Capítulo 5: El fin del verano.

Los días en Longbottom Manor transcurrieron bajo una rutina tranquila pero productiva. Después de su primera sesión formal con Daphne Greengrass, Mike, Neville y ella establecieron una rutina constante de estudio durante todo agosto. Las mañanas solían dedicarse a repasar teoría mágica, con Daphne guiando las sesiones con una calma meticulosa y un juicio afinado. Mike, que ya había leído los apuntes perfectos de Hermione, absorbía la información con rapidez, pero fue en las sesiones prácticas donde realmente comenzó a florecer.

—Muy bien, intenta otra vez —dijo Daphne, mientras lo observaba con sus ojos gélidos pero atentos.

Mike alzó su varita, su nueva varita, aquella que por fin respondía con naturalidad. —¡Lumos! —dijo con firmeza, y la punta de la varita se iluminó con una luz clara y constante.

Neville aplaudió con una sonrisa. —¡Eso es! ¡Lumos perfecto!

—Tarde o temprano tenía que pasar —añadió Daphne, aunque una leve inclinación en sus labios traicionó su orgullo por el progreso de Mike.

El trío pasaba las tardes alternando entre prácticas de hechizos, lecturas conjuntas y caminatas en los terrenos de la propiedad. Cada tanto, Neville soltaba una observación hilarante, y en uno de esos momentos de claridad y energía, soltó algo que encendió alarmas en la mente de Mike:

—Oigan… ¿ya practicamos vuelo? Porque Harry es buscador del equipo de Quidditch de Gryffindor y... tú, Mike, nunca te has subido a una escoba, ¿o sí?

Mike se quedó quieto. —Eh… no. Nunca.

Neville y Daphne se miraron. Neville sonrió con picardía. —Pues eso lo arreglamos esta tarde.

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Esa misma tarde, salieron al campo trasero donde se guardaban unas escobas de repuesto. Mike las miró con desconfianza. Nada en su estructura parecía cumplir con las leyes de la física.

—Esto no tiene sentido —murmuró, examinando una. —¿Dónde está el centro de gravedad? ¿Cómo mantiene el equilibrio? ¿Qué tipo de sustentación…?

—Confía en la magia, no en la física —dijo Daphne con tono seco, aunque levemente divertida.

Montar por primera vez fue un desastre. Mike se despegó unos centímetros del suelo y casi cae de espaldas. Daphne fue paciente, explicando cada paso, mientras corregía su postura con precisión. Mike sudaba más de vergüenza que de esfuerzo, hasta que finalmente logró alzar el vuelo con algo más de estabilidad.

Y en algún momento, el miedo se disolvió. Volaba. El viento en la cara, la velocidad creciente, la sensación de libertad… Era como conducir una motocicleta a toda velocidad, sin asfalto ni límites.

—¡Esto es increíble! —gritó Mike mientras pasaba junto a ellos.

—¡Ahora intenta una curva cerrada! —gritó Neville desde abajo.

La escoba respondió, torpe pero obediente. Mike se rió, y por un momento se sintió verdaderamente en casa.

La práctica se convirtió en rutina. Cada semana, dedicaban una tarde al vuelo, y mientras tanto, también repasaban las reglas del Quidditch. Mike absorbía todo como una esponja, determinado a que nadie en Hogwarts sospechara de su falta de experiencia.

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Una noche, mientras revisaba unos apuntes en su habitación, algo lo despertó. Un crujido, un susurro. Al volverse, se encontró cara a cara con unos enormes ojos verdes y una criatura de aspecto delgado y orejas de murciélago.

—¡Harry Potter no debe regresar a Hogwarts! —chilló Dobby.

Mike lo observó sin sorpresa. Ya sabía que este momento llegaría. —Escucha, sé a lo que te refieres, pero puedo manejarlo. No tienes por qué preocuparte—.

—¡No! ¡No! ¡Es muy peligroso! ¡Debe quedarse lejos! —insistió Dobby, agitando sus largos dedos, desesperado.

—No te preocupes, lo tengo todo controlado…

—¡Dobby no puede permitirlo! —Y antes de que Mike pudiera seguir hablando, el elfo desapareció con un chasquido.

Mike se quedó sentado un rato, mirando el lugar donde Dobby había estado.

—Elfo testarudo… espero que no cause problemas después.

Así transcurrió la mayor parte de agosto: estudios, prácticas mágicas, vuelos en escoba y una extraña pero creciente confianza. Hasta que, dos semanas antes del regreso a Hogwarts, el director Albus Dumbledore apareció nuevamente en Longbottom Manor.

La mañana en que Dumbledore regresó a la Mansión Longbottom se desarrolló bajo una quietud inusual, como si la misma casa percibiera que algo importante estaba por acontecer. El director llegó acompañado únicamente de su bastón y esa mirada insondable que parecía ver más de lo que revelaba. Augusta lo recibió en su despacho privado, y aunque la conversación se mantuvo a puerta cerrada, no pasó mucho tiempo antes de que emergieran, uno con su habitual serenidad, la otra con el ceño fruncido y la mandíbula tensa.

—El profesor insiste en que pases la última semana de vacaciones con los Weasley —le informó Augusta a Mike sin rodeos, pero con un deje de resignación. Luego añadió en voz baja, mientras se giraba hacia Andromeda—: No confio en ese hombre y no sé qué está planeando, pero esto… tal vez no sea tan mala idea.

Mike asintió. No tenía ninguna objeción. De hecho, la propuesta le parecía más que conveniente. Había desarrollado una genuina curiosidad por la familia Weasley, cuyas historias y reputación los pintaban como cálidos, unidos y con un fuerte sentido del bien. Además, existía una razón más táctica para aceptar: si los Weasley aún no habían hecho sus compras escolares, podría acompañarlos al Callejón Diagon y aprovechar la oportunidad para quitarle el diario a Ginny antes de que causara estragos.

Los días siguientes transcurrieron con tranquilidad en la mansión. Las sesiones de estudio con Daphne y Neville continuaron. Aunque Daphne mantenía su compostura habitual, su actitud se había suavizado. Sonreía en ocasiones y permitía que algunas bromas leves de Mike o Neville se quedaran en el aire sin desaprobación. Cuando estaban los tres solos, ambos jóvenes lo llamaban por su verdadero nombre, "Mike", en una muestra de la confianza íntima que habían ido forjando en ese verano tan particular.

Neville, cada vez más seguro de sí mismo, era ahora una presencia vital en el trío. Mostraba iniciativa en los entrenamientos y se ofrecía para repasar teoría, incluso en temas donde antes parecía sentirse inseguro. Andromeda, por su parte, mantenía una guía paciente pero firme. Se notaba que se había encariñado con sus dos pupilos, y aunque no sabía la verdad sobre Mike, se mostraba protectora con él, aunque eso no le impedía burlarse de el en cada practica que hacían de los diferentes transportes mágicos para que al menos Mike no vomitara cada que usaba uno.

El día del viaje llegó con cielos despejados y un aire fresco que anunciaba el inminente final del verano. El traslador que los llevaría a La Madriguera era una vieja tetera de porcelana con flores azules, encantada con precisión por el propio Arthur Weasley. Al tomarla, Mike sintió ese familiar tirón en el ombligo, seguido de un remolino de colores y el golpe repentino de sus pies al aterrizar sobre un jardín cubierto de césped mal podado. La practica dio sus frutos ya que, aunque después de aterrizar perdió el equilibrio y tropezó, al menos las náuseas eran inexistentes.

Frente a él se alzaba la Madriguera: una casa alta y desordenada, con tejados inclinados en ángulos improbables y una sensación general de calidez viviente. Molly Weasley salió a recibirlos con los brazos abiertos y una sonrisa que se extendía de oreja a oreja.

—¡Harry, querido! ¡Neville! Bienvenidos, bienvenidos. Pasad, la cena está casi lista.

Arthur apareció poco después, saludándolos con entusiasmo. Al ver el interés genuino de Mike por todo lo que le rodeaba, no tardó en lanzarse en una conversación animada sobre artefactos muggles.

La casa era un torbellino de risas, olores a estofado y sonidos de pasos corriendo por escaleras crujientes. Fred y George no tardaron en incluir a los recién llegados en uno de sus juegos explosivos, mientras Ron se encargaba de las presentaciones más formales. Ginny, tímida y claramente impresionada, apenas pudo saludar a Mike sin sonrojarse.

Durante los días siguientes, las actividades fueron tan variadas como animadas. Partidas de ajedrez mágico, competencias de bludgers y hasta una improvisada obra de teatro de los gemelos mantuvieron a todos ocupados. Neville se integró con naturalidad, dejando atrás la sombra de inseguridad del curso pasado. Se reía con facilidad, compartía anécdotas y no dudaba en defender su punto de vista cuando los gemelos lo provocaban.

Una tarde, mientras el resto de la familia se entretenía con una carrera de escobas, Mike notó a Arthur en el cobertizo, inclinado sobre el motor de su famoso coche volador. Movido por la curiosidad —y por una nostalgia inesperada—, se acercó.

—¿Puedo ayudar? —preguntó, observando cómo Arthur forcejeaba con una bujía que no encajaba correctamente.

—¡Ah, encantado, encantado! —respondió el patriarca con los ojos brillantes—. Me encantaría saber cómo lo harías tú, los muggles sois verdaderos artistas con estas cosas.

Mike se inclinó junto a él, analizó el sistema y comenzó a hablar de carburadores, transmisiones y flujo de combustible. Arthur lo miraba fascinado, como si le estuvieran revelando los secretos de un antiguo arte perdido.

Tras reparar juntos una falla importante, Arthur decidió mostrarle el sistema de vuelo encantado del coche. Convencido de que Mike entendería todo como si fuera algo común, le ofreció los mandos.

—¿Por qué no lo conduces un rato? Estoy seguro de que puedes hacerlo.

Mike aceptó sin dudar. En cuanto tomó el volante, algo familiar se activó en su interior. El zumbido del motor, el movimiento bajo sus manos, el rugido al despegar... Todo le recordaba a las carreras de motos, a las autopistas nocturnas y al vértigo de las velocidades prohibidas. Cuando el coche se elevó con suavidad sobre el bosque, una carcajada le brotó desde el pecho. Se sentía vivo, completo, como si la magia y la mecánica se hubieran fundido en una sola experiencia.

La Madriguera no era solo un refugio acogedor. Era un recordatorio de que aún existía un puente entre el mundo que había perdido y el que ahora debía proteger.

/

Una mañana clara y bulliciosa anunció la visita de la familia Weasley al Callejón Diagon. Molly, siempre diligente y cariñosa, organizó con esmero cada detalle de la salida familiar. Se aseguró de que todos los niños tuvieran sus listas de materiales escolares y el cabello peinado, aunque esto último fue una batalla perdida con los gemelos y Ron.

Mike y Neville, a pesar de haber completado ya sus propias compras semanas antes, aceptaron encantados acompañarlos. Mike, en particular, había estado esperando esta oportunidad con disimulado interés. Vestido con ropa muggle —una camisa oscura arremangada, junto con unos jeans deslavados— no desentonaba del todo, pero sí llamaba la atención entre túnicas y sombreros puntiagudos. Se sentía más cómodo en ese atuendo, era un pequeño fragmento de su mundo en medio de la magia.

El viaje comenzó con la red Flu. A pesar de haberla usado ya varias veces, Mike aún no se acostumbraba a la sensación de ser arrastrado por un remolino de cenizas verdes. Emergiendo de la chimenea de Gringotts, tropezó y casi cayó de rodillas, lo que provocó una carcajada abierta de parte de Neville.

—Te juro que algún día lo dominaré —refunfuñó Mike, sacudiéndose el polvo de los hombros mientras sonreía.

—Y ese día, las chimeneas dejarán de existir —replicó Neville entre risas.

El Callejón Diagon hervía de vida. Vendedores ambulantes ofrecían plumas autocaligrafiantes, ranas de chocolate gigantes, pociones brillantes en frascos delicados. El bullicio era contagioso, y Mike, aunque aún abrumado por el exceso de estímulos, no pudo evitar disfrutar del caos encantador.

Mientras la familia se dividía para atender los distintos encargos, Arthur Weasley se detuvo frente a una tienda donde se exhibían artefactos muggles encantados. El rostro de Arthur brillaba con una fascinación casi infantil. Mike se detuvo junto a él, comentando entre risas las absurdas modificaciones mágicas que convertían un sencillo secador de cabello en un lanzallamas.

Fue entonces cuando un grito agudo rompió la conversación:

—¡Es Gilderoy Lockhart!

La voz chillona de una bruja emocionada llamó la atención de todos. Frente a Flourish and Blotts, una multitud se arremolinaba alrededor de una plataforma improvisada. Gilderoy Lockhart, perfectamente vestido con túnica celeste, melena dorada peinada hacia atrás y una sonrisa que podría cegar al sol, firmaba libros con una pluma de pavo real.

—Vamos, Ginny, acércate —dijo Molly emocionada, empujando a su hija hacia la fila para firmas. Ginny, nerviosa, sostenía su caldero lleno de libros contra el pecho.

Mike se mantenía a cierta distancia, observando con atención la escena. Su mirada se desvió al detectar a Lucius Malfoy, elegante, distante, caminando con parsimonia por entre los estantes. El patriarca de los Malfoy se acercó a Ginny justo cuando esta recibía su libro firmado, con una sonrisa falsa y palabras aparentemente amables. Con un movimiento discreto, deslizó un libro viejo y raído dentro del caldero de la niña.

Mike no lo pensó. Avanzó por entre la multitud fingiendo tropezar, estiró la mano hacia el caldero de Ginny "para evitar que se cayera" y en un instante hábil, cambió el libro por otro similar que había tomado del estante. El diario ahora estaba en sus manos, envuelto en la manga de su chaqueta mientras Ginny ni siquiera notaba el intercambio.

Mientras tanto, Lockhart lo había divisado. Su sonrisa se amplió aún más y señaló hacia Mike:

—¡Ah, Harry Potter! —exclamó teatralmente—. ¡No esperaba verte aquí! ¡Un honor, como siempre!

La multitud giró a mirarlo. Mike sintió una punzada incómoda, pero puso su mejor cara de niño confundido. Lockhart lo rodeó con un brazo y posó junto a él para una foto. Le firmó toda una colección de libros que no pidió y soltó algunas frases sobre su futuro brillante, su cicatriz, y la importancia de la fama.

—Recuerda, Harry, la fama es una amiga exigente —le susurró con tono grandilocuente antes de soltarlo.

Mike se apartó lo más rápido que pudo, sonriendo por fuera, tenso por dentro. Apretó el libro oculto bajo su chaqueta y caminó hacia un rincón más tranquilo de la librería. Nadie había notado el intercambio. El diario estaba a salvo.

—Tal vez sí puedo cambiar las cosas —pensó, mientras una extraña sensación de triunfo le llenaba el pecho.

La familia se reunió de nuevo, revisaron sus compras, y emprendieron el camino de regreso a la Madriguera entre risas, quejas por la firma de Lockhart y comparaciones de libros. Ginny no notó nada extraño. Mike escondió el diario esa noche en un compartimiento de su baúl, envuelto cuidadosamente.

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El día de regreso a Hogwarts comenzó en la Madriguera con una mañana más caótica de lo habitual. La señora Weasley había preparado un desayuno abundante para todos, pero entre las despedidas, las prisas de última hora y los gemelos Weasley jugando bromas, el tiempo se les escapó como arena entre los dedos. Mike, acostumbrado a la precisión y la disciplina, intentó mantener la calma, pero el bullicio de los Weasley era como una tormenta desatada. Aun así, no podía evitar disfrutar del ambiente cálido y familiar que tanto contrastaba con la fría casa de los Longbottom.

A pesar de los múltiples recordatorios de Molly para que salieran con tiempo, terminaron saliendo más tarde de lo planeado. El grupo se dividió en dos: Arthur, Molly, Ginny, los gemelos y Percy partieron primero con sus pertenencias, mientras Ron, Neville y Mike ayudarían con las jaulas y maletas restantes.

Cuando finalmente llegaron a la estación, el andén 9 ya se encontraba lleno de estudiantes abordando el tren. Con las manos ocupadas y el tiempo en su contra, los tres chicos corrieron hacia la barrera mágica. Pero justo cuando Mike, que iba primero, intentó atravesarla, fue repelido con fuerza. Dio un paso atrás, confundido, y volvió a intentarlo. Nada.

—¿Qué pasa? —preguntó Ron, jadeando por el esfuerzo.

—No se puede... —respondió Mike, tocando el muro con la palma abierta. Luego frunció el ceño, comprendiendo de inmediato—. Dobby. Tiene que ser él. Está intentando evitar que yo regrese a Hogwarts.

—¿¡El elfo doméstico!? ¿El que te visito hace unas semanas? —exclamó Neville, desesperado.

—¿Y ahora qué hacemos? —preguntó Ron, visiblemente preocupado.

Mike apretó los labios, pensativo, y al cabo de unos segundos dijo con resolución:

—Vamos a usar el coche volador.

—¿Estás seguro? —preguntó Ron, su voz oscilando entre miedo y emoción.

—No tenemos muchas opciones. —añadió Mike, ya caminando hacia el aparcamiento cercano donde sabían que Arthur Weasley había dejado el Ford Anglia encantado.

Tras una breve discusión en la que Ron quiso manejar, Mike terminó convenciendo a ambos con firmeza. Él conocía más sobre conducción muggle y no podían arriesgarse a un accidente.

Con rapidez, activaron el modo sigilo del coche, una mejora que Arthur había añadido recientemente. La pintura del coche pareció disolverse en el aire, tornándose invisible salvo por un leve zumbido cuando el motor mágico se activó.

—Esto podría durar entre ocho y nueve horas —murmuró Neville mientras despegaban, recordando que el trayecto desde Londres hasta Hogsmeade cruzaba gran parte del país—.

—¿Ocho horas? Voy a lamentar esto.—repitió Mike con horror.

—Relájate. No hay tráfico en el cielo —dijo Ron, mientras sonreía pícaramente.

Neville, sentado en el asiento trasero junto a las jaulas, buscó pluma y pergamino.

—Escribiré una carta al señor Weasley —anunció—. No quiero que piense que lo robamos.

—Buena idea. Dásela a Hedwig —dijo Mike, lanzando una mirada de reojo al búho blanco que dormía plácidamente en su jaula.

Durante las primeras horas, el viaje transcurrió con tranquilidad. Mike mantuvo una velocidad estable mientras charlaban y escuchaban música en un viejo reproductor de casetes que había comprado durante el verano. Había conseguido que Andromenda lo ayudara a adaptar un pequeño encantamiento para que los casetes funcionaran con energía mágica, y aunque la calidad del sonido no era perfecta, bastaba.

—¿Qué es esto? —preguntó Ron, cuando una canción de Queen comenzó a sonar.

—"Another One Bites The Dust". Es clásica —respondió Mike, sonriendo mientras tarareaba.

Neville, curioso, escuchaba en silencio mientras miraba por la ventana al vasto paisaje británico debajo de ellos.

A mitad del trayecto, el hambre comenzó a apretar. Mike, decidido a encontrar una solución, bajó la altitud del coche y comenzó a bordear el tren buscando algún rostro conocido. Finalmente, distinguió a Daphne Greengrass sentada cerca de una ventana junto a Theodore Nott, Tracey Davis y otro par de Slytherins.

Con cuidado, bajó la ventanilla del conductor, desactivando brevemente el sigilo en esa sección. El viento entró con fuerza y todos dentro del compartimiento notaron su rostro al instante.

Daphne lo miró con expresión impasible, aunque alzó ligeramente una ceja.

—¿Disfrutas buscándote problemas, Potter? —preguntó con su usual tono mordaz.

—Los problemas me encuentran, no al revés —respondió Mike, con una sonrisa socarrona.

Luego bajó un poco la voz, manteniéndose sereno pero directo:

—La barrera estaba sellada. No pudimos entrar. Esta era nuestra única opción para llegar.

Los demás Slytherins lo observaron sin mucha sorpresa. A fin de cuentas, que el Niño que Vivió viajara en un coche volador era solo otro rumor más para su leyenda.

—¿Puedes hacernos un favor? —continuó Mike—. Necesitamos algo de comer. ¿Podrías comprarnos algunos dulces del carrito?

Daphne dudó unos segundos, luego se giró hacia Tracey, le susurró algo y tomó los galeones que Mike le extendía por la ventana. Unos minutos después, regresó con una pequeña bolsa llena de pasteles de caldero, ranas de chocolate y empanadas.

—Gracias, señorita Greengrass —dijo Mike con sinceridad.

—No lo hagas costumbre —respondió ella con frialdad, aunque sus ojos brillaron un instante con algo más que indiferencia.

El coche retomó su invisibilidad y se alejó del tren, con sus tres pasajeros masticando alegremente mientras el reproductor seguía sonando, ahora con una canción de The Beatles. Volaban sobre campos verdes, colinas y ríos mientras las horas se deslizaban.

—Cuando regresemos a casa, esto va a ser una historia para contar —murmuró Neville con una sonrisa tímida.

Mike, aún concentrado en el volante, sonrió también. Sabía que, en el fondo de su corazón disfrutaba de todo esto. Podía vivir grandes aventuras en este mundo en comparación con su anterior vida mas mundana. Y ese sentimiento lo estaba haciendo mas imprudente.

/

El viaje aéreo hacia Hogwarts continuó sin incidentes durante la mayor parte del trayecto… hasta que el castillo apareció en el horizonte.

—Ahí está —dijo Ron, asomándose con emoción por la ventana.

Neville suspiró aliviado, mientras Mike ajustaba los controles encantados del volante y reducía altura con suavidad. El lago negro centelleaba a lo lejos, y las torres del castillo se alzaban imponentes como guardianes del conocimiento.

Pero justo cuando descendían hacia el bosque cercano, el coche empezó a sacudirse bruscamente.

—¿Qué mierda…? —gruñó Mike, apretando el volante.

—¿Está… temblando? —preguntó Neville, sujetándose al asiento.

Un crujido metálico resonó desde el capó. Luego, el coche dio una sacudida violenta hacia un lado. Uno de los baúles —el de Mike— se deslizó por el maletero y, con un golpe seco, la tapa se abrió parcialmente. Varios objetos salieron disparados al aire: ropa, libros, plumas… incluso una forma rectangular envuelta en tela rebotó sobre la puerta y cayó al vacío.

—¡Puta madre! —gritó Mike.

El coche comenzó a perder altura de forma peligrosa, inclinándose hacia la izquierda. Los encantamientos parecían ceder, y una nube de humo brotó del motor delantero.

—¡Vamos niña, no me falles ahora! —Mike golpeó el tablero, luego agarró el volante con ambas manos.

Sus reflejos, pulidos por años en su vida anterior al volante, se activaron por puro instinto. Pisó el pedal mágico con precisión y tiró hacia atrás del freno de mano encantado. El coche viró, giró en el aire, y luego descendió bruscamente en espiral.

—¡Aguanta, aguanta, aguanta! —murmuraba entre dientes.

Logró estabilizar el vehículo lo justo para un aterrizaje forzoso pero controlado, que terminó con el coche estrellándose contra un matorral grande a pocos metros de la cabaña de Hagrid. El impacto fue fuerte, pero no catastrófico. El coche rebotó una vez y quedó detenido, humeante pero entero, con la puerta delantera colgando de un solo gozne.

Neville jadeaba. Ron había cerrado los ojos al final y se los cubría con las manos.

—¿Estamos… vivos? —preguntó.

—Sí —respondió Mike con tono seco, mientras se desabrochaba—. Y todavía tengo licencia para este tipo de milagros— dijo mientras soltaba una risita nerviosa mientras la adrenalina salia de su cuerpo.

Salieron tambaleándose del coche mientras este comenzaba a emitir pequeños chirridos mágicos, como si protestara por el maltrato. Mike se giró hacia el coche y se acercó con pasos apresurados. La carrocería estaba abollada, la pintura rayada, y uno de los faros colgaba como un ojo malherido. Se agachó y posó una mano en el capó con cuidado.

—Lo siento, niña… —dijo con una voz suave, casi paternal—. Sé que fue rudo. Papá te va a arreglar, ¿sí? Te voy a dejar como nueva. Te lo prometo.

Le acarició el borde del parabrisas roto con ternura.

—¿Está… hablándole al coche? —murmuró Neville, alzando una ceja.

—Esto se está poniendo raro —añadió Ron—. ¿Estás bien, Harry? ¿Necesitas un abrazo o una caja de herramientas?

Mike les lanzó una mirada rápida, pero no respondió. Estaba demasiado concentrado revisando el daño y murmurando promesas de reparación.

De pronto, una voz profunda y familiar retumbó desde la cabaña cercana.

—¿Qué fue todo ese escándalo?

Era Hagrid. Salió con rapidez, ajustándose su abrigo de piel, y se detuvo en seco al ver a los tres chicos y el coche volador humeante encajado entre los arbustos.

—Pero ¿qué en el nombre de Merlín…? —dijo, acercándose con pasos pesados.

Ron y Neville bajaron la mirada con vergüenza, mientras Mike se incorporaba.

—Eh… hola, Hagrid —dijo con una sonrisa algo culpable—. ¿Podemos explicarlo?

Hagrid se cruzó de brazos y los miró de arriba abajo.

—Más les vale.

Mike dio una versión rápida de los eventos, omitiendo algunos detalles pero dejando claro que habían tomado el coche por necesidad y no por travesura. Hagrid escuchó con atención, aunque una sonrisa se iba formando poco a poco bajo su tupida barba.

—Vaya par… esto me recuerda a las locuras que hacía tu padre y sus amigos en sus días de escuela. ¡Volando en cacharros encantados por los cielos! —rió con fuerza—. Está bien, está bien. Dejad el coche aquí, yo me encargo de ocultarlo un poco hasta que podáis arreglarlo. Pero que no vuelva a volar sin permiso, ¿eh?

—Gracias, Hagrid —dijo Mike con sincero alivio.

—Ahora idos ya, que tengo que bajar a la estación a recibir a los nuevos —dijo, dándoles una palmada en la espalda que casi los tira al suelo.

Los tres chicos comenzaron a caminar en dirección al castillo. Mike echó un último vistazo al coche, todavía soltando un quejido metálico, y asintió con decisión.

En el camino los chicos recogían las pocas cosas visibles que se habían caido del baul de Mike. Una vez que juntaron todo lo que podían encontrar, regresaron los objetos al baul.

Estaba volcado, la cerradura rota. Empezó a guardar y acomodar lo que podía: sus libros de magia, algunas mudas de ropa, su caja de plumas y tinta. Parte de su uniforme estaba cubierto de barro, pero aún servía. Luego se detuvo. Frunció el ceño, rebuscando de forma más ansiosa.

—No… no, no, no —murmuró.

Revisó el interior del baúl, los bolsillos laterales, debajo del forro encantado que había instalado para ocultar cosas importantes. Pero no estaba.

El diario negro de Tom Ryddle había desaparecido.

Su rostro palideció. Un escalofrío le recorrió la espalda.

—Tenía que estar aquí… —dijo en voz baja.

Ron se acercó, confuso.

—¿Perdiste algo importante?

Mike no respondió de inmediato. En su mente resonaban las palabras de la Muerte, pronunciadas con aquella cadencia pesada que se quedaba adherida al alma:

"Algunos eventos están atados al destino con cuerdas invisibles. Aunque intentes evitarlos… encontrarán la forma de suceder."

Sintió un nudo formarse en el estómago.

—Mierda… —susurró. Si alguien encontraba ese diario… cualquier estudiante, incluso un curioso de primer año, tendría acceso directo a la mente fragmentada de Voldemort.

Y él ya no tenía la ventaja de saber dónde estaba. Ya no podría decidir cuándo y cómo neutralizar esa amenaza.

Neville se le acercó.

—¿Estás bien?

Mike se incorporó lentamente, guardando lo poco que quedaba de valor. Su voz fue baja, contenida, pero firme.

—No del todo. Pero lo estaré… cuando lo encuentre.

Los 3 reanudaron el camino hacia el castillo después de eso. Al llegar a la entrada principal, una figura alta y severa los esperaba con los brazos cruzados y la expresión más fulminante del mundo mágico.

La profesora McGonagall.

—Potter. Weasley. Longbottom —dijo con tono glacial—. Tenemos mucho de qué hablar.

Mike no prestaba atención a la profesora, su mente estaba concentrada en el error que acaba de cometer. Sabía que Hogwarts ocultaba secretos… pero ahora, uno de ellos estaba suelto por su culpa y había perdido su arma más importante, su conocimiento. Ahora cualquier estudiante podría abrir la cámara de los secretos, ya no sería Ginny, tendría que tener cuidado y prepararse para lo peor.

Fin del capítulo.