Capítulo 12: Confesiones de una mente peligrosa
El aspecto de Michael Anderson era incluso peor a través del espejo que separaba la sala de interrogatorios de la de observación. En esta última aguardaba Castle, con el ceño fruncido, a que Beckett entrara y lograra sacar una confesión del sospechoso. El rostro del escritor se tornó en una mueca enrabietada al recordar la explicación que la detective le había dado de por qué no podía estar presente en aquel interrogatorio.
- Tu primera toma de contacto con él ha sido propinarle un batazo en el estómago – le había dicho –, ¿no crees que eso podría hacer que te viera como una persona hostil y se negara a colaborar?
Odiaba cuando lo golpeaba con su lógica aplastante. Así pues, Castle ocupó su lugar en el banquillo junto a Ryan y Esposito y esperó a que el show diera comienzo.
Al otro lado del cristal, el Topo se sujetaba un paquete de hielo en el abdomen con una mano, mientras con la otra jugueteaba con las gafas de culo de botella, ahora inservibles ya que se habían roto como consecuencia de su choque con el escritor. Su pie derecho repiqueteaba de forma incesante en el suelo, prueba de su crispación.
Así, en el mismo instante en que Beckett cruzó la puerta de entrada en la sala carpeta en mano, Anderson inició su ataque verbal sin aviso previo.
- ¡Llevo más de una hora esperando aquí! ¿Qué coño queréis de mí? – su entusiasmo inicial le valió un pinchazo en las costillas que le obligó a inclinarse - ¡Pienso denunciar a ese cabrón que tienes por compañero! ¡Eso es brutalidad policial!
Si a Beckett le afectaron lo más mínimo las palabras de Anderson, no lo demostró en absoluto. Su cara era una máscara de profesionalidad mientras tomaba asiento frente a su futuro interrogada y dejaba que éste se desfogase. En la sala de observación, los tres chicos esperaban a que se diera el pistoletazo de salida.
- … Se le va a caer el pelo.
- ¿Ha terminado? – pero no le dio tiempo a responder – Bien. Siento comunicarle señor Anderson que el hombre que le golpeó no es policía, así que su encuentro no tiene nada que ver con el cuerpo. Por supuesto, es libre de presentar cargos…
- ¡Puedes estar segura que lo haré!
- … pero me veo en la obligación de comunicarle que entre los amigos del señor Castle se cuentan jueces, periodistas y el alcalde. Por no hablar de todos y cada uno de los oficiales de esta comisaría, que dedicarán su tiempo y esfuerzo a hacer del resto de tu vida un infierno.
Al otro lado del espejo, Castle trataba de discernir si estaba emocionado, intimidado o excitado por la actuación de Beckett. Cuando entraba en aquella sala la detective se convertía en una auténtica ave de presa en pos de su cena. Fría. Implacable. Sexy. Acurrucado en su silla y con los humos mucho más bajos, el Topo no compartía los sentimientos del escritor.
- Y ahora dígame, ¿en qué prefiere concentrar sus esfuerzos, en presentar cargos sobre Castle o en convencerme de que usted no mató a Martin Prince?
Anderson tardó unos segundos en asimilar aquellas últimas palabras de la detective, pero en cuanto su cerebro las procesó, su cuerpo reaccionó de forma acorde. Dejó caer la bolsa de hielo y soltó las gafas sobre la mesa a la par que exclamaba un "¡Yo no he matado a nadie!", que sonó muy poco convincente según la detective.
- Lo juro. Yo no he matado a nadie en mi vida. ¡Ni siquiera conocía a ese tal Martin!
- ¿En serio? – inquirió Beckett alzando una ceja – Entonces, dime por qué tengo un testigo que te sitúa discutiendo con él en el callejón del Bitter End no hace ni dos semanas.
- Pues le habrá mentido, ¿a mí que me cuenta?
- Los testigos quizás puedan mentir señor Anderson, pero las cámaras no.
Dicho esto le plantó una captura de las imágenes registradas por la cámara situada en la entrada del local en la que se podía reconocer perfectamente al Topo hablando con la víctima. En aquel instante, todo rastro de bravuconería desapareció de la cara de Michael Anderson, que quedó blanco como el papel.
- ¿Quiere volver a probar?
- Está bien. Le conocía.
- ¿De qué le conocía?
Anderson desvió su nublada mirada hacia el suelo sin decir una palabra
- Señor Anderson, podemos hacer esto por las buenas o por las malas. Y créame – dijo inclinándose hacia adelante -, no quiere que lo hagamos por las malas.
- Desde luego que no. – dijo Castle, tragando saliva de forma sonora al otro lado del espejo
El Topo parecía indeciso, pero finalmente se dispuso a hablar.
- El señor Prince requirió de mis habilidades especiales, por decirlo de alguna manera.
- ¿Quiere decir que le contrató? – Anderson asintió - ¿Para qué? No me haga volver a preguntárselo.
- Quería tres juegos completos. Pasaporte, documento de identidad, permiso de conducir. Todo.
- ¿Para quienes eran los otros dos?
- No lo sé. ¡No me mire así, le juro que no lo sé! Sólo sé que era una mujer y un crío. No me dijo quiénes eran y yo no pregunté.
Beckett se giró para mirar directamente al espejo. Aunque no podía verlo, sabía que Castle también la estaba mirando y que ambos estaban pensando lo mismo. Sin embargo, había otro cabo que seguía suelto.
- ¿Y cómo un camarero de uno de los locales más famosos de Nueva York dio con un tipo como tú?
- Oh, el señor Prince – dijo el interrogado dibujando unas comillas en el aire – y yo éramos viejos amigos, por decirlo de alguna manera, ya sabe.
- ¿Dónde y cuándo se conocieron?
- En la cárcel. Hará unos 12 años – dijo el Topo, satisfecho por la sorpresa que sus palabras habían imprimido en el rostro de la detective -. Claro que por aquel entonces no se llamaba Martin Prince.