Heeeeelou again. Esta vez vuelvo con una serie de one-shots o drabbels (depende de cómo me pille xd) sobre los famosos siete pecados capitales. La idea surgió tras una conversacion con youweon (gracias, nena ^^) que me hizo acordarme de lo mucho que amo a estos dos y lo poco cuidados que los tengo ;_;. Siento que Holmes y Watson saben encarnarlos perfectamente, no sé xd. Slash es, claro está, pero en algunos estará explícito y en otros implícito. Solo espero que os guste y tal :D.


Avaricia

Sherlock Holmes no tiene derecho alguno de quejarse de John Watson.

No tiene argumentos a su favor. O datos. O pruebas.

Y Sherlock Holmes es un tipo coherente. Tiene conciencia de cada fonema que sale de su boca. Sabe muy bien las palabras que tiene que entrelazar para que sus frases estén dotadas de pleno sentido, tanto si es para resolver un misterioso enigma como para dejarte a la altura del betún. Tiene el maravilloso don de la grandilocuencia y no le hace falta tocarte para sentir que te han llovido mil hostias. Sherlock Holmes sabe ganar a Dios en un duelo porque sabe tener la última palabra. Toda conclusión a la que Sherlock Holmes llega no está argumentada por la ley gitana, sino por hechos verídicos. Objetivos.

Sherlock Holmes sabe desenvolverse de manera casi surrealista.

El detective es así, y usa su portentosa habilidad y argumentos para tratar a Watson como si fuera un objeto. La marioneta de Geppeto. El ovillo del gato. Y aunque John Watson se resista en todo momento arrugando los morros de esa forma y mirándole con esos ojos, con esa expresión de "voy a arrancarte la piel tira a tira y luego te bañaré en mil limones" llegará a un punto en el que no se queje y dejará que Holmes siga avasallando su burbuja personal a su antojo como si fuera suyo.

Como si de repente el rol de Gladstone pasara a pertenecer al doctor. De todos modos Watson tampoco se queja. De vez en cuando incluso se le agranda las comisuras de sus labios por una tonta sonrisa y Holmes por dentro se ríe y se muere de amor. No se dicen nada y se dicen todo con tres o cuatro miradas furtivas más. Lleva siendo así desde que se conocen y no suelen poner pegas algunas. Ya es un hábito y cuando hay tensión por alguna razón o simplemente Sherlock Holmes no tiene ganas de charlas de repente se sienten como que no están en casa. Como si todo empezase a ir mal.

John Watson y Sherlock Holmes están acostumbrados a tirarse los trastos a la cabeza y no pasa nada. Todo sigue igual. Menos cuando a Watson le da por decir:

-Ya es suficiente, ¿no cree, Holmes?

Y a Holmes se le llena la boca de palabrería que pueda usar en su contra y demostrar su supremacía.

-¿De qué se queja ahora, Watson? Pensaba que su ludopatía enfermiza englobaba el juego en todos los aspectos.

-Touchè, vale, usted gana –Watson deja caer un suspiro-. Ahora levántese y déjeme ir antes de que me salga una hernia del tamaño de un castillo en la espalda.

-Recuerde que me debe una cena. Un mes entero sin luz ni gas tiene sus intereses, amigo.

Este es uno de esos momentos en los que Holmes tiene a Watson donde quiere. Su campo de visión. El centro de la diana. Claro que sí, claro que ha ganado, otra vez.

Ah, y qué bien se está, literal y metafóricamente. Quiero decir, Sherlock Holmes encuentra el cuerpo de John Watson tremendamente cómodo, casi cree que Dios ha hecho la curvatura de su espalda a medida para que el detective se pase el resto de sus días postrado sobre ella.

-Por alguna razón es usted bastante cómodo, Watson.

Watson resopla, Holmes se ríe y en el fondo ambos saben que se adoran y que no pueden vivir uno sin el otro.

Y bueno, Sherlock Holmes podría pasarse el resto de sus días tal que así. Está demasiado bien y tiene todo lo que necesita para subsistir justo debajo de él. No es algo que el detective vaya a soltar fácilmente, por supuesto que no. Ambos lo saben, sin decírselo el uno al otro, pero se lo huelen. Solo que prefieren no tocar el tema de quién pertenece a quién y por qué.

-Y por cierto, me llevo esto –Holmes mete la mano en el bolsillo del pantalón de Watson, sacando un resguardo. Probablemente del combate del día anterior.

-¿Cuándo va a dejar de hacer eso, Holmes?

-¿Dejar de hacer qué?

-Despojarme como a una rata solo por el placer de verme mendigar por Londres.

Holmes deja escapar una carcajada, que delata sus intenciones- Cuando abandone esos hábitos de derrochar sus monedas allá donde vaya.

Watson golpea el suelo con sus dedos con aburrimiento, mirando la sombra de Holmes con los ojos en blanco.

-La avaricia es una enemiga peligrosa, Watson. Tenga fuerza de voluntad, por favor. Es usted médico después de todo.

-¿Desde cuándo se queja de mí?

-Yo nunca me he quejado de usted, Watson –niega, revolviéndole el pelo con su mano derecha-. No tengo motivos, la verdad –murmura, con esa mirada de estar pensando en algo siniestro-.

Sherlock Holmes no tiene derecho alguno de quejarse de John Watson. Después de todo, él también es un tipo muy avaricioso. Él besa su cofre del tesoro, sabe que está justo ahí y no piensa ceder nada a nadie, porque es su tesoro, por muy grande que sea –porque el detective sabe que su cofre del tesoro es simplemente incomparable a todos los botines piratas que hayan aparecido en alguna historieta de por ahí. Sherlock Holmes cree que ese tipo de tesoros no se pueden compartir, quizá por eso Watson no se da cuenta de la clara injusticia de la que es víctima.

-Solo me quejo de su falta de juicio y la facilidad con la que se mete en una timba.

-Ya. Claro.

Sherlock Holmes supone que es mejor así.

Y tras un silencio de unos diez o quince segundos, ambos se ríen. Por nada. Como hacen habitualmente. Se dan cuenta de ello pero no piensan por qué pasa. Le dan el beneficio de la duda quizá porque en el fondo saben que hay cosas que no pueden explicarse. Que son absurdas y totalmente lógicas a la vez. Como el… bueno.

Como el ese que se les queda demasiado grandes y casi que prefieren no pensar.

-Holmes.

-Dígame.

-En serio. Quítese de encima.


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