mirada perdida en el camino.
—Quién sabe… —agregó Fitzwilliam—. Fue un accidente, a fin de cuentas —aventuró, como si existiera alguna posibilidad de exonerar al párroco.
—Homicidio involuntario, en el mejor de los casos, Fitzwilliam —le contestó Richard con un suspiro cansado—. Y la obstrucción es asunto aparte… La Justicia difícilmente lo perdonará.
—Pero hay atenuantes, ¿no es cierto? —preguntó. Richard asintió antes de responderle.
—Sí, los hay. —Ciertamente los había: según la declaración del señor Collins, podría alegarse defensa propia, aunque sería difícil probarla. Además, protegía la honra de su esposa, nada menos…
—Igual con un buen abogado… —sugirió Fitzwilliam, un tanto vacilante. Richard negó con suavidad.
—Me temo que nunca podrá costearse un abogado competente —le dijo—. Ha perdido el favor de tía.
—Sí, eso es cierto —convino Fitzwilliam, haciendo un gesto de disgusto—. Me pregunto si… —Y luego calló y se llevó la mano al mentón, mientras reflexionaba.
—¿En qué estás pensando, Fitzwilliam? —preguntó Richard.
Y antes de darse cuenta, las palabras estaban fuera de su boca:
—En la señorita Elizabeth…
—¿Hmm? —murmuró Richard, enarcando una ceja curiosa.
—Esto devastará a su familia —explicó Fitzwilliam, con un suspiro hondo—. Y también a la de los Lucas… —añadió—. Son acomodados, pero no creo que puedan permitírselo…
—¿Los Lucas?
—La familia de la señora Collins —le dijo Fitzwilliam.
—Ah. ¿Y…? —cuestionó Richard—. No es asunto tuyo, me temo.
—Ah, Richard… —contestó Fitzwilliam, dejando caer los hombros y aceptando por fin la verdad de su corazón—. Es que quizás sí sea asunto mío…
—Diantres, Fitzwilliam —le soltó su primo, con cierta brusquedad por no ser capaz de aprehender el sentido de sus palabras—. ¿De qué estás hablando? —Pero su primo no tuvo a bien darle respuesta alguna, así que Richard solo pudo conjeturar la más probable de las razones—. No me digas que… ¡Cielos! —exclamó Richard—. ¿La señorita Elizabeth, supongo?
—La señorita Elizabeth, sí… —respondió él. Y el más mínimo rubor agraciaba sus mejillas de hombre adulto.
La carcajada estentórea de Richard resonó en la quietud de la mañana.
Pasó lo que tenía pasar. La ira de lady Catherine se desató cual dragón de leyenda y arrasó con todo a su paso. En su magnanimidad, le concedió a la esposa de su párroco tres días para desalojar la casa parroquial. Lizzy quedó con su amiga, ayudándola a empacar sus cosas y enviarlas de regreso a Hertfordshire.
Ciertamente, la asistencia de los sobrinos de Su Señoría trajo bastante alivio a las dos mujeres. Ellos se encargaron de facilitarles la mudanza y el traslado de los muebles, libros y demás pertenencias, contratando los servicios de unos cuantos muchachos del pueblo. Es más, gracias a sus conexiones, encontraron para ambas un alojamiento respetable en la ciudad, donde habrían de aguardar a la celebración del juicio, porque Lizzy no pensaba dejar sola a Charlotte, ofreciéndole su compañía y su apoyo en esta pesadilla.
La mañana misma de su partida, Lizzy salió a caminar al alba, como era su costumbre, para despedirse de los hermosos parajes de Rosings Park. El azar (o quizás no) guio los pasos de cierto caballero hasta ella. Hablaron mucho, y de muchas cosas: sobre primeras impresiones, sobre orgullos y prejuicios, e incluso sobre no solicitadas intromisiones en vidas ajenas. Puede que se dijeran palabras amargas que acosarían sus noches… Puede incluso que se gritaran… Pero de su conversación (a ratos discusión vehemente y apasionada), nació la promesa de un nuevo comienzo, limpio de presunciones y de ideas preconcebidas, por parte de la señorita, y de regresar a Hertfordshire con su amigo y con su hermana, por parte del caballero.
En lo que respecta a los Collins, quiso el cielo que un abogado procedente de Londres aceptara el caso y representara al esposo en la Corte. El letrado constituía un enigma por sí mismo, pues siendo como era de notoria fama en los tribunales de la capital, de la señora Collins no aceptó más que unos honorarios bastante exiguos y simbólicos, cuya razón ni Charlotte ni Lizzy acertaron nunca a explicarse.
Durante el juicio se reveló la auténtica calaña moral de George Wickham, para espanto de las curiosas damas asistentes y para deleite de la prensa y los amantes de lo sórdido y morboso.
El afamado letrado hizo su trabajo, y triunfó una vez más: el señor Collins se libró de la horca, gracias al cielo, mas no de prisión. La opinión pública lo celebró, pues el hombre (por más tedioso e insoportable que fuera) no había hecho más que defender su honor y a su esposa. La Iglesia anglicana lo expulsó de sus órdenes, por supuesto. Así que, al cabo de tan solo tres años, el señor Collins recuperaría su libertad pero habría de aprender a ganarse la vida de otra manera.
Respecto al difunto, no hubo quien reclamara sus restos, que procedieron a ser inhumados en la fosa común para indigentes, con cargo al consistorio.
Definitivamente, el mundo será un lugar un poco mejor sin gente de la ralea de George Wickham.
Nadie supo nunca de las cartas de amor que Anne de Bourgh escondía en su tocador. Ni de la bolsa de viaje oculta aquella noche bajo la cama, que hubo de ser deshecha en algún momento del día siguiente, cuando Anne pudiera dejar de llorar.
Ya nunca podría huir de Rosings Park…