Llegó en un papel perfumado, atado con el lacre dorado de Su Majestad: el propio rey con su orbe y su cetro en una cara, sentado en su trono como si aún gobernara, como si no hubiera perdido el control y casi la vida; el rey cargando en la batalla sobre un pobre caballo en la otra cara. Era el sello real, era importante, tenía que aceptar la invitación. Pero en el momento en que la acepté ya sabía que me encontraría con él allí.
Aquella serpiente escurridiza sería invitada a la corte siempre que quisiera. No importaban las traiciones, no importaba la oposición del Wizengamot ni mi propio testimonio en su contra. Incluso en mitad de una guerra había conseguido hechizarlos a todos y nadie creía realmente que hubiera colaborado con los franceses. Era la joya de la corona, el renegado, el buen francés, la esmeralda que relucía, fría como un bosque helado, entre gules y leones.
El rey siempre había sido un necio y la edad y la cercanía de la muerte no habían hecho más que acentuar su necedad. Pero era un necio que podía acabar con mi vida, así que no tenía más remedio que aceptar e intentar alejar a Ronald y a Harry todo lo posible. La sombra de la sospecha ya estaba en mi cabeza desde el incidente de Bonchurch, no quería que se extendiera hasta ellos.
Un necio y un hipócrita. La magia estaba bien si servía a sus intereses y era manejada por sus élites. De lo contrario, acababas en la Torre de Londres y con la cabeza en un cesto. Por eso tuve que aceptar estar allí, en aquel momento, en una sala abarrotada de caras sonrojadas por el vino, demasiado lejos de Londres como para sentirme del todo segura.
El baile era en el palacio de Hampton Court. Ya lo conocía de otras ocasiones, pero eso no lo hacía menos amenazante a mis ojos de antigua plebeya. En el gran salón donde estábamos, numerosas cabezas de pobres animales asesinados a sangre fría colgaban de las paredes y las últimas luces del día entraban a través de vidrieras de todos los colores: verde, amarillo, rojo, morado y presidiendo el rey con su cetro brillante. El techo estaba más allá de cualquier descripción posible, el artesonado desafiaba incluso a la magia más refinada. Incluso los hechizos con los que los nuestros acostumbraban a decorar los techos de sus salones y comedores palidecían en contraste. En ellos se veían las manos de arquitectos, orfebres y escultores cayendo delicadamente como gotas de oro sobre nuestras cabezas.
Yo llevaba allí unos pocos minutos y ya estaba nerviosa, mirando a mi alrededor, intentando absorber la belleza para limpiarme por dentro, limpiar mis manos y mi conciencia. Aunque hereje, era capaz de creer que la luz de las vidrieras podía acercarme un poco a la salvación. Me pasé la mano disimuladamente por el dibujo del damasco de mi pechera donde escondía la varita mientras mentalmente repetía «Revelio, Revelio, Revelio». El pequeño relieve que atestiguaba su cercanía me tranquilizaba.
Entonces alcé la vista y le vi, su presencia era demasiado imponente como para pasar desapercibida y, muy a mi pesar, no pude evitar apreciar que seguía siendo hermoso. Me miraba fijamente, con gesto divertido, recorriendo el movimiento de mi mano. Cuando sintió mis ojos sobre él arqueó una ceja, sin dejar de sonreír, y pude ver como él mismo formaba en sus labios el hechizo haciendo una mínima floritura con la mano. Yo respondí poniendo los ojos en blanco y desviando la vista rápidamente. Era estúpido. Todo en él era estúpido y ese gesto desenfadado lo probaba. Parecía darle igual que estuviéramos rodeados de muggles que estaban deseando el menor indicio de magia para acabar con nosotros.
Caminé con pequeños pasos de un lado a otro, intentando apartar las manos de la varita, extendiéndolas con rigidez a ambos lados de mi abultado vestido. Hacía unos segundos que la última pieza había cesado y los músicos estaban aprovechando para refrescarse y respirar un momento. Pero todos sabíamos que no tardaría mucho en empezar la siguiente pieza, el rey ya estaba dando palmas, impaciente y con el ceño fruncido. Entonces empezó a sonar una gallarda y sin necesidad de volver la vista supe que él venía hacia mí. Mi corazón era siempre más rápido que mis sentidos cuando se trataba de percibirlo. Intenté moverme, evitarlo, pero el bullicio de la sala no me dejaba escapar. Sin embargo, él parecía poder escurrirse entre la multitud que se organizaba para bailar sin ninguna dificultad, como si estuviera coordinado con todos y las aguas se abrieran a su paso.
Antes de llegar a mi lado ya estaba alzando la mano, invitándome a extender la mía. No podía provocar un espectáculo, y eso es lo que haría si rechazaba la mano que tan alegremente me alcanzaba lord Malfoi, así que yo también extendí la mano en un gesto que esperaba fuera grácil y no reticente.
Su besamanos fue demasiado largo, tanto que a mí me dio tiempo a sonrojarme y a mirar a mi alrededor para asegurarme de que nadie nos veía antes de que tirara de mí hacia el centro de la habitación. Nos colocamos uno enfrente del otro. Yo me resistía a mirarle aunque notaba su ojos clavados en mí. Pese a que le odiaba (sí, estaba segura de que le odiaba) el nudo que tenía en el estómago estaba martirizándome.
Comenzó el baile. Primero era el turno del hombre y él movía los pies casi como si volara, se inclinaba a un lado y al otro, apostándose hacia mí, saltaba y su ropa se mecía con él. Parecía Hermes reencarnado, e improvisaba florituras con las que yo ni siquiera podía soñar. No es que fuera mala bailando, con el tiempo había conseguido no caerme y parecer una bailarina aceptable, pero desde luego no parecía que flotara y nunca se me habría ocurrido intentar improvisar. El baile tenía mucho de deporte y el deporte… No, definitivamente no era lo mío.
Y pese a todos sus esfuerzos, no había dejado de mirarme en ningún momento, como si no tuviera que concentrarse para hacer todo eso, era odiosa su seguridad en sí mismo.
—Lady Granger…
—¿Habéis tenido buen viaje? —Interrumpí.
—Mucho me temo que tuve que embarcarme con un grupo de portugueses, así que no puedo decir que fuera un viaje plácido —respondió en un tono ligero.
Intenté responder, pero era mi turno y yo sí que necesitaba de toda mi concentración para iniciarlo. Agarré los faldones de mi vestido con fuerza y comencé con pasos breves, cortos. Pasos que alargaría después para cruzarme con él.
—Chantons et buvons, mes amis, buvons donc! —Canturreó al pasar por mi lado en el primer cruce y después intentó bromear—. Había supuesto que por vuestra excelente constitución habríais sido concebida bajo la estrella de una gallarda…
¿Cómo era posible que tuviera concentración y aliento para cantarme y burlarse de mí mientras bailábamos? ¿Cómo era posible que estuviera tan relajado, tan feliz? Era ladino, siempre lo había sido, nadie sabía nunca cuáles eran sus verdaderos sentimientos o intenciones. Pero yo sí que lo había hecho, siempre le había entendido. O eso creía.
—Sois insoportable —atiné a decir en el siguiente cruce—. Lo siento en el alma por los portugueses por haber tenido que soportar vuestra compañía.
Su gesto se torció un poco, pero enseguida la sonrisa volvió a su rostro. Empezamos a girar con los demás bailarines. Hacía rato que había olvidado que existían, pero allí estaban, ignorando la explosión que se estaba gestando entre los dos, bailando despreocupados y felices: habíamos ganado la batalla.
Lord Malfoi volvió a venir a por mí y me agarró de la mano. No me había dado cuenta de lo que venía a continuación. Acostumbrada a bailes más pequeños y menos mundanos donde el maestro de baile ni siquiera se atrevía a sugerir que hiciéramos la volta había olvidado su existencia. Pero obviamente mi compañero no lo había hecho. Cuando llegó el compás en el que se iniciaba el giro vino hacia mí y con las manos firmes me agarró por la cintura pegándome a su cuerpo y me hizo dar un giro casi completo.
Hasta entonces no había atinado a reconocer su olor o la temperatura de su cuerpo, pero en aquel momento mis sentidos se llenaron de hogar. En todos aquellos años su olor no había variado, aquella mezcla de bosque y frío. Tampoco el calor suave e inesperado que desprendía su cuerpo a través del jubón y la capa. Fueron seis compases agónicos que no habría querido que terminaran por nada del mundo.
Cada vez me acercaba más a su cuerpo. Yo lo sabía y cualquiera que hubiera estado observándonos también lo habría sabido. La sonrisa se borró de su cara y dio paso a una intensidad cruda que me quemaba.
Pero la música cesó.
Él aún permanecía con las manos en mis caderas. Con un sutil empujón lo aparté de mí y me fui casi corriendo hacia una esquina del salón, buscando un poco de vino, aire, cualquier cosa que me aclarara la mente.
Él había venido detrás de mí, sin importar demasiado lo que pudieran pensar los allí presentes, por supuesto. A él nunca le importaba nada, pero todo le salía bien.
—¿Es que nunca me vais a perdonar? —Fue lo primero que me dijo cuando llegó a mi lado.
—Para perdonaros primero tendríais que haberos mostrado arrepentido y eso no es algo que yo haya visto o escuchado en vuestros labios.
—Mis labios no se hicieron para pedir perdón a una inglesa. Podría pasar por alto el asunto de vuestra sangre, ¡pero Francia nunca se rendirá ante Inglaterra! —Estaba jugando conmigo, yo lo sabía, pero igualmente piqué el anzuelo.
—Hace tiempo que Inglaterra no sabe a qué guerra está jugando Francia. Hace tiempo que Inglaterra ha vuelto sus ojos a otras tierras más verdes. Pero está cansada del asedio de las tropas francesas —respondí asfixiándome, sintiendo cómo la camisa bajo mi ropa se me pegaba al cuerpo. Estaba sudando, su cercanía y el enfado me acaloraban y sentía que iba a entrar en combustión en cualquier momento. O peor, iba a hacer estallar las cristaleras de la sala aterrorizando a todos los muggles y provocando un escándalo. Otro más para el que no tendría una explicación. El mismo rey daría la orden de decapitarme.
—¿Tierras más verdes? —Me preguntó desconcertado—. ¿De qué diablos estáis hablando?
—D-de, de Cambridgeshire, por supuesto.
El escaso color que le había adornado las mejillas en el calor del momento le abandonó de golpe. Abrió la boca intentando pronunciar alguna palabra, pero de sus labios entreabiertos solo salió un sonido seco y sin vida. Eso me dio el margen suficiente para sentirme más segura de mí misma. Más segura de lo que iba a decir.
—¿Qué pensabais que haría? ¿Que os esperaría languideciendo en aquella torre? ¿Que buscaría en las estrellas el camino de vuestro regreso? ¿Que regresaría a vuestros brazos después de que intentarais vendernos en Bonchurch? He dibujado cartas astrales, pero ninguna ha sido para encontraros a vos.
Decidí que ese era momento de dar el golpe final, el que haría que se marchara para que yo pudiera, por fin, respirar. Me pasé las manos por la falda, alisándola, y después las llevé a mi tocado para asegurarme de que seguía en su sitio y para ganar algo de tiempo. No podía mirarle a los ojos, así que clavé la mirada por encima de su hombro. La frialdad con la que conseguí modular mi siguiente frase me sorprendió incluso a mí.
—En dos semanas me caso con Ronald, el hijo menor lord Westley. Después de eso no frecuentaré tanto la corte.
Siempre había sido buena leyendo sus gestos. Incluso cuando éramos pequeños y todos le odiaban porque era un francés apestoso, soberbio y maleducado yo había sabido lo que pasaba por su cabeza. Harry, Ronald y yo jugábamos en el patio de armas, aprendiendo nuestros primeros hechizos y él nos miraba con odio. Pero yo entendía que el odio y el anhelo a veces se tocaban la mano. Por eso, años más tarde y pese a todos los desdenes, le había abierto la puerta a mi vida sin saber que viviría para arrepentirme de ello.
Siempre había sido buena leyendo sus gestos, pero en aquel momento era incapaz de saber qué estaba pasando por su cabeza. Sacudió los hombros y se llevó una mano a la cara mientras negaba. Cuando volvió a mirarme lo hacía con una sonrisa fría y siniestra. Miré alrededor, pero todo el mundo estaba distraído, nadie parecía darse cuenta de nuestra disputa.
—¿Y así pretendéis vengaros de mí? ¿Encadenándoos al último hijo de una familia de ilustres donnadies? ¿A qué aspiráis? ¿A una casa en el campo con una pila en la que lavar los calzones al inútil de vuestro esposo? —Hizo una pausa dramática—. No, es cierto, ni siquiera tendrá unos calzones que lavar.
Aquello me sacó de mis casillas.
—¡No habléis así de Ronald! No todo lo que hago tiene que ver con vos. El amor… –intenté decir, pero él me interrumpió, perdiendo la sonrisa.
—Sin embargo, todo lo que yo hago sí que tiene que ver con vos. Desde que me levanto hasta que me acuesto, mi señora, pienso en vos. Cuando subo a la atalaya pienso que voy a ver llegar vuestra lechuza y cuando el centinela de guardia me echa de allí, exasperado por mi mal genio, paseo por el adarve como un maldito león enjaulado. Pero siempre son búhos, siempre noticias que me importan mucho menos que una palabra vuestra —se llevó la mano al pecho y apretó en el puño un montón de tela plateada y verde de su jubón—. Siempre el enésimo enemigo inútil que es incapaz de clavar su espada aquí. Vos tuvisteis mucha mejor puntería.
—¡Callaos! —Casi grité y, a mi pesar, me deslicé a tientas tras un tapiz, sabiendo que él me seguiría. Ya habría tiempo de explicarlo cuando estuviera en boca de todos que me había escabullido con lord Malfoi.
Corrí por la galería. Mis pasos resonaban sobre las baldosas. La luna que entraba por los ventanales iba iluminando mi camino hasta una habitación que se abrió ante mí como la segura boca de un lobo. Escuché sus pasos detrás de mí pero no me detuve.
—¿Dónde diablos me estáis llevando? —Susurró, pero su voz sonó como un grito—. Dicen que el fantasma de Catherine Howard anda por aquí y os aseguro que no tengo ningunas ganas de encontrármela.
—Shhhhh —le chisté—, estamos entrando en las habitaciones privadas del rey, así que más os vale bajar la voz.
—Esto es increíble —le escuché murmurar a mis espaldas. Pero aún así me siguió hasta dentro. Asomé la cabeza otra vez hacia fuera, únicamente nos miraban las esculturas, más amenazadoras ahora que estaban entre sombras así que cerré la puerta y la aseguré con un par de hechizos. Después suspendí dos pequeños luceros sobre nuestras cabezas.
Notaba su presencia en mi espalda, más cerca de lo que debía desear, mucho más lejos de lo que habría deseado.
—Muffliato —susurré esperando que no me escuchara. Pero le estaba subestimando de nuevo.
—¿Qué ha sido eso?
—Un pequeño hechizo de mi invención.
—¿Que sirve para…? —Me preguntó con una ceja levantada. Dejándome saber que no escaparía de aquello tan fácilmente.
—Silenciar la habitación.
Se le formó la primera sonrisa sincera que le había visto en toda la noche. En ese momento algo se me rompió por dentro porque sabía lo que estaba pensando. Mis esfuerzos parecían un constante desperdicio. Acercó una mano hacia mí.
—¡No! —Exclamé—. ¡No os acerquéis!
Se quedó allí, helado, comprendiendo en un instante.
—No quiero una reconciliación, no quiero promesas vacías. Quiero que entendáis y no me puedo permitir ninguna sospecha más.
—¿Sospecha? —Me preguntó desconcertado.
—En la corte se habla. Todo el mundo habla y el cerco se cierra cada vez más en torno a mí. Todos sabían que yo había viajado allí. Un paso en falso y atarán cabos —él asintió con el ceño fruncido y gesto de frustración.
—Intenté no involucraros. Juro que lo intenté —respondió y yo le creí, pero eso no importaba demasiado.
—Si el rey se entera de lo que hice…
—¡No hicisteis nada! ¡Todo lo hice yo!
—¡Pero fue mi culpa! ¡Todo fue culpa mía y por eso os odio! Os odio por hacerme odiarme así, de esta manera, a mí misma.
—No tenía elección, Hermione, tenéis que entenderlo… Intenté avisaros, intenté… —su voz alcanzó un timbre agudo, casi agónico, impropio de él.
—¡No digáis mi nombre! ¿Cómo os atrevéis…? ¿Cómo…?¡No tenéis ni la menor idea de lo que fue aquello! —Grité totalmente fuera de control.
—No sé a qué os referís… —respondió y en sus palabras escuché el temor a que le respondiera.
¿Es que no lo sabía? ¿Es que no era capaz de imaginarlo? Él debería haberlo sabido, debería haber adivinado que yo no podría dejar las cosas así. Merecía ser castigado con el conocimiento.
—Me escondí entre las mujeres de Wight. Preparaban arcos y flechas cuando llegué y me mezclé entre ellas para acercarme a la batalla. Cuando llegué, St Boniface estaba ya cubierto de sangre. Había cuerpos en la bahía tiñendo el agua. Franceses e ingleses, todos ellos manchando nuestras manos.
En aquel momento le mostré las palmas de mis propias manos, esperando que por efecto de mi remordimiento estuvieran cubiertas de la sangre que veía con claridad cada vez que cerraba los ojos.
Estaban limpias, inmaculadas, y eso me avergonzó más que cualquier otra cosa. Me giré y caminé sin rumbo por aquella habitación que apenas conocía. Tropecé con un escritorio y quedé apoyada allí.
—El sol ardía en lo alto del cielo y hacía calor. Fui hacia el agua para refrescarme. Escuché al capitán Fyssher gritando estupideces. Aquel bobo siempre gritaba estupideces e iba a llevarnos a la perdición.
—Hermione… —intentó interrumpirme, pero por primera vez iba a contar aquella historia y él me iba a oír.
—¡Callad! ¡Callad y escuchadme por una maldita vez en vuestra vida! —Grité girando ligeramente la cabeza hacia él.
Se quedó en silencio. Apenas podía verle bajo la luz parpadeante de los luceros, más tenue ahora que me empezaban a fallar las fuerzas.
—Iba a llevarnos a la perdición, así que tuve que hacerlo. Maté a cada soldado que se nos acercaba a mí y a las otras mujeres. Usé una y otra vez la imperdonable y sentí cada una de ellas. Y a los nuestros… A los nuestros los controlé con una Imperius como si fueran marionetas. Teníais razón cuando decíais que los muggles eran débiles. Fue tan fácil… Entré en trance y el campo de batalla era mi tablero de ajedrez.
»Los alejé de allí, hice que se retiraran y vuestros compañeros pensaron que la victoria era suya. Lo veía en sus caras y la rabia me consumió. Chevalier D'Aux reía, así que acabé con él. Después le siguieron todos los demás. Para cuando se dieron cuenta de que algo extraño pasaba, había diezmado todo su ejército y corrían, mirándome con horror, sin saber qué estaban viendo.
No quise darme la vuelta cuando terminé. No quise ver el miedo o la pena en sus ojos, así que me quedé con la cabeza agachada, mirando el tenue reflejo de la luna sobre una escribanía de plata. Se movió como un gato, así que no le escuché hasta que fue demasiado tarde y estuvo encima de mí, abrazándome por la espalda. Cuando sentí sus brazos rodeándome la cintura me di cuenta de que llevaba un rato conteniendo las lágrimas y un sollozo escapó de mis labios, pero no quise darme la vuelta, no quería darle la satisfacción de verme así.
—Vos no matasteis a D'Aux —susurró en mi oído.
No respondí, así que él insistió.
—Vos no matasteis a D'Aux. Yo lo hice.
Negué con la cabeza, incapaz de decir ninguna palabra, pero él me atrajo con más fuerza, deformándome la falda y haciendo que se me moviera el tocado. Noté que se movía y antes de que me diera tiempo a reaccionar pasó las manos rápidamente por la tela que me cubría la cabeza y se deshizo de los alfileres que la sujetaban. Por la rapidez con la que lo había hecho podría haber pensado que había usado la magia, pero le conocía, sabía cuán rápido podía soltar mi melena en un solo gesto, haciendo una pequeña concesión a las prácticas muggles.
—No soporto que uséis estas cosas muggles. Esconder vuestra melena es un crimen.
—Al rey le gusta que las damas de la corte lo lleven.
—El rey es un necio —respondió rápidamente mientras me acariciaba el pelo y yo me iba recuperando poco a poco, tranquilizándome a mi pesar.
—Eso es alta traición —le dije bromeando solo a medias.
—Hace tiempo que me he despedido de mi cabeza. Antes o después ocurrirá y yo mismo habré labrado el camino que me lleve al cadalso.
Me estremecí. Él lo notó y apretó con más fuerza su cuerpo contra el mío. Aunque hubiese querido escapar, y en realidad no quería, habría sido imposible.
—Vos no matasteis a D'Aux —retomó lo que me estaba diciendo—. El día después de la batalla fui yo mismo a ver qué había sucedido y buscar vuestro rastro. Mis informantes me dijeron que habíais ido y…
—¿Me tenéis controlada? —Pregunté indignada.
—¡Por supuesto que os tengo controlada! Estamos en guerra. Y ahora callad un momento y dejadme hablar —iba a quejarme, pero en realidad la ternura se había colado en su queja y no pude pronunciar una sola palabra—. ¿Sabéis que hubo una pequeña rebelión los días siguientes a la batalla? Yo la organicé. Eso era lo que quería deciros. Yo organicé la rebelión, acabé con mis compatriotas, con los pocos que habían quedado. Y fui a por D'Aux. Lo dejasteis muy malherido, pero no muerto. Y podía hablar y hablaba sin parar sobre vos.
Me removí e hizo espacio entre sus brazos, así que puede girar un poco la cabeza para evaluar en las sombras de sus facciones lo que me estaba diciendo.
—Entonces lo sabíais.
—Parcialmente. No imaginaba hasta qué punto… —y supe que era sincero.
Cuando estábamos a solas su cara a veces era así, sencilla y directa, sin embustes dibujando sonrisas frías y ceños. Parecía muchísimo más joven cuando no fingía, parecía tener los 18 años que ambos teníamos.
—¿Qué decía sobre mí? —Pregunté con cautela volviendo a mirar hacia la escribanía para que no pudiera verme el miedo en los ojos.
—Pedía vuestra cabeza. En sus delirios gritaba pidiendo una audiencia con el rey. Decía que había descubierto quién era la bruja. No podía… —Se le quebró la voz.
El estómago me dio un vuelco. No sabía cómo de cerca había estado de que todo se destapara. Si el rey lo hubiera sabido no habría tardado en reunirme con todas sus esposas. Pero aquello no tenía sentido.
—¿Por qué traicionarnos, entonces? ¿Por qué organizasteis todo aquello? Sabíais que yo estaría allí, que tendría que intentar solucionarlo o todo caería sobre vos.
—Hace meses, cuando vinisteis en misión diplomática, ¿lo recordáis? —Aún seguía sobre mi espalda y yo me había dejado caer ligeramente hacia atrás, cansada de intentar resistirme.
Claro que lo recordaba. Había hecho todo aquel viaje en barco solo por verle a él con la excusa de resolver en persona algo que se podría haber resuelto con una carta. Fue la última vez que dormimos juntos y que creí que, a pesar de todo, podría funcionar. Harry y Ronald se habían opuesto, por supuesto. Pero yo estaba cansada de seguir todos aquellos códigos en cada paso que daba. Por una vez, quería seguir el camino que había visto tan claramente cuando tenía 13 años.
Draco acababa de estar con su familia en Nantes y yo había escuchado a un elfo decir que llevaba horas encerrado en la capilla, que lady McGonagall estaba preocupada porque no lograba hacerle salir. Me escabullí del invernadero donde tendría que haber estado haciendo mis tareas de Herbología y lo encontré allí, arrodillado en el reclinatorio, llorando a su pesar. Pensé en irme. No por mí, sino por su orgullo, estaba segura de que se enfadaría si me veía allí. Pero un ruido llamó la atención de Draco que se volvió con los ojos rojos. Antes de que tuviera tiempo a reaccionar, avancé hacia él, me senté a su lado con una mano sobre su brazo y miré hacia el frente. Sin hablar. Cuando terminó de llorar lo abracé, lo besé en la mejilla y con una torpe e infantil reverencia me marché de allí sabiendo que le quería aunque fuera un insufrible francés.
Aquel año él volvió a buscarme varias veces. Cuando estaba con Ronald y Harry me trataba con desdén. Cuando estaba sola me hacía compañía en silencio. Como mis amigos nunca iban a la biblioteca del castillo empezó a buscarme allí y empezamos a pasar largas tardes en silencio. En una ocasión, llevó pastel de calabaza ganándose la mirada reprobatoria de lady Pince y lo compartió conmigo. A la salida se lo agradecí y él empezó a hablarme de dragones y de repente estábamos paseando en mitad del bosque.
En verano siempre volvía a Francia, con su familia. Temí que aquello supusiera distanciarnos, que recordara de dónde venía él y de dónde venía yo. Que volviéramos a la distante frialdad y a los ocasionales insultos. Sin embargo, el primer día que estuvo en el castillo, bajo la sombra de un castaño, me estrechó entre sus brazos y me besó por primera vez. Había crecido mucho en aquellos meses y yo tuve que ponerme de puntillas.
Por eso había hecho aquel viaje dispuesta a desposarme con él si es que él me lo pedía. Sin embargo, después de aquella última noche, me había ignorado y despreciado cada segundo que pasamos juntos. Volví a Inglaterra sin una despedida, sin ninguna explicación y, cuando llegué, descubrí que él nos había traicionado.
—¿Lo recordáis? —Insistió y yo asentí—. Os vieron salir de mi habitación. Alguien os vio salir de mi habitación. Esa misma mañana…
Se quedó en silencio y le escuché tragar, su respiración estaba agitada. Me giré despacio, moviéndome entre sus brazos, forzándole a soltar un poco su agarre. Tenía la cabeza agachada, pero parecía que le costaba respirar. Le cogí de la mano suavemente y lo arrastré conmigo. Los luceros nos siguieron, alumbrando nuestro camino, y fuimos a dar a una habitación aún más grande con una cama de dosel y grandes tapices cubriendo las paredes, si nos encontraban allí estaríamos en grandes problemas. Pero había un hueco, el hueco de un balcón.
—Alohomora —susurré y el las puertas se abrieron para nosotros.
Se puso frente a mí, dejando apenas un centímetro entre nuestros cuerpos, sujetando mis manos como si yo fuera un ancla.
—¿Qué pasó? —Le animé a continuar.
—Os amenazaron. Madame Serpent vino a mis aposentos y puso precio a vuestra vida.
—¿Cómo? —Pregunté con un escalofrío.
—Los Médici vienen de una larga tradición de magos y brujas. Siempre han sabido quién era yo, pero vos estabais fuera de su área de influencia. Entrar en ella… Entrar en ella siempre es un problema. Esa serpiente escurridiza lo adivinó todo cuando supo que me habíais visitado por la noche.
—Aún así. No teníais derecho a confiarle nada de lo que yo os había dicho —atajé.
—¡Pero ibais a morir!
—Deberíais haberme dejado lidiar a mí con ello. Deberíais haber hablado conmigo y podríamos haber planeado algo juntos. ¡Decidisteis por mí y vuestra decisión fue traicionarnos a mí y a Inglaterra! —Sentencié con más seguridad de la que sentía. No tenía claro qué era lo que realmente me estaba doliendo. No sabía cómo lidiar con la cantidad absurda de vulnerabilidad que me había hecho sentir.
—Os importa más Inglaterra que yo. Siempre ha sido así. ¡¿Qué importaba traicionar a ese cerdo asesino que llamáis vuestro rey?! —Gritó y golpeó la balaustrada con la mano abierta—. ¡Era vuestra vida, Hermione, vuestra vida y con ella la mía!
—Nunca me ha importado la tierra sino las personas que hay en ella —susurré intentando calmarlo—. Os quise, os…
—¿Ya no me queréis? —Preguntó. Parecía derrotado.
—Ya no sé si puedo quereros. Estaba dispuesta a despedirme de todo, en aquel viaje estaba dispuesta a decir adiós a mi tierra y… No sois justo. No sois justo cuando decís que siempre me ha importado más Inglaterra que vos.
Ambos nos quedamos callados, en un silencio que solo interrumpía nuestra respiración fatigada y el murmullo de la fiesta que se colaba a través de las ventanas. Miré hacia el amplio estanque y los jardines. Las familiares formas de los árboles se mecían muy levemente y el agua del estanque me devolvía un reflejo profundo y oscuro.
Draco seguía agarrado a la balaustrada con la mano crispada.
Era una mano hermosa, blanca y afilada. Siempre me había parecido bello el contraste que hacía con mis propias manos, oscuras y algo más ásperas por el sol y el trabajo. Él nunca había trabajado con ellas, no de verdad, no sobre algo que no fuera tan blando como mi propia piel. Pero eran hermosas y suaves y me destrozaba la idea de no volver a verlas. Seguí con la mirada la silueta de sus brazos, sus hombros, su mentón. Cada parte de su cuerpo que había adorado y que adoraba y amaba aunque quisiera no sentirlo, aunque mis propios labios hubieran traicionado a mi corazón en favor de mi cabeza al decirle que no sabía si podía quererle.
Como si tuviera elección.
Como si aún quedara en mí un ápice de control.
Él no me había traicionado. No como pensaba que lo había hecho, al menos. Si lograba curar mi orgullo todo estaría perdonado.
No soportaba la idea de no volver a sentir el tacto tibio de sus manos contra las mías. No soportaba la idea de no volver a acariciar la barba incipiente, el cabello lacio, los lunares de su espalda. Era ridícula la idea de no escuchar más su risa o su voz grave. Más grave cuando murmuraba incoherencias contra mi cuello.
Llevé la mano hacia la suya para tranquilizarlo, pero cuando iba a hablar él me interrumpió.
—Hoy confesaré todo al rey. Le diré que fui yo quien lo hizo. Le diré que yo di la información al ejército francés sobre la situación de Wight, sobre los destacamentos, el número de soldados y el de civiles. Confesaré que después me arrepentí, que soy un mago, que hago y deshago a mi antojo —lo había dicho prácticamente sin respirar, sin subir la voz, sin temblar o dudar.
—No…
—Sí, Hermione. Así tendréis vía libre y quedaréis libre de sospecha. Vos y vuestro marido seréis libres para tener la vida tranquila que merecéis y para la que estabais destinada. La vida que yo os robé.
Él miraba hacia un punto indefinido en el infinito, así que tuve que volverle la cara, suavemente, con la mano. Con ese gesto le obligué a mirarme a los ojos. No había suficiente luz, pero pude intuir tristeza y fuego y anhelo. El anhelo siempre estaba ahí, como si desde muy pronto hubiera asumido que nunca tendría lo que deseara, que siempre tendría que aceptar lo que se suponía que debía querer. Y ambos sabíamos que yo no entraba en esa categoría.
Tembló bajo mi tacto y yo cerré los ojos, tiré de su jubón con mi otra mano y obligué a nuestras bocas a unirse. Al principio parecía desconcertado, pero yo apenas podía pensar en nada. Hacía una vida que no lo besaba, no iba a perder el tiempo. Pronto el desconcierto dio paso a algo más, algo mucho más familiar y cálido. Me sujetó contra su cuerpo, agarrándose con fuerza a mi espalda mientras yo le entrelazaba las manos tras el cuello, rozándole el pelo, acariciando su nuca. Me recorrió la espalda con una de sus manos y dejó que la otra se deslizara hasta mis nalgas, presionándome con más fuerza contra él y enredándose con mi pelo.
Había perdido el poco control que me quedaba y mi cuerpo estaba completamente a su merced. Se me escapó un pequeño gemido y él gruñó.
—No… —murmuró aún sobre mis labios, empujándome lejos de él —. No hagáis esto, ya habéis dicho todo lo que teníais que decir, no lo hagáis más difícil.
—No vais a confesar nada —murmuré.
Negó y me dio la espalda, aferrándose de nuevo a la balaustrada como se había aferrado a mí.
—¿Y para qué me habéis contado todo eso? No podéis… No podéis contarme todo eso y pretender que no haga nada.
—¡¿Y solo se os ocurre entregaros?! —Mi susurro sonó como un grito.
—¿Qué otra cosa puedo hacer, Hermione? Decidme qué queréis que haga y lo haré. Decidme si queréis que salte y saltaré. Decidme si queréis que mate y también lo haré.
—Vámonos.
—¿Cómo? —Se giró hacia mí bruscamente.
—Vámonos. Tiene que haber algún rincón en el mundo al que podamos huir, donde no nos encuentren y podamos empezar de nuevo.
—Habláis sin pensar.
—No voy a negarlo. Pero dejadme hacerlo por una vez. Estoy cansada de pensar.
Me agarró las manos y durante un segundo pensé que aceptaría. Sin embargo, un solo vistazo a su cara terminó con cualquier esperanza.
—Os estoy convirtiendo en algo que no sois. Tal vez no hoy ni mañana, pero dentro de un tiempo encontraréis un reflejo que no os gustará. Ya lo habéis dicho, me odiáis, me odiáis por lo que os hice hacer… Y tenéis razón. Recuerdo un tiempo en que vuestras manos solo conocían el trabajo y la caricia.
—No os odio, yo…
—No quiero que seáis como yo.
Así que era aquello. Aunque los motivos fueran nuevos y hubieran vuelto con fiereza renovada era aquello. Yo era demasiado buena para él. Él acabaría con todo lo bueno que había en mí. Me lo había dicho él y me lo habían dicho todos.
—¿Y qué hay de lo que yo quiero?
—¿Qué queréis?
—Os quiero a vos.
—Westley, Potter, Longbottom, Lovegod. ¿Renunciarías a ellos?
Me había hecho esa misma pregunta un millar de veces. Al principio porque pensé, y el tiempo me demostró que tenía razón, que no lo aceptarían. Sin embargo, aunque habían mostrado su disconformidad de todas las formas posibles, finalmente habían decidido, si no aceptarlo, al menos no oponerse ni intentar sabotearlo. Habían sido tiempos difíciles llenos de llantos y de soledad. Pero Draco había estado allí, callado pero firme, sin abandonar mi lado.
—A ellos puedo renunciar —respondí en un susurro.
—¡Estabais a punto de renunciar a mí! —Exclamó exasperado.
—Porque pensaba que vos ya lo habíais hecho, que habíais renunciado a mí.
No llegué a escuchar lo que pensaba responderme a aquello porque oímos un fuerte golpe en una puerta y unos pasos que se acercaban a donde estábamos nosotros. Pronto, antes de que tuviéramos tiempo a reaccionar, aún más pasos se habían sumado a aquellos. Le tapé la boca con una mano en un acto reflejo y él apoyó su propia mano sobre ella, asintiendo. Llevé mi otra mano a mi pecho, donde tenía escondida mi varita, y entonces dije en voz alta:
—Revelio.
La varita se desprendió del damasco de la pechera lentamente hasta tomar forma bajo mis dedos. La agarré con fuerza y procuré relajar mi respiración. De nada servía hacer ruido o estar nerviosa. Teníamos que salir de allí antes de que descubrieran quiénes habían invadido así, como dos conspiradores, las habitaciones reales.
Draco había separado mi mano de su boca, pero aún la sujetaba con fuerza, cerca de su pecho. Miré hacia abajo y vi como él también se había armado, su mano libre estaba en tensión, pegada a su costado, aferrándose a su varita. Estábamos los dos preparados, aunque no sabíamos para qué y yo no tenía ningún plan.
Tiró de mí y haciéndome un gesto para que no hiciera ruido me dirigió hacia el interior de la habitación. Eché un vistazo escrutiñador buscando armas y escondites. El centro de la habitación estaba presidido por una cama gigante de dosel. Bajo ella apenas quedaba espacio para un cuerpo delgado. Tal vez yo podría escurrir mi cuerpo allí, pero para Draco sería imposible. Además, una vez escondida en un espacio tan reducido las posibilidades de huida desaparecían. Usar magia también era una opción. Pero era la última opción.
En una de las paredes colgaban dos espadas romas que podrían sernos de ayuda llegado el momento. Reclinatorios, reposapiés, tapices y cuadros. Una chimenea. ¿Dónde estaban los polvos flu cuando los necesitabas? Miré a Draco que parecía estar haciendo el mismo recorrido que yo. Para nuestra desgracia, parecía estar teniendo los mismos resultados. Me devolvió la mirada y supe lo que estaba pensando.
Le agarré con fuerza y pensando en las colinas de Hog's Back intenté desaparecernos.
Una vez.
Dos veces.
No funcionaba y ya los teníamos encima. Draco me miraba sin comprender. Él mismo intentó desaparecernos sin ningún éxito. Alguien se había asegurado de que nadie pudiera desaparecerse en aquel lugar. La certeza de que alguien se había tomado tantas molestias hizo que un escalofrío me recorriera toda la espalda. Pero no había tiempo que perder.
—Accio espada —grité ya sin motivos para mantener el silencio. Cuando llegó a mis manos la agarré con fuerza y guardé mi varita en mi escote, a mano por si tenía que usarla.
Draco ni siquiera me preguntó qué hacía. Podía ser taimado, pero siempre había estado presto para la batalla.
—Accio espada —gritó él también y estuvimos ambos armados con aquellos inútiles filos.
Necesitaba hacernos ganar algo de tiempo. En un momento de inspiración recordé aquella vez que Ronald me había salvado de un troll y conjuré también un Wingardium Leviosa que puso a flotar por toda la habitación cada uno de los pequeños y medianos objetos que la llenaban volviendo a guardar después mi varita. Se suspenderían sobre las cabezas de nuestros atacantes y caerían sobre ellos dándonos unos minutos preciosos para escapar.
Cuando las puertas se abrieron de par en par nosotros ya estábamos preparados con las espadas en alto. Tras ella aparecieron media docena de soldados de su majestad. Primero me vieron a mí y se quedaron congelados al reconocerme. Todos ellos me conocían. Acto seguido vi como sus miradas se posaron en Draco y su gesto cambió de la duda a la amenaza. Avanzaron hacia nosotros con las espadas en alto y empezó la batalla.
Éramos dos contra seis y ninguno teníamos ni armas apropiadas. Yo ni siquiera tenía entrenamiento militar. Sin embargo, las lecciones de duelo del ridículo lord Lockhart parecían haber dado sus frutos, podía esquivar todos sus golpes igual que era capaz de esquivar hechizos mucho más rápidos. Sobre el sonido del entrechocar de las espadas aún se podía escuchar la música.
—¡Traidora! —Exclamó uno de los soldados. Lo conocía. Alguna vez había hablado con él en mis visitas a la corte. Conocía a su familia, a su mujer y a sus hijos. Conocía su odio por los franceses y podía sentir su decepción en mi propia piel.
Draco dirigió su vista a mí al escucharlo y vino corriendo a protegerme, desprotegiéndose a sí mismo. Todo ocurrió en una fracción de segundo. La luz de la luna se reflejó en el filo de la espada de uno de los soldados y un rayo de luz cortó el aire hasta llegar al hombro de Draco que, demasiado preocupado en protegerme, había descuidado su propia defensa.
Un grito más parecido a un rugido se abrió paso en mi pecho. Fui hasta su cuerpo ignorando el peligro y me arrodillé junto a él. También estaba de rodillas, aún esperando la llegada del dolor, demasiado desconcertado como para sentirlo. En ese momento las fuerzas le fallaron y apoyó prácticamente todo su peso sobre mí.
—Hermione —dijo con voz ahogada—. Hermione, huid, dejadme aquí, huid, por favor.
Yo no entendía lo que quería decir. No entendía nada. Tampoco entendía el movimiento detrás de mí. Los soldados cerniéndose amenazantes sobre mí. Pretendiendo capturarme.
Los ojos me ardían, pero las lágrimas no salían y el cuerpo de Draco iba resbalando sobre mí, perdiendo fuerzas mientras murmuraba palabras que ya ni siquiera se entendían, escondiendo la cabeza en mi regazo. La sangre había oscurecido su jubón mientras abandonaba su cuerpo dejándolo pálido y frío.
No entendía nada. No entendía del tiempo que pasaba y se congelaba y nos acercaba a un precipicio. Solo entendía del frío de su cuerpo, de aquella habitación. De la sangre caliente que nos manchaba a ambos. Me miré la mano con la que estaba sujetándolo por la espalda. Ahora sí que estaba roja. Incluso en la semioscuridad podía verlo.
¿Por qué no atacaban?
Me volví hacia ellos. Parecían expectantes, pero habían perdido el fuego, ya no querían pelear. Daban por ganada la batalla porque yo no era rival, solo una pobre muchacha asustada.
La cólera y el miedo crecieron en mi pecho. Tenía que sacar de allí a Draco fuera como fuera.
—Tranquilo, shhh —dije en su oído mientras le acariciaba el cabello—. Voy a sacarnos de aquí.
Pareció recuperar la consciencia por un momento.
—No… —pero no pudo continuar porque la vida que pujaba por escapar burbujeaba en su garganta y lo ahogaba.
Lo dejé en el suelo con delicadeza. Me destrozaba hacerlo, pero no tenía más remedio. Si no, él moriría allí mismo y yo sería capturada. Dejé también mi espada, ya no me servía para nada, y saqué la varita de mi pecho con cuidado de que aún no la vieran. Ya que iba a hacer aquello tenía que hacerlo bien y el elemento sorpresa era importante si no quería acabar con ellos.
—Finite Incantatem —dije. Y todos los objetos que flotaban empezaron a caer sobre ellos haciendo que perdieran unos muy valiosos segundos. Rápidamente me puse de pie y apunté al que tenía más cerca.
—¡Desmaius! —Apunté al que estaba más cerca de mí que cayó como plomo sobre el suelo provocando un gran estruendo y llamando la atención de los demás.
Repetí el hechizo cuatro veces más intentando darme toda la prisa posible, pero uno de ellos tuvo tiempo de acercarse a Draco y lo amenazaba con la espada apoyada en su nuca.
—Un solo movimiento con esa monstruosidad y tu amante es hombre muerto, bruja —la última palabra iba cargada de ira y asco—. No me obligues a hacerlo. Será peor para los dos. Estoy seguro de que su majestad preferiría hacerse cargo por sí mismo de dos aberraciones como vosotros.
—¿Qué diferencia hay entonces? —Repliqué con más calma de la que sentía—. Me estáis dando a elegir entre morir en vuestras manos o en las de un déspota. Probablemente las vuestras sean más rápidas.
—Yo no lo daría por hecho, bruja —rio y supe que estaba en mis manos. Su arrogancia iba a ser su perdición porque yo sabía que no habría nadie peor que el rey.
—De acuerdo —dije para ganar tiempo—. Llevadnos a ver al rey.
Su sonrisa de suficiencia estuvo a punto de tirar por tierra mi templanza. Yo no era una persona violenta, nunca lo había sido. Pero los hombres, aquellos hombres…
El soldado bajó la mirada, calibrando cómo llevarnos a ambos y cobrarse su premio.
—Sectumsempra —grité con más fuerza de la necesaria. En cuanto la luz salió de mi varita supe que me había dejado llevar y que aquel soldado era hombre muerto. No podía ver las heridas a través de la armadura, pero su rostro estaba lívido y las fuerzas lo abandonaron al instante cayendo al lado de Draco.
Miré a mi alrededor. Estaba rodeada de hombres muertos, moribundos e inconscientes. Imágenes de Bonchurch empezaron a circular por mi cabeza, pero no era el momento de tener una crisis. Me incliné junto a Draco y dándole la vuelta con cuidado repetí varias veces un hechizo de curación. Tendría que bastar hasta que escapáramos. Seguía inconsciente, pero al menos ya no estaba perdiendo sangre. Con otro hechizo atraje hasta mí el pesado dosel y lo transformé en un espacio seguro y mullido en el que poder trasladarlo. No sabía hasta dónde llegaban las protecciones ni cuánto tendríamos que correr hasta encontrar un lugar seguro desde el que desaparecernos. Por último, hice que flotara como si fuera una pluma junto a mí.
Por primera vez desde que Draco había sido herido intenté abrir mis oídos, librarme del pitido sordo que me aturdía y me ahogaba. Pude descubrir entonces que varias habitaciones y varias vidas más allá aún se escuchaba el jolgorio y la música. Pero sabía que no tardarían en darse cuenta, algún criado pasaría por allí y daría la voz de alarma y tendría que elegir una vez más con cuánta culpa quería vivir.
Me deshice de los zapatos para poder moverme sin hacer ruido y desgarré parte de mi vestido. A aquellos ropajes les sobraba tela si quería ser ágil y silenciosa. Eché de menos mi túnica sencilla y liviana en ese momento.
Empecé a correr haciendo flotar el cuerpo de Malfoy frente a mí. Atravesamos en un suspiro la mitad del palacio: el vestidor, el salón personal del rey, el salón de audiencias. Mi meta era alcanzar las escaleras de su majestad y salir al patio del reloj. Desde allí sería mucho más sencillo burlar la vigilancia y traspasar los muros que rodeaban el palacio.
Bajar las escaleras fue mucho más fácil de lo que había pensado, eran amplias y estaban desiertas. Todos estaban festejando y más de uno tendría que dar cuenta después de por qué nos habían dejado escapar. Estaba a punto de escabullirme por una salida lateral cuando un ruido que venía del dosel me sobresaltó.
—¿Dónde está lady Granger? ¡Decídmelo en el acto! ¡Os lo ordeno! —Balbuceó desde dentro Draco con mucha menos autoridad de la que seguro que pensaba que tenía.
—Shhh —lo callé—. Estoy aquí, pero callad o vais a conseguir que nos maten. Estoy a punto de sacarnos del castillo, así que no os mováis y no repliquéis más.
Se removió un poco y miró hacia mí. Estaba segura de que tendría el ceño fruncido y de que estaría pensando en varias cosas que reprocharme.
—Al menos dejadme en el suelo. Puedo caminar por mi propio pie.
—No, no podéis, estáis herido y apenas he podido enmendar la herida.
—Deberíais haberme dejado…
—Una palabra más y os dejaré inconsciente. Os lo advierto —le interrumpí.
Debía de estar muy débil, porque se quedó en silencio y pudimos atravesar la puerta. En los jardines, tal y como había sospechado, había algunos guardias, pero los puse a dormir con un hechizo aturdidor antes de que pudieran darse cuenta de nada. Una vez que estuvimos al aire libre hice un primer intento de desaparecernos, pero antes si quiera de mover la varita sabía que no funcionaría, probablemente afectaba a todos los terrenos. Teníamos que salir al camino.
—Vamos a tener que correr un poco —dijo Draco antes de que tuviera que decírselo yo—. Preferiría caminar por mi propio pie, pero confío en ti.
Asentí, aseguré su levitación y la vinculé a mí para no perderlo de vista en ningún momento.
—¿Preparado? —Pregunté más para mí misma que para él.
—Siempre.
Y corrí con todas mis fuerzas arañándome los pies descalzos contra el suelo duro. Había más de doscientos invitados aquella noche. Guardias, criados, cocheros y quienes aprovecharan la oscuridad para amar o conspirar nos rodeaban.
—¡Alto! —gritó una voz a nuestras espaldas—. ¡Alto!
Ni siquiera me giré para mirar quién nos llamaba.
—Dejadme correr, Hermione, liberadme y yo huiré, decid que he sido yo —me dijo Malfoy desde su nido improvisado.
—¡No! ¡Te lo había advertido! —Estaba cansada de luchar contra todos—. ¡Petrificus Totalus!
Ahora sí. Estaba sola.
Alcancé la puerta de entrada. Allí había cuatro personas más quien me estaba persiguiendo. No tenía tiempo de ser gentil, así que los lancé a todos ellos hacia los setos, así al menos caerían en blando.
Estábamos fuera, el camino estaba allí y mis pies trastabillaron hasta hacerme dar con los huesos en la tierra. Tenía la piel abrasada y herida, pero eso era lo de menos. Si la protección se extendía mucho más allá estábamos perdidos.
Atraje el cuerpo de Draco hacia mí, lo sujeté con fuerza y lo último que pensé fue en un verde intenso, unas rocas afiladas y un lago.
Era el mes de agosto, así que aún no eran las 6 de la mañana pero la luz ya amenazaba con traspasar las ventanas de nuestra pequeña casa y los frailecillos con sus pequeñas bocinas empezaban a llamarse los unos a los otros. Alcatraces y gaviotas también gritaban, pero ellos no eran una buena medida del tiempo porque eran tan caóticos como el clima de la isla.
Nada de eso, ni la luz ni los graznidos, me había despertado. Difícilmente se puede despertar a alguien que no ha dormido. Llevaba toda la noche en vela, dándole vueltas a qué haría, qué diría, cómo me sentiría al volver a verlos. ¿Habrían cambiado? ¿Ya no sería igual? El tiempo y la distancia, no importa cuántas lechuzas surquen el cielo, cambian a las personas. ¿Se habrían sentido traicionados?
¿Me habrían perdonado?
Afirmaban que sí. Hacía años que periódicamente me lo recordaban. Cada vez que veladamente insistía en el asunto, alguno me confirmaba que sí, que todo estaba bien, que no había rencores, que lo comprendían. Que me querían.
—¿Has dormido algo? —La voz somnolienta de Draco me sacó de mi ensimismamiento.
—Sí —respondí rápidamente.
—Mientes —dijo él mientras se estiraba como un gato antes de aferrarse a mi cuerpo dándome todo el calor que había perdido en esas horas que había pasado navegando por el pasado—. ¿No has aprendido ya que no puedes mentirme?
—Te sientes muy seguro de ti mismo, ¿verdad? —Respondí irritada.
—¿En lo que a ti respecta? —Me apretó aún más contra él—. Siempre.
Puse los ojos en blanco y al instante supe que era un error porque él soltó una carcajada. Le encantaba exasperarme. Así que me di la vuelta intentando desembarazarme de él, pero no sirvió para nada, se había aferrado a mí como una garrapata.
—Hermione, mi amor, mi vida, mi consuelo —pude escuchar cómo hacía un pequeño puchero—. No te enfades y no te alejes. Solo bromeaba.
Me rendí a su estupidez, siempre lo hacía, y volví ligeramente el cuerpo hacia él.
—Estoy nerviosa —me sinceré—. Hace ya más de cinco años, no sé cómo va a salir esto. ¡Van a venir incluso con niños!
—Eso suena espeluznante.
—No seas idiota. No es espeluznante. ¡Son niños! ¡Por Merlín, Draco! Es solo que… que…
—¿Que todo ha cambiado demasiado?
—Y que no sé si ahora sabrán quererme.
—Sigues siendo tú. Y no hay ninguna parte de ti que no sea inevitable querer.
Me quedé en silencio. Sus palabras no me convencían y él lo sabía antes de pronunciarlas. Suspiró y acercó su boca a mi pelo depositando una hilera de besos que terminaron en mis hombros, mi cuello, mi boca. No, aquello no me convencía, pero al menos me calmaba. Cuando me besaba no quedaba espacio para la ansiedad, solo para las sensaciones de mi piel bajo sus labios, de su olor pegado a mí y del tacto de su pelo entre mis dedos.
—¿Aún estoy a tiempo de decirles que no vengan? —Murmuré más para mí que para él.
—Amor —se interrumpió con la boca aún pegada a mi cuerpo, así que el sonido salió amortiguado y el aire que escapó de su boca al hablar me hizo cosquillas—. Sé que eres feliz aquí. Sé que eres feliz conmigo. También sé que te sientes como en familia, que hemos hecho una vida y disfrutas de ella. Yo también lo hago, yo también soy feliz aquí. Contigo. Pero los vínculos nunca fueron lo mío, no al menos desde que renuncié a ellos. No me importan y mi hogar solo eres tú. Pero a ti sí y me mata saber lo feliz que podrías ser.
—Draco, yo te quiero. Tú me haces feliz —me apresuré a decir.
—Lo sé, hace mucho tiempo que no lo dudo. Pero podrías tener más y a partir de hoy vas a tenerlo. No lo dudes.
Asentí con un nudo en la garganta y el volvió a los besos. Estuvimos así un rato, tendidos en la cama entre besos y caricias, cuerpos tibios y laxos llenos de amanecer.
No se podía decir que toda nuestra vida en los últimos años hubiera sido así, pero se le parecía mucho. No la habíamos elegido nosotros o, al menos, nunca fuimos conscientes de que estuviéramos tomando ningún tipo de decisión. Aquella vida nos había elegido a nosotros cuando yo cerré los ojos en un camino lleno del polvo de los carruajes, me aferré a Draco y me desaparecí en el lugar más lejano a nuestras familias que se me ocurrió en aquel momento.
En un primer momento todo fue muy confuso. Tenía que encontrar una casa, un sitio donde descansar y curarle. Un lugar seguro desde donde planificar nuestros primeros pasos. Nos introduje en la primera casa con aspecto de abandono que encontré y allí pasamos varios días durmiendo, sanando y suplicando porque no nos encontraran. Draco intentó que volviera a Inglaterra. Incluso llegó a planificar cómo podía regresar con un nombre limpio y sin sospechas. Sus heridas sanaron antes de que yo consiguiera convencerle de que le quería, sí, y de que merecía ser querido.
Yo salía todos los días a buscar comida y, poco a poco, la gente de los alrededores se fue acostumbrando a mi presencia. Tanto que no tardaron en acogernos como ciudadanos. Nadie preguntó y a nadie le pareció extraño que estuviéramos allí. Tiempo después descubriríamos por qué. Allí estaban más que acostumbrados a los fugitivos de la corona. Más de uno lo era. El poder del rey no llegaba tan lejos. Estábamos a salvo.
—¿En qué piensas? —Preguntó contra mi cuello.
—En que estamos a salvo —hice una pausa—. Y en que deberíamos levantarnos. No tardarán en llegar y si sigues así no voy a ser capaz de salir de la cama.