Descargo de responsabilidad: Orgullo y Prejuicio le pertenece a Jane Austen y a sus herederos, pero el señor Darcy es —y siempre será— nuestro y de nuestros sueños.
Nota: Fic surgido de conversaciones con lkdv hace una eternidad. Vaya aquí mi agradecimiento.
Rating: Ligeramente M, por temas e implicaciones adultos.
What-If como una catedral…
¡Felices Fiestas!
NAVIDAD EN DARCY HOUSE
Cuando recobró la suficiente consciencia como para sacar la cabeza de debajo de sus mantas y abrir los ojos, Fitzwilliam Darcy exhaló un suspiro soñoliento. Una nubecilla de vaho se formó sinuosa frente a su rostro, apenas visible a la pálida luz del amanecer gris de Londres, pero tan tenaz que ni siquiera los pesados cortinajes de su dormitorio podían bloquearla del todo.
Fitzwilliam suspiró de nuevo, mirando por costumbre hacia la puerta cerrada que conectaba con las habitaciones de su esposa, y, esta vez, algo demasiado parecido al hastío y al disgusto deformó sus facciones. Hoy era la víspera de Navidad, y, como en los últimos tres años, su esposa celebraría una fiesta con lo más selecto y granado de la sociedad londinense. Ella luciría plumas de Oriente, se revestiría de sedas de estridentes colores importadas de países cuyos nombres jamás se molestaría en conocer, y se adornaría con joyas que, incluso alguien como él, acostumbrado a la prodigalidad y la generosidad, encontraba obscenamente caras y ostentosas. Pero él jamás le diría ni una sola palabra al respecto… Se situaría a su lado al pie de la grandiosa escalera para recibir a los invitados, un poco más allá de donde el maestro de ceremonias anunciara a los recién llegados, y la acompañaría en el ejercicio de sus funciones como orgullosa anfitriona de Darcy House.
Lo aborrecía…
Fitzwilliam sacudió la cabeza, rechazando tan vil pensamiento… Como su esposo, le debía al menos cierto respeto, por más que ese respeto sufriera las agresiones y erosiones diarias por parte de la misma persona que en teoría debía ser respetada.
No es que él se hubiera casado a ciegas, pero ella se las había arreglado para ponerlos a ambos en una situación comprometida (por lo demás, tan burda y chabacana que le resultó del todo inesperada e inevitable), y él, puesto que era un caballero, se había visto obligado al matrimonio, por proteger el apellido de su amigo y la honra de una dama. Si es que Caroline Darcy había sido una dama alguna vez, por supuesto…
En su noche de bodas, la recién desposada había abierto la mencionada puerta y él se había visto forzado a cumplir. La puerta había permanecido cerrada desde entonces. Y si bien algunas noches la escuchaba manipular el picaporte intentando abrirla desde su lado, Fitzwilliam se había asegurado de que siempre permaneciera cerrada. Ya ni siquiera tomaba coñac o brandy cuando ella estaba en la misma residencia que él. Dos veces ella se había aprovechado de su estado de embriaguez y soledad buscando consolidar su posición como señora Darcy engendrándole un heredero a cualquier precio.
Así que no era que esa puerta estuviera tan solo cerrada. Una mañana, cuando abrió los ojos y vio la cabellera del color del fuego derramada sobre la almohada y la mueca de malsana satisfacción en el rostro durmiente de su esposa, Fitzwilliam había sentido náuseas y las arcadas trepándole por la garganta. No solo por la resaca, sino también por el asco que sentía de sí mismo y de su compañera. No, no su compañera, su esposa. Porque Caroline no era una compañera, ni jamás podría ser tal cosa, sino una dictadora caprichosa y de mal genio. Apenas la había tolerado como hermana de Charles, y era insufrible como señora Darcy.
Más tarde, esa misma mañana, cuando la que profanaba su lecho hubo marchado, él había bajado a la caseta del jardinero y había tomado un martillo y unos muchos clavos. Hardison, su ayuda de cámara, había sido testigo silente de cada clavo, de cada martillazo, de cada resoplido de rabia y frustración.
No soportaba tocarla. No soportaba siquiera la idea de haberla tocado alguna vez…
Nunca más.
Aprendieron a ignorarse mutuamente bajo el mismo techo, incluso en la misma habitación: él ni siquiera fingía escucharla ni ella esperaba respuesta alguna. Sin embargo, existía cierto número de compromisos sociales a los que él no podía rehusarse, y entonces ambos interpretaban el papel de los señores Darcy para cubrir las apariencias.
A él le quedaba el trabajo, la administración de sus fincas y negocios de inversión, que se había convertido en su refugio personal, con la ocasional escapada al club de caballeros tan solo por escuchar otras voces y leer el periódico en paz. Y ella, vivía aparentemente feliz siendo una mariposa social visitando las mismas casas que como hija y nieta de comerciantes siempre le estuvieron vedadas, pero que como señora Darcy y sobrina de un conde, ya no.
A ella la hipócrita máscara de esposa complaciente le había durado bien poco. Él se había negado a realizar el preceptivo viaje de bodas, a sabiendas de que Caroline solo quería lucirlo como un trofeo de caza, y ella había montado en cólera, descargando su ira contra el servicio y la porcelana. Después de ese día, Caroline había decidido desayunar en sus habitaciones y pronto quedó establecido como costumbre. Él lo hacía abajo, junto a su hermana, agradeciendo ambos este pacífico respiro de su despiadada lengua y malencarado talante.
Para horror de Fitzwilliam, últimamente insistía ella demasiado en el tema de posibles candidatos para Georgiana, con insinuaciones más o menos veladas sobre la conveniencia de tal o cual pretendiente. Y aunque era cierto que Georgiana acababa de debutar en sociedad, y la búsqueda de esposo era lo esperado, Fitzwilliam desconfiaba del criterio de Caroline y tampoco quería condenar a su hermana a su mismo destino de un matrimonio infeliz.
Porque Fitzwilliam no sería nunca feliz, claro está. Pero lo era por decisión propia, o más exactamente por equivocación propia, porque solo él había decidido huir de la única mujer que había logrado alcanzar su corazón. Había sido culpa suya y de nadie más. De alguna manera, tendría que aprender vivir con las consecuencias de sus actos, a la vez que rezaba por hallar un día la resignación suficiente para vivir esta vida de mentira y falsedad, para vivir aunque fuera a medias…
Al llegar la noche, con cierta desgana reconoció que Caroline se había esmerado en la decoración de este año. O más bien, había contratado los servicios de alguien con mejor gusto que ella…
La disposición de las luces, los candelabros bruñidos, la gran araña de cristal veneciano que colgaba del techo en el hall, iluminándolo como en pleno día, los sobrios y elegantes arreglos florales, con pequeños toques de oropel y plata aquí y allá, hacían lucir Darcy House tan espléndida como en tiempos de sus padres.
Y mientras los rostros se sucedían unos tras otros, a Fitzwilliam lo atrapó la añoranza de tiempos mejores y el deseo imposible de que hubiera sido otra la que hoy hubiera estado a su lado.
—Señorita Elizabeth —dijo Caroline. La sola mención del nombre evocado lo arrancó de su ensimismamiento y su cabeza se alzó para comprobar si acaso sus sentidos lo engañaban—. Qué alegría verla en Londres, señorita Elizabeth —repitió. A ninguno se le escapó el énfasis que hizo en lo de 'señorita', recalcando que aún no estaba casada, y que, a sus casi veinticuatro años, frisaba ya la edad de convertirse en una solterona. Pero ella tan solo ladeó la cabeza, esbozó una educada sonrisa (apenas de cortesía y que nunca llegó a sus ojos, porque él conocía —y recordaba— todas sus sonrisas) y saludó:
—Señora Darcy, señor Darcy —les dijo, realizando una breve genuflexión, por más que su mirada prolongada despertara en él todos los arrepentimientos del pasado—. Permítanme la ocasión para desearles en persona toda la felicidad que se merecen.
¿Felicidad?, pensó Fitzwilliam. La felicidad era lo que había tenido al alcance de la mano y después decidió ignorar. Fitzwilliam ocultó las manos a la espalda, apretadas en puños de ansiedad, a la vez que sentía el vértigo sobrevenirle, porque el mundo se le desdibujaba por los bordes amenazando la negrura del desmayo.
¿Por qué?, se preguntó. ¿Por qué Caroline le torturaba así? ¿Por qué la había invitado, precisamente a ella?
¿No le había dado ya su apellido, su casa, su posición social? ¿No se lo había dado ya todo? ¿Por qué tenía que atormentarlo así?
Pero en cuanto vio la sonrisa de victoria de Caroline, esponjada cual pavo real, la respuesta vino a él casi al instante: porque podía. Porque quería… Tan simple como eso.
Caroline era mala persona. Ponzoñosa, mezquina y ruin. Apenas soportable para aquellos con quienes compartía lazos de sangre, obligados a relacionarse con ella, y sencillamente detestable para todos los demás, fuera cual fuera el estatus al cual pertenecieran.
Despreciable, eso es lo que era…
Y finalmente, ante la sonrisa triste de la única mujer que debió haber sido su esposa, Fitzwilliam Darcy se desmayó.
Se despertó con el corazón latiéndole enloquecido en el pecho, la respiración jadeante y un sudor frío que le perlaba la piel. Mechones oscuros y húmedos se le adherían al rostro mientras él luchaba contra las mantas que lo sofocaban.
—Buenos días, señor —dijo una sosegada voz a su derecha, descorriendo los cortinajes.
—¡Hardison! —exclamó él, reconociéndolo y parpadeando para enfocarse en el hombre junto a la ventana. Sus manos aún tanteaban las mantas que antes lo agobiaban para asegurarse de que seguía en su cama y no en aquella otra vida—. ¿Q-Qué día es hoy?
—Navidad, señor —le respondió. Fitzwillian resopló (algo bastante inusitado en él) y puso los ojos en blanco, exigiéndose paciencia.
—Fecha completa, por favor —logró decirle sin traicionarse demasiado.
—Navidad del año de Nuestro Señor de 18XX. —Y si la pregunta le resultó extraña, a Hardison no se le movió ni una ceja. Fitzwilliam entonces suspiró hondo y cerró los ojos, sintiendo el alivio recorriéndole los huesos, (casi) borrando de su garganta el regusto amargo de su doloroso sueño.
—Hardison —dijo al poco, apenas hubo tomado una decisión. Pero antes de decir más aconteció un pequeño combate con esas mismas mantas para poder liberarse de ellas y sentarse al borde la cama. Las mantas revolotearon entonces sobre la cama, y una acabó en el suelo, otra sobre el dosel y una tercera sobre las almohadas. Ganó Fitzwilliam, obviamente.
—¿Sí, señor? —preguntó Hardison unos instantes después, imperturbable, concediéndole a su señor un discreto tiempo para recuperar su dignidad tras la enredosa batalla textil.
—Hardison —repitió Fitzwilliam, como si esa pequeña escena no hubiese ocurrido nunca—, manda a ensillar mi caballo para mañana temprano, por favor. —Ni un solo gesto en su rostro traicionó la reacción de su ayuda de cámara.
—¿Prevé una estancia larga, señor? —le preguntó, con esa estudiada indiferencia que deben aprender todos aquellos que sirven a otros.
—Tanto tiempo como me lleve enderezar mis torpezas… —respondió Fitzwilliam a media voz, llevándose la mano a la nuca y desviando la mirada. Y ahora sí. Sí, sí… Una sola ceja inquisitiva (y curiosa) se alzó en el rostro de Hardison. Que le aspen que si lo que se rumoreaba en las cocinas no era bien cierto...
—Estancia larga, pues —le dijo a su señor. Fitzwilliam se lo quedó mirando, casi como si lo viera por primera vez, parpadeó una, dos veces, y luego cerró los ojos y soltó una carcajada, alta, sonora y limpia, que resonó en las paredes de su dormitorio, libre ya del peso de los malos sueños y expectante por la posibilidad de un futuro junto a la mujer que un día tuvo la audacia de dejar atrás.
—Lo más probable, sí —le reconoció, aún con las chiribitas del buen humor danzándole en los ojos. Hardison empezó a preparar a su ropa, y, por un rato, un silencio familiar se acomodó entre ambos, fruto de la confianza y la costumbre repetida. Cuando se estaba abotonando el chaleco, Fitzwilliam preguntó—: ¿Sabes si mi hermana se ha levantado ya?
—La señorita está desayunando con la señora Annesley —le respondió Hardison.
—¿Crees que le gustaría un viaje a Hertfordshire? —preguntó Fitzwilliam, alzando el mentón para que Hardison le pasara el cravat.
—Si se me permite, señor —le dijo, y aquí hizo una pausa para anudarle el cravat. Era esta una tarea que requería de cierta habilidad y atención, pues los nudos y estilos eran variados y complicados. Además, así se aseguraba de obtener el permiso tácito de su patrón. Efectivamente, este no expresó objeción alguna, así que el ayuda de cámara continuó con la frase que había dejado interrumpida—, creo que a la señorita Darcy le gustaría aún más la razón de ese viaje a Hertfordshire.
Fitzwilliam asintió, dándole la espalda para ponerse la levita. Hardison, con mano experta, alisó imaginarias arrugas y ajustó la prenda sobre sus hombros.
—Como siempre, tienes razón, Hardison —le dijo Fitzwilliam, dándose la vuelta para quedar frente a él. Este, con un movimiento de cabeza, reconoció y aceptó el cumplido que se le daba—. Ah, soy un verdadero estúpido… —murmuró Fitzwilliam, más para sí que para que fuera escuchado. Pero evidentemente, ese no fue el caso.
—Jamás me atrevería a llevarle la contraria, señor —le replicó Hardison, absolutamente serio.
Y Fitzwilliam Darcy, señor de Pemberley y Darcy House, rio a carcajadas por segunda vez en la misma mañana.
La mañana siguiente amaneció fría y el débil sol del invierno jugaba a crear diminutos reflejos iridiscentes en las nieves de la noche anterior. Fitzwilliam dejaba atrás una casa atareada con los preparativos para un viaje que incluía el alquiler de una mansión cuyo contrato había sido rescindido recientemente. Llevaba consigo el calor del abrazo de su hermana y la esperanza de un futuro intacto y nuevo.
Mientras galopaba, recordaba los ojos castaños de Elizabeth. Su sonrisa franca, aunque nunca dirigida a él. Su alma generosa y amable, su espíritu indómito… Su agudo ingenio y sus veloces réplicas, nunca destinadas a herir sino a defenderse…
¿Cómo había sido capaz de creer alguna vez que podía huir de ella? ¿Cómo había podido ser tan ingenuo?
Frente a él, la carretera, el viento y el frío. La capa ondeando a su espalda, el embozo cubriéndole la mitad del rostro y la respiración ruidosa y viva de su montura. Fitzwilliam sonreía, porque estaba donde debía estar, donde quería estar...
En la carretera que le llevaba a Hertfordshire.
La carretera que le llevaba de regreso a ella.