¡La biblioteca! ¡¿Cómo se le pudo haber olvidado?! ¡Había cogido el libro de la biblioteca y se lo había llevado a casa! Takeru sintió un gran pesar cuando recordó todo lo sucedido la mañana de ayer, aunque con cierta opacidad, como si sus recuerdos se empeñaran en salir corriendo de su memoria, pero era innegable que aquel cuento pertenecía allí. ¿La biblioteca lo echaría de menos? ¿Echaría el libro de menos a la biblioteca? De lo que sí que estaba seguro es que él sí que quería volver a tal grandioso lugar, donde incluso una actividad tan aburrida como leer se hacía interesante, así que cogió el cuento y, cuando los primeros rayos de sol se colaron por los resquicios de las montañas, corrió hacia el bosque y dejó que este se lo tragase.

¿Dónde estaba? Takeru buscó durante toda la mañana, pero no encontró el edificio cubierto de enredaderas, camuflado entre los árboles como un animal agazapado entre la maleza. Por mucho que se empeñase en encontrarla, aquella biblioteca era muy buena jugando al escondite. Caminó y caminó hasta que sus pies comenzaron a llorar y el muchacho tuvo que sentarse sobre un tronco, cerca del lago, para dejarlos en remojo. Su tripa rugió del hambre, porque con tantas prisas se le había olvidado descansar y comer, así que ni había dormido ni había desayunado, convirtiéndose en una de las peores pesadillas que un niño podría sufrir a su corta edad. El cuento ya se había empapado del sudor de sus manos y pronto también se unirían sus lágrimas. ¿Se había perdido buscando una biblioteca que bien podría haber soñado en vez de vivido en la vida real? No, no podía ser, aquel cuento no le engañaba. Volvió a lleerlo de principio a fin y luego observó la portada. Aquella palabra escrita a mano resplandecía más de lo normal aquel día, como si le estuviera guiñando un ojo. ¡Claro! ¡¿Cómo no se le había ocurrido?! Cuando el mago de su cuento quería que algo apareciera, tenía que llamarlo por su nombre.

Takeru se levantó y, con los pies aún mojados, recitó las mismas palabras que el mago mientras extendía la palma de la mano hacia el cielo:

—¡Aparece, biblioteca!

Bien, en el cuento habría aparecido del suelo un haz de luz y el edificio se hubiese alzado como si saliese de una enorme piscina de agua. Takeru hinchó las mejillas y volvió a sentarse en el suelo. ¿Qué había hecho mal? ¿Creer que él podría invocar a una biblioteca como el mago del cuento? No, claro que no. El mago podía invocar cosas porque era un mago, y porque conocía el nombre verdadero de las cosas. Takeru no conocía el nombre de la biblioteca. Sin embargo, sí que se le hizo divertido ponerse a jugar a que era un mago y llamaba a los sapos, a los peces y a los pájaros, mientras extendía la mano al cielo, tal y como lo hacía el hechicero, y gritaba un "¡Aparece…!" seguido del nombre de lo que quería invocar. Tan sumergido estaba en su juego, que incluso probó a llamar a su propio cuento.

—¡Aparece, Invocación de la Dama del Alba!

Sintió un tirón desde la cabeza hasta los pies, como si la tierra quisiese tragárselo a la fuerza, o sintiese más gravedad de lo normal. Tendría que haber dormido bien y no haberse saltado el desayuno. Era muy difícil jugar con el estómago vacío. Una invocación más y se iba a casa, pensó, entonces un enorme rugido se cernió sobre todo el bosque.

Takeru giró la cabeza poco a poco, hasta que el propio movimiento le hizo dar media vuelta. Allí, gloriosa en todo su ser, le esperaba su tan buscada biblioteca, como si hubiese querido darle un susto por la espalda por no haber podido encontrarla antes.

En un principio, Takeru pensó que aquello no podía ser posible. ¿Realmente había hecho llamar a la biblioteca?

La enorme edificación mantenía sus cristales impolutos, su interior igual de atrayente que la primera vez que la conoció. Sus puertas abiertas eran una obvia señal de ofrecimiento para que el joven infante entrase en su cálido interior y explorase su mundo. Con las mejillas arreboladas de la felicidad, Takeru entró de nuevo en la biblioteca, ignorante a unas pisadas invisibles que lo seguían por detrás.

Caminó por la alfombra roja hasta llegar al centro, donde las circulares y gigantescas estanterías lo observaban desde su abismal posición, como si de gigantes observando en silencio a una hormiga se tratasen. El lugar vacío, acogedor, parecía querer guiarlo hacia un determinado lugar, porque a cada paso que daba el muchacho, más interés sentía por querer meterse entre los minúsculos pasillos de muro de madera y coger un libro al azar con la esperanza de que, al abrirlo, este iluminara el lugar de magia, como su cuento.

¡Su cuento!

Lo había dejado fuera, sobre una roca, cuando debió haberlo devuelto a la biblioteca. Caminó hacia la salida de nuevo cuando, en mitad de su trayecto, algo captó su atención. Un revoloteo se perdió en uno de los minúsculos pasillos y Takeru corrió hacia el encuentro de lo que creyó ser un pájaro, que se había colado y no sabía cómo salir, sin embargo, lo que encontró al final del pasillo lo dejó más boquiabierto de lo que lo podría haber dejado una simple ave. Aquello que volaba dando vueltas… ¡Era un libro! Como si de un pájaro se tratase, el volumen de color marino extendía las tapas de sus tomos con la evidente intención de alzar el vuelo. Al sentir la presencia del muchacho, batió con todavía más fuerza, intentando escapar de las tiernas manos que, poco a poco, se fueron acercando hasta atraparlo por completo. Aún en su prisión de carne, intentó zafarse como pudo.

—Espera, espera —intentó calmarlo el muchacho mientras lo aferraba a su pecho y esperaba a que dejase de moverse.

¿Aquel libro se estaba moviendo como un pájaro? Si lo veía no lo creía. Takeru observó las enormes estanterías que hacían de muro para el pasillo, todas llenas de volúmenes gruesos. Allí, en aquel lugar, un poco más arriba, había un hueco del tamaño justo del libro que estaba sujetando.

—¿Quieres subir allí arriba?

El libro se soltó en cuanto sintió su agarre más flojo, probablemente sin ser consciente de que el joven lo había soltado a propósito, y batió sus dos tapas intentando mantener el equilibrio en el aire, sin buenos resultados.

—¿No puedes subir?

Takeru observó sus alrededores. En algún lugar tenían que estar esas grandes escaleras de las que los bibliotecarios se ayudaban para alcanzar los lugares más altos. "De las que los guardianes de libros se ayudaban para ayudar a los libros". Con una gran aventura esperándolo, corrió por el pasillo en busca de las escaleras. Había unas al fondo, de madera bronceada, no reluciente, tampoco gastada, al pie del alfombrado pasillo principal y tuvo que hacer fuerza para dirigirlas en la dirección que quería hasta llegar al punto de encuentro con el libro perdido. Agarró el tomo y lo sujetó, ayudándose de la barbilla, contra su pecho para poder subir con las dos manos. Al principio le entró miedo, porque la madera de la escalera crujió un poco y le pareció que se iba a caer, retrocediendo instintivamente, pero al comprobar que no ocurría nada, siguió subiendo hasta llegar a lo más alto del estante. Su cuerpo tembloroso y la gran altura eran, probablemente, un menor peligro del que lo estaba atormentando desde su posición. Una caída desde allí arriba dolería, y mucho. Aseguró su estabilidad antes de soltar la mano derecha y agarrar el libro, que a punto estuvo de resbalarse entre sus sudorosos dedos. Entonces empujó el volumen por el hueco que quedaba. El libro encajó perfectamente, como la pieza de un puzle. Si hubiese tenido cabeza, Takeru aseguraba que aquel libro la hubiese restregado con satisfacción entre las tapas de sus compañeros.

—¡Takeru!

El grito espantó al muchacho, que se tambaleó tras el susto y el vértigo, impidiendo que su mano izquierda se sujetase bien y cayendo de cabeza con un chillido agudo. La bibliotecaria interceptó su caída, irónicamente, provocando que esta también perdiese el equilibrio y se golpease la cabeza contra una de las barras de los estantes, aturdiéndola.

Y ahí se quedaron los dos un buen rato, hasta que pudieron recuperarse del impacto.

—¿Estás bien? —preguntó la muchacha mientras se levantaba y ayudaba al visitante a hacer lo mismo.

—Sí —contestó el niño.

—¿Qué haces aquí, Takeru?

—Yo, bueno… —Takeru no sabía que contestar—. Había un libro que no podía subir a su estantería y pensé que podía ayudarlo.

Hikari abrió y cerró la boca como un pez, sin saber realmente qué decir.

—¿Viste moverse a los libros? —interrogó con cierta alarma.

El joven quiso asentir con la cabeza, y lo hubiese hecho si un ruido sordo no hubiera llamado su atención.

—Takeru —preguntó Hikari, sin apartar la mirada del pasillo principal—, ¿cerraste las puertas de la biblioteca al entrar?

¿Cerró las puertas de la biblioteca al entrar? No lo recordaba, puede que no lo hubiese hecho. ¿Eso era algo malo? Unas agudas y traviesas risillas resonaron por los pasillos del lugar mientras el golpeteo de varios pies descalzos retumbaba en el parqué de madera oscura.

—¿Qué ocurre? ¿Qué es ese ruido? —preguntó el niño con temor mientras se agarraba al brazo de la bibliotecaria, cuya cara se había contorsionado en una de terror.

Las preguntas se contestaron solas cuando, lentamente, una mano agarrada a la esquina sobresaltó a la pareja. Allí había una especie de duendecillo, marrón verdoso, cojo de la pata derecha y con la mano izquierda agujereada. Tenía dos cuernos en la frente, dos largas orejas caídas semejantes a las de una cabra y un pequeño rabo desnudo y sin pelo. Sus ojos eran negros como el azabache, su nariz consistía en dos pequeños agujeros y sus afilados colmillos escapaban del resguardo de sus labios. Su sonrisa traviesa no indicaba nada bueno.

—Trasgos —dijo Hikari.

El duende se acercó a una estantería con sigilo, girando la cabeza hacia un lado y hacia el otro para asegurarse de que nadie lo veía y, como si fuera lo más gracioso del mundo, comenzó a sacar libros con fuerza y sin ningún cuidado mientras reía a carcajadas, lo que provocó que la bibliotecaria corriese hacia él con un grito, asustándolo. La mujer colocó la palma de su mano mirando al cielo.

—¡Aparece, Libro de Luz de Estrellas! —formuló. Y en su mano apareció un libro blanco que, según caía, abría sus dos tapas de par en par. Hikari leyó uno de los párrafos tan rápido que a Takeru no le dio tiempo a procesar todo lo que dijo, pero de lo que sí estaba seguro era de que acababa de formular un hechizo por la manera en la que aparecieron aquellos haces de luz que espantaron al trasgo, haciéndolo desaparecer. No obstante, esto solo provocó la ira del resto de duendes escondidos, que comenzaron a chillar y a golpear las estanterías, a tirarle libros a la bibliotecaria y, en general, a crear el caos dentro de aquel lugar.

—¡Takeru, escóndete y no te muevas!

Y Takeru, sin saber muy bien qué ocurría, volvió a acuclillarse cerca de las escaleras con el corazón en un puño.

Un libro golpeó su cabeza al caer desde lo alto. Era el mismo libro de antes, al cual Takeru había ayudado a subirse.

—¿Te has vuelto a caer? —preguntó en un susurro, sin dejar de escuchar el traqueteo de los trasgos infestando la biblioteca.

La intención de recogerlo y subirlo de nuevo a su lugar se vio interrumpida cuando el volumen comenzó a mover las tapas y a volar, con serias dificultades, hasta perderse por la esquina de uno de los pasillos. Luego asomó uno de los picos de sus tapas, como si estuviese escrutando a Takeru de reojo, o como si lo estuviese esperando.

—¿Quieres que te siga?

El niño se levantó y dobló la esquina, persiguiendo el aleteo del libro entre todos los destrozos que estaban provocando los trasgos. Fue entonces cuando se percató de algo de lo que jamás se hubiese percatado de haberse quedado allí, escondido. Los libros de la biblioteca estaban volando, no por los trasgos, si no por ellos mismos. Volaban como pájaros intentando escapar de las garras de un gato y se perdían, se escondían o se chocaban contra todo lo que estuviese en su camino. La biblioteca era un caos de papel, desorden y ruido, tanto que al joven le costaba seguir el rastro del vuelo raso de libro, del que desconocía hacia dónde lo guiaba.

Lo llevó hacia una puerta de madera, en un principio sellada, del piso superior, y el infante tuvo que ponerse de puntillas para alcanzar el pomo y abrirla, escabulléndose del desorden. El interior estaba oscuro, no parecía que hubiese ningún interruptor, por lo que tuvo que andar a ciegas mientras ponía las manos delante, como un zombi, para no chocarse. Al cabo de un rato toco algo, un libro, que sin una sola palabra le decía "sácame a mí". Así lo hizo y, según lo iba sacando de la estantería, las hojas comenzaron a brillar, iluminando levemente el cuarto en el que se encontraba. El libro se abrió por la mitad y movió sus hojas hasta detenerse en un brillante dibujo. ¿Quería que Takeru leyese esa hoja? En la cabecera de la página, con letras bien grandes se podía leer a modo de título "El Trasgo".

"El nombre de esta criatura viene del latín y significa: trasgredir, esto es, ir en contra de una ley o dogma. El trasgo es un duende travieso y juguetón, cojo de la pata derecha y con la mano izquierda agujereada. Su costumbre de hacer travesuras, tales como esconder objetos o desordenar cosas, se ve potenciada por su capacidad para hacerse invisible. Si bien no son de carácter malvado, sus travesuras a menudo desencadenan una tragedia. Para deshacerse de ellos se les suele retar a hacer tares imposibles, tales como recoger granos con su mano izquierda o saltar a la pata coja con su pierna mala. Al verse incapaces de cumplir el reto, se avergüenzan y se van."

¡Eso era! Takeru debía retar a los trasgos a algo que ellos no pudiesen lograr. ¿Pero a qué? A él le daba mucho miedo enfrentarse a todos aquellos duendecillos que, por si fuera poco, podían hacerse invisibles y hacer todo tipo de travesuras. El libro que lo había guiado hacia aquel lugar temblaba, agarrándose con las tapas a sus piernas, como un pájaro asustadizo. Takeru respiró hondo mientras dejaba al otro libro en el suelo, junto al "guía". Entonces miró hacia la puerta cerrada, tomo aire de nuevo y caminó hasta alcanzar el pomo.

A la salida del oscuro cuarto lo esperaba un fogonazo de luz, el estridente sonido de los papeles zarandeándose al viento y los movimientos rápidos y erráticos de los trasgos. Bajó las escaleras de la planta baja protegiendo su cabeza y, en una ocasión, tropezó con uno de los libros que volaba a gran velocidad y su cuerpo acabó rodando hasta tocar el suelo de la planta baja. Se aguantó las ganas de llorar y corrió por el pasillo central, soportando las embestidas y los tropiezos diversos hasta llegar a la entrada.

—¡Takeru! —gritó Hikari, quien tras salir de uno de los pasillos tirando de las patas de dos duendes, se percató de la carrera del joven.

Takeru alcanzó la entrada, dio media vuelta y, a todo pulmón, chilló.

—¡Trasgos, trasgos, oídme! —Y el estropicio se detuvo levemente cuando pequeñas y variadas cabezas de ojos negros se giraron hacia la llamada —. ¡Os reto a una carrera y si me ganáis os dejaremos hacer lo que queráis!

Y una vez dicho esto, salió corriendo por la puerta en dirección al bosque. Giró la cabeza en mitad de su carrera, esperando a que lo siguieran. Efectivamente, los duendecillos comenzaron a perseguirlo por detrás, al principio a ritmo lento, al ser cojos, pero luego, cuando comenzaron a correr sobre sus patas delanteras y su pata trasera, aumentaron la velocidad y Takeru también tuvo que correr más rápido. Tal vez los había alejado de la biblioteca, pero si no les daba esquinazo pronto, sería él el que estaría en graves problemas. Por suerte, se conocía el bosque como la palma de su mano, producto de sus múltiples expediciones durante sus vacaciones en un aburrido pueblo de no más de veinte casas. Giró alrededor del tronco de un árbol, saltó sobre un tocón caído y se agazapó bajo unos arbustos, esperando que los trasgos continuasen recto y se perdiesen. Así lo hicieron, pasaron delante de sus narices y ninguno se dio cuenta de que les habían dado esquinazo. Luego, Takeru se levantó, se sacudió rápidamente algunas ramitas y volvió a correr, de nuevo, hacia la biblioteca. Esta vez, cerró la puerta tras entrar.

De pronto, todos los libros comenzaron a reunirse a su alrededor, abriendo y cerrando sus tapas como si de un aplauso en conjunto se tratara. Hikari se acercó a él, pero en su cara se reflejaba más decepción que agradecimiento, si bien este último también estaba presente.

—Lo siento —dijo Takeru precipitadamente—, yo no sabía que había que cerrar las puertas. No sabía que podían entrar trasgos.

Hikari suspiró.

—Está bien Takeru, debí está más pendiente de la biblioteca. Después de todo, yo soy la bibliotecaria —Hikari se arrodilló hasta estar a la altura del niño—. Sin embargo, Takeru, debo pedirte que no cuentes nada de lo que has visto hoy ha nadie. Nadie puede conocer la existencia de esta biblioteca. ¿Entendido?

La cara de Takeru se iluminó con una idea mientras asentía.

—¿Porqué nadie puede conocer la biblioteca?

—Porque hay criaturas muy malas ahí fuera. Algunas no vienen solo a jugar, vienen a hacer daño de verdad.

Takeru tragó saliva, sin embargo, su siguiente comentario, dejó aún más sorprendida a Hikari.

—¡¿Puedo ayudar en la biblioteca?! Puedo ayudar a ordenar libros y ponerlos en su lugar, por favor, aprendo rápido.

Los libros se movieron, como excitados ante la idea.

—Takeru…

—¡Por favor! ¡Prometo no decírselo a nadie! ¡Nunca le he contado un secreto a nadie! ¡Mi hermano mayor me confiesa todos sus secretos porque sabe que no los cuento, lo prometo! —juró y perjuró una y otra vez.

La joven lo miró fijamente a los ojos y este le devolvió la mirada con determinación. Tras unos segundos, preguntó:

—Dime una cosa, ¿cómo sabías cuál era la debilidad de los trasgos?

—Un libro me lo dijo.

—¿Qué libro?

—El que está encerrado en la habitación del cuarto de arriba.

La chica abrió y entrecerró los ojos rápidamente, como conteniendo un respingo. Luego, le pidió a Takeru que le señalara en específico el libro que era y, tras llegar a la habitación, recogió un libro verde, al lado del otro, el de azul marino que lo había guiado hasta el lugar. Sin embargo, no lo recordaba así. Es decir, al estar en una habitación oscura al joven se le podían escapar grandes detalles como el color, pero él juraría que, cuando lo cogió por primera vez, no estaba cubierto de enredaderas que parecían salir de centro de su portada y se extendían alrededor de las dos tapas hasta cerrarse a cal y canto.

—Aquí estaba la descripción del trasgo —dijo el niño.

—Pero Takeru, eso es imposible, es obvio que este libro está cerrado. Además —y esto último lo dijo muy bajito, casi para ella—, la lealtad de este libro es de las más poderosas.

A Takeru le invadió un rubor cuando no supo que contestar.

—Pero fue este —dijo él—, se abrió y sus hojas se iluminaron en la oscuridad.

Hikari examinó el libro y lo volvió a dejar en su sitio. Luego observó a Takeru, o más bien su pierna, de la que se agarraba el grueso volumen de color marino. Por un instante, sonrió para sus adentros.

—Está bien, te creo —dijo ella, provocando que los ojos del chico se iluminaran como un cielo estrellado—. Pero has de saber una cosa muy importante. La misión de un bibliotecario es fácil, pero la misión de un guardián de palabras, en comparación, es de lo más complicado que te puedas encontrar. Los trasgos no son nada comparado contra los "devoradores".

—¿Qué son?

—Monstruos oscuros, malvados. Ellos son los encargados de destruir la lucidez humana, y lo consiguen a través de la destrucción de estos libros. El cuidado de la biblioteca es el trabajo de los Warden. Es nuestro trabajo —miró a Takeru con solemnidad—. Y créeme, los trasgos de hoy no son nada comparado a los devoradores.

El libro agarrado a la pierna del niño se movió con inquietud. Al notar esto, Takeru lo levantó y sostuvo contra su pecho.

—Pues enséñame a derrotarlos —contestó con determinación.

Hikari dio media vuelta en un suspiro, como si su plan de mantener alejado a Takeru se hubiese torcido debido al propio Takeru.

—Siéntate en una silla, vamos a ir empezando.

Capítulo 2: Los trasgos.