Herencia del Dragón
Arco: Las Sombras de Jaehaerys Rhaena IEl cielo estaba teñido de grises y ocres al amanecer, los colores del alba mezclándose con el humo de los fuegos de campamento del ejército Baratheon que se extendía a lo largo del horizonte. Rhaena Targaryen, montada sobre su majestuoso dragón Fuegosueño, ascendía entre las corrientes de aire cálido, observando la imponente vista de Desembarco del Rey a lo lejos.
A su lado, sus hermanos, también montados en sus dragones, formaban una formidable escolta aérea. El ruido de las alas gigantes rompía el silencio matinal, un recordatorio poderoso de la fuerza que representaban. Mientras sus hermanos discutían estrategias y preparativos finales, Rhaena no podía evitar pensar en Maegor. ¿Qué harían si él apareciera en el cielo montando a Balerion, el Terror Negro?
Con la ciudad acercándose rápidamente, todos en el grupo mantenían la mirada alta, vigilando cualquier señal de Balerion en el cielo. Sin embargo, al llegar a las murallas de Desembarco del Rey, fueron recibidos no con flechas y fuego, sino con las puertas abiertas y una extraña calma. Ningún dragón oscurecía el cielo, ni Maegor se mostraba para desafiar su llegada.
Con un intercambio de miradas cargadas de confusión y cautela, Rhaena y sus hermanos decidieron aterrizar sus dragones en los campos abiertos fuera de la ciudad. El ejército Baratheon, bajo la liderazgo de Rogar, se alineó detrás de ellos, avanzando con un orden sombrío hacia la Fortaleza Roja.
Mientras caminaban por las calles silenciosas, el sonido de sus pasos y el ocasional crujido de armadura eran los únicos ruidos que perturbaban el silencio. El aire estaba tenso, como la calma antes de una tormenta, mientras se adentraban más en el corazón de la ciudad, dirigidos hacia la siniestra silueta del Trono de Hierro.
Al acercarse a la Fortaleza Roja, el grupo encontró las puertas principales abiertas, como si los invitaran a entrar. Dentro, el silencio era aún más opresivo, cada paso resonaba en los vastos pasillos vacíos, amplificado por las altas bóvedas de piedra. La tensión en el aire era casi palpable, como una niebla invisible que se adhería a cada superficie y se infiltraba en cada respiración.
Con una mezcla de determinación y aprehensión, Rhaena y sus hermanos, seguidos de cerca por los líderes del ejército Baratheon, se dirigieron hacia la sala del trono. Las antorchas a lo largo de los muros lanzaban sombras danzantes que parecían moverse con vida propia, añadiendo un elemento inquietante a su marcha.
Al entrar en la sala del trono, el grupo se detuvo en seco. Allí, en el Trono de Hierro, yacía el cuerpo de Maegor el Cruel. Su cabeza estaba inclinada hacia adelante, ocultando su rostro, pero el brillo siniestro de la sangre que manchaba el acero del trono no dejaba lugar a dudas. Las muñecas de Maegor estaban abiertas, la sangre había formado charcos oscuros en el suelo de piedra a sus pies.
El impacto de la escena fue inmediato y profundo. Murmullos de incredulidad y choque se esparcieron entre los presentes, y muchos bajaron la mirada, incapaces de sostener la vista del monarca caído. Rhaena, sin embargo, mantuvo la vista fija en el cuerpo de Maegor, su expresión era una mezcla de alivio y conflicto. Este era el hombre que había aterrorizado a su familia y a su reino, cuya tiranía había traído sufrimiento y muerte. Su final en el trono que tanto había deseado parecía una ironía cruel del destino.
"El Trono de Hierro reclama a todos aquellos que no son dignos," murmuró uno de los abanderados de lord Rogar, su voz baja pero clara en el silencio tenso.
Rhaena asintió lentamente, su mente girando con las implicaciones de este momento. Maegor había muerto sin heredero conocido, y la corona ahora recaería en Jaehaerys, su pequeño hermano. En su mente, una pregunta emergente y perturbadora se formó: ¿Debería luchar por sus derechos y los de Aerea al trono? Rhaena sacudió la cabeza casi de inmediato, desechando la idea con firmeza. No, no sería parte de más derramamientos de sangre por ambiciones que podrían desgarrar aún más al reino. Sin embargo, una nueva determinación se asentó en su corazón; nunca más aceptaría órdenes de nadie. Sería dueña de su destino, sin importar lo que el futuro trajera.
De repente, Lord Rogar, que había estado en silencio por unos momentos mientras asimilaba la realidad del cuerpo sin vida del rey, se volvió hacia sus hombres y gritó con una voz que resonó en toda la sala: "¡El usurpador está muerto, larga vida al rey Jaehaerys!" Acto seguido, ordenó a sus soldados que arrestaran a todos los presentes en la sala que fueran conocidos simpatizantes y seguidores de Maegor, marcando un decisivo, aunque abrupto, cambio de mando.
Mientras los corredores de la Fortaleza Roja resonaban con los ecos de una victoria inesperada y los aliados de Rhaena se reunían para planear el reinado de Jaehaerys, Rhaena encontraba refugio en la soledad de sus aposentos. Aunque los gritos de triunfo y los planes para el futuro llenaban el aire, ella se sentía apartada de la celebración, inmersa en sus propios pensamientos y emociones.
Al cerrar la puerta detrás de sí, el contraste entre el bullicio del exterior y el silencio de su habitación era palpable. Se acercó a la ventana, desde donde la vista de Desembarco del Rey se extendía ante ella, un tapiz de tejados y calles que pronto estarían bajo un nuevo señor. La muerte de Maegor, aunque un alivio, no era un final, sino el comienzo de una nueva era de incertidumbres.
Sentía un inquietante alivio por la caída de Maegor, cuyo reinado de terror había dejado cicatrices profundas en su familia y en el reino entero. Sin embargo, este alivio se veía empañado por la incertidumbre del futuro bajo el reinado de su joven hermano Jaehaerys, quien con apenas catorce años enfrentaría los desafíos de un reino fracturado. Las aguas de la política eran turbias, plagadas de corrientes ocultas y traiciones en espera, y la juventud de Jaehaerys podría hacerlo vulnerable a las maniobras de cortesanos y nobles con ambiciones propias.
Mientras contemplaba el crepúsculo que comenzaba a envolver la ciudad, un mareo súbito la obligó a apoyarse en el alféizar de la ventana. Un pensamiento la asaltó, una posibilidad que hasta ahora no había considerado. Tomando una profunda respiración, su mano instintivamente se posó sobre su vientre. Recordando ahora, se dio cuenta de que su sangre de luna no había llegado en casi dos meses. Con un creciente sentido de asombro y temor, Rhaena se dio cuenta de que estaba embarazada.
Este descubrimiento la llenó de un torbellino de emociones. La perspectiva de traer una nueva vida al mundo en estos tiempos turbulentos era tanto una bendición como un nuevo desafío. ¿Cómo podría proteger a este niño no nato de las intrigas y peligros que seguramente vendrían? ¿Y cómo podría su existencia cambiar el delicado equilibrio del poder que ahora se estaba reconfigurando?
La noche cayó completamente sobre Desembarco del Rey, y Rhaena permaneció en su ventana, mirando las primeras estrellas aparecer en el cielo. La responsabilidad de su nueva situación pesaba sobre ella, pero también sentía una determinación creciente. Este niño o niña sería un nuevo desafío en su vida, una esperanza y una preocupación en estos tiempos turbulentos. Con la firmeza que le caracterizaba, Rhaena se prometió a sí misma hacer todo lo necesario para asegurar un futuro seguro para sus hijas, Aerea y Rhaella, y para el hijo que ahora llevaba en su vientre.