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Aquella era, sin lugar a dudas, una tarde muy especial. Su compañía era un eterno vacío en su corazón en medio de la soledad de su habitación. Decidida, quitó poco a poco los rastros de lágrimas que surcaban su rostro y se observó en el espejo.
Patética.
Volvió a recostarse en su cama y se sumergió en aquella burbuja de pensamientos que abordaban su mente día tras día.
El llorar constantemente por Shinichi no solucionaría nada, ni tampoco lo traería de vuelta. Solo conseguiría rememorar momentos en los que vivía de una triste ilusión. A fin de cuentas, y lo sabía perfectamente, él no tenía obligaciones para con ella, simplemente era su mejor amigo. Su primer amor. Él siempre la cuidaba y protegía, la fastidiaba y hacía sonreír, pero ahora las cosas habían cambiado de forma radical. Ahora ella era una adolescente de casi dieciocho años, era una experta karateca, podía cuidarse sola.
Sin percatarse sus ojos se humedecieron nuevamente, pero esta vez no permitiría que las lágrimas hicieran acto de presencia. Por esta vez sería fuerte, por él.
Lentamente sus párpados se cerraron y sonrió. Sonrió por el simple hecho de que le esperaría. Le esperaría la vida entera si fuera necesario, porque lo que habitaba su corazón era un sentimiento real y trascendente. Porque ella le quería de verdad.