Ya les tocaba a las capitales protagonizar un escenario. ¡Al fin se logró que esta historia saliera de los borradores! ¿Teorías?
El recorrido se estaba alargando inexplicablemente al punto en que ella no sabía decir si el tedio la mataría. No, no se trataba de que se estuviera arrepintiendo de su viaje de vacaciones. La ciudad era maravillosa y llena de sorpresas. Ella jamás se moriría de aburrimiento conociendo el folclor de otros pueblos. Pero había algo en el modo en que su guía explicaba las cosas que... bueno, era difícil decir que estuviera sirviendo de algo que no fuera sumir en el letargo al pequeño grupo de turistas a su cargo. El joven guía en cuestión parecía saber muchos detalles del sitio, tantos que la mayoría de los historiadores sentirían envidia de sólo escucharlo. La desgracia era que los transmitía de una manera poco usual, en un modo de hablar rebuscado, incluso anticuado. Ella se defendía bastante bien en el idioma local, pero esa manera de hablarlo era demasiado difícil, muy pomposa, quizá tan refinada o técnica que le resultaba difícil entender qué quería decir con todos esos términos extraños, expresiones que suponía inusuales y florituras que equivalen a las que su propio idioma había tenido hacía siglos. Vaya, que ni su bisabuela hablaba así.
Sumando todo resultaba una auténtica lástima. El lugar que visitaba en turno era Klagenfurt, un lugar rodeado de pantanos, ríos y cuerpos de agua que le recordaba mucho a la tierra ancestral de su familia. Para mayor exactitud, se encontraba recorriendo, junto a un grupo de turistas curiosos y el guía, los pasillos de un castillo del siglo XIII. Prácticamente se encontraban en medio de los vestigios de un mundo medieval fascinante que definitivamente su guía estaba arruinando. O casi lo estaba arruinando, cabe aclarar, porque algo era seguro: los ojos verdes de su guía desprendían un brillo extraño que se acentuaba cada que hablaba de algún detalle cotidiano de la vida en el castillo o de los alrededores. Un entusiasmo exagerado se apoderaba de él cada vez que señalaba un artilugio que sólo él sabía usar o algún mueble en específico... como si estuviera familiarizado con el entorno, que no sería de extrañar dado que él era el guía del castillo-casi-convertido-en-museo. Sí, no resultaría descabellado suponer eso, de no ser por el hecho de que lo hacía de la manera en que alguien trae a la mente un recuerdo agradable y personal.
Ella se estaba viendo tentada a hacer un comentario al respecto, creyendo que el compromiso del guía con la visita estaba rayando en la ridiculez, cuando algo la distrajo. No tuvo oportunidad de hacer su brillante observación. Su atención se vio desviada en el instante en que se perdió en esa mirada verdosa que soltó un destello al mencionar un dato en específico. Dato que ella fue incapaz de comprender. Más tarde ella se preguntaría si él lo había hecho a propósito, con toda la intención de hacer caer bajo su hechizo inexorable no a los demás, sino precisamente a ella. Lo cual era completamente un sinsentido y a la vez no podía tener otra explicación.
— Resulta difícil acceder a nuestra ciudad, más en aquellos tiempos. Por castigo divino o debido a una mera casualidad, las aguas que la rodean amenazaban con arrastrar a cualquier viajero que pasara cerca. Una ironía lamentable, si tomamos en cuenta que nuestras aguas tienen la fama de tener propiedades curativas, en resumen, milagrosas —explicó el guía con orgullo, pero eso no fue todo. La sonrisa que él le dedicó la dejó un poco confundida. Intentó convencerse de que se estaba imaginando cosas, pero eso no la dejó tranquila—. Cuenta la leyenda que las aguas sólo eran el menor de los problemas de la población local. Klagenfurt recibió su nombre porque cualquiera que se aventurara en sus tierras podría escuchar los lamentos de aquellos que perecieron ahogados en sus aguas y no por causa de las inundaciones constantes. La tradición asegura que se trata de almas en pena tras haber perdido sus vidas terrenales a manos de Lindwurm, la auténtica causa de tantas muertes. Algunos decían que devoraba a cualquiera. Otros que sólo jóvenes mujeres, ya saben para algunos los monstruos siempre tienen un gusto exquisito —él le guiñó un ojo a ella, en respuesta le entró un escalofrío. Repentinamente la temperatura a su alrededor cayó en picada—. Ciertamente para entonces Lindwurm era famoso. Tanto como lo ha sido en otras leyendas de culturas hermanas.
— Eso tuvo que haber tenido una solución —exclamó uno de los turistas, uno que se presentó ante el grupo como Dublín al inicio del recorrido—. ¿O se asegura que sigue atacando esa criatura?
El guía sonrió misterioso y complacido al tiempo que los condujo a través de la puerta más cercana a una de las estancias del castillo. El espacio estaba dispuesto en un orden tan personal, como una habitación, que ella se sintió invadiendo la intimidad de alguien que seguramente llevaba siglos muerto. Lo que no la hizo sentirse mejor al respecto.
— Cuentan que el Duque de Klagenfurt ofreció una recompensa muy atractiva para aquél o aquéllos que lograran poner fin a tal horror —narró el guía recorriendo la habitación con la mirada perdida, como quien recuerda algo con intensidad—. Sus razones son desconocidas, pero algunos dudamos de que su única motivación fuera el bienestar de su gente. Como fuera el punto es que un grupo de valientes preparó un cebo. Algunos dicen que fue una joven, como ocurrió con el Afanc. Otros dicen que fue un toro. Independiente de eso, gracias a lo que haya sido lograron atraer con eso a Lindwurm y, aunque les costó atravesarlo, lograron acabar con su vida. Fue una carnicería, sin duda —fue imposible ver la expresión en el rostro del guía, pues éste se asomó a una de las ventanas para mirar desde ahí la zona más pantanosa del lugar mientras hablaba, pero la satisfacción en su voz sonaba evidente.
— ¿Eso les dio paz, señor? —preguntó ella incapaz de evitarlo, movida por algo más que mera curiosidad. Algo que la azotó con intensidad en su interior.
El guía se giró hacia ella con la mirada vacía. Una mueca de amargura afloró en sus labios por un instante. El dolor que expresó su rostro fue fugaz, pero insoportable para ella.
— Llámeme Wien, Frau —respondió mirándola con intensidad—. Y no, eso no les dio paz. El fin de Lindwurm no resucitó a sus muertos, pero les dio la certeza de que jamás le ocurriría a alguien más. A lo más les proporcionó una clausura adecuada —esto último lo afirmó no muy convencido—. Eso sí, les dio una reliquia que atesorar. Se dice que la piel de Lindwurm confiere conocimientos increíbles acerca de la naturaleza y la medicina. No al nivel de la divinidad, pero el incremento es considerable.
— Vaya suerte —masculló alguien más en el grupo.
— Hablando de suerte, también confiere buena suerte —replicó Viena complacido—. Personalmente no creía en eso hasta hace poco —agregó nuevamente dirigiendo su atención hacia ella—. Espero haber respondido su pregunta, Frau.
— Lo hizo, se... Viena —se apresuró ella a responder en un intento por contener sus pensamientos agitados.
Si bien ella podía decir que el tal Viena estaba actuando raro, al prestar más atención a la indumentaria que llevaba el guía, no supo decir si sólo era su modo de actuar lo que la intrigaba y confundía. Viena no sólo se expresaba en un alemán bastante inusual, también su vestimenta estaba fuera de lugar, mejor dicho, fuera de tiempo. Aunque con algunos detalles modernos, el guía llevaba ropa al puro estilo medieval. Al principio creyó que se trataba de un disfraz, pero al percatarse de la hechura de la túnica y la capa tuvo sus dudas acerca de su primera impresión. Sus prendas parecían confeccionadas con una técnica bastante antigua. Luego venían el sombrero, las botas y el cinturón que lucía con ¿orgullo? Todos esos accesorios estaban elaborados con una piel que no parecía simple cuero, tenía una textura escamosa que bien podía ser... No, no se permitiría pensarlo. Seguramente estaba delirando…
— Más adelante podrán apreciar a algunos amigos míos —bromeó Viena reanudando el recorrido—. Ustedes comprenderán, llevan colgados de estos muros por siglos y yo llevo tiempo aquí…
La visita guiada continúo y ella no podía dejar de pensar en las cosas que no hacían sentido hasta donde había llegado la visita. Ella estaba tan distraída que no supo cuándo se detuvieron delante de una serie de retratos al óleo enmarcados con cuidado y materiales costosos. Seguramente los mentados amigos de Viena. Uno de esos cuadros la dejó sin aliento, y no estuvo sola en su impresión.
— ¡Ciu, ésa se parece a ti! —chilló Sidney, una de los turistas con quien había trabado conversación de vez en cuando—. Si no fuera porque sé que no eres inmortal, diría que eres tú.
— Eso sería ridículo... —empezó ella, pero no supo cómo continuar.
No tan ridículo si pensaba, no en la inmortalidad, pero sí en su ascendencia, tal y como le había señalado una vez La Habana.
— Ya decía que la había visto en otra parte —coincidió Viena sin parecer haber dudado al respecto desde el principio—. Ella es hija de uno de los aliados de la familia que habitó este castillo aproximadamente durante el siglo XVI. Supuestamente son antepasados míos.
— Sería mucha coincidencia que se llamara Ciudad de México —exclamó Sidney de nuevo sin darle muchas vueltas.
— Puede ser, le sorprendería saber cómo algo más que la genética se repite cada tanto. No se hable de nombres. La tradición limitó la imaginación, supongo —comentó Viena para luego dar un giro brusco y alejarse a paso lento—. Síganme, estamos por finalizar el recorrido.
Ciudad de México contempló el retrato por unos instantes antes de seguir al resto sin acabar de decidir cómo se sentía ante tanta información a medias y ese cuadro que bien podría ser un retrato suyo. Aquella tarde regresaría al hotel con la sensación de que se había perdido de información vital, a la vez de tener una certeza, tanto férrea como irracional, de que una parte de ella se había quedado definitivamente en ese castillo de Klagenfurt y, por más estúpido que le pareciera, con ese extraño guía llamado Viena.
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