Hermione había decidido tomarse el día libre. Llevaba tantos meses seguidos trabajando de lunes a domingo sin parar y sin descanso que, tenía que reconocérselo a sí misma, ya no era ni siquiera una trabajadora eficiente. Lo último había sido gritarle a Abbott, el pobre secretario de Kingsley, cuando le había dicho que no estaba en su oficina, que había cogido algunos días para estar en familia. Es cierto que necesitaba su firma para presentar la proposición de ley que llevaba escribiendo y sacando adelante meses. ¡Meses! Y prácticamente sola, claro, porque a nadie parecía importarle demasiado el destino de las selkies. Y no iba a ser un destino agradable si el ministerio seguía ignorando el hecho de que una cantidad nada desdeñable de muggles estaban usándolas como reclamo turístico.
Nadie en el ministerio parecía entender el peligro que eran los muggles y su manía por convertirlo todo en turismo. Ni siquiera Harry, que había convivido con el peor tipo durante suficientes años como para saber cómo podían llegar a destruirlo todo. Bueno, no tenía claro si el motivo era ese o que, realmente y como siempre, la subdivisión de seres en el Departamento de Regulación y Control de Criaturas Mágicas era la última preocupación de todo el mundo. Menos de ella. Para ella era su vida y solo Luna, Rolf y, ¡por Merlín!, Draco Malfoy parecían prestar un mínimo de atención al asunto.
Eso sí que era irónico. El mismísimo Draco Malfoy había pasado por su despacho para ver cómo se iba desarrollando la propuesta más que sus propios amigos. Había sido, desde luego, desconcertante. Pero con el tiempo sus conocimientos sobre temas legales y sus contactos habían resultado realmente útiles. Los cafés con los que habían discutido todo el asunto tampoco habían resultado del todo desagradables. Al principio solo habían sido cuestiones técnicas, laborales. Pero poco a poco habían ido abriéndose un poco más y había descubierto, no sin cierto asombro, que podían mantener conversaciones civilizadas. ¡E incluso más que civilizadas! Hablar con él era mucho más estimulante que escuchar las conversaciones de Ron, Ginny y Harry. No, no era que no los quisiera, ¡claro que los quería! Pero a veces los quería como se quiere a los hermanos, más "a pesar de" que "gracias a". No se quejaba tampoco, no todo el mundo tenía la suerte que tenía ella.
Pero, ¡mierda! Habían sido meses sin dormir.
Y cuando ya estaba todo atado, todo resuelto, todo a falta de una firma...
Kingsley no estaba.
No pasaba nada. Había tiempo. Habían sido su cansancio y su mal humor los que habían gritado a Abbott. Un día en blanco y volvería con fuerzas renovadas, dispuesta a pedir perdón con una botella de whisky o una caja de bombones.
Mientras tanto, tenía todo el día libre y por eso tenía planificado ya, paso por paso, todo lo que haría. Porque los días libres había que aprovecharlos, ¿no? Una cosa era relajarse y otra muy distinta dejarse llevar. A primera hora había desayunado en Madame Pudifoot. Un café caliente y un panecillo caliente, pese a que Madame Pudifoot la había mirado con gesto de desaprobación porque, al parecer, no era tiempo de café sino de chocolate caliente. Todo estaba aún más decorado que de costumbre. Lleno de luces, muérdago y flores de pascua. Definitivamente, a Madame Pudifoot se le estaba yendo de las manos su afán por hacer femenino aquel establecimiento.
Después había caminado hasta la estación para ver el lago helado. Era la parte más fría de Hogsmeade y por eso le gustaba ir hasta allí. Tanto tiempo encerrada junto a la chimenea hacían que echara un poco de menos sentir el frío y poder usar su viejo gorro de Gryffindor y sus guantes y bufanda a juego. Viajar hasta allí era siempre un buen recorrido por la memoria. Por los paseos, a reírse de un Malfoy asustado por Harry, escondido bajo su capa de invisibilidad. Por Lupin y Sirius y su casa de los gritos. Por aquel tiempo con 15 años cuando todavía nada parecía totalmente en serio. Era triste y, a la vez, un alivio saber que por lo menos no había sido todo en vano.
El siguiente paso era ir a la biblioteca del pueblo. No esperaba encontrar nada que no hubiera en cualquier otro sitio. Era una biblioteca pequeña, de un pueblo pequeño. Pero precisamente por eso le gustaba más, tenía una tranquilidad que no encontraba en otros sitios. Ser parte del trío dorado había tenido sus ventajas, aunque no demasiadas excepto para Ron, que vivía para ello. Poder estar durante largos periodos de tiempo en un mismo sitio sin que alguien se le acercara a hablar no estaba entre esas ventajas. Cualquiera habría esperado que después de once años las cosas se habrían calmado, pero parecía que siempre quedara alguien por agradecerle algo.
Era una biblioteca pequeña y cuadrada, de piedra, rodeada por una verja de metal y un pequeño jardín. En primavera, una enredadera de flores y hojas decoraba la fachada, en invierno la nieve y el hielo se agarraban con fuerza a las ramas secas consiguiendo otro tipo de belleza. Aquel día, sin embargo, también tenía pequeñas luces flotando alrededor de la seca enredadera. Definitivamente el pueblo debía de estar celebrando algo.
Cuando cruzó la puerta, una bofetada de calor hizo que se deshiciera en el acto de su ropa de abrigo y notó como sus mejillas se encendían. Subió con paso ligero las escaleras que la llevaban a la segunda planta, a la sección de ficción y sintió, ante de cruzar la última puerta, el nudo en el estómago que siempre se le hacía cuando entraba en una biblioteca o en una librería. Era una especie de anticipación, de emoción por lo que estaba a punto de ver, de tocar, de oler. No importaba cuántas veces hubiera entrado allí, siempre lo sentía. Incluso las manos le picaban con nerviosismo.
La segunda planta no era un espacio diáfano al estilo de las nuevas bibliotecas. Al contrario, era una habitación tan grande como abigarrada. Las paredes estaban cubiertas de cuadros de escritores ilustres, cada uno de un estilo y tamaño completamente distinto al siguiente. Había dos niveles de estanterías, unas en el suelo y otras flotando, pero estas tampoco guardaban ninguna relación entre ellas: colores, tamaños y ornamentación se alternaban como si hubeira sido un mago con los ojos tapados quien hubiera conjurado todo aquello. A la derecha y a la izquierda unos grandes ventanales de madera iluminaban la estancia y, en los huecos que dejaban las ventanas, había algunos pufs repartidos para quien quisiera sentarse a leer. Hermione subió la vista sabiendo lo que iba a encontrar, una gran vidriera que cubría el techo iluminándolo todo como un arcoiris. En azul, amarillo, rojo y verde se sucedían escenas de fantasía que hacían moverse el cristal como si fuese agua. Casi toda una vida en el mundo mágico no había conseguido que dejara de asombrarse con todo aquello.
La sala estaba vacía, así que sacó su varita, conjuró toda la serie de los Indeseables, de Lance Gainsworth* y la llevó hasta su puf favorito, uno marrón, naranja y rojo con cenefas feísimas sobre el que caía una buena cantidad de luz. Conjuró también un termo con más café y cuando tuvo todo preparado se tiró allí, recogiendo sus piernas y dejando que las siguientes dos horas pasaran sin darse cuenta.
Cuando volvió a levantar la cabeza con el cuello algo dolorido y los ojos un poco irritados vio cómo el lugar se había llenado poco a poco. No había demasiada gente y todos parecían tener un ánimo exageradamente festivo y bullicioso. Muchos de ellos hasta tenían puestas sus túnicas de gala repletas de encaje, seda y tul, así que decidió que ya era el momento de marcharse. No recordaba la última vez que había conseguido concentrarse tanto en un libro. Era una sensación vieja y maravillosa que había echado muchísimo de menos. Aunque ya había leído la serie varias veces (hasta el punto de que, en fin, puede que se supiera algunos pasajes de memoria) decidió sacar los siete libros. Ahora que por fin había terminado la parte dura del trabajo estaba segura de que podría sacar un rato todos los días para leer un poco y volver a ser un poco más humana. Se levantó entumecia y se estiró como un gato. Hizo levitar todos los libros y fue a la primera planta para sacarlos.
—Quería... —tosió un poco. Tanto tiempo sin hablar había dormido sus cuerdas vocales. —Perdón. Quería sacar estos libros —terminó de decir colocando los siete volúmenes sobre el mostrador. La bibliotecaria, un señora de una edad indeterminada entre los 40 y lso 60 años, con el pelo rubio y liso, gafas azul celeste y gesto serio y seco la miró levantando una ceja.
—Me temo, señorita, que solo puede sacar cuatro.
—Oh, pensé... —intentó responder Hermione valanceándose ligeramente, nerviosa.
—¿Pensó? ¿Qué pretende? ¿Vaciar esta pobre biblioteca? ¡No podemos andar dejando a la gente sacar todo lo que quiera o nos quedaríamos sin nada! —Definitivamente no le caía bien a esa señora.
—De acuerdo, de acuerdo —respondió intentando apaciguarla.
—¿Entonces cuáles van a ser?
—Todos. Van a ser todos —la voz masculina que llegó detrás de ella le hizo dar un salto. Por un momento no logró identificarla y estuvo a punto de apuntar con su varita al extraño. Pero antes de darse la vuelta el olor conocido de la menta hizo que se tranquilizara.
—¡Mal...! ¡Draco! ¿Qué haces tú por aquí? —Exclamó, casi tropezándose con sus propias palabras y sintiendo como las mejillas empezaban a arderle.
—Tenía el día libre y pensé en dar una vuelta —respondió secamente, serio, pero con un brillo de diversión en sus ojos.
—Oh, claro. Es un buen sitio para pasar el rato. Yo llevo ya unas cuantas horas. Es una biblioteca bonita, ¿verdad? Un poco caótica, pero eso también es bueno. Sí. ¿Sabes cuándo la construyeron? Hace tiempo estuve investigando y descubrí que tiene más años de los que parece. Fue construída cuando los elfos... —El carraspeo de la bibliotecaría la interrumpió y por fin se atrevió a subir los ojos y mirar directamente a Draco. Durante toda su perorata se había limitado a mirar sus manos. Él seguía mirándola serio pero atento, algo divertido, podía jurarlo y, sobre todo, paciente. Paciente con ese nerviosismo que no sabía muy bien de dónde venía.
—¿Entoneces qué va a hacer? Porque no se puede llevar todos por mucho que usted se empeñe, señor.
—Ella se llevará cuatro y yo los otros tres —respondió él con cierto tono de impaciencia.
—De acuerdo, pongan aquí sus varitas.
Primero Hermione y después Draco colocaron sus varitas sobre el falso libro que servía como registro.
—Recuerden que quien los saca es el responsable del libro. Y tienen 15 días para leerlos. Francamente, no veo por qué nadie sacaría siete libros para leerlos en 15 días —resopló la bibliotecaria.
—Oh. Pero es que usted no la conoce. Puede estar segura de que en una semana estaremos de vuelta con los libros debidamente leídos. Incluso puede hacerle un examen, verá que saca un diez —respondió Draco mirándola de reojo.
—¡Draco! —Exclamó Hermione. Y le dio un manotazo en el hombro que resultó tan extrañamente natural que la puso aún más nerviosa. La bibliotecaria se fue murmurando algo sobre lo estúpida que estaba en aquellas fechas la juventud y ellos se volvieron a abrigar para salir al frío del invierno. Mientras que Hermione luchaba por no estrangularse a sí misma con la bufanda, Draco sujetaba ya la puerta, pulcramente abrigado, todo en su lugar.
La bofetada de hielo que esperaba en la calle ayudó a Hermione a relajarse. No entendía muy bien por qué se ponía así. Tenían una relación perfectamente cordial, no tenía nada que temer, nadie la iba a insultar. Era un buen amigo, sin más. Se había convertido en eso, en un verdadero amigo y eso era bonito. ¡Por Merlín! Era precioso y hacía que tuviera un poquito más de fe en la humanidad, un poco más de esperanza en que todo se podía arreglar. Y no podía estropear la fe y la esperanza únicamente porque, de entre todos sus amigos, era el único que tenía vetas grises deslizándose como ríos entre el azul de sus ojos.
—Muchas gracias —dijo ella cuando ya estaban en la calle.
—¿Por qué? —Preguntó él, que parecía estar pensando en otra cosa.
—Por... por los libros. Muchas gracias por los libros. Puedes dármelos, los guardo en la mochila.
—¿Van a caber todos ahí dentro? —Preguntó Draco, suspicaz, mientras señalaba la pequeña mochila que colgaba de su hombro.
—Un pequeño hechizo —respondió Hermione, bajando la mirada como si aquel hechizo no fuera nada. Él no había sido capaz de hacerlo, manipular los espacios no era tan fácil como podría parecer. —Te prometo que los devolveré a tiempo y en perfecto estado.
—No lo dudaba. Pero tampoco me importa mucho. ¿Por qué no te los compras? Estoy seguro de que ya los has leído más de una vez.
—Y más de dos y de tres y... bueno... Sí, los he leído unas cuantas veces.
—Con más razón. ¿Por qué no tener los tuyos propios?
—Intento mantener un control sobre mi biblioteca. Solo obras de consulta que pueda necesitar en cualquier momento. Si no, pronto se me iría de las manos. Además, me gusta ir a las bibliotecas.
—Sí, eso había oído. Pero no hace falta ser tan racional para todo. Si esos libros te gustan tanto deberías tenerlos.
—Lo pensaré, pero de momento... —respondió palmeando la mochila donde acababa de guardarlos —esta relectura corre de tu cuenta.
—Algún día deberías venir a mi casa a ver la biblioteca. Estoy seguro de que lo disfrutarías —dijo él de la nada para acto seguido desviar la atención de la invitación. —Ahora deberíamos movernos antes de quedar convertidos en estatuas de hielo.
—Sí... eh... No quiero entretenerte más —la decepción se filtró entre las palabras de Hermione.
—No me entretienes. Ya te lo dije. Es mi día libre. De hecho, dime, ¿cuál es tu plan? Estoy seguro de que tienes un plan.
—Sí, bueno, eh... Mi plan terminaba en la biblioteca —mintió porque no quería reconocer que, efectivamente, tenía todo programado hasta el momento de volver a casa. —Pero si te apetece me gustaría pasear. Me encanta pasear en invierno y parece que aquí están de fiesta, está todo decorado.
—Bueno, aquí y en toda Gran Bretaña, creo —bromeó él.
—¿Ah, sí? No tenía ni idea.
—¿No sabes...?
—¡Vamos por allí! —Interrumpió ella cuando, de pronto, supo exactamente a dónde quería ir con él. —Quiero enseñarte un sitio y ver si lo recuerdas.
Echaron a andar, hombro con hombro, hablando del trabajo, la vida. Lo idiotas que eran Harry y Ron, lo insufrible que era Theo y cómo se empeñaba en mantener la absurda tradición de verse por lo menos una vez al mes. Hablaron de Gainsworth y de por qué era urgente que Draco lo leyera. De que había sido un hijo de muggles y aquello se notaba en la forma en que se filtraba el asombro en su narración. De cómo Hermione aún despertaba algunos días fascinada por el hecho de que la magia existiera. De cómo Draco aún amanecía agradecido por haberse librado de distintos tipos de cárceles. De Narcisa y la mansión, de los Granger y su consulta.
—¡Aquí estamos! —Dijo Hermione abriendo los brazos hacia la alambrada y la Casa de los gritos.
—Eh... Bonita... ¿alambrada? ¿Casa decrépita?
—¿No lo recuerdas?
—¿Qué tengo que...? —De pronto el reconocimiento se abrió paso en su confusión. —¡Mierda! Es aquí, ¿verdad? Es aquí donde te llamé sangre sucia y...
—¡No! ¡No te he traído aquí por eso! Merlín, ni siquiera recordaba aquello. Me llamabas tan a menudo sangre sucia que en algún momento dejó de importarme. Te he traído por lo que sucedió después. Es aquí donde Harry os bajó los pantalones y os arrastró por la nieve. Fue uno de los días más divertidos de aquel año.
—Junto con el día en que me diste un puñetazo en la nariz, supongo —respondió Draco estirándose y levantando levemente la nariz, en gesto orgulloso.
—Oh, sí —dijo Hermione saboreando el recuerdo —aquel fue un día que siempre llevaré grabado en mi corazón.
—Eres malvada, bruja —Draco fingiendo indignación era más de lo que ella podía soportar y empezó a reirse a carcajadas, doblada sobre su propio estómago.
Mientras tanto él la observaba con una ceja levantada y los brazos cruzados, con una sonrisa reprimida en los labios.
—¿Has terminado ya de reírte de mí? ¿Podemos seguir?
—¡Ay! —fue lo único que fue capaz de decir Hermione mientras se secaba las lágrimas de los ojos. —Hacía tiempo que no me reía tanto. Lo siento, lo siento. Es la tensión, lo juro, no me hace tanta gracia haberte pegado. ¡Lo juro! —Pero su cara decía todo lo contrario.
—Eres imposible, Granger —pero esta vez Hermione sabía que no lo decía en serio y que a él también le hacía un poco de gracia. —¿Seguimos? —Preguntó y echó a andar sin esperar respuesta.
—Seguimos —respondió ella incorporándose y siguiéndole dando pequeños saltitos para ponerse a su altura.
Caminaron aún durante prácticamente una hora más. Fueron a Honeydukes y compraron plumas de azúcar y sapos de menta para Draco y varitas de regaliz para Hermione. También entraron a La Casa de las Plumas de donde Hermione salió quejándose porque veinte sickles le parecían una barbaridad por una sencilla pluma negra y dorada.
Atardecía y comenzó a caer una nieve ligera pero helada que hizo que ambos se estremecieran. Pero ninguno parecía querer marcharse. Lo estaban pasando bien. Hermione no recordaba cuándo había sido la última vez que había podido hablar tanto y pensar tan poco. Empezaba a estar agotada y helada, pero se resistía a volver a casa y al silencio. Además, tenía que reconocerlo, tampoco tenía gana de volver a pensar en la maldita propuesta.
Draco tampoco quería marcharse. No es que el paseo hubiera estado mal. No, en absoluto, había estado espléndidamente bien y había conseguido no comportarse como un idiota y parecer prácticamente humano. ¡Menudo logro! Pero no, no había estado buscándola y teniendo que hablar con tooodos aquellos Gryffindor para dejarla marchar. Pero las ideas se le acababan, prolongar el paseo cuando ya era prácticamente de noche era absurdo, no tenían más que comprar e invitarla a aquellas horas a su casa con la excusa de ver la biblioteca le parecía bastante torpe. Sí, podía invitarla para otro día, volverla a ver en otro momento, pero ¡maldita sea! ¡Tenía que pensar en algo y tenía que ser ya! Sin embargo, sus pensamientos se vieron interrumpidos por una pregunta que pareció más un exabrupto y que le costó algunos segundos procesar.
—¿Te vienes a mi casa a tomar algo?
—Yo, eh...
—Hace más calor que aquí y yo... Yo tengo que dar de comer a Crookshanks y...
—Vamos. Tú me guías —dijo antes de que ella se arrepintiera de la invitación y se agarró a su brazo para que los apareciera.
En cuanto entraron en aquella pequeña casa de aire muggle Hermione se puso a hacer cosas como si un espíritu frenético se hubiera apoderado de ella. Fue corriendo hacia el sofá, encendió una pequeña lámpara y retiró una manta de cuadros rojos y negros que había hecha una bola en una esquina. Cogió varios volúmenes de la Gran Enciclopedia de la Magia que estaban sobre la mesa y cargó con ellos, desapareciendo por una puerta que parecía dar a un despacho, por lo poco que pudo ver Draco. Volvió corriendo y recogió varios envoltorios de barritas de avena, chocolate y mantequilla de chocolate. Por la velocidad con la que intentaba hacerlas desaparecer estaba seguro de que aquella había sido la base de su alimentación en los últimos tiempos.
Desde que llegaron apenas le había dirigido la palabra más que para murmurar disculpas, así que en ese tiempo allí parado, de pie plantón, le dio tiempo a mirar alrededor. Era una casa pequeña y decorada con el peor gusto que había visto en mucho tiempo. Todo parecía ser o rojo o dorado o de mil colores imposibles. Las paredes, en lugar de ser un espacio limpio y diáfano parecían sufrir algún tipo de horror vacui y donde no había estanterías repletas de libros, había miles de fotos. No pudo evitar fijarse en una de ellas porque allí estaban los dos, hacía un par de semanas, discutiendo algo por los pasillos del ministerio, un día en que Dennis Creevey los había abordado para completar el fondo fotográfico de la institución.
Cuando Hermione volvió de la que probablemente sería la cocina, Draco señaló hacia la foto y levantó las cejas en gesto interrogativo.
—Me gustó cómo salimos —dijo ella sin más, intentando no parecer avergonzada. —Y me gusta tener fotos de mis amigos en las paredes, como puedes ver.
—¿Somos amigos? —Replicó él. Serio.
—Eso me gustaría creer —respondió ella sintiéndose pequeña e inquieta.
—Hermione, ¿por qué piensas que llevo tres meses yendo prácticamente a diario a tu despacho?
—Porque... porque te interesa el bienestar de las selkies.
—Sí, bueno, por supuesto —respondió él frotándose el cuello y mirándose los zapatos. —Claro que me interesa el bienestar de las selkies y que el ministerio no siga cagándola con este tema. Pero, ¿no crees que con una visita a la semana habría sido suficiente para tratar el tema?
—Sí, supongo... —contestó ella sintiendo como se le formaba un nudo en la garganta. —Siento si te hice perder el tiempo y... Puedo quitar la foto si te molesta.
—¡No! ¡No me estás entendiendo! —Exclamó Draco exasperado. —¡No me hiciste perder el tiempo! Pero los cafés, las comidas, las horas hablando de cosas que nada tenían que ver con las mil criaturas de las que te preocupan... No fueron para ayudarte con las selkies.
—¿Entonces...? —Respondió completamente perdida.
—¡Por Salazar! ¿Has perdido todas las neuronas de golpe? —Dijo mientras se acercaba a ella, le agarraba las manos y la miraba fijamente. Sus manos, se dio cuenta Hermione en medio de su confusión, estaban heladas incluso en aquella cálida habitación y le temblaban ligeramente. —¡Estoy enamorado de ti! Tan condenadamente enamorado de ti que he pasado el último día del año investigando dónde diablos te podías haber metido para que no lo pasaras sola. He hablado con los Potter, con Weasley, con...
—¿El último día del año? —Le interrumpió ella con los ojos muy abiertos.
—¿Eso es todo lo que has oído? —Respondió él retirando las manos y llevándoselas a los bolsillos. Pudo ver en ese momento el dolor cruzando sus ojos, pero estaba tan bloqueada, tan sobrepasada, que no sabía cómo reaccionar, qué hacer. No entendía qué estaba pasando ni por qué por su pecho cruzaba una sensación cálida y agonizante.
—¡No! ¡Perdón! ¡Merlín! Soy una inútil social. ¿Lo sabías? Siempre digo lo que no tengo que decir y soy una repelente y... No me extraña que...
—¡Ey! ¡Eh! No. Para. —Y volvió a sacar sus manos para cubrir las de ella. —Es cierto que no eres la persona más hábil socialmente del mundo. Si es que eso quiere decir algo. Pero no te llames inútil, no te llames repelente y, sobre todo —liberó una de las manos de Hermione y llevó la suya a un mechón que escapaba del recogido de ella —no intentes justificar que los demás hayamos sido imbéciles en algún momento.
—No importa si tú no me quieres —continuó. —No tienes que... No tienes que decir nada. Únicamente no quería terminar un año más con este secreto sobre mi pecho.
—¿Otro año más? ¿Cuánto hace que...? —Hermione se sentó lentamente sobre el sofá que quedaba más cerca sin darse cuenta de que el pobre Crookshanks estaba allí medio dormido, ignorando la agitación de su dueña y a aquel extraño que venía a romper la paz de su hogar. El gato saltó al suelo soltando un maullido de disgusto, miró a Draco con el desprecio que solo los gatos saben mostrar y fue a refugiarse bajo un radiador. Sin embargo, Hermione apenas se dio cuenta de todo eso, necesitaba un punto de equilibrio porque su interior amenazaba con arrojarla al suelo. Draco la observó un momento, se quitó el abrigo y lo apoyó pulcramente sobre la silla más cercana. Después decidió sentarse junto a ella, a su altura, a una distancia prudencial.
—¿Cuánto tiempo hace que sé que te quiero? —Hermione asintió, aún intentando decidir si aquello era una gran broma, un sueño o una pesadilla. No. No podía ser una pesadilla. Eso sí que lo sabía. —Es una buena pregunta. Tú siempre haces las mejores preguntas.
Se quedó callado unos instantes, pero Hermione decidió darle tiempo, espacio para ordenar las ideas. Es lo que ella habría agradecido si hubiera estado en su lugar. Es lo que agradecía en aquel momento porque también necesitaba saber qué estaba pasando ahí. Le observó detenidamente. Su cabello rubio caía por su frente mientras miraba fijamente el respaldo donde tenía puesta la mano, jugando con las cenefas del sofá. Cuando finalmente pareció juntar las suficientes fuerzas tomó aire y volvió a mirarla a los ojos dejándola a ella sin aliento.
—Pues verás. Es una buena pregunta, pero la respuesta es difícil. Porque me he dado cuenta de que te quería tres veces. La primera vez fue hace casi una vida cuando, merodeando por el castillo como el idiota que era, me encontré con tu cuerpo petrificado en la enfermería. Por entonces ya tenía mis sospechas, pero aquella imagen me persiguió incluso durante el verano. Pero, ya lo sabes, yo no era la mejor persona.
—Eras un niño —le interrumpió ella. —Ya lo hemos hablado.
—Un niño malcriado e idiota, sí.
—Pero no tenías...
—Shhh —la calló Draco. —Déjame seguir. Aquella fue la primera vez, pero procuré olvidarla, sepultarla dentro de mí. Donde ni siquiera yo pudiera encontrarla porque tenía que odiarte. Era mi deber como Malfoy, como mago, como sangre pura.
»La segunda vez fue en casa de mis padres. Hace once años. Creo que puedes imaginar cuándo y por qué fue. Como verás, entonces tampoco fui capaz de tener el valor de reconocer mis sentimientos sin la amenaza de perderte. Pero eso también lo olvidé, porque no lo merecía. Después de todo, no tenía ni siquiera el derecho de quererte.
»La tercera vez fue hace tres meses y medio cuando entraste como un huracán en el despacho de Shacklebolt porque no había derecho a que todos aquellos muggles americanos estuvieran estresando a una selkie sin que el Ministerio moviera un solo dedo. Llevabas una falda de cuadros y una blusa marrón, pero de eso me di cuenta más tarde. En aquel momento lo único que veía eran tus ojos ardiendo, indignados como lo han estado siempre. La boca en un gesto de determinación, el de quien está dispuesta a arreglar todo lo que nadie más quiere arreglar.
—Ese día... —balbuceó Hermione.
—Sí, ese mismo día fui a verte a tu despacho para ver cómo podía ayudarte. Casi corrí hasta allí, antes de dar tiempo a mi cabeza a inventar cualquier excusa, a buscar cualquier escondite para... para esto.
Ambos se quedaron en silencio. Un silencio que no era incómodo, pero sí espeso. Un tiempo para respirar. Draco se había ido acercando poco a poco a Hermione sin darse cuenta, sin pensarlo, sencillamente atraído como si ella tuviera un campo gravitacional alrededor. Pero no iba a tocarla. Aunque sus manos se murieran por volver a sentir el calor de las de ella, por acariciar su cara que aún permanecía algo roja, por retirar los mechones que una y otra vez volvían a ocultar aquellos ojos que conocía de memoria. No, no iba tocarla mientras ella no quisiera ser tocada. Mientras no tuviera la seguridad de que sus manos, junto con su corazón, iban a ser bien recibidos. A cambio agarró un cojín que estaba cerca y se dedicó a alisar compulsivamente una tela que de por sí ya quedaba tirante. Era un cojín espantoso, pensó por un instante, ¿quién ponía cojines con dibujo de unicornios en un salón destinado a personas adultas? Y además de aquellos colores tan improbables. ¡Los unicornios no eran rosas, por Salazar!
—¿Entonces no sabes que hoy es el último día del año? —Preguntó Draco despegando la mirada del cojín y rompiendo en silencio, en un tono que intentaba ser ligero pero que fue algo tembloroso.
—¿Eh? —Respondió ella como despertando de un sueño. —No. No lo sabía. No... no te rías de mí, pero no me había dado cuenta de que era Navidad.
—¿Y tus amigos?
—Bueno... eh... a decir verdad puede que dijeran algo. No estoy muy segura. Es posible que quedara en ir a casa de los Weasley hace una semana y después lo olvidara. ¡Oh! ¡Por Merlín! ¡Era Navidad! —Exclamó llevándose las manos a la boca. —¡Me van a odiar!
—Yo no me preocuparía por eso —respondió él sonriendo y ella se sintió algo más tranquila, como si toda la magia que conocía estuviera contenida en aquel gesto. —Cuando hablé con ellos me pidieron, con cierta sorna, que te diera recuerdos si te encontraba. Creo que ya están acostumbrados.
—¡Qué desastre! —Se desinfló, casi riendo. —¡He olvidado la Navidad! ¡Por eso había tanta decoración!
—Veo que no has perdido tu genio, Granger.
—Veo que no has perdido tu sarcasmo, Malfoy.
Y ambos explotaron en una carcajada. Escuchar su risa fue extraño para Hermione, no estaba segura de haberle escuchado reír tan abiertamente nunca. Al menos no sin aquel tono insufrible que ponía cuando alguien estaba pasando un mal rato. Sonreír sí, en los últimos tiempos había visto tanto su sonrisa que casi se había acostumbrado a ella. Lo habría hecho por completo sino fuera porque se le antojaba imposible acostumbrarse a un regalo así. No, no pensaba... no estaba segura de por qué, pero era un instante precioso. Pero nunca una risa abierta y franca. La sensación que despertó en ella apagó pronto su regocijo y se encontró mirándolo fijamente y preguntando a borbotones.
—Entonces... ¿me quieres?
—Entonces, te quiero —respondió él volviendo a la seriedad.
Esta vez fue ella la que se acercó un poco más a él, colocando la mano sobre el mismo cojín, casi rozando sus dedos, en un intento por leer más de cerca en su cara. Intentando entender, encajar todas las piezas del puzzle.
—Puedo escuchar tu cerebro trabajar desde aquí. Es más sencillo que cualquiera de la cosas que estés pensando.
—No, no lo es, Draco. ¿Por qué me insultabas?
—Porque era idiota. Creo que ya he repetido ese adjetivo suficientes veces hoy como para dejarlo claro. No te insultaba porque te quisiera, no te insultaba para llamar tu atención. Te insultaba porque era idiota.
—¿Por qué no nos delataste?
—Porque era lo que tenía que hacer. No tuvo nada que ver con mis sentimientos. O sí, bueno, mis sentimientos estaban ahí. Pero lo habría hecho en cualquier otra situación. Ni siquiera habría querido cargar con la muerte de Weasley sobre mi conciencia. Pero entonces aún era un idiota. Uno que quería que Potter ganara.
—Comprendo... —Respondió despacio Hermione. —Y por eso prefieres visualizarlo en tres veces.
—Tres puntos de inflexión, tres oportunidades —asintió él. —Aunque entiendo que son demasiadas y es demasiado fácil no creer en ellas cuando una sola persona necesita tanto tiempo para...
—Te tengo delante —interrumpió sonriendo y, definitivamente, rozando con las yemas de los dedos el dorso de la mano de él, dándose un momento para poner sus propias ideas en orden. —¿Sabes? Yo sé que no soy tan lista como todos piensan. Pero acabo de darme cuenta de que tú tampoco.
—¿Perdón?
—Que tú tampoco eres demasiado listo, ¿verdad? —Hermione sintió cómo iba recuperando el control de sí misma, aunque para hacerlo no podía evitar desviar ligeramente su mirada porque si le miraba a los ojos sabía que perdería el autodominio, se ahogaría y las palabras le saldrían a trompicones. —¿Sabías que en los últimos tres meses y medio hemos tomado café juntos cincuenta y dos días? Los primeros doce días solo hablamos de regulación mágica. El decimotercero te conté que Harry y Ginny van a ser padres y tú me contaste que te gusta visitar a Teddy y Andrómeda siempre que puedes y que te sentiste viejo cuando Teddy empezó a ir a Hogwarts.
—¿Cincuenta y dos? —Preguntó Draco paralizado. Casi sin palabras.
—El decimocuarto trajiste tú el café a mi despacho —continuó ella. —Me preguntaste si alguna vez había pensado en la maternidad. Me dijiste que echabas de menos a Teddy mientras estaba tantos meses fuera.
La mano de Hermione ya había cubierto por completo la de Draco para entonces, acariciando con su pulgar el dorso de su mano, pero él no parecía darse cuenta.
—¿Llevas la cuenta? ¿Por qué llevas la cuenta? —Justo en ese momento se fijó en la posición de Hermione, en sus manos prácticamente unidas, en los ojos de ella mirando hacia su cara pero sin verle, del rojo en sus mejillas y de los labios entreabiertos. —Hermione...
—¿Sí?
—¿Por qué llevas la cuenta? —Alzó una mano y giró la cara de ella para que no tuviera escapatoria, para que se viera obligada a mirarlo. Sin embargó olvidó retirarla y, mientras la miraba, acariciaba su mejilla prácticamente sin darse cuenta. —¿Estás jugando conmigo?
Ella se mordió el labio y no pudo evitar una ligera mueca de diversión. No, no estaba jugando con él, no al principio, pero después...
—Bruja —murmuró él mientras terminaba de cubrir el mínimo espacio que los separaba y juntaba su frente con la de ella. —¿Puedo...? —Se interrumpió y con un gesto impaciente tiró el horrible cojín de unicornios sin mirar si quiera hacia dónde lo lanzaba. Un maullido exasperado les hizo imaginar dónde había caído. —¿Puedo besarte?
Pero antes de que hubiera terminado la pregunta ella ya lo estaba besando.
No fue el mejor beso de los que se darían, tendrían tiempo para perfeccionarlos y llegarían a ser verdaderos expertos.
Pero fue el primero.
Al principio los labios de Hermione acariciaban con curiosidad los del que había sido su enemigo durante tanto tiempo. Descubriendo que no sabían como en sus fantasías porque los labios casi nunca saben a menta o a dulces y que eran suaves y cálidos. Pronto las manos de él fueron hacia su pelo soltándolo en un solo gesto de su agarre, acariciándolo, aumentando la presión con la que la besaba. Aprovechando el pequeño suspiro que el gesto provocó en ella, Draco coló su lengua entre los labios de ella y, si en realidad lo hubiera tenido, en aquel momento habría perdido el control por completo. La sujetó con cuidado por la cintura invitándola a acercarse a él y con un gesto suave pero firme hizo que se colocara sobre su regazo, con las piernas rodeá. Estaban tan cerca que su olor, su calor, su presencia hacían que apenas pudiera pensar, razonar.
Sin embargo, consiguió reunir el suficiente autodomino como para parar un momento y separarla un poco, lo justo para poder hablar, no tanto como para tener que echar de menos su contacto.
—¿Entonces?
—¿Entonces qué?
—Debería hacerte sufrir por ponerme las cosas tan difíciles, Granger —respondió él, pero sonreía y volvió a posar ligeramente sus labios en los de ella antes de continuar. —¿Entonces te parece bien esto?
—No es eso lo que me estás preguntando —replicó Hermione mientras trazaba la línea de su mandíbula de forma ascendente con su boca, acercándose a su oído. —Pero sí, Draco, yo también te quiero. Desde el decimoprimer día —terminó susurrando.
—¿Por qué el decimoprimero? —Preguntó él, divertido, girando un poco la cabeza.
—Porque fue el día en el que me explicaste paso por paso y con todo lujo de detalles cómo debía rellenar una instancia para conseguir el documento que necesitaba — bajó la mirada un poco avergonzada. —Me... me gustó mucho cómo me lo explicaste.
—Eres muy rara, Hermione —dijo y acto seguido, antes de que ella tuviera tiempo a quejarse, volvió a besarla. Esta vez fue el turno de ella de separarse y mirarlo divertida.
—Por cierto, gracias. Gracias por los libros. Gracias por... por esto.
—No me...
—Shhh —fue el turno de ella de callarlo. —Y gracias por no dejar que perdiera por completo la Navidad.
—¿En ese orden?
—En ese orden. Los libros primero.
—Eres maravillosamente rara, Hermione —y enterró su cabeza en el hueco de su cuello, besándola y dejándose asfixiar por su pelo. Puso en aquellos besos y en todos los que vendrían después los años de espera, los años de estar perdido y anhelante por algo que desconocía. Aprendiendo a querer bien sobre la marcha.
De pronto era un año nuevo.
Pero ellos no lo supieron hasta mucho más tarde, enredados en una colcha roja y dorada, cuando Crookshanks maulló pidiendo comida y Severus, el Border Collie que habían adoptado dos años antes, decidió unírsele con sus ladridos. Draco se levantó, buscando su varita para rellenar el cuenco. Lanzó un hechizo para mantener el calor y que Hermione no pasara frío sin él en la cama y aprovechó para ir a por agua. La casa estaba en silencio, solo iluminada por las pequeñas luces navideñas de mil colores que flotaban en el pasillo, en el salón y en la cocina. Demasiados colores, si alguien le preguntaba. Pero, claro, nadie le preguntaba cuando se trataba de decoración.
—Eres demasiado tétrico —había concluído Hermione. Y no había querido llevarle la contraria. Al fin y al cabo había crecido en una mazmorra.
Los animales lo acorralaron mientras bebía agua y se apoyaba, pensativo, en la encimera de la cocina. Dos años ya y todavía le costaba creerlo. Aún despertaba algún día fascinado por el hecho de que existiera un ellos.
Puso más comida de la cuenta en los boles de Crookshanks y Severus, un regalo de Navidad para que estuvieran tranquilos y, ¡por Merlín!, callados, porque no pensaba atender ninguna de sus necesidades en el próximo par de horas.
Echó un último vistazo a la sala, a los cojines de unicornios que aún seguían sobre el sofá, y fue directo hacia la cama, preparado para hacer gritar a Hermione por primera vez en el año que estrenaban.
*Esto está sacado totalmente de The Right Thing to Do, de LovesBitca8. 100% recomendado.