¡Nuevo fic! Algunas advertencias antes de empezar:

1. Como indica el resumen, el fic es la continuación de mi OS El imbécil de oro. No es indispensable leerlo antes, porque la historia es independiente, pero sí bastante recomendable porque en este fic Edward y Bella ya tienen un "pasado".

2. Me he propuesto actualizar regularmente. Veremos si lo consigo.

3. El rating es M principalmente por el lenguaje (estos Edward y Bella a veces son unos malhablados). Sobre el tema lemons, antes de que alguien pregunte, sí, en el OS hay uno y no, no puedo decir si en este fic habrá. Si la historia se presta a ello probablemente sí, pero no serán muchos, ni tampoco recurrentes. Prefiero pensar que quien se mete a leer este fic es por la historia y no guiándose por el rating y por futuros lemons.

4. Ignorad el título horrible. Tengo un problema para encontrar buenos títulos.

Ahora sí, ¡a leer! Espero que os guste.

Disclaimer: no soy Meyer, por lo que ni los personajes ni el universo Twilight me pertenencen.

MISTER CAPULLO SEDUCTOR

[AH, AU]: A ratos un engreído insoportable, a ratos un seductor. Bella Swan no sabe si Edward Cullen es bipolar, pero tiene una cosa clara: trabajar para él es un castigo. Y no sabe qué ha hecho para merecérselo. Continuación de El Imbécil de Oro.


CAPÍTULO 1. LA PROPUESTA

Día 1 diciembre.

El primer día de un mes infernal cargado de compras compulsivas a última hora, luces de colores que incitaban al suicidio colectivo y villancicos insufribles que nadie sabía entonar en condiciones. Un mes que, por más que lo odiara, se repetía año tras año, sin que pudiera hacer nada por evitarlo.

Aquella fecha fatídica parecía reírse de mí en cuanto arranqué la hoja de noviembre de mi calendario.

—¡Bella!

Sí, se reía de mí. Lo mismo que Alice Brandon.

Aparté la mirada del calendario, justo a tiempo para ver a Alice aparecer por la puerta de mi despacho, cargada con una pesada caja de cartón. Fruncí el ceño cuando la dejó caer sobre mi reluciente y ordenada —por poco tiempo— mesa. Ella se limitó a mirarme con descaro, esbozando una sonrisa de pura satisfacción.

—¿Nadie te ha enseñado a llamar a las puertas? —pregunté—. Dicen que es de buena educación.

—Desde que tienes despacho propio te has convertido en una pequeña tirana —aseguró Alice—. Y deja de fruncir tanto el ceño. Llegarás a los treinta llena de arrugas.

Ignoré la última parte de su comentario, no porque fuera mentira, sino porque los treinta se encontraban escalofriantemente cerca. En lugar de deprimirme con la perspectiva de mi vejez prematura, opté por echarle un rápido vistazo al despacho. Mi despacho. Por fin. Después de desperdiciar toda mi juventud, dedicada a aquella empresa que exprimía todas mis horas, había conseguido arrancarle una pequeña recompensa. Aún recordaba, con una gran sonrisa en los labios, el día en que recogí todas mis cosas del cubículo de la segunda planta para instalarme en mi nuevo despacho. Había sido un momento orgásmicamente fantástico.

Pero no tanto como aquella habitación. Mi refugio de los jefes exigentes y de las compañeras cotillas. Mi oasis de paz de media mañana. Era pequeño, modesto y en absoluto ostentoso. Pero era mío. Y tenía cuatro paredes y una puerta para preservar mi intimidad de los extraños.

Excepto cuando se trataba de Alice.

—He subido de escalafón, Alice —dije, adoptando un falso tono afectado—. Ahora estoy en la élite.

Alice puso los ojos en blanco, antes de dejar escapar una pequeña carcajada. Devolví mi atención a la caja de cartón que aún descansaba sobre mi mesa y sólo entonces, al seguir la dirección que marcaban mis ojos, Alice pareció recordarla.

—¡Oh! —exclamó, dando un par de palmadas excitadas—. Casi lo olvidaba. He traído algo para tu despacho.

—¿Una gran butaca de cuero?

—No creo que una gran butaca de cuero quepa en esta caja. Ni que te la merezcas todavía —apuntó Alice, abriendo las solapas de cartón—. Pero quizás con esto te contagies del espíritu navideño. Te hace falta.

Contemplé, horrorizada, como Alice comenzó a vaciar el contenido de la caja sobre mi mesa. Espumillón en cantidades industriales, un gorro de Papá Noel y otro del reno Rudolph, unas cuantas bolas rojas, una estrella que había teñido ya de purpurina dorada mi mesa y… oh, sí. El angelito tan blanco como encantador, de mejillas sonrosadas y bucles dorados, que todos los años me inducía al vómito.

Adorable.

—Si piensas que voy a permitir que coloques eso —dije, señalando sus adornos diabólicos— en mi despacho, es que no me conoces. En absoluto.

—Si piensas que voy a dejar un solo rincón de este edificio sin adornos navideños —contraatacó ella— es que no sabes quién es Alice Brandon. Y estás a punto de descubrirlo.

Sin darme tiempo para armar mi defensa, Alice cargó con unas cuantas cintas de espumillón y se lanzó con decisión hacia la estantería repleta de libros que cubría una de las paredes del despacho.

—¡No! —exclamé, abalanzándome sobre ella.

Forcejeamos durante un par de segundos. Alice, a pesar de su figura menuda, era sorprendentemente fuerte —gracias a esa inscripción en el gimnasio que ella, a diferencia de mí, había sabido aprovechar—, pero mi alergia a la Navidad era toda una fuerza de la naturaleza, imparable. Estaba a punto de arrebatarle el espumillón de las manos, con el firme objetivo de preservar la virginidad navideña de mi nuevo despacho, cuando la voz de Jessica Stanley, mi ayudante, se coló por el interfono.

—Bella, tienes una visita —anunció. Soltó una pequeña risa adolescente y bajó la voz para añadir algo más, en tono confidencial—. Es Edward Cullen.

Clavé mis ojos sobre los de Alice.

—Edward Cullen —murmuré para mí misma, en trance. Sólo cuando escuché su nombre salir de mi boca y quedar en el aire, flotando entre las dos, caí en la cuenta de lo que aquello significaba—. ¡Joder! —exclamé, con más intensidad de la que pretendía— ¡Edward Cullen!

—¡Chisst! —ordenó Alice, llevándose un dedo a los labios y lanzándome una mirada de advertencia—. Baja la voz, estas paredes son de papel. ¿O quieres que Edward Cullen te encuentre en tu despacho, gritando su nombre?

—No sería la primera vez que lo hago —gruñí, molesta por el goteo imparable de recuerdos indeseados que comenzaba a abrirse paso en mi mente sin permiso.

Alice borró su mueca crispada, sustituyéndola por una sonrisa sibilina.

—¿Ah, sí? ¿Tan bueno fue? Nunca me has contado los detalles.

—Porque no hay nada que contar —repliqué, en un intento vano por zanjar el tema.

—La rumorología sobre Edward Cullen es muy variada —continuó Alice, sin darse por vencida—. Y bastante increíble. ¿Es cierto lo que dicen? ¿Que la tiene tan grande que…?

Oh, por favor.

—La verdad, Alice, no me apetece discutir sobre los genitales de Edward Cullen cuando el propio Edward Cullen se encuentra al otro lado de la puerta —aseguré, antes de recordarle las palabras que ella misma había pronunciado hacía escasos segundos—. Estas paredes son de papel.

—De acuerdo —cedió ella, recogiendo la caja de cartón, completamente vacía—. Pero si te lo vas a volver a tirar, procura hacerlo en silencio. No querrás que todo el edificio se entere, ¿verdad?

Me dedicó una última sonrisa, una mueca que mezclaba la burla con la condescendencia, antes de abandonar mi pequeño despacho.

En cuanto Alice desapareció por la puerta, borré sus palabras de mi mente al tiempo que tomaba aire en un par de respiraciones profundas. Odiaba admitirlo, incluso en mi fuero interno, pero la perspectiva de reencontrarme con Edward Cullen me ponía los nervios de punta. Traté en vano de auto-convencerme de que no había nada que temer. Seguiría siendo el mismo capullo insufrible. El imbécil altivo para el que nada era nunca lo suficientemente bueno. El perfecto gilipollas al que sus trajes hechos a medida le sentaban demasiado bien. El mismo…

—Buenos días, Isabella.

El mismo idiota arrogante capaz de encontrar el camino hacia mi ropa interior con una sola de sus sonrisas torcidas.

Compuse mi expresión más profesional y fría antes de levantar la cabeza lentamente hacia él. Desde el umbral de la puerta de mi humilde despacho, Edward Cullen me observaba en toda su gloria. Un rápido vistazo a su rostro, a su mirada dura y a su expresión altiva, fue suficiente para confirmar que nada había cambiado en aquellos cinco meses que habían pasado desde la última vez que le vi.

—Cuánto tiempo sin verte —comentó con un falso aire casual.

—Mucho —convine, indicándole con un rápido gesto con la mano que pasara.

Cerró la puerta a sus espaldas y se encaminó hacia la silla que esperaba delante de mi mesa. Se movía de forma segura y confiada, como si aquel fuera su despacho. Como si jugara en su propia casa y yo simplemente fuera el equipo visitante. No sabía cómo, pero incluso en mi propio terreno se las arreglaba para hacerme sentir incómoda.

—Demasiado tiempo —añadió, tomando asiento sin apartar sus ojos verdes de mí.

Me invadió aquella sensación que había aprendido a olvidar con demasiada facilidad. La de que su mirada era capaz de apuntalarme al suelo, congelándome en mi butaca, únicamente para el goce y disfrute de sus ojos.

—No el suficiente —murmuré, mientras me fingía ocupada en recoger los adornos navideños que Alice había dejado sobre la mesa.

—Te veo cambiada —dijo, ignorando mi último comentario.

Hice desaparecer las últimas cintas de espumillón en uno de los cajones de la mesa, antes de reincorporarme para volver a encararle.

—Debe de ser el despacho —comenté, encogiéndome de hombros en un intento por aparentar indiferencia.

Edward Cullen se limitó a observarme sin mediar palabra, inclinando ligeramente la cabeza hacia un lado. Su expresión era impenetrable y absolutamente imposible de descifrar, pero me pareció captar la sombra, apenas perceptible, de una sonrisa en sus labios. Y aquello era lo peor que podía ocurrir. Sabía cómo enfrentarme al cabrón arrogante, pero su faceta de capullo seductor era todo un enigma para mí. Cuando los comentarios insolentes se convertían en frases con doble sentido y las miradas duras se transformaban en medias sonrisas perfectamente calculadas, me encontraba completamente perdida.

Además de jodida. Muy jodida.

—Hmm, no —murmuró al cabo de unos segundos—. No es el despacho, es otra cosa. Déjame pensar —pidió, componiendo una falsa mueca reflexiva que inmediatamente se transformó en una breve sonrisa burlona—. Ah, sí. Ya sé. Es la ropa. La última vez que te vi, no llevabas tanta encima.

Contemplé su guiño sonriente y no se me escapó el hecho de que, en apenas dos minutos, había sonreído más veces que durante toda aquella fatídica semana en la que había tenido que trabajar a sus órdenes.

—¿Sabes que esa es una forma pésima de entablar conversación con una mujer?

Edward Cullen rió entre dientes. Y eso también era nuevo.

—No estoy aquí para charlar, Isabella —aseguró, recuperando su habitual semblante duro—. Vengo por negocios.

Reprimí un suspiro aliviado al descubrir la razón que le había llevado hasta mi despacho. Negocios. Sólo negocios. Edward Cullen no había ido hasta allí para torturarme con el recuerdo de la actitud tan poco profesional que yo misma había exhibido hacía cinco meses. Y, por lo visto, tampoco pretendía forzar una repetición de nuestro último encuentro.

Y… hmm. ¿Por qué me sentía ligeramente decepcionada?

—Dispara, Cullen —le insté, en un intento por acallar el debate entre mi parte racional y mis hormonas que comenzaba a tomar forma en mi cabeza. No era momento para mostrarse débil; con Edward Cullen, nunca lo era.

—Supongo que habrás oído hablar de mi fiesta de Nochevieja.

Resoplé sin disimulo al escuchar sus palabras. ¿Quién no había oído hablar de ella? La agenda social de los ricos y poderosos de Chicago estaba repleta de acontecimientos, pero había una cita a la que nadie quería faltar: la fiesta de fin de año que Edward Cullen organizaba cada 31 de diciembre. En aquella ciudad ventosa en la que las gélidas temperaturas de los inviernos interminables no invitaban a exhibirse continuamente, las fiestas realmente importantes eran escasas, pero también eran ocasiones a las que la gente mataba por acudir. Literalmente. Y todo el mundo en Chicago conocía aquella regla básica de supervivencia que determinaba tu posición en la escala social: no eras nadie si no recibías una invitación a la fiesta de Edward Cullen.

—¿Tu fiesta de fin de año? —repetí, imprimiéndole a mi voz un matiz de desprecio, leve pero perfectamente apreciable— ¿Esa en la que el año pasado Naomi Campbell terminó con coma etílico? —Edward asintió con un movimiento seco— ¿Y en la que hace dos pillaron a Kate Moss esnifando coca?

Edward frunció el ceño, aparentemente molesto.

—Desde entonces, está fuera de la lista de invitados —aseguró—. Pero sí, esa también. La misma que este año quiero que organices tú.

—¿Una bacanal navideña con modelos, alcohol y sólo gente guapa?

—Una fiesta a la que todo el mundo quiere acudir —puntualizó él—. Y una propuesta que, cualquiera que se encontrara en tu lugar, no dudaría en aceptar.

Fruncí los labios al recordar los titulares que los periódicos solían publicar al día siguiente. La fiesta de Edward Cullen era cada año un suministro inagotable de bulos difíciles de creer e imágenes jugosas para los diarios sensacionalistas. No estaba segura de querer verme involucrada en algo así. Al fin y al cabo, tenía una reputación que mantener. Una que Edward Cullen parecía dispuesto a echar por tierra. Primero, con su numerito en la suite del Four Seasons hacía cinco meses —y prefería obviar el hecho de que yo me había prestado a ello voluntariamente. Y ahora, queriendo involucrarme en aquella orgía anual de gente guapa e importante.

Sí, lo de la reputación intachable era un argumento de peso. Sin olvidar que no me importaba en absoluto seguir siendo 'nadie' en Chicago y que los acontecimientos navideños me provocaban alergia.

Hice una pequeña pausa dramática, haciéndole creer que estaba reconsiderando su propuesta. Aunque realmente no había nada que meditar. La experiencia me había enseñado que trabajar bajo las órdenes de Edward Cullen era peligroso para mi salud mental. Y también para mantener intactas mi dignidad y mi ropa interior.

La respuesta se materializó con claridad en mi mente y mi boca pronunció las palabras con rapidez.

—Lo siento, pero no.

Acababa de desafiar esa regla de oro que parecía regir su existencia. Sabía que Edward Cullen nunca aceptaba un 'no' por respuesta pero, francamente, me importaba una mierda.

Él alzó las cejas al escuchar mi negativa.

—Creo que no te he entendido bien —murmuró, clavando sus ojos sobre los míos—. Eso, o lo de tener despacho propio se te ha subido a la cabeza. ¿Desde cuándo rechazas oportunidades así? —cuestionó, antes de esbozar una rápida sonrisa cruel que se desvaneció enseguida—. No olvides que tienes este despacho gracias a mí.

Maldito gilipollas arrogante.

Sí, había conseguido el despacho después de organizar su maldita fiesta de cumpleaños. Pero lo de atribuirse el mérito superaba incluso su propia escala de egocentrismo.

—No —le llevé la contraria con firmeza. Sentía el pulso repiquetear con fuerza contra mis sienes y mantener la calma se me antojaba una tarea imposible—. Tengo este despacho gracias a mí. A mí y al trabajo impecable que hice con tu fiesta de cumpleaños.

—En eso llevas toda la razón —cedió, pero la forma en la que había entonado sus palabras dejaba entrever que éstas escondían un doble significado. O una trampa—. Un gran trabajo, sí. Sobre todo el final de fiesta.

Y ahí estaba. La sonrisa torcida. Esa mueca a medio camino entre el desafío y la seducción me retaba desde sus labios. Un gesto impropio de él, de sus miradas por encima del hombro y de sus órdenes cortantes.

—Si lo que quieres es que acepte el trabajo—dije, cruzándome de brazos—, no lo vas a conseguir por ese camino.

Él alzó las cejas y aquella maldita media sonrisa no parecía querer desaparecer de sus labios.

—¿Qué camino?

Oh, por favor.

Reprimí un bufido. ¿Me iba a obligar a decirlo en voz alta?

Un nuevo vistazo a su expresión desafiante fue suficiente. Oh, sí. Claro que me iba a obligar a decirlo en voz alta.

—El de recordarme mi… —comencé, dubitativa. ¿Cómo coño decirlo sin que mi dignidad quedara por los suelos?

—¿Tu comportamiento en absoluto profesional? —ofreció él, como si quisiera echarme una mano, ayudarme a encontrar las palabras correctas.

—Bueno. En realidad me refería a…

—No te preocupes, Isabella —me interrumpió, agitando la mano, como restándole importancia a aquel episodio que, de ahora en adelante, no sería más que 'el incidente'—. El secreto queda entre tú y yo.

La expresión dibujada en su rostro, cargada de la más exasperante condescendencia, despertó mis más oscuros instintos homicidas. Quería echarle de mi despacho, por aparecer de la nada, únicamente para atormentarme con el recuerdo de aquella noche en la suite Four Seasons. Quería gritarle que sus gestos duros y su voz inflexible no me intimidaban. En absoluto.

Pero, por encima de todo, quería borrar aquella estúpida mueca indulgente de su cara. Me miraba como si yo fuera la parte débil, la única culpable de aquel error que nunca debería haber ocurrido. Como si él no hubiera colaborado activamente, deslizando sus manos por debajo de mi…

Oh, joder. Piensa en cualquier cosa. En cualquier cosa menos en eso.

En el ritual de apareamiento de las mantis religiosas.

En hombres que no se desprenden de sus calcetines ni para practicar sexo.

En mis manos ciñéndose alrededor del cuello de Edward Cullen y apretando con fuerza, con mucha fuerza.

Agité la cabeza para borrar cualquier pensamiento de mi mente. En lugar de recrearme con la dolorosa, lenta y agonizante muerte de Edward Cullen en mi propio despacho, opté por clavar mis ojos sobre los suyos.

—No acepto el trabajo —dije con voz firme, rechazando la oferta por segunda vez—. No estoy dispuesta a soportar continuas alusiones personales fuera de lugar. Es mi última palabra.

La expresión indescifrable de Edward Cullen no varió ni un ápice al escuchar mi negativa.

—¿Estás segura, Isabella?

—Absolutamente.

Edward se levantó de la silla, llevándose una mano al bolsillo interior de su abrigo.

—Isabella, sabes que sólo me conformo con lo mejor —me recordó—. Quiero la mejor fiesta y quiero que la organice la mejor. Y aunque a ratos seas insoportable, y a ratos incapaz de mantener la boca cerrada, la mejor eres tú.

No se me escapó en el hecho de que Edward Cullen acababa de halagar mi trabajo. Aunque a su manera, por supuesto. Camuflado entre palabras tan hirientes como impertinentes.

Sin embargo, cualquier consideración sobre sus último comentario se desvaneció en cuanto Edward sacó algo del bolsillo, depositándolo sobre la mesa. Un pequeño rectángulo de papel. Entrecerré los ojos, en un intento por vislumbrar de qué se trataba. Pero los abrí desmesuradamente en cuanto logré descifrar su contenido.

Un cheque. Un cheque con una cifra de cinco dígitos. Un cheque con un uno, seguido de cuatro ceros.

Un cheque por valor de diez mil dólares.

Aparté la mirada de aquellos números y la fijé de nuevo sobre Edward Cullen.

—Creo que mi oferta acaba de convertirse en algo imposible de rechazar —murmuró.

Y sin añadir nada más, se dio la vuelta y desapareció tras la puerta de mi despacho.

Me quedé completamente inmóvil en mi silla, con la vista clavada en el punto exacto por el que Edward Cullen se acababa de desvanecer y la cifra de diez mil dólares bailando delante de mis ojos abiertos de par en par.


—¿Diez mil dólares? ¡¿Diez mil dólares?

Y allá vamos otra vez.

—Grita más alto, Alice —la animé, tiñendo mi voz de ironía—. Creo que en los despachos de la séptima planta aún no te han escuchado.

Alice ignoró mi apunte y agitó aquel maldito cheque delante de mis ojos. Como si no me hubiera pasado dos horas muertas contemplándolo en mi despacho.

—Diez mil dólares, Bella —repitió—. Edward Cullen quiere que te encargues de su fiesta de Nochevieja. Esa que muchos se prestarían a organizar gratis y por la que a ti te ofrece diez mil dólares. ¿Y tú te niegas a aceptar su oferta?

—Son sólo diez mil dólares, Alice. Tampoco es una fortuna.

Tuve que morderme la lengua tras soltar aquella burda mentira. Para alguien como Edward Cullen, posiblemente no fueran más que calderilla. Pero yo no había visto tanto dinero junto en toda mi vida.

—Bella, coge lo que ganas organizando cualquier evento medianamente importante y multiplícalo por diez —intervino Angela—. Eso son diez mil dólares.

—Mi dignidad no tiene precio —aseguré, alzando la barbilla en un arrebato de amor propio.

Mi momento de orgullo duró poco. Exactamente dos décimas de segundo. Las suficientes para que las dudas, aquellas malditas dudas que llevaban atormentándome desde que Edward Cullen desapareciera de mi despacho, volvieran a acecharme.

Me volví hacia Angela, la voz de la sensatez.

—¿Crees que debería aceptarlo?

—Son diez mil dólares —repitió ella como única respuesta.

—Pero se trata de Edward Cullen.

—¡Pero son diez mil dólares! —exclamó Alice.

Angela dejó su humeante taza de café sobre la mesa, sentándose a mi lado. Afortunadamente, la pequeña cafetería de la tercera planta se encontraba totalmente desierta, a excepción de nosotras tres. No quería que nadie más en la empresa se enterara de la descabellada oferta de Edward Cullen. Aunque, a juzgar por los gritos de Alice, todo el edificio debía de estar ya al corriente de aquellos malditos diez mil dólares que me ofrecía como remuneración.

—Hay algo que se me escapa —murmuró Angela, llevándose la taza a los labios—. ¿Qué problema hay exactamente con Edward Cullen?

—Que es un tirano, un déspota y un idiota arrogante —repliqué con rapidez.

Me sorprendí por la facilidad con la que los insultos se deslizaban por mi boca. Yo no era así. Yo no era así, en absoluto. Me jactaba de mi educación, de saber adaptarme a cualquier ocasión y de lidiar con los clientes más exigentes sin que mi sonrisa falsa y complaciente flaqueara ni un ápice.

Y esa era la razón por la que no quería volver a trabajar con Edward Cullen. Ni siquiera había aceptado su oferta y ya me sentía crispada, alerta y soltando comentarios desagradables en cuanto él se convertía en el centro de cualquier conversación. No, gracias. Prefería mantener mi cordura y mi dignidad profesional intactas. Aunque para ello tuviera que perder diez mil dólares.

—Sigo sin ver el problema, Bella —insistió Angela—. Me faltan dedos en la mano para contar los clientes tiranos, déspotas y arrogantes que hemos tenido que soportar en estos años. Sin ir más lejos, la modelo con la que estás trabajando ahora mismo, ¿recuerdas?

Asentí con la cabeza. ¿Cómo no recordar a mi más reciente dolor de cabeza? Una supermodelo que quería organizar una superfiesta de cumpleaños superespecial. Porque todo en ella era súper.

—Una niña mimada con una larga lista de caprichos imposibles para su fiesta de cumpleaños —dije.

—¿Lo ves? —señaló Angela— ¿Qué diferencia hay entre trabajar para ella y hacerlo para Edward Cullen?

—Que Edward Cullen está dispuesto a pagar diez mil dólares —intervino Alice—. Y que quizás también quiera recompensar a Bella con otra noche de sexo salvaje.

Me volví hacia Alice para fulminarla con la mirada. Ella, apoyada contra la encimera de mármol y con otra taza de café entre sus manos, no pareció amedrentarse lo más mínimo. Me regaló una sonrisa descarada, antes de fijar de nuevo su atención en Angela, que acababa de convertirse en un verdadero problema. Porque, a pesar de que habían pasado cinco largos meses, ella aún no sabía nada sobre 'el incidente'.

—¿Qué quieres decir? —le preguntó a Alice que, como toda respuesta, exhibió una pequeña sonrisa maliciosa. Angela se giró hacia mí, con el ceño fruncido— ¿Qué quiere decir Alice con "otra" noche de sexo salvaje? ¿Es que ya hubo una para empezar?

—Hmm —musité, sin saber cómo salir del paso.

Angela no despegó sus ojos de mí, tamborileando los dedos sobre la mesa en un gesto apremiante. Me mordí el labio, consciente de la regla básica de supervivencia en la que Angela insistía siempre: nunca, jamás y bajo ningún concepto, mezcles lo personal con lo profesional.

Fácil decirlo cuando un Edward Cullen no se ha cruzado en tu camino.

—¿Bella? —me urgió.

—Bella y Edward Cullen se enrollaron —contestó Alice por mí, aunque a juzgar por esa mueca burlona que aún no había desaparecido de sus labios, su intención no era precisamente echarme una mano.

Angela abrió los ojos desmesuradamente al escuchar la revelación.

—¿Edward Cullen? ¿Edward Cullen y tú? —preguntó, por lo que no me quedó más remedio que asentir con la cabeza— ¿Pero… cómo? ¿Y por qué Alice lo sabe? ¿Y por qué yo no lo sé?

—El cómo supongo que te lo podrás imaginar —dije, rodando los ojos en un gesto elocuente—. No pretendía que se enterara nadie, pero Alice y su don de la oportunidad…

—Alice y su don de la oportunidad estaban en el lugar y momento adecuados —completó la aludida.

Angela nos observó alternativamente. Su rostro se había crispado en una expresión confusa, por lo que Alice volvió a la carga.

—¿Recuerdas que Bella organizó en el Four Seasons una fiesta para Edward Cullen en junio? —Angela asintió; incluso yo, de forma involuntaria, también lo hice. Como para no recordarlo— Al día siguiente, el director del hotel telefoneó a Aro muy enfadado. Los tipos que contratamos para recogerlo todo y dejar el hotel impecable se habían esfumado sin completar su trabajo y nadie era capaz de contactar con Bella. Aro tampoco pudo, por lo que me envió a mí al hotel para que me encargara de todo. Cuál fue mi sorpresa cuando…

—¿Es necesario que sigas? —la interrumpí, en un desesperado intento por hacer que cerrara la boca.

—Cuál fue mi sorpresa cuando —continuó Alice— me encuentro a Bella, saliendo de la suite de Edward Cullen. A las doce de la mañana, con los zapatos en la mano y una gran sonrisa en la cara. Ya sabes, la sonrisa que una pone después de haber disfrutado del mejor polvo de su vida.

Enterré la cara entre mis manos. Sentí mis mejillas enrojecer furiosamente y, de repente, en aquella reducida habitación hacía demasiado calor. ¿Era necesario torturarme de aquella manera? Alice acababa de poner en palabras 'el incidente' bochornoso que debería estar desterrado para siempre en el cajón de los momentos-para-no-recordar. No contenta con ello, se había recreado en los detalles jugosos, en la mañana del día después y en lo bien que se siente una tras una noche de…

—¿Cuándo pensabas contármelo?

La voz de Angela desvió el peligroso camino que habían tomado mis pensamientos.

—Nunca —repliqué—. Y os agradecería que borraseis de vuestra mente ese episodio fatídico. Tengo una reputación que mantener.

—Haces bien en avergonzarte —dijo Angela, con tono inflexible y lanzándome una mirada dura. Supe sin necesidad de escucharlo salir de sus labios que acababa de cambiar de opinión—. Sabes lo peligroso que es mezclar lo personal con lo profesional. Rechaza la propuesta de Edward Cullen, sólo te traerá problemas.

—Problemas y un cheque de diez mil dólares —insistió Alice, dispuesta a no darse por vencida—. Y, la verdad, si los problemas son una noche en la suite de Edward Cullen, bienvenidos sean.

Alice ponía en su boca las palabras de esa pequeña parte de mí que, con voz débil pero firme, desafiaba a mi conciencia y a mi sentido común.

Le lancé a Angela una mirada desesperada, un grito silencioso de ayuda. La decisión estaba tomada, pero mi voluntad no era tan férrea como a mí me hubiera gustado y Edward Cullen parecía haber encontrado la fórmula más eficaz para minar mi determinación.

—Rechaza el trabajo, Bella —repitió Angela, observándome con una mueca severa—. Si la gente se entera del tipo de relación que mantienes con tus clientes…

Dejó la frase en suspenso, pero no pasé por alto la acusación que encerraban sus palabras. De repente, sentí la repentina necesidad de defenderme.

—Sólo fue una vez. Y sólo con Edward Cullen.

—No hagas caso, Bella —dijo Alice, sentándose a mi otro lado y tratando de aliviar la súbita tensión que había surgido entre las tres—. Ang, no te lo tomes a mal, pero tus clientes suelen ser aburridos abogados o médicos que pretenden organizar soporíferas conferencias sobre temas que no interesan a nadie. Así es muy fácil no mezclar lo profesional con lo personal. Pero, en cualquier caso, ¿qué hay de malo en ello?

—¡Oh! Déjame pensar —respondió Angela, con ironía—. Que ganarse el respeto de los demás es difícil, que siempre has de ser una profesional y que si te involucras con un cliente, tu reputación se puede ir al garete en un par de segundos. Por no hablar de tu dignidad.

—Tonterías —replicó Alice agitando la mano, como si con ese gesto pudiera borrar las palabras cargadas de razón de Angela—. Hablas como mi madre, una reprimida que no ha sabido disfrutar de la vida. ¿Quieres acabar como ella, rodeada de gatos y echando pestes de todos los hombres que la han dejado?

Angela alzó las cejas. Joder, incluso yo, inmersa en pleno dilema moral, alcé las cejas.

—Tu madre no tiene gatos, Alice —le recordó Angela.

—Porque es alérgica. Pero si no lo fuera, créeme, los tendría.

Se volvió hacia mí y me tomó por los hombros, clavando sus ojos sobre los míos.

—Acepta la oferta, Bella. Es una orden de amiga que se preocupa por tu bien —esbozó una sonrisa cargada de picardía antes de darme su último consejo—. Y, ya de paso, tíratelo otra vez. ¿Qué problema hay?

—¿Que es un cliente y que todavía me queda algo de dignidad?

—La dignidad está sobrevalorada. Y no sirve para nada —aseguró Alice, completamente convencida de sus palabras e ignorando el bufido de Angela—. Además, él te lo está pidiendo a gritos.

Enarqué las cejas, sin comprender cómo Alice era capaz de hablar de las intenciones de Edward Cullen con tanta seguridad, teniendo en cuenta que tan sólo le conocía por sus habituales apariciones en las páginas de los periódicos de la ciudad.

—¿Que me lo está pidiendo a gritos? —repetí— ¿Con un cheque de diez mil dólares, quieres decir?

—Exactamente.

Fruncí el ceño.

—Alice, creo que eso no me deja en muy buen lugar.

Ella se limitó a reír alegremente. Porque Alice podía soltar una carcajada despreocupada. En su vida no había un Edward Cullen arrogante, ni un cheque de diez mil dólares, ni tampoco un dilema moral de aquellos en los que cualquier opción parece la equivocada.

Sí, Alice podía reír en voz alta, despreocupada. Porque Alice no estaba tan jodida como yo.


De camino a casa, recuperé gran parte de mi cordura y la opción de rechazar la oferta de Edward Cullen me resultó de nuevo la única decisión posible. No sabía qué me había hecho entrar en razón. Quizás era el viento, que aquel primero de diciembre soplaba con demasiada fuerza. O puede que fuera el bullicio de las calles repletas de gente que apuraban los últimos minutos de la tarde para hacer sus primeras compras navideñas. Puede que, en realidad, mi arrebato de lucidez se debiera a una mezcla de todo lo anterior, al recuerdo de lo mal que me hacía sentir Edward Cullen con una sola de sus miradas indescifrables y a esa desazón desagradable que experimentaba en su presencia.

En cualquier caso, en el momento en el que puse un pie en mi pequeño apartamento y me dejé caer sobre el sofá, el 'no' que había pronunciado en voz alta y clara aquella mañana en mi despacho volvió a ser la única respuesta razonable. Las dudas que me había generado Alice se desvanecieron en cuanto me preparé una taza de café caliente y el cheque de diez mil dólares, ese que había escondido en mi bolso para devolvérselo a Edward Cullen en cuanto tuviera la oportunidad, perdió toda su capacidad de tentarme. Los diez mil dólares no era algo que fuera a perder si rechazaba la propuesta porque, para empezar, nunca los había ganado. Edward Cullen podría quedarse con ellos. Yo me conformaría con conservar mi dignidad y mi salud mental intactas.

Me llevé la taza de café a los labios, dejando que mis pensamientos vagaran libremente. El salón se encontraba en penumbra y tan sólo la voz de la televisión rompía el silencio que reinaba en la casa. El resplandor de las luces navideñas de mis vecinos se colaba a través de las rendijas de la persiana. Rojo, verde, amarillo y, de nuevo, rojo. Fruncí el ceño, antes de lanzar al aire un suspiro resignado. En fin, diciembre acababa de comenzar. Tratar de escapar de los villancicos, de los adornos y de las luces iba a ser una tarea tan agotadora como imposible.

No comprendía aquella locura navideña que se desataba año tras año. Las carreras a última hora para conseguir un regalo inútil que terminaría desterrado en el fondo de cualquier armario. Las comidas copiosas y las cenas abundantes. Las fiestas de fin de año organizadas por capullo arrogantes.

Mierda.

No debería pensar en eso. No debería pensar en Edward Cullen. La experiencia me había enseñado que dedicarle demasiado tiempo a ese idiota altivo tan sólo me había acarreado problemas. Problemas de los que creía haberme librado para siempre, pero que ese día habían regresado para continuar atormentándome.

Después de aquella lejana noche en la suite del Four Seasons, había logrado desterrar a Edward Cullen de mi mente. Las páginas de sociedad de los periódicos —esas en las que él aparecía día sí, día también, acompañado en cada ocasión por una mujer diferente— se habían convertido en un terreno prohibido para mí y, una vez libre de sus miradas imposibles de descifrar y de sus gestos duros, olvidarle había resultado ser una tarea sorprendentemente fácil.

Pero aquella mañana, encerrados entre las cuatro paredes de mi despacho, había vuelto a experimentar la influencia que Edward Cullen ejercía sobre mí. Y me avergonzaba de ello. Una sola de sus miradas lograba apuntalarme al suelo. Y con un par de frases bien escogidas, conseguía acorralarme sin apenas esforzarse en ello. Por no hablar de ese nudo en la boca del estómago que sentía en su presencia, mezclado con el impulso estúpido e irracional de querer complacerle, de querer ser lo suficientemente buena para él cuando, en realidad, su opinión me importaba una mierda. Y… ah, sí. Sin olvidar esa voz que me ordenaba lanzarme a su cuello inmediatamente.

Edward Cullen me convertía en una chica insegura e inestable que aún no había decidido si le detestaba, si le encantaba o si sentía ambas cosas al mismo tiempo.

El pitido de mi móvil me devolvió a la realidad. Dejé sobre la mesa la taza de café, que ya se había quedado frío, y estiré la mano para alcanzar el teléfono. En la pantalla parpadeaban unas cuantas palabras y un número desconocido.

Mañana espero tu respuesta. Soy impaciente y tú no serás la excepción.

Un gruñido molesto se escapó de mis labios. Imbécil. No tuve que devanarme los sesos para adivinar la identidad del remitente desconocido.

Por lo visto, Edward Cullen quería escuchar cómo rechazaba su oferta por tercera vez.


Pues eso es todo de momento. Todavía no me he decidido si el capítulo me parece un rollo en el que no ocurre nada o un comienzo interesante XD

Por cierto, dejar reviews cuenta como "portarse bien". Lo digo por si todavía tenéis que escribirle la carta a Papá Noel o a los Reyes Magos ;)

Nos leemos. ¡Y feliz Navidad!

Bars