Capítulo 1: Otros paisajes y los mismos dolores

Draco Malfoy no esperaba que ellos ganaran. En fin, lo había esperado, realmente lo había hecho. Con todas sus fuerzas, incluso. No era un ingenuo, nunca lo había sido. ¿Un inconsciente? Sin duda. ¿Un egoísta? Bueno, no por nada había sido cabeza de Slytherin. Pero no era ingenuo. Sabía que la victoria del Señor Tenebroso habría supuesto una catástrofe para su familia. ¿Cuánto tiempo habría logrado su padre mantener el engaño? ¿Cuánto tiempo habría podido ocultar el hecho de que ni su mujer ni su hijo estaban convencidos de todo el tema de la pureza de sangre? Porque ¡por supuesto que le gustaba sentirse exclusivo y de la realeza! Pero las cosas… las cosas se habían salido por completo de control y habían terminado siendo, cuanto menos, muy poco elegantes. Sí, le había gustado llevar la marca tenebrosa, tener saludos secretos y saber algo que los demás no sabían, pero matar no era lo suyo. Él no era tan… malo, suponía. Por eso, desde la muerte de Dumbledore se había ido haciendo a la idea de que cualquier día sería el último. Estaba claro que Él iba a ganar. Potter y compañía eran una pandilla de inútiles llenos de buenas intenciones. Y cuando ganara… bueno, entonces sí que empezaría la purga y había hecho méritos para estar de los primeros de la lista.

Pero habían ganado. Ellos habían ganado. Por Salazar, todo había pasado tan rápido que apenas podía procesarlo. Un día estaban atacando Hogwarts y pocas horas después atravesaba el puente a la carrera junto a sus padres. Por supuesto, su ayuda y la de su propia madre habían sido claves, no se podía pretender que fueran capaces de hacer algo en condiciones sin un poco de magia de verdad. Los libros de historia no lo reconocerían, al fin y al cabo están escritos por los vencedores y a ojos de la comunidad mágica los Slytherin no eran más que una panda de mortífagos perdedores. Pero si él no hubiera lanzado la varita a Potter no estaría justo en ese momento viendo, con una indisimulable mueca de asco marca de la casa, al trío glorioso, al trío dorado, al magnífico trío en la portada de El Profeta sonriendo y abrazándose. Nunca le habían gustado las muestras públicas de afecto, pero si además venían de esos tres podía dar por perdido su buen humor.

Lo que tampoco esperaba, desde luego, es que la derrota de Voldemort terminara con él en un carruaje (más propio de una de esas películas muggles que su madre veía a escondidas sobre amores antiguos, lenguas afiladas y la campiña inglesa) en dirección a Merlín sabe dónde y en compañía de nadie. No era ni su deseo ni su idea pero tenía que reconocer ante sí mismo que no tenía muchas más opciones. Antes del final de la guerra no había tenido demasiado tiempo a pensar en qué sería de él o de sus padres en caso de que todo saliera como había salido. Pero no, no contaba con esta situación: su padre en Azkaban, su madre en paradero desconocido y él en paradero aún más desconocido.

Sacudió la cabeza y se paso la mano en un habitual gesto de desesperación por sus cabellos rubios cada vez más largos, cada ves más descuidados. Y cada vez menos relevantes. Tampoco había puesto demasiada atención a su ropa. Unos vaqueros, un jersey negro y unas deportivas habían sido su cómoda y atípica elección para el viaje. Ni siquiera se había molestado en mirar qué había metido el elfo en el baúl. No es que confiara mucho en él, es que confiaba muy poco en el Ministerio y en la elección que habría hecho sobre su destino. Miró por la ventana, forzando sus ojos grises a otear el horizonte, intentando recabar información para ubicarse, pero todo fue en vano. Ya había imaginado que no lograría nada así, conocía París, Nueva York, Roma, Moscú, Japón… Su educación le había permitido conocer todo… menos Inglaterra. Así que solo tenía la información que le había dado el Ministro en funciones Shacklebolt.

—Te marcharás al campo, Malfoy. Estarás allí hasta que Harry, Hermione o yo te avisemos de que puedes volver. Nadie más, ¿me escuchas? Nadie más puede saber dónde estás y no puedes volver bajo ningún concepto. —El tono de Shacklebolt había sido dramático. Demasiado dramático. Había estado a punto de desconfiar, de pensar que todo aquello era una burla, un castigo retorcido. Pero aquella panda era incapaz de infligir castigos retorcidos.
—Sabemos que Nott te está buscando.
—¿Theo? —Había respondido Malfoy desconcertado.
—Su padre, Alexander —un escalofrío recorrió la columna de Draco al escucharlo. No necesitó preguntar más, no necesitó preguntar por qué ni cómo de asustado debía estar. Nott senior era, en cierto modo, peor que el Señor Tenebroso. No necesitaba un motivo, no necesitaba una excusa. Sencillamente adoraba torturar y matar. Y los Malfoy le habían dado razones de sobra para ser un buen objetivo.
—¿Y cuál es el plan? —Se había limitado a preguntar directamente.
—Mañana, de madrugada, te montarás en un carro. Son imposibles de rastrear. No son lo más cómodo, pero sí lo más seguro. Donde llegues habrá alguien de confianza, un enlace rural. No sabrás nada más hasta que no llegues, no podemos ponerla aún más en peligro. Ya está aceptando bastantes riesgos al aceptarte, espero que te comportes y sepas valorarlo.
—¿Por quién me toma? —Contestó levantando la cabeza en gesto airado. ¿Quién se creía ese burócrata para tratarlo con tanta condescendencia? ¿Acaso pensaba que era un niño?

Dio una patada al suelo con exasperación. Odiaba sentirse acorralado y, por mucho que pensaran los Gryffindor, también odiaba sentirse inútil. Hasta cierto punto habría preferido que le hubieran permitido enfrentarse a Nott aunque eso supusiera morir. Pero ahí estaba, una vez más como un pelele a merced de los deseos de otros. No, nadie sabía eso. Nadie podía saberlo. Pero cuando estaba a solas con su cabeza no podía evitar sentirse un poco inútil, algo endeble, tal vez sin carácter, como decía su padre cuando no estaba de muy buen humor o cuando se le había ido la mano con el whisky de fuego. Sí, tal vez ese siempre había sido el problema: no tener suficiente fuerza como para saber quién era y qué quería.
El carruaje dio un brinco que hizo que chocara con su cabeza contra el techo.
—¡Mierda! ¡Inútil! ¿Es que no sabe conducir? —Gritó saliendo de golpe de sus pensamientos mientras se frotaba la dolorida cabeza con una mano y se agarraba al pasamanos de la puerta con la otra.
—¡Perdone, señor! —Gritó el cochero desde el pescante. —Por esta zona hace siglos que no pasa nadie, ¡es un maldito camino de vacas! ¡Pero ya estamos llegando! ¡Agárrese fuerte, que no falta nada!
Draco puso los ojos en blanco pero le hizo caso, aferrándose al pasamanos con tanta fuerza que sus yemas se volvieron aún más blancas y apoyando la cabeza en el acolchado de la puerta, repasando mentalmente todos los maleficios que haría a ese inútil si volvía a perder el control de ese ridículo carruaje.

Estaba tan ocupado en pensar en maleficios y formas estúpidas de morir metido en un aún más estúpido carruaje muggle que no se dio cuenta de que se estaban deteniendo.
—¡Ya hemos llegado, señor! —¿Era necesario que vociferara de esa manera? —Me temo que no puedo acompañarle mucho más, me lo han prohibido los mandamases, pero me he permitido poner sobre su equipaje un pequeño hechizo que hará mucho más sencillo que lo transporte. Espero que no le importe.
—No, no… —farfulló Draco aún un poco desorientado, poniendo ya un pie en el estribo con mucho cuidado de no hacer el ridículo al descender. Miró hacia el cochero, pero el sol se estaba poniendo y le deslumbraba. —¿Hacia… hacia dónde tengo que ir ahora?
—¿Ve esa granja al fondo del camino? —Respondió la sombra señalando justo en dirección contraria al sol. —Pues siga hasta allí y justo detrás estarán esperándolo. Dese prisa o anochecerá. Y no quiere encontrarse solo en estos parajes de noche.
—¡No! ¡Desde luego! —Respondió alarmado y se apresuró a desatar su equipaje. Tan nervioso le había puesto la perspectiva que tiró con demasiada fuerza de él y casi acaba dando con su trasero en aquel fangoso camino. Recuperándose rápidamente, hizo un gesto de despedida al cochero y se dispuso a marcharse.
—¡Hasta la próxima, señor Malfoy! Ha sido un verdadero placer traerlo hasta aquí. Los verdaderos Slytherin estamos muy orgullosos de usted. No importa lo que digan, sabemos que no nos habríamos deshecho de Voldemort sin su ayuda. ¡No lo olvide! ¡Hay gente que lo sabe!
Draco asintió y un rasgado y reticente gracias se abrió paso en su garganta. No estaba muy acostumbrado a esas muestras de amabilidad, pero no le mataría ser un poco más humano durante un segundo mientras nadie más miraba. Sería su palabra contra la de él y… y le había conmovido. Un poco, casi nada, pero había sido un mínimo bálsamo para su maltrecho orgullo.

Se encaminó con paso ligero hacia donde le habían indicado. Agradecía poder estirar un poco las piernas y la espalda. No estaba acostumbrado a ese tipo de viajes tan incómodos. Podía apreciar lo importante que era una buena red flu o cuantísimo había merecido la pena aprender a aparecerse.

Inspiro hondo y una agradable mezcla de olores se instaló en su cerebro. No, no estaba acostumbrado a aquello. Hogwarts había sido un precioso paréntesis vegetal en una vida dominada por el olor a perfumes caros, piedra y humedad. En los dos últimos años el olor de la sangre y el dolor se habían sumado a la mezcla. Las alfombras que cubrían los suelos de la mansión habían absorbido el olor de todas las muertes que había habido entre las paredes del és, la burocracia le había tenido siempre entre despachos y ía olvidado cómo era respirar libre, respirar naturaleza. No podía identificar los árboles y las flores, no era un muchacho de campo. Y, desde luego, podía percibir un cierto matiz de mierda que se iba acrecentando conforme se acercaba a la granja, pero maldita sea si le importaba. Era casi como estar otra vez en el lago con Theo y Blaise, olvidando quiénes eran sus padres y quiénes eran ellos. Todas las decisiones que habían tomado por él hacían que ahora solo quedara él.
—¡Draco Malfoy! —Un nuevo grito lo sobresaltó y se llevó instintivamente la mano al bolsillo trasero de sus vaqueros donde había escondido su varita al bajar del carruaje. ¿Por qué todo el mundo se empeñaba en gritar allí? —¡Las manos donde pueda verlas! —Una mujer de edad indefinida, pelo rojo y gesto fiero se acercaba a él con determinación y una varita absurdamente grande apuntando directamente a su pecho. Soltó despacio el equipaje y, más desconcertado que asustado, puso sus manos a la vista de aquella loca.
—¿Quién cojon…? —Intentó preguntar, pero fue interrumpido.
—No, no, aquí las preguntas las hago yo. ¿Cómo se llama tu madre?
—Eh… Narcisa.
—¿Tu padrino?
—Severus —dijo esta vez algo más seguro, imaginando lo que estaba sucediendo.
—¿Tu peor enemigo?
—¡Ja! ¡Esa es difícil! ¿Potter o Voldemort? Difícil decisión.
—Bien. Una última pregunta. ¿Qué fue lo último que te dijo Dumbledore a ti directamente? —Draco abrió mucho los ojos, sorprendido, y tragó saliva.
—Soy yo el que tiene tu suerte en las manos —su voz se extinguió hacia el final, pero fue capaz de repetirlo con meridiana claridad.
—Bien. Bienvenido, entonces, Draco Malfoy. Sígueme, estamos ya al lado de casa, ha sido un viaje largo y querrás lavarte, comer algo y descansar —sin más preámbulos le dio la espalda y se puso a andar.
—¿Qué diablos ha sido eso? —Preguntó Draco subiendo el tono una octava por encima de lo que pretendía.
—Las preguntas rutinarias de seguridad. Como comprenderás, muchacho, tengo que andarme con cien ojos.
—P-pero ¡¿y yo cómo diablos sé que tú no me quieres matar a mí?! Hasta ahora toda la información que tengo es que una loca pelirroja me ha amenazado con una ¿varita? ¿Eso es una varita o un garrote para matarme?
—Es una varita perfectamente funcional y poderosa. Madera de enebro y pluma de fénix. No encontrarás una igual porque es tan mía que está hecha con mis propias manos —su rostro se llenó de orgullo y, con ello, pareció infinitamente más joven. En ese momento, Draco habría apostado a que era más o menos de su misma edad. —Respecto a la pregunta de seguridad, tú no tienes ninguna información sobre mí. Habría sido inútil. Tendrás que confiar en mí o quedarte aquí y bueno, muchacho, puedo decir que eres carne de kelpie.
—¿Que te has fabricado tu propia varita? —Dijo olvidando por un momento su indignación ante el trato recibido.
—Por supuesto. Por aquí somos autosuficientes. Algunos van a la ciudad a por la suya, los más refinados, pero los demás las creamos nosotros mismos.
—¿Somos? ¿Cuántos magos hay por la zona?
—No demasiados. Y cada vez menos. El progreso nos está matando, si me preguntas, pero no me has preguntado, así que coge tus cosas y vamos.
Draco volvió a recoger su equipaje y se dispuso a seguir a la chica. No, no era tan mayor como aparentaba o como quería aparentar o, diablos, como las circunstancias hacían que aparentara. Era alta, puede que algo más alta que él. Grande, fuerte y con un brillante cabello pelirrojo que la hacía brillar bajo la luz del atardecer. No, no habría dicho que era bonita. Él estaba acostumbrado a cierto nivel de refinamiento y nada que estuviera por debajo de las Greengrass o de Parkinson le habría parecido nunca digno de atención. No era bonita y además había ido a recibirlo con una camisa de cuadros sucia bajo un peto vaquero aún más sucio.
—Eh… ¡perdona! —Llamó su atención. —¿Cómo has dicho que te llamabas?
—No te lo he dicho —respondió con cierta sorna en su voz.
—Sí, eso pensaba yo también.
—Emma Elizabeth Blackthorn, muchacho. Emma para los amigos.
—¿Y por qué no dejas de llamarme muchacho?
—¡Porque eres un muchacho! —Respondió como si fuera lo más natural del mundo.
—¡Pero tú no puedes ser mucho mayor que yo! —Replicó, irritado de nuevo.
—Ahí es donde te equivocas. Soy mucho más vieja que tú. La sabiduría de los bosques corre por mi sangre y el anciano viento canta en mi voz. —Algo en su voz le hizo sospechar que se estaba burlando de él.
—¿Te ríes de mí?
—¿No es esta la experiencia que esperáis los muchachos cosmopolitas cuando venís a pasar una temporada al campo?
—¡Te estás riendo de mí! —Afirmó, esta vez dejándose llevar por la ira.
—Solo un poco, no me lo tengas en cuenta, anda —y le guiñó un ojo mientras paraba en seco ante una casa no demasiado grande. Era una edificio de una planta, de piedra gris y pizarra en el tejado con las contraventanas pintadas de verde oscuro. Arbustos asalvajados con flores de todos los colores cubrían la parte baja de las paredes. En el centro, una puerta holandesa también pintada de verde tenía la parte superior abierta y sobre ella asomaba un labrador negro con la lengua fuera y gesto ansioso, probablemente feliz, pensó Draco, aunque a decir verdad esos perros siempre daban esa impresión.
—Bueno, bienvenido a mi humilde morada. ¿Qué te parece?
—Siempre he sido más de gatos. Más aristocráticos, ¿no te parece? —Respondió arrastrando las palabras. —Pero podré acostumbrarme.
Emma soltó una risa sincera ante lo que había asumido que sería un intento de broma por parte de aquel pequeño estirado. Lo que no podía imaginar es que no era mas que la torpe forma de Draco de intentar sobreponerse al encanto del lugar. No, no era exactamente la belleza a la que le habían acostumbrado a apreciar, pero parecía un hogar.
—Se llama Gawain.
—¿Y se enfrenta a los caballeros verdes?
—Me temo que es un santo. El peor perro guardián que he tenido. Si te descuidas, en cuanto pongas un pie en la casa será tu mejor amigo.
—Por su propio bien, espero que no. No creo que pase mucho tiempo aquí y no quiero que me eche de menos.
—Me temo que eso no depende de ti —respondió ella con un poco de tristeza. No le gustaba dar pena a la gente, así que de nuevo el sentimiento de irritación que se apoderaba de él de forma intermitente desde que emprendió aquel estúpido viaje, se instaló en él.
—¿Me enseñas la casa de una vez? Está oscureciendo y me estoy quedando helado aquí fuera.
Emma no contestó, sencillamente se encogió de hombros y fue hacia la puerta, acariciando al perro y sujetándolo para dejar pasar a Draco sin que aquella bestia le diese la más babosas de las bienvenidas.
—Bien —suspiró.— No hay mucho que enseñar. Esta es la sala —dijo abriendo los brazos. —Puedes pasar todo el tiempo que quieras aquí. No te encierres en tu habitación como un adolescente. Yo apenas te molestaré, paso la mayor parte del día fuera trabajando. —Era una habitación espaciosa con lo que parecía un comodísimo sillón y dos sofás alrededor de una chimenea, una mesa de madera maciza, las paredes cubiertas de interminables estanterías y una mesa de comedor, al fondo de la sala, medio olvidada, cubierta de cuadernos, pergaminos, plumas y tinteros. —Puedes coger todos los libros que quieras, aunque te advierto que hay una buena cantidad de novelas muggles. No es que te vayan a hacer ningún mal, pero… —dejó la frase en suspensión y salió de la habitación. Draco la siguió y llegó con ella a la cocina.
—Aquí, como es obvio, tienes la cocina. Me comunicaron que es posible que no sepas hacer nada por ti mismo. ¿Es así?
—No exactamente —respondió algo molesto. —He vivido una guerra y no he muerto de hambre, creo que me las puedo arreglar.
—De acuerdo —contestó ella, no muy segura. —Pero si necesitas cualquier cosa no dudes en pedírmela. También puedo enseñarte a hacer algunas cosas básicas y ricas. Tendremos tiempo para practicar y te puedo asegurar que siempre va a haber los mejores productos.
Él la miró con un gesto de duda. Había vivido casi toda su vida en la mansión Malfoy. Estaba bastante seguro de que nada de lo que ella pudiera ofrecerle iba a sorprenderle para bien. Sin embargo, decidió callarse. El cansancio estaba apoderándose por completo de él y no quería volver a entrar en una discusión inútil. Además, rezaba porque ella hubiera preparado algo porque tenía un hambre que devoraba.
—Sígueme y te enseñaré el baño y tu habitación rápidamente, parece que te vayas a desmayar de un momento a otro. Mientras te lavas prepararé algo de cenar. ¿Te parece bien? —Antes de que pudiera responder su estómago rugió por él. —Bueno, ya veo que sí —continuó, sonriendo. —¿Alguna intolerancia, alergia, capricho?
—Ninguna —respondió. —Preferiría no comer tripas o cerebro o… cualquiera de esas cosas escocesas que a veces intentaban hacernos tragar en Hogwarts, pero por lo demás, como de todo.
Pasaron rápidamente por el baño y llegaron a su habitación. No era una habitación de lujo, pero la cama parecía cómoda, cálida y acogedora. Además, tenía un armario espacioso, un escritorio y su propia estantería. Podría sobrevivir ahí.
—Te dejo. Si necesitas algo, ya sabes dónde encontrarme. —Y se marchó dejándolo solo.
Arrinconó su baúl pensando en vaciarlo por completo al día siguiente y con un accio sacó una muda cualquiera. Se fue directo al baño, necesitaba urgentemente quitarse el polvo del camino y la sensación de fatiga con agua caliente. Abrió los grifos a la máxima potencia y cuando vio cómo empezaba a salir vapor se desnudó por completo y entró en la ducha. Un gemido estuvo a punto de escapar de sus labios cuando notó la presión sobre los nudos de su espalda y puedo, por fin, relajarse. No es que se sintiera como en casa, pero algo era algo. Y aquella chica, por extraña que fuera, no parecía una pésima anfitriona. No sabía nada de ella, pensó. Probablemente sería una sangre… Una hija de muggles o una mestiza. ¡Por Salazar! ¡Era tan rara! ¡Y tan salvaje! Su madre pondría el grito en el cielo si la viera. Tiempo atrás él mismo la habría tratado como al último despojo de Gran Bretaña. Pero ahí estaba, siendo mínimamente civilizado.

Diez minutos más tarde estaba cerrando los grifos casi contra su voluntad y envolviéndose en una toalla. Desempañó con un pico de la tela el espejo y se miró fijamente. Estaba algo demacrado, más delgado, sin duda, y con el pelo hecho un asco. Allí no habría nadie para verlo, así que no tenía mucha importancia.
—Bueno, Draco, valor —se dijo a sí mismo en voz alta. —Vamos a ver qué ha preparado esa bruja.y si tu destino es morir envenenado a manos de una loca pelirroja.