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Sherlock Holmes:

Sinfonía

I

El trastorno de la encrucijada


"I'm miles from where you are,

I lay down on the cold ground

I pray that something picks me up

And sets me down in your warm arms"

Snow Patrol - Set Fire to the Third Bar


"Estoy a millas de donde tú estás

Me tiendo en el frío suelo

Rezo para que algo me levante

Y me deje en tus cálidos brazos"

Snow Patrol – Set Fire to the Thid Bar


Opening: Only If For A Night de Florence and the Machine

Dedicado con mucho cariño a Marpesa Fane-Li y Naoky,

que siempre me inspiran a seguir escribiendo…


La jeringa absorbió gran parte del líquido blanco, lechoso, que el doctor había recetado: una pequeña dosis de antibióticos para contrarrestar los efectos de la fiebre que había estado padeciendo el pequeño Jim. Una vacuna diaria por una semana había sido la receta del doctor, y por petición del señor Landel, el mismo doctor tenía que aplicar cada una de las vacunas hasta que el pequeño Jim sanara.

Para John Watson aquello no representó ningún problema, y por siete días acudió hasta el otro lado del campo tan solo para cerciorarse de que el niño sanara.

Aquel día salió de su casa en el campo justo antes del amanecer; era el séptimo día, y como los seis días anteriores, se levantó temprano, se duchó y se cambió sin despertar a su esposa para no molestarla y, con la determinación propia de su profesionalismo como doctor, abordó el coche que el señor Landel había enviado especialmente para ir a su casa; un viaje que duraba entre dos y tres horas.

Fue antes del mediodía cuando John llegó a la casa de los Landel, una imponente mansión digna de un aristócrata de familia, importante. Las verjas de acero chirriaron con la agudeza característica del fierro viejo, y el conductor llevó el coche hasta el otro lado del jardín; un trayecto que llevaba aproximadamente diez minutos.

El doctor pudo así disfrutar nuevamente del espectáculo que eran los cuidados rosales, meticulosamente tratados por los cinco jardineros que tenían los Landel para la propiedad. Rosas tan blancas como la leche abundaban por todos lados, y sólo la fuente en el centro del jardín, con forma de querubín, se volvía la única partidaria digna de atención después de ellas.

El coche traqueteó por última vez en un bache que para Watson ya era familiar, y al cabo de unos segundos se detuvo.

Watson tomó su maletín del asiento de enfrente, y se arregló el sombrero antes de que uno de los criados de la casa abriera la puerta para invitarlo a salir.

Así, Watson descendió del coche y se dirigió hacia la escalinata de mármol que daba acceso al interior de la mansión. El criado lo acompañó en todo momento, pero ya que era un viejo enjuto y cojo, Watson tuvo que, como los seis días anteriores, aligerar el paso y adaptarse a la velocidad de él.

Arriba, la puerta estaba abierta. Era una inmensa talla de madera con grabados dorados en su superficie. Watson la repasó una vez más con la mirada, antes de dejarla atrás y de dejarse absorber por el mármol del piso y la brillantez de los artículos de oro vastos en la casa.

Sobre él, el candelabro de araña con incrustaciones de diamantes siempre propiciaba una adecuada iluminación, y acaparaba cierto espacio del campo visual por su resplandor a veces blanco y a veces multicolor.

Casi de inmediato llegó otro de los criados, que le indicó a Watson que subiera las escalinatas del salón principal para ascender al segundo piso, y dirigirse al cuarto del pequeño Jim.

—El señor Landel se disculpa por no poder recibirlo personalmente hoy —dijo el criado, de apariencia afilada y delgada, mientras subían los escalones—. Tuvo una reunión de negocios, según dijo.

—Es muy amable el señor por todos los tratos que ha tenido para conmigo —agradeció Watson—. Apreciaría humildemente que le hiciera llegar ese pensamiento al señor Landel.

—De acuerdo.

El criado, de actitud altiva, no volteó a ver a Watson ni un solo instante. Camino casi al frente de él a través del pasillo que conducía a la habitación de Jim, y se detuvo justo ante la entrada.

Le hizo a Watson la misma señal de días atrás, señalando los zapatos del doctor.

Watson lo miró y sonrió. Le dio el maletín al criado un momento y procedió a quitarse los zapatos y las calcetas. Por exigencias del señor Landel todo aquél que entrara al cuarto del niño enfermo debía quitarse los zapatos y andar descalzo en la habitación. Watson veía aquello como una excentricidad propia de la gente rica, y prefería no hacer comentarios al respecto.

Dejó los zapatos a un lado y a continuación le quitó el maletín al criado.

El doctor entró al cuarto con pasos lentos, mientras el criado lo vigilaba desde el otro lado del umbral.

Watson avanzó una docena de pasos antes de llegar a donde estaba la cama del pequeño Jim. Allí, al lado, estaba el banco de madera en el que se había sentado durante los últimos seis días. Tomó asiento de nuevo, y miró al chico.

—Hoy es el último día de tu vacuna —le dijo el doctor con intenciones de animarlo, y mientras lo decía examinaba al pequeño—. Después de esta vacuna te sentirás mucho mejor.

Entonces Watson arrugó el ceño. El pequeño no parecía para nada mejor; todo lo contrario. Su piel estaba reseca y pálida. Había pequeñas pústulas detrás de las orejas y su piel estaba fría.

—¿Jim, estás bien? —preguntó Watson.

El pequeño cabeceó ligeramente, en forma negativa.

—Duele —musitó.

—¿Qué te duele? —preguntó Watson.

—Quema…

Watson siguió examinándolo. El sudor frío persistía. Sin duda la fiebre se había ido, pero había sido sustituida por un decaimiento en la temperatura corporal.

No creyó que la vacuna fuera a ayudar mucho, pero sabía que, como fue su diagnóstico y receta iniciales, debía aplicarlas y, consecuentemente, actuar.

—Te aplicaré esta vacuna y mañana vendré a verte de nuevo. Si las molestias persisten, deberemos llevarte a un hospital, pero si todo mejora, creo que ya no será necesario seguir con el tratamiento.

Pero Watson sintió esa pequeña punzada en el pecho, producto de su intuición, que le decía que el niño no mejoraría tan fácil.

Jim lo miró con ojos rojos.

—Cuando me vacuna el dolor se va por un rato —dijo—. Calma el dolor.

Escuchar aquello fue realmente bueno para Watson. Lo hizo sentir esperanzas de que el pequeño fuera a mejorar con esa última vacuna, así que comenzó a sacar sus instrumentos del maletín. Hizo la combinación en cantidades exactas de los antibióticos que el pequeño Jim necesitaba, y después absorbió con la jeringa la sustancia lechosa.

Se acercó a Jim, sin que el pequeño profiriera ningún grito de desaprobación o de miedo; era un niño valiente.

Watson buscó en el brazo la vena para aplicar la vacuna, y la aplicó como todos los días anteriores.

Esperó unos minutos, y a continuación le preguntó a Jim cómo se sentía.

—Mejor —dijo el pequeño, y esbozó una pequeña sonrisa—. Gracias, doctor.

Watson sonrió paternalmente. Sacudió el cabello del niño y se dirigió a la salida del cuarto.

—Bueno, hasta luego, pequeño —se despidió—. Sinceramente espero no volver a verte; ya sabes, por eso de que soy doctor y sólo veo a enfermos.

Tanto paciente como doctor rieron por la broma.

A continuación el criado sostuvo el maletín de Watson, y mientras el doctor se ponía los zapatos, el criado aguardó con suma cautela.

Regresaron por el pasillo por el que llegaron, y bajaron la escalinata de mármol. A continuación Watson se dirigió a la salida, esta vez acompañado por ambos criados.

—Estoy seguro de que el señor Landel le hará llegar sus agradecimientos, así como sus honorarios, doctor Watson, tan pronto como sea posible —dijo el criado de actitud altiva.

—Agradezcan de mi parte al señor Landel por tan amables atenciones, y también les agradezco a ustedes. Si no es mucha molestia, me gustaría saber sus nombres; nunca fui alguien que diera menos importancia a un empleado doméstico que a un aristócrata de familia acomodada —comentó Watson.

Ambos criados intercambiaron miradas por un instante.

—Yo soy Balthazar, doctor Watson —dijo el criado altivo.

—Mi nombre es Gibbs, doctor —dijo a continuación el criado viejo.

—Bueno, Balthazar, Gibbs, si alguna vez necesitan ustedes o sus familiares algunos de mis servicios no duden en mandar un telegrama —Watson se quitó el sombrero previo al saludo; solía ofrecer sus servicios con amabilidad.

—Es usted muy amable, doctor —dijo Balthazar, correspondiendo al ofrecimiento del doctor con una pequeña sonrisa.

El doctor continuó bajando las escaleras hasta llegar frente al coche que ya lo esperaba para llevarlo de regreso a casa.

El coche comenzó su marcha en cuanto el doctor se hubo subido, y Watson vio las figuras de Balthazar y Gibbs desvanecerse en la distancia de los jardines.

Watson iba pensando en ese momento en la tranquilidad de su trabajo, y en lo bien que se sentía al ayudar a un enfermo. Pero la imagen del pequeño Jim, pálido y frío, lo asaltó como una bandeja de agua fría en la espalda. No era normal que el pequeño estuviera así, pero si el niño había admitido sentirse mejor con las vacunas, era probable que sólo se tratara de un resfriado.

El coche continuó su camino, dando ocasionales saltos al pasar por baches o piedras. Y al pasar de los minutos Watson fue sintiendo más familiares los abedules y los helechos de por ahí cerca. El coche se detuvo frente a la casa de Watson, y a continuación se despidió, no sin antes recibir una pequeña propina de parte del doctor.

Watson le sonrió al cochero con amabilidad al despedirlo, y después de ver alejarse el coche desvió la mirada al cielo y comenzó a pensar un poco. Estaba contento de estar ahí; aunque no fuera una alegría eufórica, era una tranquilizadora. La idea de que a continuación subiría las escaleras y entraría a la casa, sería recibido por Mary y de que ella lo invitaría a pasar al comedor, donde tendría preparada una suculenta comida, era alentadora.

No dejaba de preguntarse, sin embargo, qué sería de él de no estar ahí en el campo con Mary, y estar en el 221 de Baker Street.

Pero alejó esa idea lo más pronto que pudo, decidido a no pensar en ello, y se encaminó hacia el interior de su casa.

Puso la mano en el pomo, y lo giró para abrir la puerta, pero el pomo giró por sí solo ante un impulso leve de la mano de Watson, y la puerta se abrió por el simple toque de la mano de Watson.

Adentro, la casa estaba vacía. No se escuchaba ningún ruido, ni siquiera el canturreo de las aves.

Watson entró, procurando ser cauteloso. Miró de un lado a otro, examinando cada rincón, y al quedar frente al umbral que llevaba a la sala se llevó una gran sorpresa: todo estaba destrozado ahí. La mesa estaba por todos lados, hecha pedazos; las cortinas estaban raídas y sucias. El piso era una tremenda figura de manchas por todos lados, lo mismo que los sofás cuyo relleno estaba por todos lados.

—¡Mary! —gritó Watson sin poder contenerse. Soltó el maletín y corrió a la que era su habitación, con la esperanza de que ella estuviera ahí, escondida. Pero al entrar al cuarto se quedó estupefacto por el panorama que lo recibió. El cuarto estaba totalmente desordenado, y había marcas de arañazos por todas las paredes y el suelo de madera. Pero lo que más aterró a Watson era que había una mancha en la pared con la inscripción "Rache" grabada con sangre.

La escena dejó estupefacto al doctor.

Watson conocía muy bien aquella palabra, lo mismo que esa escena, y por un instante tuvo la esperanza de estar soñando un recuerdo.

Sin embargo no era así.


Ending: Set Fire to the Thid Bar de Snow Patrol


Bueno, se me dio por escribir y aquí les traigo este nuevo fic. Espero que les guste mucho. Ya lo tengo un poco avanzado, así que creo que subiré un capítulo por semana.

Será algo largo.

¡Saludos a todas!

Gyllenhaal