Jaehaerys III
El amanecer apenas asomaba por las ventanas altas del salón del Pequeño Consejo cuando los primeros consejeros comenzaron a llegar. La tensión en el aire era palpable, un presagio de las discusiones que se avecinaban. Me acomodé en mi silla, observando cómo cada miembro tomaba su lugar en torno a la mesa ovalada, sus rostros reflejando la gravedad del asunto que nos ocupaba.
Rogar fue el primero en hablar, su voz resonando con una seriedad que rara vez empleaba. "Septon Luna ha sido asesinado," anunció, y el silencio que siguió fue casi físico. "Lord Rowan y Oakheart, al parecer anticipando disturbios, disolvieron el campamento y se marcharon hacia sus tierras poco después del incidente. Lord Hightower, por su parte, no perdió tiempo y con sus caballeros acabó con los fanáticos que quedaban."
Los murmullos comenzaron a circular entre los consejeros, cada uno intercambiando miradas cargadas de sospecha y cálculo. "¿Y quién cree que esté detrás de este asesinato?", preguntó Lord Celtigar, siempre directo en sus cuestionamientos.
Las teorías no tardaron en surgir. Algunos sugirieron que podría haber sido mi madre, buscando eliminar una amenaza a nuestra estabilidad. Otros, más reticentes, insinuaron que podría haber sido obra de Rogar, o incluso de Lord Hightower, intentando asegurar su posición en Antigua. "Y no podemos descartar a los lores Rowan y Oakheart," agregué, considerando todos los ángulos. "El deseo de abandonar el apoyo al Septon sin consecuencias podría haberlos motivado a actuar."
El debate se intensificó, cada miembro del consejo defendiendo su perspectiva con ardor. Sin embargo, después de largas deliberaciones, la mayoría pareció inclinarse hacia la teoría de que Lord Rowan y Oakheart, incapaces de retirar su apoyo mientras el Septon estuviera vivo, podrían haber encontrado en su muerte una salida conveniente.
Una vez establecido un consenso tácito sobre los posibles culpables, el tema de Ser Joffrey Dogget fue planteado por mi tío Lord Daemon Velaryon. "¿Qué haremos con Ser Joffrey Dogget, ahora que la amenaza del Septon ha sido neutralizada, pero él sigue armado en Aguasdulces?"
Tras una breve pausa para considerar mis opciones, tomé una decisión. "Iré yo mismo," declaré, capturando la atención de todos en la sala. "Llevaré una hueste y a mi dragón. Nada habla más claro que una demostración de poder combinada con una oferta de paz. Convenceré a Dogget de bajar las armas."
Los preparativos para la partida comenzaron de inmediato. Ordené que se reuniera una hueste de caballeros leales y que todo estuviera listo para marchar al amanecer del día siguiente. Mientras los consejeros comenzaban a dispersarse, aún quedaban algunos asuntos de menor importancia que abordar, como ajustes en los impuestos y modificaciones en ciertas leyes menores, que tratamos con diligencia pero sin el fervor del debate anterior.
Con un gesto firme, di por concluida la reunión del Pequeño Consejo. "Procedamos con prudencia y firmeza," expresé, mientras los consejeros asentían y se retiraban del salón. Con una última mirada al mapa de Poniente desplegado ante mí, me levanté y salí del salón, listo para enfrentar lo que Aguasdulces y el destino me tenían reservado.
Bajé de mi dragón, cuyas escamas reflejaban la luz del atardecer, proyectando una sombra imponente que subrayaba nuestro poder. Mientras avanzaba hacia el castillo con mis guardias, fuimos recibidos con el tradicional pan y la sal, signos del sagrado derecho de invitados ofrecido por la casa Tully.
En el castillo, Lady Lucinda Tully y Ser Joffrey Dogget nos aguardaban. "Rey Jaehaerys, su presencia nos honra," empezó Lady Lucinda. "Esperamos resolver nuestras diferencias de manera pacífica."
"Agradezco y comparto ese deseo," respondí, y los seguí hacia la sala principal para una discusión más detallada.
"Mi rey," interrumpió Ser Joffrey, su mirada era de resuelto desafío. "Le imploramos que anule los decretos de su tío Maegor y restaure a los Estrellas y Espadas. La Fe necesita poder proteger a los fieles."
"La Fe no necesita de espadas," afirmé con calma pero firmeza. "Tiene mi protección, la del Trono de Hierro. No declararé la guerra a mi propia gente, pero tampoco toleraré la traición ni la rebeldía." Pausé, contemplando las reacciones antes de añadir, "Sin embargo, las recompensas por las cabezas de los Hijos del Guerrero y los Clérigos Humildes serán rescindidas."
"Me alcé contra vuestro tío, igual que vos," replicó Joffrey, el Perro Rojo de las Colinas.
"Así es," concedí, "y luchaste valientemente, eso nadie lo niega. Pero los Hijos del Guerrero ya no existen, y los juramentos que hiciste a ellos han perdido su valor. Sin embargo, tu servicio no tiene por qué terminar aquí. Tengo un lugar para ti."
El silencio llenó la sala cuando ofrecí a Joffrey un puesto como caballero de mi Guardia Real. Al desenvainar su espada, el temor cruzó brevemente las miradas de los presentes, pero en lugar de un ataque, Joffrey se arrodilló, depositando su espada a mis pies, las lágrimas marcando sus mejillas.
Este acto selló un nuevo capítulo en nuestras relaciones, uniendo a Aguasdulces más estrechamente al Trono de Hierro a través de honor y reconciliación. Con la lealtad de Joffrey asegurada, nos despedimos. No hubo más discusiones ese día, sólo un silencio reflexivo que llenó la sala tras su partida.
Al retirarme a mis aposentos esa noche, el eco de los pasos de Joffrey, ahora leal y comprometido, resonaba en mi mente. Su aceptación marcaba un paso crucial hacia la paz que anhelaba para mi reino. "Este es solo el comienzo," me dije a mí mismo, preparándome para los muchos desafíos y alianzas que tendría que forjar en los días venideros. Con la luna ascendiendo sobre Aguasdulces, sentí que cada decisión, cada alianza, fortalecía no solo mi reinado, sino también el destino de los Siete Reinos bajo mi mandato.