Esta es una historia que ya he ido publicando en otra plataforma. Sin embargo, aquí voy a hacer algunos (bastantes) cambios. La anterior historia la empecé hace unos cinco años y desde entonces ha cambiado bastante mi perspectivas sobre algunos temas problemáticos. Probablemente siga siéndolo en parte… Creo que todos vamos a creciendo poco a poco. Si es así, y como trato algunos temas un poco peliagudos, son bienvenidas todas las críticas siempre y cuando sean constructivas. Aunque tampoco pasa nada si son destructivas, aquí hemos venido a jugar.
Publico sin beteos y un poco a lo loco, así que siento toooodas las erratas que puede que haya.
TW: depresión, estrés postraumático, autolesión.
1. El abismo llama al abismo
—¡No puedo más, Hermione! —gritó Ron mientras arrojaba todas sus camisas de viaje. —Lo he intentado, he intentado entenderte, ¡ayudarte! Pero esto me sobrepasa. ¡Todos lo hamos pasado jodidamente mal! ¿Acaso crees que no echo de menos a Fred y… y a todos los demás, todos los días? Pero seguimos adelante, tenemos que hacerlo.
Hermione lo observaba desde el sofá, demasiado cansada para replicar, demasiado cansada para que aquello le importara de verdad. Parpadeó un par de veces intentando focalizar la imagen de Ron y buscando las palabras entre la bruma de su cerebro.
—Ya, imaginaba que esto pasaría —consiguió decir finalmente. Su voz sonó pastosa y ajena después de horas o tal vez días sin usarla.
—¿Que imaginabas que pasaría? —estalló él. —¿Eso es todo lo que tienes que decir? ¿Es todo lo que quieres? ¿Quedarte sola? ¡Pues enhorabuena! Lo has conseguido, me… me rindo —se le entrecortó la voz. —Me largo.
La miró una última vez y se dio la vuelta, bajó las escaleras y, con un último portazo, desapareció.
Hermione había pasado mucho tiempo pensando en cómo se sentiría finalmente cuando hubiera echado de su lado a la última persona. En realidad no estaba segura de que Ron fuera el último. Probablemente si llamara a Harry o a Ginny estarían a su lado, pero no lo haría. ¿Cuánto tiempo pasaría hasta que se dieran cuenta de que hacía tiempo que no sabían nada de ella? Dos semanas, tres probablemente. Tal vez un mes. Las cosas habían cambiado, ser adulto lo cambiaba todo. En el Ministerio tardarían aún más, aliviados por no tener que dar una vuelta más a la última enmienda a una ley ínfima que, como diría Hopkins, a nadie importaba.
Algo parecido a un nudo en su pecho amenazó con aparecer. Se le cerró la garganta y, por un momento, creyó que por fin rompería a llorar. Pero una pequeña imperfección en el papel pintado de la pared que estaba enfrente de ella la distrajo y el momento se perdió y el cuerpo volvió a su anterior laxitud.
Ellos no habían podido entenderla. Sin más. No había reproches porque era lo mejor. Merecían ser felices y ella no les estaba dejando. Tal vez en aquel momento no sabía exactamente lo que era querer (igual que no sabía lo que era respirar), pero sabía que los había querido y solo por eso podía encontrar cierta paz en dejar a todos en paz.
Tanteó con la mano en la mesa hasta que dio con su varita. Hacía tiempo que no practicaba grandes hechizos, así que seguramente había perdido su don, pero para ciertos hechizos seguía sin tener rival.
—¡Ignara! —Dijo con firmeza. Y su mundo empezó a desvanecerse, su varita calló rodando a suelo y los párpados le cayeron, pesados, oscureciéndolo todo.
Despertó algunas horas más tarde. Bastantes a juzgar por la luz del mediodía otoñal que entraba por el ventanal. Se desperezó sintiendo todo el cuerpo entumecido. La falta de actividad parecía haberle transformado unos huesos de casi treinteañera en los de una septuagenaria. No había habido sueños, si algo bueno tenía aquel hechizo era la falta de sueños. Las desventajas… bueno, que lidiaran con ellas aquellos a quienes le importara. Aquella era la única forma de sobrevivir a unas pesadillas que la habrían matado. Ya no esperaba algo mejor, hacía años que había dejado de tener esperanzas de que las cosas fueran distintas. Lo peor había pasado, pero nadie la había avisado de que tras lo peor vendría el infierno.
Así que allí estaba, sin vivir, sobreviviendo, haciéndolo por un sentimiento de justicia con los muertos que todo el sufrimiento del mundo no había logrado eliminar. Aquel era su sacrificio, dejar pasar los días entre ignaras y horas muertas. Nada más.
Abandonó el sofá a duras penas. Ta vez era un buen momento para empezar a usar la cama. Ron se había marchado y ya no habría nadie señalando lo incómodo de su actitud o las horas extrañas a las que estaba despierta o dormida. Tampoco habría nadie que quisiera un beso de buenas noches. Tampoco nadie que examinara su cuerpo, pensando que lo hacía disimuladamente, en busca de nuevas marcas.
Se fue a la ducha y puso el agua hirviendo para poder olvidarse de los dolores del cuerpo. Puso la música de fondo, como testimonio de los restos de su humanidad. Optó por algo de música clásica, las Variaciones Goldbeg la serenaría lo suficiente como para pasar el día sin grandes incidentes. Sin embargo, el agua empezó a caer sobre ella como la lluvia agolpando imágenes de luchas y besos bajo la lluvia de Escocia tras sus ojos. Los cerró con fuerza y se los frotó, intentando centrarse en las notas del piano, rezando porque el dolor no terminara de formarse. Tras varios minutos de lucha contra sí misma decidió salir, se envolvió en una toalla y bajó a la cocina.
Allí aún había restos de Ron, apenas hacía 24 horas que se había marchado y, sin embargo, sentía que ya solo podía estar sola. Una caja de cereales que no había devuelto al armario, una sartén usada, una caja de bombas multiolor, último éxito de Sortilegios Weasley. Puso la cafetera a funcionar y abrió la ventana por si a Arquímedes se le ocurría llegar con El Profeta o con el correo, aunque no estaba muy segura de cuáles habían sido sus hábitos en los meses anteriores.
Solo el olor del café empezó a despejarla. Oyó un aleteo en la ventana, pero no era Arquímedes sino Ook, la lechuza de Harry y Ginny, así que tomó el pergamino que llevaba atado en una pata y dejó que reposara y se alimentara. Antes de echar un vistazo al sobre se sirvió una taza de café y comió un pedazo de muffin de arándanos seco que había en un armario. Intentó despedirse de Ook, esperaba una respuesta así que era una tarea difícil lograr convencerla de que se marchara con las garras vacías.
El pergamino parecía importante, pesado y bonito, probablemente desplegara una fragancia agradable y dulce al abrirlo, era lo habitual en las invitaciones de boda y aquello tenía toda la pinta de serlo. Pero en ese momento no tenía ganas de enfrentarse a nada, así que lo arrojó sobre la encimera y salió de la cocina.
Ya eran las 12 del medio día. Si se tenía en cuenta que se había duchado y alimentado podía considerar que había cumplido. Demasiadas emociones, demasiadas tareas que completar. Así que puso rumbo a su habitación, se puso un pijama horrible de franela y se tendió en la cama. Puso su varita sobre la sien derecha y…
—¡Ignara!
En cuanto lo pronunció supo que algo o iba del todo bien. Ya conocía los posibles efectos adversos. Su cerebro no era el mismo, pero conocía las consecuencias del abuso de ese tipo de hechizos de ese tipo pero no esperaba que aparecieran tan pronto. No había sido consciente… No…
Aún no había cerrado los ojos pero sentía que se iba hundiendo en un abismo. No era la densa niebla de costumbre, una esponja que la suspendía antes de mandarla directamente al sueño. En aquella ocasión era un precipicio y no tenía donde agarrarse. Iba en caída libre.
La luz se desvaneció, intentó hablar pero su voz también se estaba apagando. De pronto, notó el sabor metálico de la sangre y un dolor punzante en la boca. Se había mordido la lengua.
Bum, bum, bum.
Lo último que escuchó fueron los latidos de su propio corazón. Cada ves más lentos, más agónicos.
—¡Granger! ¡Dime tu nombre! ¡TU NOM-BRE!
¡Plas! Un bofetón y Hermione entreabrió los ojos.
—¡Granger! ¡Venga! ¡No me jodas! ¡Tu nombre!
—Her… Her… Hermione —le costaba hablar, sentía la lengua hinchada y tenía muchísima sed, como si se hubiera bebido ella sola el Mar Muerto. Estaba desorientada, no sabía dónde estaba ni de quién era aquella voz, pero una pequeña y persistente parte de su cerebro le decía que debería saber ambas cosas.
Parpadeó una vez y volvió a cerrar os ojos con fuerza. La luz que invadía a raudales aquel lugar amenazaba con cegarla.
—¡Granger! ¡Abre los putos ojos de una puta vez! ¿O te voy a tener que llamar sangre sucia para que me hagas caso? Sé que me estás oyendo.
No. Aquello no podía ser. ¿Qué broma…?
—¡Malfoy!
—El mismo —abrió los ojos y vio cómo sonreía de lado mientras se le formaban unas pequeñas arrugas alrededor de la boca.
Los casi diez años que habían pasado desde la última vez que lo había visto sentado en el estrado, esperando un veredicto que lo mantuviera alejado de Azkaban le pegaron de golpe.
—Estás… estás mayor.
—Tan considerada como siempre, Granger.
—¿Qué haces…? ¿Dónde…? —Preguntó desconcertada, ignorando la respuesta de Malfoy.
—No puedo negar que me agrada verte boqueando como un pececito poco avispado, Granger, pero las preguntas y las respuestas tendrán que esperar.
—Pero…
—Shhh —la calló. —De momento te vas a tener que conformar con saber que soy tu médico, que estamos en San Mungo y que se te vienen encima unas semanas algo complicadas… Al menos si quieres conservar tu varitas. Y estoy seguro de que querrás. ¿Cómo vas alardear si no? Pero no te preocupes, yo estoy aquí para ayudarte.
Una sombra de ironía cruzó su mirada.