Holaaaa ^^.

Pues aquí estoy otra vez. Últimamente estoy bastante ocupada con esto de que me queda poco más de un mes para terminar el curso y toda la pesca (de verdad, JAMAS habia estado tan hasta arriba de trabajo T_T) asi que tardare bastante en actualizar el fic y tal (y a mi me pesa mas que a nadie, de verdad ;_;). Dicho esto, os dejo con el tercer capítulo :3. Disfrutadlo! :D


3

John.

No está muy seguro de dónde está. Ni de cómo se siente. Ni de lo que oye, ni de lo que vive, ni de nada. Está como desorientado.

Lo último que recuerda es haberse quedado dormido sobre la cama de Sherlock, después de todo el berrinche. Y ahora está medio consciente, en alguna hora del mismo día o del siguiente, con unas voces provenientes del salón llamándole. Parecen de la señora Hudson.

John se incorpora sobre el colchón, estirándose y frotándose los ojos. Le pican, supone que tardó lo suyo en dejar de llorar y que en medio del sueño volvió a hacerlo. Razones no le sobran.

Tener pesadillas con Sherlock en las que todo acaba de forma oscura y trágica de forma repetida le acaba machacando y reduciendo a polvo toda su moral y el poco de amor propio que había conseguido cultivarse el día de antes.

Pero tener sueños que parecen cuentos de hadas. Eso ya es inexplicable. Es harina de otro costal. Todo ese mundo utópico, fantástico que casi parece de algodón de azúcar es lo que realmente le impulsa a no querer vivir más, por muy paradójico que suene. Bueno, paradójico hasta ahora. Tener un sueño bonito deja de ser bonito cuando eso que le hace ser así hace mucho que se largó. Es simplemente escarbar en la mierda del pasado. En eso que nunca volverá.

John, estoy aquí. Estoy vivo. No voy a irme. Esas frases parecían tan reales que John casi se lo traga. Casi cree que estaba vivo y había vuelto solo para estar con él. Para disculparse, cuidarle y asegurarle que nunca va a apartarle el ojo de encima, como si estuviera jurando que iba a ser lo más parecido a su sombra.

Buena esa, subconsciente. Gracias por joder la marrana, ahora John ya tiene disgusto para rato. De todos modos no es lo que más le preocupa en este momento. Son las persistentes llamadas de atención de la casera, que de vez en cuando da algún que otro toquecito en la puerta y le pregunta si ya se ha despertado o si sigue vivo. John contesta con un vago ya voy, volviendo a estirarse cuando ya está de pie, en el suelo y dispuesto a entrar en el salón. Casi ha olvidado la hostia que supone darse cuando uno se despierta sin demasiadas ganas de seguir viviendo en esa porquería de mundo.

Bosteza con desgana, abriendo la puerta que separa ambas habitaciones. Algo no cuadra. Hay demasiadas personas en el salón. Gente que no conoce y está ahí mientras la señora Hudson le mira con una mezcla de nerviosismo y temor, sentada en el sofá. A decir verdad no tienen unas pintas que te inspiren mucha confianza. Son cuatro vagabundos que probablemente van armados, apoyados en la mesa y pared. Uno está esparramado en el sillón como Pedro por su casa.

John no da crédito a lo que ve.

-Buenas tardes, doctor Watson. ¿Ha dormido bien? –pregunta el del sillón, mirándole con cierto retintín.

Parecía ser el jefe o algo así, por la extraña e indiscutible labia combinada con su mala pinta –y a pesar de eso no es el que peor pinta tiene, lo que le deja todavía más inseguro-. No tiene más de treinta años. Viste unas bermudas vaqueras rasgadas por todos lados. Unas deportivas del año de la tana que no se sabe si son blancas o negras, una gorra Gatsby de un color marrón grisáceo desgastado, la típica americana marrón de tu abuelo, una camiseta amarilla pálida debajo de esta. La gorra tapa parte del pelo ondulado, despeinado y sucio del tipo, y éste a su vez tapa los oídos del hombre, pero deja entrever el cigarro que sostiene detrás de la oreja.

Sí, demasiada mala pinta.

-No sé quiénes son, pero fuera de mi casa.

-Ah, que ahora es su casa. Lleva tres meses desentendiéndose de este piso y de repente actúa como si siempre hubiera estado aquí –refuta, sacando algo parecido a una magnum 357 del bolsillo para apuntarle.

-Vale, no sé por qué diablos están aquí, y no sé si de verdad me importa. Pero no hay nada de interés aquí. Así que, por favor, dejen de buscar algo para seguir atormentando la vida de un difunto y déjenos vivir nuestras vidas en paz –suplica, levantando las manos. Por alguna razón nota que algo invisible en el salón le está ahogando. Probablemente su propio miedo. Aunque quizá lo extraño, realmente, es que no tiene tanto miedo. No como tendría unos meses antes. John deduce que la cosa tiene que estar muy mal para haber perdido ese instinto de supervivencia.

-No sea ridículo, doctor. Pensaba que el vivir con Holmes durante tanto tiempo le había aumentado el número de luces –aquel tipo aprieta el gatillo mientras deja soltar unas cuantas carcajadas, dejando que un chorro de agua –presuntamente- empapase parte del rostro de John, que suelta un bufido sin ser demasiado consciente todavía de la realidad del asunto-. Si hubiera querido llevarme algo ya lo habría hecho. Solo quería asegurarme de que no iba armado o algo.

John se limpia con la manga de su camisa ese líquido, pidiendo a dios que no sea nada raro y contando hasta diez porque es lo que le conviene frente a ese grupo de matones- Entonces deje de apuntarme y rociarme con esa mierda y dígame qué quiere, qué hace aquí. Porque dudo mucho que yo tenga algo que le interese a ustedes.

-¿Todavía sigue empeñado en lo mismo? –el del sillón se levanta, acercándose a John- No se trata de que usted tenga algo que nos pueda interesar. Se trata de que nosotros tenemos algo que le puede interesar.

-¿Ah, sí? –John le da un vistazo de arriba abajo, cada vez está más convencido del mal augurio que le da ese hombre- Creo que no.

-No juzgue a nadie por la apariencia, doctor Watson. Obsérvenos dos o tres veces más con cuidado y sabrá de qué vamos.

John le mira, confuso- No veo nada. Nada, solo un hombre con una pinta muy… rara que en cualquier momento va a matarme o algo así.

El aludido se ríe, mirando a sus compañeros- ¿No me ha oído? Sí ves, solo que no observas.

Esa frase. Esa maldita frase. Pero cómo. Cuándo. Por qué.

-¿Quién…? –a John se le abren los ojos de forma desmesurada, con evidente intriga y desorientación.

-Ahora sí le interesa, ¿eh? –el tipo vuelve su mirada a la señora Hudson, que sigue medio inmóvil sentada en el sofá, mirándole con pánico- De repente sobra gente en esta sala, ¿no le parece, señora?

-¡Eh, eh, eh! ¿Quién se ha creído que es para hablarle así?

-Este asunto solo le incumbe a usted y a nosotros. Luego elegirá hacer lo que le venga en gana. Pero de momento necesito confidencialidad. Señora Hudson era, ¿no? Por favor, salga de aquí. Siento si mis modales no son mi punto más fuerte, no estoy acostumbrado a hablar como si fuera un rey.

-Pero… –refuta esta, mirando a John.

-Mejor haga lo que le diga, señora Hudson. Luego hablaré con usted.

La susodicha asiente con resignación, abandonando el salón. Mientras el joven vagabundo oye los zapatos de la casera golpear contra los escalones, saca un pendrive del bolsillo de su desgastado pantalón, mostrándoselo.

-No la habrán hecho daño cuando entraron, ¿verdad?

-Por favor, doctor. No se imagina lo peligrosos que podemos llegar a ser, pero eso es solo cuando se presta la oportunidad. No somos mala gente, no se deje llegar por las pintas.

-Ya, claro –asiente, mirándoles con suspicacia.

El presunto "jefe" tuerce su sonrisa- Le sonará el nombre de Moriarty, ¿verdad? –asiente- Una araña en todo su esplendor. ¿Y quién es el idiota que se fía de las arañas como esas? Es algo que todos sabíamos, incluso usted con sus pocas luces –John asiente, mirándole con tirantez e irritación-. No me mire así, y si no es verdad debe ser que ahora está muy ofuscado por todo lo que está pasando –John no contesta-. Sherlock era igual que Moriarty. También tenía su red. Mírenos. Míreme. ¿Sabe quiénes somos? ¿Sabe qué es esto? –pregunta, acercando el pendrive a los ojos de John.

El doctor nota las cuatro miradas puestas fijamente en él, como si estuvieran aplastándole con el ansia de la expectación. De oír algo coherente por una maldita vez en esa conversación llena de interjecciones y respuestas cortas. Algo de materia gris en su cabeza. John solo desea que no vayan muy optimistas mientras les echa un ojo con la mirada. Algunos se la devuelven esporádicamente, están más pendientes de la casa en sí. Pero tienen cara de pocos amigos. Demasiado.

Sobre todo el de la pared. No deja de pestañear como con nerviosismo, frotándose los ojos de vez en cuando. Y encima tiene esa sudadera que le queda como un saco tan desgastada. Y con la capucha puesta, dentro de una casa. Y la braga militar que solo le deja ver esos ojos negros y profundos. De vez en cuando le mira y John siente que le mata con esos ojos. Parece un puñetero terrorista, ni siquiera le ve la cara.

Mira para otro lado. El tipo de la mesa no supera el metro sesenta y cinco, será un poco más bajo que él, pero se está pasando una navaja suiza de una mano a otra con toda la tranquilidad del mundo. Le sonríe dejando visible su dentadura y, y tiene esa chaqueta que… oh. Espera, espera.

-¡Usted! –exclama John, señalándole- ¡Usted es el tipo de la, la… la mujer sin futuro o algo así!

-Bravo –aplaude y se ríe con suficiencia, después se guarda la navaja en el bolsillo de su pantalón y se cruza de brazos-, siento si le cause algunas… molestias con mi osadía. Pero era necesario.

-No veo por qué.

-Usted no lo ve.

Tras lanzarle una furtiva mirada y morderse la lengua –John no está en pos de meterse en más problemas-, sigue con su análisis superficial del individuo que queda. El caso del marco de la puerta. Ese ser que ocupa dos armarios, calvo con cicatrices hasta en dios sabe dónde, que parece que en cualquier momento te va a despellejar. John no sabe dónde se ha metido y prefiere seguir viviendo en la ignorancia. Y las prendas son casi todas similares. Destrozadas, sucias.

Parece que él sabía de qué gente rodearse. Con tipos como esos cualquiera se atreve a ponerte la mano encima.

-¿Le parece suficiente para sacar una conclusión?

-De ustedes no estoy tan seguro. Pero eso es… uhm… –traga saliva, mientras se muerde la falange de su dedo índice derecho y se prepara para llevarse un aluvión de hostias por parte de los presentes por la sandez que está a punto de soltar por esa boca- ¿Un pendrive?

-Por dios. Obviamente –suspira, cerrando los ojos-, pero a usted le interesa.

-De verdad, aún sigo sin saber por qué está aquí y me está enervando con tanto secretismo –el otro vuelve a suspirar-. ¿Es por eso? –pregunta, señalando el pendrive con un gesto de cabeza- ¿Por un simple pendrive? ¿Qué va a tener eso que sea de mi interés?

-Seamos sinceros, John. Usted ha perdido las ganas de levantarse cada día. No quiere reconocerlo en público pero sabe igual o mejor que yo que carece de motivos para seguir viviendo. Bien por unas razones o por otras, este mundo le parece una porquería.

Mucho. Pero ha sido demasiado fácil averiguarlo, solo hay que mirarle de arriba a abajo dos o tres veces y leer los periódicos. John no se siente convencido de nada.

-Es demasiado obvio –responde John, cruzándose de brazos y mirándole con escepticismo-. No se ande con rodeos. Y deje de zarandear eso por la punta de mi nariz antes de que me golpee y dígame cuál es el sentido de todo eso que dice que va a interesarme,

-No puedo –se encoge de hombros.

-Ya, no tengo el cuerpo para chistes, en serio. Si va a estar mofándose de mí váyase de mí casa.

-¿Ya se ha hecho a la idea de que somos tan solo cuatro individuos que forman parte de la gran red de vagabundos de Holmes y me dice en toda la cara que somos un puñetero chiste? Piense en quién es el chiste aquí, realmente. Yo tampoco estoy para bromas, ¿sabe?

-¿Entonces qué quiere que haga con él?

El individuo agarra la mano derecha de John con la mano con la que sostiene el pendrive, dejándola en la palma y cerrándole los dedos alrededor de él. A John le produce una sensación extraña tener ese aparato en la mano, ni siquiera sabe por qué.

-No puedo decírselo simple y llanamente porque no sé qué hay dentro del pendrive. Tiene una contraseña.

-¿Y se supone que yo la sé?

-En teoría, sí. Pero va a tener que rebuscar mucho en su imaginación para recordarla. No olvidemos que está algo ofuscado, doctor.

-Deje de reírse de mí de esa manera y dígame qué diablos hago con esto.

-Ambos sabemos que está ansioso por gritarle al mundo que Sherlock Holmes es inocente. Que Jim Moriarty era real. No podría contener todo ese orgullo al ver cómo todos los demás se callan como putas al demostrarles que todos habían sido unos ignorantes. Y sabe que tiene las pruebas necesarias para hacerlo. O al menos sabe dónde encontrarlas –el vagabundo se dirige hacía el violín, que yace en la mesa junto a la ventana, analizándolo brevemente con su mirada-. Las pruebas son la contraseña, la contraseña son las pruebas.

John deja escapar una carcajada que suena medio en broma. Todo ese farol que el tío ese le está soltando, el suspense del pendrive de las narices y él que se siente el más ignorante y estúpido de todos. Parece uno de esos programas de cámara oculta. John no está para bromas, de verdad que no.

-¿Qué es esto? ¿Algún tipo de acertijo, de jueguecito? Porque me parece una soberana gilipollez.

-¿Pero todavía no se ha dado cuenta de qué estamos intentando decirle?

-Deje de hablarme de esa manera.

-¿De qué manera?

-Con ese acento que le pone como si creyese que todo el que habla con usted tiene que ser un genio o algo parecido. Porque sabe, no lo soy. No soy Sherlock Holmes ni tengo pinta de aspirar a serlo, ni siquiera de pisarle los talones. Así que pare.

El otro suspira, con desesperación- Venga, doctor Watson. Use la cabeza, de verdad. No es tan difícil.

-Para mí sí.

-Mire, siento si le pillo susceptible. Es solo que vamos a necesitar su ayuda y debe tener los cinco sentidos puestos en todo.

-¿Mi ayuda para qué? Por favor se lo pido, deje de jugar conmigo a Quién quiere ser millonario y dígame qué coños pasa.

-Tiene que demostrar la inocencia de Sherlock Holmes.

Silencio.

John le mira medio atónito. Esto ya es demasiado. Ya ha pasado con creces el límite de lo aguantable por el doctor. Empieza mirar alrededor de él por si encuentra alguna evidencia de que le están grabando a costa de reírse de él.

-¿Se está riendo de mí?

-No, no. Escuche.

-Es que ya me da igual si es o no inocente. Si Richard Brooks existía de verdad o simplemente era un juego de Moriarty. Me da igual.

-No, ambos sabemos que no le da igual.

-Sherlock está muerto.

Otro silencio sepulcral más. John siente cómo su corazón es exprimido como una bayeta. Todo puede irse a tomar por culo, que ya es hora.

-¿Qué necesidad iba a tener de demostrar la inocencia de un muerto? Le va a dar lo mismo, igualmente. Ya no está aquí para comprobarlo.

-John, solo–

-Y Moriarty, Richard Brooks, quien quiera que fuese ese tío está por ahí perdido, en algún recoveco o páramo desconocido de este mundo. Punto y pelota. Este tema quedo cerrado desde que al capullo egocéntrico este le dio por tirarse desde un hospital.

-Deje de ser tan duro con él y consigo mismo. Tiene mejor formas de intentar superar esto que desentendiéndose de todo como si nada hubiera pasado. Porque ¿sabe? Ha pasado y le guste o no va a ser parte de su vida hasta que usted también la palme.

John agacha su cabeza. Casi ha olvidado el mal sabor de boca y el dolor de estómago que le producía el recordar todo eso. Supone que, en realidad, no ha avanzado nada. Que todo sigue siendo como antes. Seis meses no han dado para mucho. Quizá lo que peor le sienta es que hasta un simple pordiosero es capaz de sacar todos sus defectos a relucir para después dejarlo a la altura del betún.

Y para más inri, tiene toda la razón del mundo.

-¿Por qué debería hacerlo?

-Porque usted y yo sabemos que seguiría a Sherlock hasta el puto fin del mundo si le fuese necesario. Y porque aunque sigue desconociendo si es un farsante o no, no deja de confiar de forma incondicional en él. John, sea sincero consigo mismo. Lo está deseando.

-¿Y por qué yo? Ustedes son muchísimos más, estaban más cercanos a Sherlock. Qué va a hacer un idiota, un ser ordinario como yo, que no es capaz ni de deducir lo más simple aun teniéndolo delante de los ojos. Venga ya, hasta Sherlock lo decía.

-Se equivoca –se gira para mirarle, con una sonrisa-. Sherlock confiaba en usted más de lo que cree. Muchísimo más.

John empieza a pensar que a lo mejor, todo eso tenía un sentido. Podría ponerse a ello y no solo le estaría haciendo un favor al difunto detective, sino también a sí mismo. Pero es pensarlo dos o tres veces más y… nada. El doctor sabe que no va a ganar nada, solo un par de disgustos más.

-Creo que es hora de irnos, muchachos. Tenemos que empezar con los preparativos de esta operación. Recuerde que debe ser de alto secreto –hace un gesto corporal hacia el resto de vagabundos, que se levantan e incorporan dispuestos a irse-. Nos volveremos a ver, doctor. No está solo. Vamos a estar ahí para ayudarle a resolver el caso. Estamos juntos en esto.

-Ni siquiera tengo un motivo. Si él estuviera aquí, todavía. Pondría mi granito de arena e iría con todo lo que tengo a demostrar que siempre ha dicho la verdad. ¿Pero sabe? Él no me va a oír. Ni nadie, realmente. Lo único que voy a hacer es revivir un pasado que he estado evitando durante todo este tiempo y dejar que vuelva a torturarme y a castigarme como estaba haciendo antes. No estoy seguro de querer volver a esa vida, y menos ahora que estaba aprendiendo a levantar cabeza.

-Oh, no. No diga eso. Sherlock, en realidad, sigue existiendo –John le mira casi asombrado, expectante-. Aquí –contesta, llevando su mano derecha al pecho izquierdo.

-No me venga con chorradas, por favor.

-Le dejaré un incentivo –avisa, antes de cruzar el marco de la puerta- ¿Entiende de lógica? Hipótesis, teoremas, axiomas, postulados –se retira el cigarro que llevaba detrás de la oreja, se saca un mechero de las bermudas e intenta encendérselo-. Toda esta historia se basa en ese ámbito de la ciencia y filosofía, doctor. Va a tener que jugar con las leyes de la lógica para formalizar toda proposición que se interponga en su camino.

-Pues es una pena, la filosofía nunca se me ha dado bien –observa cómo se consigue encender el cigarro, dando una prolongada calada-. Aquí no fumamos.

-Ya me iba, tranquilo –espira el humo, dejando una fragancia que traía demasiados recuerdos al doctor-. Sherlock Holmes está muerto porque es un farsante. Todo argumento en un veredicto debe ser bicondicional y nunca condicional. Este caso está lleno de constantes condicionales que vistas de una forma parecen ser conclusiones coherentes. Pero vistas desde el otro punto no lo son. Va a tener que aprender lógica, doctor, porque cuando formalice esa frase correctamente se dará cuenta de que todo lo que Jim Moriarty nos ha hecho creer no es más que una deformidad de la realidad. De una incoherencia de la lógica, un simple juego de palabras. Si él pudo cambiar ese pequeño factor en toda la historia de Sherlock Holmes, usted podrá volver a cambiarlo y demostrar que no es así.

-¿Que qué? Rebobine, porque no he entendido ni zorra.

-Simplemente es una frase que tendrá que justificar, usando la lógica. Es una preposición, y tal y como he dicho antes, hay algo que no encaja. Son dos variables, p y q, que se necesitan mutuamente para darle un significado a la proposición, pero paradójicamente, juntas hacen una contradicción. Debe averiguar cuál, utilice la lógica. Tendrá que demostrar que Sherlock era inocente.

-Entonces es verdad. Sherlock Holmes no era un farsante –algo dentro de él hace que pueda respirar tranquilo, por alguna razón.

-Por supuesto. Pensaba que ya lo sabía de antemano. Pero claro, con su opinión y la nuestra no bastará. Le deseo suerte, doctor. O mejor, le deseo un golpe de inspiración para que deje esa forma de pensar. Porque de verdad, va a necesitar cambiar radicalmente su manera de deducir las cosas.

-No vaya a decirme que tengo que volver a estudiar filosofía para resolver esto –musita, con desesperación.

-Pues no se lo digo. La lógica es algo que se lleva innato. Tendrá que buscar algo que se la estimule. Un placer, Watson, nos volveremos a ver muy pronto.

-¿Entonces? –le interrumpe, e inspira profundamente, intentando relajarse-. ¿Qué motivos tengo? ¿De qué me va a servir todo esto? Porque yo, sinceramente, lo único que veo es una lluvia de hostias hacia mi moral. Además, ¿cómo lo vamos a sacar? Repito; uno está muerto, y el otro como si también lo estuviera porque no se sabe nada de él. No hubo tiempo ni para pensar.

-¿Lo recuerda? Está ofuscado. El suicidio de uno, la repentina desaparición del otro, y los dos hechos que ocurrieron prácticamente al mismo tiempo. Hay muchas cosas que no concuerdan con lo que normalmente habría pasado. Encárguese de recordar ese momento, aunque le suponga un golpe muy duro. Es el primer paso, y después lo sabrá. Sabrá todo lo que le pedimos cuando consiga justificar la verdad. Igual resulta ser el héroe elevado a la categoría de mártir, o en realidad es el mayor farsante que ha podido engendrar este mundo. O quizá ninguna de las dos. Estaremos en contacto, doctor. Y tenga paciencia, va a necesitar mucha.

-Pero…

-No sea interesado, doctor –interrumpe-. No pretenda recibir la oferta antes de crear la demanda. Pero créame, le aseguro que cuando consiga hacer lo que le pedimos tendrá su regalo –John no responde, solo mira hacia algún punto muerto del techo del salón-. Si son los periódicos, noticias y todo eso lo que le atormenta y no le deja vivir tranquilo… mire, en cuanto lo resuelva todo eso desaparecerá. Y usted podrá llevar lo de su muerte con más tranquilidad. ¿No es lo que desea, al fin y al cabo?

Pero John sabe que nunca habrá tranquilidad en su vida. Realmente nunca ha habido tranquilidad en su vida. El único lapso en el que se recuerda durmiendo tranquilo es desde el día que conoció a Sherlock hasta que él mismo decidió precipitarse hacia el suelo desde la azotea de un hospital. Todo lo demás no es más que una historia muy macabra y tenebrosa. Aun así, John no dice nada. Solo piensa y recapacita sobre eso. Sobre si merece la pena ayudar a un muerto que hasta el puñetero último segundo de su vida te ha demostrado que es un engreído y un desagradecido.

Todo eso no tiene ni pies ni cabeza.

Salen todos cruzando el umbral de la puerta. El último es el tío con pintas de terrorista, que antes de irse le da una fugaz mirada y casi parece que está sonriendo. John se estremece y se le revuelven las entrañas mientras le sube un escalofrío desde el coxis hasta la nuca, pocas veces ha tenido un pánico comparable a ese. Se toca, se palpa todo su cuerpo para comprobar si sigue vivo, porque por un momento pensaba que se quedaba en el sitio. Aunque todos esos tipos no son su mayor preocupación –en teoría, debería confiar en ellos-, no. Su mayor preocupación es Sherlock. John está ahí, en el piso que ha sido incapaz de pisar durante seis meses por la cantidad de recuerdos que se le vendrían encima, aplastándole todo indicio de voluntad para seguir viviendo. Cuando decide pisarlo, se encuentra con ese panorama. Demostrar la inocencia de un muerto, en el mismo día que ha decidido enfrentarse por primera vez a todos sus recuerdos. John nunca ha creído en el destino.

Hoy ha empezado a hacerlo.

O quizá no es creer en el destino. Quizá es creer en Sherlock, porque John a veces piensa que Sherlock es su destino.


-Estoy cabreado. Estoy muy cabreado.

-Oh, cariño–

-No, en serio. Quiero pegarme contra algo, señora Hudson. Todo esto roza lo inverosímil. Seis meses, seis putos meses y es ahora cuando todo se me viene encima. Hay veces que no sé qué pensar.

-John…

-Eutanasia, es lo mejor. Ahí se acabarían todos mis problemas.

-¡John, no digas eso!

-Pues a Sherlock le fue bien –musita, arrugando sus labios con suficiencia.

-Dudo mucho que Sherlock quisiera eso para ti.

-A Sherlock le daba igual. Siempre le he dado igual.

-No, no. Querido, no pienses–

-No lo pienso. Lo veo. Es lo que él me ha dado a demostrar.

John no sabe sin rendirse. Si hacer lo que le han pedido. Si levantar cabeza. Si seguir. John no sabe nada.

John solo sabe que está a punto de acabar en un manicomio.

Sin moverse mucho del sofá, estira el brazo hasta volver a alcanzar la tila que le ha preparado la señora Hudson. Le da un sorbo. Respira. Otro sorbo. Este es uno de esos momentos en los que se pregunta qué le queda a uno cuando ha perdido toda la confianza en sí mismo. Qué pinta en todo ese puzle cuando se siente la pieza más prescindible de toda esa historia.

-¿Lo vas a hacer?

-¿Hacer el qué? –pregunta, sin dejar de sostener la taza. El leve calor que irradia la cerámica le recuerda a una sensación reconfortante.

-Probar su inocencia.

-Sería lo último para acabar de demostrar al mundo lo patético que soy. No tengo los medios, no estoy en mi mejor racha y soy más tonto que una zapatilla.

-Uy, ¿quién eres? El John al que yo conocí tenía más amor propio.

-Usted lo ha dicho. El que conoció. Podría ir de vuelta a por él, pero…

-¿Pero…?

-No creo que un muerto vaya a resucitar explícitamente para darte el amor que se había llevado a la tumba –su casera no dice nada, solo le mira con lástima-. Es que es eso, ¿sabe? Es que está muerto. De qué me va a servir darle un poco de consuelo a un cadáver.

-Porque las personas estamos dispuestas a darlo todo por volver a ver a esa persona que tanto queremos sonreír. Aunque no la podamos ver o aunque sepamos que ya se ha ido –John no responde, solo deja caer una lágrima, pero para la señora Hudson es suficiente, puede ver todo lo que John quiere decir reflejado en esa pequeña gota-. Yo estoy intentando volver a verte sonreír, John. Quizá no pueda hacer mucho por ello, pero siempre hay ese algo que nos mueve a no dejar de luchar.

Cuando John oye esas palabras lo único que puede hacer es mirarle los ojos y romper a llorar como un bebé, con esa facilidad. Y sonreír y abrazar a aquella señora como si fuera lo único que le quedase en ese mundo. Se siente muy egoísta al saber que todo lo relacionado con Sherlock le cegaba hasta ese punto. Hasta no dejarle ver que los demás también cuentan con él –y que también existen. Que la señora Hudson, que está ahí a su lado, rodeándole con su pequeño y frágil cuerpo le tiene en estima. Que le quiere, mucho, y que va a estar ahí para darle tres, cuatro, cinco –y todos los que sean necesarios- abrazos.

-Y si alguna vez te vuelves a caer, piensa que siempre vas a tener a alguien que vendrá a por ti y te ayudará a levantarte. Yo te ayudaré a levantarte. Yo voy a estar ahí.

Y de la misma manera, John va a estar ahí. Y por eso, solo por eso, cree que merece la pena luchar.

Porque no va a ser el único que luche. Porque John ya no está solo.

Ya no más.


-¿Sabes? Eres un caso extraño.

-¿Extraño? ¿Que soy extraño?

-Sí, extraño. No sigues el estándar de los demás pacientes. No te comportas como ellos.

-Ya, bueno. Se supone que todos somos únicos, ¿no? –pregunta, con una semi sonrisa.

-No, no. No me refiero a eso. Me refiero a todo tu estado. A las etapas por las que pasa una persona en momentos de pérdida, tragedia o bueno, ese tipo de cosas, ya me entiendes.

-No, no te entiendo.

-Cuando una persona debe enfrentarse a una situación crítica, como puede ser una enfermedad terminal, la muerte de un amigo o un suceso lo suficiente fuerte como para influenciarle mucho emocionalmente suele sufrir una serie de etapas. Se llaman las etapas del duelo.

John asiente. Las etapas del duelo. Su vida sí que es un duelo. Todo eso le suena casi a cómic. Como si estuviera dentro de una misión o algo parecido –y en el fondo le gusta.

-Se dividen en cinco etapas que te van a sonar demasiado. La primera es la negación.


-No. No. No lo está. No puede estarlo. Es una pesadilla, tiene que ser una pesadilla.

-John–

-¡Dime que es una puta pesadilla, Greg!

-John, por favor.

Las lágrimas no le salen de sus ojos –pero poco falta. Simplemente no puede. Es inconcebible. No lo asimila, no le entra en la cabeza que esté muerto. Que se ha tirado de una azotea y se ha roto en mil trozos por dentro del impacto contra el suelo. No, John no está preparado.

Nunca lo ha estado.

-No, no, no. He dicho que no.

-John, tú lo has visto.

-No, ¡no! Él no me ha hecho eso. No ha podido hacerme eso. Sherlock nunca me dejaría tirado –musita, sin tener mucha conciencia de sí mismo empieza a llorar. Empieza a llorar desconsoladamente, sintiéndose el ser más perdido y funesto del mundo.

Y cuando se quiere dar cuenta, Lestrade está llorando también, mientras sostiene el tambaleante cuerpo del doctor entre sus brazos.


-Sí. Sé lo que es –contesta. John no va a llorar esa vez al recordarlo, y lo sabe.

-La segunda es la ira. Toda esa impotencia y resentimiento que nos entra al preguntarnos el porqué de las cosas.

John traga saliva. Muy familiar.


-Capullo. Ególatra, egoísta, idiota. Gilipollas. Que solo piensas en ti. Que te pone todo ese rollo de ser el centro de atención y ¿sabes qué? Me he hartado. Porque estoy hasta el gorro de tener que soportar que un tío de treinta y cinco años se porte como un niñato de doce. Que siempre tenga que ser lo que tú digas. Y que tenga que ir siempre detrás de ti siendo tu perrito faldero. ¿Y si no quiero? ¿Y si te mando a la mierda?

John está tirado sobre el suelo de su casa. El sonido de la lluvia golpeando contra su ventana hace que todo eso parezca más melancólico.

Está muy enfadado. Mucho. Cuando llora no sabe si es de tristeza, impotencia o rabia. O las tres.

-¿Por qué lo hiciste? ¿Por qué decidiste desaparecer, así sin más? ¿Por qué has jugado conmigo de esa manera durante tres meses para luego darme una puñalada como esta, Sherlock?

Ahora está seguro de que está llorando por las tres a la vez.

Y sabes, es una sensación muy incómoda.


-¿Te va sonando?

-Sí. Mucho.

-De esta no estoy tan segura. ¿Negociación?

John suelta una pequeña carcajada- Si tú supieras.


-Pero, por favor, solo hay una cosa más. Una cosa más, un milagro más, Sherlock. Por mí.

John intenta coordinar la respiración para no darle un soponcio enfrente de la tumba de su amigo. No quiere llegar hasta ese punto. No en ese arrebato de sinceridad, porque piensa que Sherlock puede estar oyéndole desde algún lado y… no.

No se merece eso. Se merece mucho más.

-No –se está rompiendo- estés –el infierno se abre a sus pies- muerto.

Una exhaustiva preparación física y psicológica, un amplio historial militar, nervios de acero, sangre fría. Todo lo que ha aprendido de la guerra se ve reducido a cenizas cuando mira el nombre su amigo –mejor amigo- esculpido en el negro mármol de la lápida.

Y entonces John Watson se da cuenta de que ha aprendido a hacer frente a numerosas situaciones críticas de todo tipo. ¿Pero esto?

Esto no es nada comparable a todos los desastres que ha vivido. Esto es algo mucho mayor. Más duro. Más inhumano.

-¿Harías eso solo por mí? Simplemente páralo. Para esto.

Cuando nota como las lágrimas luchan por salir de sus ojos, sabe que su mundo está acabado.


-Después de todo, cuando has perdido aquello que más querías en tu vida, ¿qué te queda? ¿Qué haces? –pregunta John, intentando por todos los medios que su sonrisa se vea inquebrantable, aunque le duela.

-Depresión. Te deprimes. Te hundes en todas las penas y lamentaciones al recordar todo eso que nunca has podido hacer. Es lo que tú has hecho durante todo este tiempo, John. No has sabido valorarte como amigo, ni como persona. Ni siquiera tenías motivos para hacerlo, pero lo hacías. Y es un factor que debías suprimir porque todas esas inseguridades, miedos aglomeradas ahí dentro lo que provocaba que no te dieras cuartelillo, ni siquiera para sonreír.

-Cuando Sherlock dice que alguien es idiota… –sonríe, con tristeza- es porque de verdad lo es.

-Pero hasta ahí llegas.

-¿Eh?

-Sí. Hasta ahí has llegado. Ni a la aceptación, ni a la esperanza. ¿Por qué?

-No sé, aquí la psiquiatra eres tú.

-Pero no puedes. Es que no puedes.

-¿Quién lo dice? A lo mejor soy la excepción que confirma la regla.

-¿Por un pendrive y cuatro vagabundos? Está bien que lo intentes superar, y de hecho me alegro mucho por ti. Se ve que por fin has decidido darte una oportunidad. ¿Pero así?

-Tú siempre has dicho que tenía que encontrar una motivación en mi vida para superar todas mis inseguridades. Algo por lo que empezar.

-Pero no con todo ese altruismo, John. Es como si quisieras cavar tu propia tumba.

-No tenía una motivación hasta ahora, Ella. No estoy solo. Tengo a gente que va a estar conmigo ahí para apoyarme. ¿Sabes qué es una de las cosas que más me joden de la muerte de Sherlock? Que la gente no le deje vivir en paz. ¿A ti no te daría rabia eso? –John cierra sus puños con fuerza- Que mancillen de esa manera a un pobre difunto. Y que ese pobre difunto tenga demasiada relación contigo. Me está haciendo polvo. Dime, ¿tú cómo te sentirías?

Ella no contesta. Solo le mira de una forma lastimera que a John le está poniendo de los nervios. No entiende muy bien por dónde van los tiros, ni quiere entenderlo.

-Eres una persona… complicada. Difícil de entender –acaba respondiendo-. Hasta hace relativamente poco querías echar por tierra todo lo relacionado con Sherlock y deshacerte de él. Luego le echabas de menos. Al cabo de los días te deprimías. Le seguías echando de menos. Te enfadabas. John, de verdad que no te entiendo.

-¿Te resulto un paciente conflictivo? –John no deja de sonreír, esa expresión no se le borra de los ojos. Se crece por dentro y Ella cada vez lo tiene más claro, después asiente- No te extrañes ni me mires con esa cara. Los malos hábitos se acaban pegando. Sherlock me habrá contagiado un poco de su particularidad humana.

-Y por eso estás decidido a seguir sus pasos y creerte algún tipo de mesías.

-No sé, ¿puede?

-John, está muerto.

-¡Ya lo sé! –le espeta, casi gritando. John no acaba de tener constancia de la intensidad de sus palabras hasta que ve la mirada intranquila y desconcertante de su terapeuta- Lo siento, disculpa.

-¿Estás sonriendo? Y me refiero de verdad –pregunta, cambiando de tema.

-No. Pero eso ya estaba claro desde un principio.

-¿Entonces?

-No sé –se encoge de hombros-, supongo que lo hago porque conozco a una persona que no hace mucho tiempo me dijo que el primer paso para empezar a ser feliz es aprender a sonreír, aunque no sintieses nada. Que luego me mirara al espejo y me dieses cuenta de la lástima que da trabajar todos esos músculos para dar una expresión angustiosa cuando, con el mismo esfuerzo –o menos-, podría ver el reflejo de alguien que no se cansa de luchar con tal de seguir buscando una razón por la que levantarse al día siguiente. Porque es así como se deben hacer las cosas, ¿no? Lo fundamental cuando quieres llevar a cabo un propósito es creértelo, aunque todo indique que vayas a fracasar.

Y Ella sonríe cuando escucha el discurso de John. Casi por un momento piensa que aquí el psiquiatra es él. Se acomoda sobre su sillón, cruzando sus brazos y no aparta los ojos de John mientras pone esa expresión en su cara. Y cuando el doctor la ve empieza a creerse que igual sí está haciendo las cosas bien. Que igual ese sí es el camino que tiene que escoger.

-Lo vas a hacer aunque intente convencerte de lo contrario, ¿verdad?

John no contesta. Solo la mira ampliando la sonrisa de sus labios. Una sonrisa que no sabe si es, pero tiene la sensación de que parece sincera. Sí, el primer paso es creérselo. John se cree que puede conseguirlo. Al igual que cree que le va a ser útil para algo porque, en ese preciso momento, le está sirviendo para demostrarse a sí mismo que puede levantar cabeza. Que ese soldado que fue algo muy grande en su día nunca ha muerto realmente.

Se miran durante un rato más sin dirigirse palabra ninguna y casi a la vez, comparten la misma carcajada. El mismo gesto satisfactorio. John ve el progreso extendiéndose por su cuerpo.

Sí. Quizá haya encontrado por fin ese motivo para creérselo y sonreír.

Quizá lo haya vuelto a encontrar. Otra vez.


Cuando sale del piso de Ella, se encuentra al mismo tipo que estuvo en su casa la semana anterior apoyado en la pared de al lado, mirándole de esa forma tan siniestra. El de pintas de terrorista. Tiene la misma ropa: esa capucha que le cubría parte de los ojos de la sudadera de color pistacho, la braga militar negra, los vaqueros desgastados y arrancados por la rodilla, las deportivas de hace por lo menos seis o siete años. A John le recorre un escalofrío muy desagradable por toda la espina dorsal.

-Buenos días de nuevo, doctor –saluda, su voz era áspera, grave y rasgada. John supone que es un tipo demasiado aficionado al tabaco y otras drogas relacionadas con la vía respiratoria.

-Vaya, pensaba que era mudo –bromeó-. Creo que no nos presentamos ese día.

-Bizirgo. Llámeme Bizirgo. Y no, ahórrese el suyo, me lo sé –contesta al ver como John iba a decir algo.

-Solo iba a decir que encantado.

-Ah. Vale.

John le mira extrañado. Cree que debe de tener un problema. Tiene que tener un problema. Es demasiado raro.

-Uhm, y es así de… agradable con la gente normalmente, ¿no?

-Normalmente, sí.

-O sea, que todos los que están dentro de la red de Sherlock Holmes son unos capullos empedernidos como él.

-Algo así.

-Ah, bien. Perfecto.

Silencio sepulcral. John está a punto de tirarse al suelo y arrancarse los pelos. Se pregunta de dónde ha salido un ser tan esperpéntico como ese, que rezuma miedo por todos y cada uno de sus poros. Parece el típico antagonista de película de terror que va a atravesarte con un objeto contundente de un momento a otro. A John no le gustan esas vibras, no. No le gustan nada.

-No va a enseñarme la cara, ¿verdad?

-Ni falta que hace.

-Ya. Ya veo.

-La paciencia que va a necesitar conmigo no es nada comparable a la que necesitará cuando se meta de lleno en todo esto.

-¿Y quién dice que quiera meterme?

-Ha salido de la consulta de su psiquiatra con una mirada triste, la que siempre suele tener, pero con una sonrisa muy esperanzadora. Ambos sabemos que está roto por dentro y que el simple hecho de pensar en cómo se va a desenvolver cuando lleve a cabo lo que le pedimos solo empeora aún más las cosas. Pero por algún motivo está relativamente feliz, por lo que tiene pensado acceder a lo que le pedimos.

-No me pidieron nada. Me exigieron, más bien –reprocha, cruzándose de brazos.

-Le iba a dar igual en ambos casos, ¿no cree?

-Solo una pregunta más. Me recuerda usted terriblemente a–

-¿A Holmes? Me lo dicen a menudo. No todos los genios han acabado siendo algo portentoso como él. La mayoría hemos acabado en una puñetera cochera, con un carrito de la compra y un trozo de manta que solo nos sirve para espantar a las moscas. Tomar un camino equivocado y estar arrepintiéndote de ello durante el resto de tus días es lo que probablemente haga que tengamos ese humor tan repulsivo e irritante hacia los demás, así que no vuelva a compararme con ningún aspecto que le recuerde vagamente a su amigo fallecido solo porque mi carácter se asemeje al del capullo egocéntrico, ¿me entiende?

-Creo que se ha hecho un lío usted solo y me ha malinterpretado –responde, temblando-. De verdad que no quería–

-¿Me entiende? –vuelve a preguntar, con un énfasis más profundo, que hace que a John se le congelen hasta las uñas.

-S-sí.

-Bien. Dicho esto, espero que podamos trabajar bien juntos.

Ambos suspiran. John le mira con desconfianza, por alguna razón tiene la extraña sensación de que el tipo con pintas de terrorista le esquiva la mirada. Sigue teniendo ese parpadeo intermitente, se frota los ojos regularmente. Es un tipo demasiado estrambótico, a John le gustaría saber de qué va, qué circula por esa mente, si tiene un trastorno bipolar o esquizofrénico o vete tú a saber. No se siente seguro, no va a estar seguro y John lo sabe. Hubiera sido más fácil asentir, darse la vuelta y rendirse. Morir de pena no era tan malo si lo comparamos a morir de un tiro entre ceja y ceja –como mínimo-, sinceramente.

-¿Tengo monos en la cara?

-¿Le ha llamado capullo egocéntrico? –pregunta, repentinamente, en un afán por cambiar de tema y hacerlo más fácil.

-Es lo que es.

-Pensaba que era el único que lo llamaba de esa manera –musita, pensativo-. Por cierto, ¿a qué se refiere con trabajar juntos?

-A que vamos a trabajar juntos. Me han asignado a usted. A partir de ahora seré su sombra.

John se dice a sí mismo que la frase "no te fíes ni de tu propia sombra" le viene como un guante. A este tipo, siendo su sombra. No sabe si alegrarse o tirarse al Támesis. Y casi que se decanta por lo segundo. Aunque también le intenta ver el lado bueno a las cosas, fuera de peligro por el momento está. De ahora en adelante ya no está tan seguro. Pero se espera que sea lo bastante peor de lo que se imagina para tener a semejante personaje cuidándole las espaldas.

John aún así va a por todas.

-¿Tienes miedo? –le pregunta el otro.

-No.

Ese no ha sonado tan rotundo y definitivo como nunca. El doctor le mira, puede ver ese gesto reflejado en sus ojos de la típica media sonrisa de complacencia que te sale sola. John se la da de vuelta, estrechándole la mano.

-Entonces nos vamos a llevar bien.

O bueno, quizá no puede ser tan malo.